martes, 24 de abril de 2018

Capítulo CDXL.- El fin del ciclo de Andrés Baztán


Hace unos días cerré el ciclo de Andrés Baztán, un ciclo que se me complicó sin querer. Con la excusa de Andrés Baztán del Campo quería escribir sobre las sombras de la heroicidad. La idea era contar la historia de un policía gravemente enfermo, con un pasado glorioso, que se involucra por casualidad con un atentado terrorista, recordaba el suceso de Niza de hacía unos meses y empecé a fabular con la posibilidad de que una red islamista quisiera estrellar un autocar lleno de turistas contra el museo del Prado.

Cuando la narración había arrancado, llevaba ya varios capítulos, ocurrió el atentado en las Ramblas, el 17 de agosto. Aquel suceso me dejó bastante tocado, estábamos de vacaciones en Grecia, en la playa, las noticias fueron llegando con cuentagotas y, a medida que conocíamos más detalles, el horror era mayor. Aquella circunstancia me obligó a cambiar la perspectiva del relato, no podía ser una mera ficción, una especulación sin coste. Estuve a punto de dejar a medidas el relato (no es el primero que dejo colgado), tras algunas dudas que imagino que se reflejaran en el texto, decidí continuar, aunque dándole una orientación distinta, más cercana a un relato sobre la frustración y el destino. El pobre Andres fracasaba de nuevo como héroe.

Otro hilo argumental, el referido a las Meninas, nació de una vieja obsesión por el cuadro, he leído mucho acerca de las Meninas, desde hace años, siempre que paso por el Museo intento verla y, de hecho, este mes de noviembre fui con los niños para que vieran el cuadro, en aquella ocasión me pareció más pequeño de lo que recordaba la última vez que lo vi, puede que el relato lo hubiera magnificado. Ha sido especialmente útil un libro del profesor Ximo Company, centrado en el placer de ver los cuadros de Velázquez. He aprendido mucho estos meses de investigación, aunque luego el texto final no refleje todo lo aprendido.
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La excusa de la pimienta, de las pimientas, tiene que ver con la apertura cerca de casa de una tienda de especias, Casa Ruiz (https://casaruizgranel.com/), a lo largo de estos meses he probado una treintena larga de especias, he escrito sólo sobre la mitad de ellas. Todo un mundo, toda una experiencia. Tengo pendientes dos libros sobre especias que espero que ayuden a completar la formación.

El ciclo de Andrés Baztán, con todas sus dificultades, me ha resultado especialmente útil para no tener que hablar o escribir sobre Barcelona, Cataluña y España. Vaya tiempos nos ha tocado vivir, cuanto sinsentido. He escrito sobre el conflicto/los conflictos en otros foros, más como desahogo que con otra finalidad. Hay que tomar distancias y las cuitas del pobre Baztán han sido una buena excusa. Como no tiene pinta de enderezarse el asunto (aunque haya menos tensión) seguro que al diletante le toca escribir sobre la cocina del procès.

Estos meses han sido especialmente útiles, he viajado mucho (Grecia, Alemania, Thailandia), he tenido nuevas experiencias gastronómicas, he ido a algún taller de cocina y he aumentado mi biblioteca con algún ejemplar. Tiempo habrá para escribir sobre cocinas y platos exóticos.

He seguido cocinando en casa, experiencias sumamente divertidas, he indagado, sin mucho éxito, en otras redes sociales y he cargado pilas para los próximos meses, justo ahora que el Diletante cumple siete años, empieza a acercarse a los quinientos capítulos y ha recibido casi 170.000 visitas (supongo que muchas de ellas motores robóticos ya que el ciclo de Baztán ha disparado las visitas de los países más exóticos – especialmente Rusia -), no sé si piensan que mi blog es un nido de fake news.

Hay muchas recetas en el archivador, he empezado a sistematizar las que llevo escritas y espero gestionarlas en breve en una hoja exel.

Para cerrar esta entrega una recetilla fácil, la hice ayer, gracias a mi nueva relación con el wok, un regalo de reyes. Estoy intentando domesticar la cocina asiática y encajarla en mi día a día, sin tener que partirme la cabeza buscando ingredientes imposibles.

Ayer preparé un wok de pulpo, endivias y cebolla (en términos manchegos una sartenada).

Para mi wok/sartenada puse el wok sobre un fuego medio, puse un chorrito de aceite de girasol, un reguero alrededor de la sartén para engrasarla.

En el wok la temperatura sube muy rápido, casi no hay tiempo para picar las verduras.

