martes, 20 de marzo de 2018

CAP. CDXXXVIII.- Pimienta verde torrefacta.


XV.- PIMIENTA VERDE TORREFACTA



Di nova pena mi conven far versi (Otros versos traerán nuevos dolores).

Andrés guardaba pocos libros en su casa. En realidad, no eran libros, eran contenedores de recuerdos.

Nunca fue un gran lector, aunque hubo un tiempo en el que pretendió serlo y buscó refugio en grandes lectoras, Mariam y Graciela lo eran y contagiaban a Andrés la curiosidad de los libros. Andrés conservaba algunos libros regalados, libros que atesoraban cartas, reproches, entradas de cine, fotografías. Andrés los releía para reencontrase con aquellos recuerdos, para pensar en todo lo que pudo ser y, de repente, se fastidió.

Con el paso de los años Andrés se había contentado sólo con completar la biblioteca con algunos libros de arte, catálogos y ensayos, como el que había recibido hacía algunos días de Brown. Colocó la biografía de Velázquez junto a la Divina Comedia y cayó en la tentación de abrir aquella edición bilingüe en la que nada quedaba al azar.

En el canto vigésimo del infierno, dedicado a la deslealtad, allí se escondía la carta que le mandó Miriam, llena de reproches.

Io era già disposto tutto quanto

a riguardar ne lo scoperto fondo,

che si bagnava d’angoscioso pianto;

e vidi gente per lo vallon tondo

venir, tacendo e lagrimando, al passo

che fanno le letane in questo mondo.

Tras enfrentarse a los terroristas en San Sebastián, Andrés fue llevado a un hospital. No había sido herido, pero había quedado angustiado, aterido de miedo. Recordaba que le visitaron los compañeros, sobre todo los jefes, incluso el ministro, que se empeñó en acudir al hospital y retratarse con Andrés, a quien daba la mano con gesto forzado. Aquella imagen abrió periódicos y telediarios. Andrés convertido en un héroe, en alguien notorio.

Pocas horas después de prestar su imagen recibió el libro y con él la carta. Se lo trajo una enfermera, envuelto en papel de regalo. Había recibido flores, bombones, telegramas … no le dejaban recibir llamadas. Abrió el paquete maquinalmente y allí estaba la edición bilingüe de la Divina Comedia, un volumen grueso, muy manoseado. Miriam se lo había mostrado con orgullo en muchas ocasiones, el orgullo de una edición de coleccionista, con grabados de un pintor mallorquín. Dentro, en el canto vigésimo del infierno, una carta breve, llena de reproches, de acusaciones de traición y un ruego, que no intentara bajo ningún concepto acercarse a ella o a la librería. Había terminado la farsa.

Días después Graciela viajó a verle, había intentado comunicarse con él por teléfono al sorprenderle la imagen en televisión. A Graciela le costó obtener los salvoconductos que le permitían acceder a la habitación. Andrés no había facilitado ningún dato personal, mucho menos que pudiera tener una novia en Madrid.

Tras mucho insistir, consiguió colarse en la habitación, pensando que a Andrés se le iluminaría la cara.

Andrés seguía aturdido, bajo efecto de los ansiolíticos. Abrumado por las circunstancias. Junto a la cama el libro de la Divina Comedia, aparatoso, llamativo. Graciela, sorprendida por la frialdad de Andrés, se recostó en el sofá, después de comprobar que él apenas era capaz de cogerle la mano con tensión. Postrada en el sofá, cansada de mirar revistas viejas, de manosear recortes de prensa, todos heroicos, cayó en sus manos el libro de Dante y, con él, la carta de Miriam. Y con la carta se despejaron alguna de las incógnitas. En cada insulto y en cada reproche de Miriam ella se vio traicionada. No pudo contener las lágrimas, tras ellas la rabia. Por fin se levantó, le miró a los ojos y le dio un bofetón tremendo, ruidoso, que le sacó del letargo.

Marchó antes de que la enfermera acudiera alarmada por el estruendo del tortazo. Andrés ocultó como pudo su cara entre las sábanas y le dijo a la enfermera que un libro había caído al suelo. No era del todo falso ya que la Divina Comedia había salido despedida por los aires.

Andrés recibió medallas y agasajos, posó en fotografías con todos los mandos de su cuerpo, tuvo la oportunidad de hablar con el Rey, con el Presidente del Gobierno. Fue llevado en volandas al funeral de su compañero asesinado y allí volver a ser centro de los focos.