Pelé y piqué en juliana una cebolla hermosa. Puse la cebolla a rehogar. Mientras empezaba a chisporrotear limpié dos endivias que se estaban pochando en la cocina, quité las hojas feas y las piqué en trozos no muy pequeños. Añadí las endivias a la cebolla, fui agitando la sartén para que la verdura se fuera atontando. Añadí una pizca de sal, un poco de pimienta en grano y unos granos de comino. Dejé que todo se pochara antes de incorporar una pata de pulpo previamente hervido y cortado en tacos. Bajé un poco el fuego para que el pulpo no quedara como el chicle.

Sin parar de remover, busqué en los cajones un sobrecito de pimentón rojo y dulce de la vera, una locura en rojo. Añadí dos cucharadas de café y removí bien para que el guiso tomara un color naranja pasión.

Las verduras y el pulpo soltaron sus jugos dejando una salsa cremosa, un punto amarga, ideal para mezclar con un poco de arroz hervido.

Desde el wok pasó directamente al plato. Y poco más. Esperar que el ciclo de Andrés Baztán se aposente, que yo recupere el impulso gastronarrativo y que el tiempo pase sin grandes altibajos.

Salud a todos.

sábado, 7 de abril de 2018

Cap CDXXXIX.- Baya de Sansho.


XVI.- BAYA DE SANSHO

La noche del 16 al 17 de agosto fue, probablemente, la más calurosa del año. Andrés apenas pudo dormir, el calor seco se le agarraba a la garganta y convertía sus pulmones en alquitrán, los ansiolíticos y los somníferos no podían diluir la situación de agobio.

No había amanecido todavía cuando se levantó. Abrió todas las ventanas del piso buscando una corriente que no terminaba de arrancar, incluso de madrugada el exterior irradiaba fuego.

Encendió una pequeña luz en la cocina, sobre la encimera, un foco mínimo que evitara el incremento de la temperatura. Abrió la nevera y se bebió de un solo trago casi un litro de agua, en breve empezaría a sudar y quien sabe si con el sudor podría reducir la sensación de opresión en el pecho. El muestrario de medicinas aguardaba pacientemente sobre la mesa, hasta las seis de la mañana no debía tomar ninguna de las pastillas, ni las obligatorias, ni las recomendadas, ni las convenientes, ni las apetecibles, todas tenían que esperar a que empezara a clarear. Andrés sabía dosificar las dosis y combinar los efectos de unas y otras, incluso los que eran menos placebos.

Sacó de la nevera un paquete de pechugas de pollo fileteadas, envueltas con primor. Benita las compraba en el mercado, pequeñas cantidades, para que no se revinieran. Buscó una bandeja de cristal ancha, desdobló los pliegues del papel plastificado que protegía la carne y fue extendiendo una a una las pechugas, sin dejar espacio entre ellas. Los filetes eran finos, casi transparentes, como le gustaban a él; el pollo de color amarillo intenso, casi naranja. El pollo dejaba un rastro viscoso entre los dedos. Tuvo que lavarse las manos concienzudamente hasta que desapareció la sensación gelatinosa, y hubo de secarse las manos con mayor cuidado incluso para que no quedara rastro de humedad. Puede que la edad, la soledad y la enfermedad le hubieran hecho todavía más maniático.

Abrió la portezuela de uno de los armarios y, en penumbra, tanteó hasta dar con el recipiente de la sal. La mínima luz sobre la encimera apenas daba para iluminar la superficie de la bandeja, haciendo brillar los filetes de pollo.

Espolvoreó una pizca de sal, no mucha porque era uno de los ingredientes prohibidos por los médicos. Se sacudió bien las manos. Devolvió la sal a su sitio y sacó varios botes de cristal, no eran muy grandes, cada uno de ellos guardaba un tipo de pimienta. En la etiqueta, escrita a mano, aparecía el nombre de un tipo de pimienta. Guardaba cerca de una veintena de recipientes, en cada uno de ellos apenas cabían 50 o 60 gramos de especias.

Fue destapando y olisqueando, se detenía unos segundos para que la nariz se le despejara. Incluso depositaba algunas bayas sobre la palma de la mano, las frotaba bien para que despidieran todo su aroma y aspiraba lentamente, abriendo las aletas de la nariz y dejando que los minúsculos fragmentos de pimienta le llevaran a las puertas del estornudo.

Le costó decidirse, tras algunas dudas eligió unas bayas de Sansho, las deshizo entre los dedos y cubrió ligeramente los filetes, briznas de color pardo que encajaban junto a los cristales de sal.

Llevó cuidadosamente los botes de pimienta de nuevo al armario. Abrió la nevera y cogió un limón de piel brillante. Sacó un rallador de uno de los cajones y fue rallando minúsculas escamas de piel de limón sobre el pollo. Enseguida un intenso olor a cítrico invadió la cocina. Se olisqueó las manos, el limón le daba cierta sensación de frescor.

Escurrió el rallador bajo un chorro de agua, lo secó con cuidado, usaba una servilleta de papel ya que los paños se deshilachaban. Dejó el utensilio en el cajón y el limón  en la nevera. Sacó una botellita de soja, con la precisión de un químico depositó unas gotas de salsa de soja sobre los filetes, las gotas enseguida se extendieron y arrastraron suavemente las briznas de limón y de pimienta, los cristales de sal empezaban a diluirse. Andrés contemplaba absorto el arranque de la maceración, la luz de la pequeña bombilla convertía la cocina en un laboratorio.

Sumergido en aquel absurdo ritual, abrió de nuevo la puerta de la nevera para depositar la botella de soja y sacar un brick de leche, desnatada por supuesto. Desenroscó el tapón y comprobó que la leche no se hubiera cortado. Se dispuso a empapar las pechugas con un mínimo reguero de líquido que corría entre las comisuras de los filetes; Andrés evitaba que empapara directamente la carne para mantener así los manchurrones de soja, limón, sal y pimienta. La leche no llegó a cubrir las pechugas, que parecían flotar sobre un océano blanco.

Llevó la leche de regreso a la nevera y rebuscó en los cajones hasta dar un rollo de film transparente. Pegó uno de los extremos del film contra la pared de la bandeja y fue estirando parsimoniosamente el rollo para mantener la tensión del plástico, no debía tocar la superficie de las pechugas. Adhirió el plástico sobre el otro extremo de la bandeja, mantuvo el rollo en tensión con la mano izquierda mientras que con la derecha abrió un cajón en el que, a tientas, rebuscó hasta dar con un cuchillo de filo fino. Dio un corte rápido, decidido y superficial sobre el rollo de plástico y terminó de sellar la bandeja.

Definitivamente Andrés se había convertido en un tipo maniático, extremadamente maniático.

Guardó el cuchillo y el rollo de plástico, se frotó las manos sudorosas y cogió la bandeja como si fuera un relicario para llevarla a la nevera. Apagó la lucecilla sobre la encimera y, al abrir la puerta de la nevera, quedó su silueta iluminada como en una pintura tenebrista.

Las pechugas quedarían durante horas en la nevera, macerando lentamente, obrando el milagro de conseguir que el insípido pollo supiera a algo.

Había visto en muchas ocasiones a Mariam seguir el ritual de macerar las pechugas, le aseguraba que la leche hacía que quedaran más jugosas. Al cabo de unas horas las secaba sobre un paño limpio, las pasaba por harina primero, después por huevo y por pan rallado antes de freírlas a fuego vivo para que el rebozo quedara crujiente. Andrés tendría que contentarse con pasarlas por huevo y pan para dejar que se hicieran al horno, los fritos estaban terminantemente prohibidos en su nuevo estado.

Agotado regresó a la cama para intentar enganchar algo de sueño o, cuando menos, esperar a que la mañana empezara a clarear.

Dio una cabezada larga, tan larga que le sorprendió el ruido del llavín de Benita abriendo la puerta de la casa. Saltó de la cama para cerrar la puerta del dormitorio, pasó al baño y abrió el grifo de la ducha, Benita sabía que si había ruido en el baño debía limitar su tránsito a la cocina.

Benita preparó un café descafeinado, mezclado con leche desnatada y sacarina, un tazón de pena negra, aunque el café descafeinado por no menos conseguía inundar la casa de cierto aroma a normalidad sintética, pero normalidad, al fin y al cabo.

Andrés había sido cazado por Benita, eso suponía quedar sometido durante minutos eternos a su perorata unilateral, a la concatenación de preguntas que no aguardaban respuesta, a la retahíla de breves quejas y lamentos sobre el calor, el ruido, el comportamiento de los vecinos, el precio de las cosas, la dureza de la ciudad, las molestias de los turistas, los reproches a su marido, los planes frutados, las recomendaciones que sabía que Andrés nunca llegaría a cumplir, las instrucciones de uso sobre comidas y cenas, las indicaciones sobre la compra pendiente… Benita hilaba las frases sin respirar, como si el aire le entrara por los poros de la piel.