Llegaron las promesas de destinos en Madrid, de puestos de responsabilidad. Se fue forjando la leyenda, construida sobre las ruinas de haber visto morir absurdamente a un compañero, de haber sentido el pánico en la boca, de haber desenmascarado sus trampas y mentiras. Se acomodó a aquella situación, recibió el alta del hospital y marchó unos días a las islas canarias, cortesía del Ministro. Después regresó a Madrid y allí pasó por varias oficinas antes de ser destinado a la escuela de policías. Instalado en la heroicidad pensó que Miriam o Graciela volverían a su lado, se darían cuenta de la suerte que habían tenido al haberse enamorado de un héroe.

El tiempo pasó, y con el tiempo disfrutó de nuevos abrazos y carantoñas que le entretuvieron, que le engatusaron como cantos de sirena. Todo le venía dado, incluso amoríos que duraban unos meses y que luego se diluían cuando descubrían que tras la coraza del héroe no había sino un muchacho inconsistente y fatuo que había salvado la vida casi por casualidad.

Andrés, años después, leyó de nuevo la carta y la dejó, ritualmente, en la página del canto XX del infierno. Se recostó sobre el sofá y dado que no tenía muchas ganas de hacer balance de sus desdichados amoríos, de sus viejas mentiras, prefirió embarcarse en elucubraciones menos dolorosas, como la de intentar descubrir qué sabía Mendieta de aquel grupo de argelinos que durante semanas habían estado vigilando, alborotados, el entorno del Museo del Prado.

Andrés ya no era el policía ejemplar, el héroe al que todos acudían en la oficina para hacerse una foto o para arrancarle una anécdota, un recuerdo. Andrés era ahora un prejubilado achacoso al que le habían caído encima veinte años de golpe, un estorbo pegajoso en las tardes de la canícula de agosto en Madrid.

Los hados ya no se fiaban de él, no le hacían grandes revelaciones. De hecho esa misma mañana Anglada le había eludido cuando le vio llegar a la esplanada principal del museo. Incluso Anglada sabía más que él.

Fue directo a la sala de las Meninas, pensando que el cuadro tal vez le diera alguna revelación, algún haz de luz a tanto misterio, a tanto secreto.

Recordaba haber leído que Velázquez se había interesado por la astrología y que los personajes centrales del cuadro formaban, si se trazaban líneas desde el corazón de cada uno de ellos, la corona boreal, corona en la que la Infanta Margarita ocupaba el centro, Margarita, la perla de la corona.

Tal vez los cinco argelinos que habían merodeado alrededor del museo formaban una corona, habían tejido una red misteriosa que Andrés no podría desentrañar.

Tras dejar la Divina Comedia en el estante, revoloteó por internet, buscando interpretaciones cabalistas sobre las Meninas y Velázquez. Fue de una lectura absurda a otra hasta que llegó la hora de la cena.

Benita le había dejado en la cocina un frasco con una crema de zanahoria y puerro que había inventado para intentar animar el paladar y las rutinas de Andrés.

Pelaba y cortaba en rodajas dos puerros, tres zanahorias, una cebolla y dos patatas nuevas. Las colocaba sobre una bandeja metálica de paredes altas. Salaba las verduras y espolvoreaba pimienta verde. Benita cogía a hurtadillas pequeñas cantidades de las pimientas que Andrés atesoraba en la cocina.

Sobre las verduras salpimentadas Benita colocaba tres o cuatro muslos de pollo, la piel hacia arriba. Salaba la carne ligeramente y la dejaba en el horno, a 180º durante 50 minutos, puede que un poco más, en función del tamaño de las piezas.

Cuando el pollo estaba asado retiraba las piezas de carne y removía con un cucharón de madera las verduras, ya guisadas y nadando en la grasa del pollo. Añadía un poco más de pimienta, una cucharadita de comino molido y otra de cúrcuma. Ponía las verduras en el vaso del batidor y empezaba a hacer la crema, que iba trabando con ayuda de la grasa del guiso, una grasa sabrosa, con regusto a pollo asado.

Andrés cenaría aquella noche la crema y, el día siguiente, podría comerse un par de muslos de pollo, algo resecos ya.



Pimienta verde torrefacta (Piper nigrum). Originaria de la India.

Notas asadas y dulces, aroma a pimiento morrón tostado.

Recolectadas antes de estar maduras, se torrefactan los granos a mano.

Adecuada para guisar a la plancha setas, rebozuelos, gírgolas, purés, pescados a la parrilla o carpaccio de buey.