Andrés no tenía salvación, salió de su cuarto vestido y aseado, sobre la mesa de la cocina le aguardaba Benita sentada, frente a un tazón de café con leche, junto a unas tostadas de pan integral cubiertas de mermelada baja en calorías. No había escapatoria. Andrés le dio un brevísimo beso en la mejilla antes de sentarse a desayunar y a tomar la medicación correspondiente, la obligada, la recomendada y la apetecible.

Le costó desenredarse de la tela de araña, casi una hora le llevó librarse de aquel monólogo exterior denso, Benita le miraba siempre a los ojos, de ese modo quedaba atrapado. Hasta que ella no se levantó para llevar las tazas al fregadero, él no se liberó. En cuanto Benita se dio media vuelta para fregar, Andrés salió huyendo hacia la puerta y ya desde el rellano se despidió. Benita había reanudado su monserga, ajena a cualquier estímulo exterior.

A medida que bajaba las escaleras hacia la calle Andrés fue recuperando la consciencia de la realidad, como si hubiera regresado de un viaje interestelar. Caminó ligero, las medicinas iban desplegando sus efectos reparadores.

A medida que se iba aproximando a la esplanada del museo del Prado se fue dando cuenta de la situación de excepción, varias furgonetas de policía vigilaban los accesos principales al museo, se habían desplegado numerosos agentes con chalecos antibalas y fusil en mano. Los transeúntes eran escrutados con absoluto cuidado. Comprobó que el Paseo del Prado estaba cortado a la circulación. Los turistas podían deambular sin impedimento, pero estaba restringido el paso de vehículos, ni siquiera los autobuses. Se asomó al Paseo y comprobó que cuatro furgonetas blindaban el paso desde la glorieta de Atocha hasta la plaza de Cibeles. Agentes municipales desviaban el tráfico entre protestas.

Los turistas bajaban como podían de los autocares y subían en peregrinación hacia el museo. El Paseo y las calles colindantes estaban tomadas por policía. Andrés temió que hubieran cerrado el Museo del Prado. Había leído algunos artículos sobre las peripecias de los cuadros del Museo durante la guerra civil, los problemas de transporte que habían dado las Meninas.

El Museo estuvo cerrado desde el 30 de agosto de 1936 hasta el 9 de septiembre de 1939, en algún momento se temió que el Museo pudiera ser bombardeado o que la masa incontrolada, fuera del color que fuera, saqueara la pinacoteca.

Los cuadros fueron embalados y sacados del Museo de noche, a lo largo de varios días tras el cierre, los primeros depósitos fueron en la propia ciudad, en la iglesia de San Francisco el Grande y el Convento de las Descalzas; pronto se vio que aquellos tampoco eran lugares seguros y en varios camiones salieron rumbo a Valencia. En algún tramo las Meninas y otros cuadros de gran tamaño tuvieron que transportarse en volandas porque había riesgo de que los bastidores golpearan los dinteles de los puentes.

Los cuadros, protegidos por la República, viajaron de Valencia a Girona, a medida que los rebeldes iban tomando las distintas ciudades, el convoy de camiones iba alejando las obras de las zonas de riesgo. Se escondieron en el castillo de Peralada y en una mina de talco cercana a la frontera con Francia, mientras los responsables buscaban una ubicación definitiva mientras durara la guerra. Finalmente fueron depositados en Ginebra, bajo la protección de la Sociedad de las Naciones, con el compromiso de traerlos de regreso a España una vez acabara la contienda.

El cierre y la salida de los cuadros del Museo fue utilizado por Franco como instrumento de propaganda, convirtiéndose en una cuestión internacional que polarizó a la opinión pública.

Al terminar la Guerra Civil los cuadros regresaron a España entre grandes medidas de seguridad y grandes temores ya que la Segunda Guerra Mundial había estallado. Antes de su regreso a España los cuadros fueron exhibidos en Ginebra, después se trajeron a España y fueron recibidos entre multitudes enfervorizadas que aguardaban la descarga de las obras en la Estación del Norte. Días antes del regreso de los cuadros Inglaterra y Suiza reconocieron la legitimidad del golpe de estado y el gobierno del General Franco.

Andrés había visto reportajes, incluso obras de teatro sobre la guerra y el Museo. Pese a sus temores, lo cierto es que el Prado permaneció abierto aquel 17 de agosto, entre controles policiales extremos.

Andrés hizo su recorrido habitual, buscó la paz y el frescor de algunos rincones poco transitados y, cuando recuperó el resuello, fue hacia la Sala de las Meninas para disfrutarlas, como cada mañana.

Al salir, cerca ya del mediodía, el ambiente se había relajado, aunque seguía habiendo mucha presencia policial y las calles cercanas al Museo seguían cerradas. Entre la nube de turistas alborotados y policías vigilantes le pareció reconocer a Anglada, de uniforme, y a Mendieta, de paisano; se acercó a ellos, preocupado por el despliegue. Mendieta fue concisa y cordial. Habían detenido hacía poco más de una hora a Idriss Maluf y a todo su grupo; por lo que le contaron habían alquilado tres microbuses los días anteriores, habían cargado pequeños grupos de turistas en hoteles de la Gran Vía y se dirigían hacia la zona del Museo. Pocos más detalles se podían dar. Mendieta estaba tan contenta que, incluso, dio dos besos en las mejillas a Andres y le dijo que en breve recibiría una llamada de la superioridad, que querían darle personalmente las gracias por los desvelos y pesquisas de las últimas semanas.


Anglada escuchaba en silencio, aunque estaba henchido como un pavo real con su cola desplegada, seguramente él también había recibido felicitaciones.


Sonó el teléfono móvil de Mendieta, que se retiró unos metros para conversar. Anglada abrazó a Andrés y le dijo al oído: «Hemos hecho algo grande, muy grande. Esto podía haber acabado en tragedia».


Andrés se mantuvo en silencio, le costó despegarse de Anglada. Hizo un gesto para despedirse de Mendieta y empezó a caminar rumbo a su casa. El calor a aquellas horas era insoportable, la medicación iba perdiendo sus efectos y el agobio cada vez era mayor.

A duras penas pudo llegar a su casa. Antes de comer tuvo que reposar unos minutos, derrengado, sobre el sillón. Benita había dejado unas pencas de acelga hervidas y Andrés sólo tenía que sacar las pechugas de la nevera, escurrirlas un poco y pasarlas por la plancha. Apenas comió, le convenía más el descanso.

Marchó al salón y al arrullo de la televisión se dejó envolver por el sueño. La casa en penumbra, la televisión con un hilo de volumen y en la boca el regusto de la heroicidad. Se durmió rápida y profundamente, había pasado mala noche y necesitaba una siesta larga y densa.

Se despertó poco antes de las seis de la tarde. La boca pastosa, aturdido todavía por el sueño, la mirada borrosa. En televisión pasaban imágenes tensas, saltos sincopados de un sitio a otro; Andrés vio imágenes de heridos tirados en el suelo, rastros de sangre sobre la calzada, pensó que era un telediario que reseñaba algún atentado en alguna ciudad lejana. Subió el volumen y comprobó, con horror, que las imágenes eran en directo, desde Barcelona, desde donde contaban que un grupo terrorista había atentado en las Ramblas contra las personas que transitaban aquella tarde por allí, contaban que se trataba de un grupo islámico radical, que habían utilizado una furgoneta para arrollar a los transeúntes. No podían precisar el número de muertos, pero hablaban de decenas de heridos.

El horror hizo que Andrés incluso tiritara de frio. Fue hacia la cocina a beber agua y regresó de nuevo al salón y a la televisión saltando de una cadena a otra.

Perdió la noción del tiempo y el anochecer le sorprendió frente a la pantalla. Las imágenes se repetían una y otra vez, apenas había novedades, sólo dolor y sangre en espiral.

Le costó apagar la televisión, eran difícil que su atención se desimantara. En otro tiempo, en otra circunstancia, Andrés hubiera recuperado las trazas del aguerrido Baztán, el héroe de tantas batallas, sin embargo, aquel 17 de agosto Andrés no era sino un hombre enfermo, avejentado, torpe, un tipo obsesivo, solitario y melancólico aferrado al pasado.

Comprendió que su tiempo había pasado, que ni comprendía, ni era capaz de enfrentarse a la realidad. Aquella noche, mientras se comía los restos de la comida, decidió que pediría la jubilación anticipada, vendería el piso, compraría una gran lámina que reprodujera las Meninas y marcharía a vivir al sur, lo más lejos posible de la ciudad. Comprendió que había llegado el momento de dejar que las Meninas abandonaran el cuadro y pudieran ser ellas las contempladoras y no las contempladas. No esperaría la llamada de Mendieta, ni la de sus superiores, en cuanto pudiera huiría al sur con cuatro libros, ropa cómoda y poco más.
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Baya de Sansho.- (Zanthoxylum piperitum). Originaria de Japón.

Su situación exacta es en la provincia de Wakayama. Su sabor es muy especial, casi explosivo, con gusto a cítricos, menta y hierbas de limón.

La baya madura en los meses de verano (julio y agosto).

Adecuada para guisos con setas Shiitake, carne de ave en poché, tartar de salmón, ensalada de frutas, cola de bogavante y anguila a la parrilla.