martes, 31 de julio de 2018

Capítulo CDLI.- Una corrección y tres confesiones en torno a un puchero de langostinos y/o un discurso de Barak Obama


Normalmente cocino con música. Cocino, escribo y trabajo con música, siempre que las circunstancias me lo permiten, y no molesto a nadie. Sin embargo, en esta ocasión cocino escuchando el discurso que hizo Barak Obama en los actos del centenario del nacimiento de Nelson Mandela (https://www.independent.co.uk/news/world/americas/barack-obama-speech-in-full-nelson-mandela-lecture-transcript-south-africa-a8452331.html). Durante los últimos días he leído y escuchado en varias ocasiones. He disfrutado con el discurso, es un ejemplo de agilidad, sentido del humor, crítica y autocrítica, también es una reflexión certeza sobre lo mucho que ha cambiado el mundo en unas décadas, de las cosas buenas que han sucedido, también de las tareas pendientes.

No sé que extraña conexión se ha producido estos días entre ese discurso y mis pinitos en la cocina. He robado una receta de garbanzos con langostinos de Sanlúcar de Barrameda, del cocinero José Fuentes, que presenta el programa Aires de Cádiz en Canal Cocina. Durante estos días previos a las vacaciones me relaja ver a este cocinero que guisa al aire libre, en uno de los playones cercanos a Cádiz.

Obama empezaba su discurso con una corrección y tres confesiones:

«Let me begin by a correction and a few confessions. The correction is that I am a very good dancer. I just want to be clear about that. Michelle is a little better.

The confessions. Number one, I was not exactly invited to be here. I was ordered in a very nice way to be here by Graça Machel.

Confession number two: I forgot my geography and the fact that right now it’s winter in South Africa. I didn’t bring a coat, and this morning I had to send somebody out to the mall because I am wearing long johns. I was born in Hawaii.

Confession number three: When my staff told me that I was to deliver a lecture, I thought back to the stuffy old professors in bow ties and tweed, and I wondered if this was one more sign of the stage of life that I’m entering, along with grey hair and slightly failing eyesight.»

          «Déjenme empezar con una corrección y algunas confesiones. La corrección es que yo bailo muy bien. Quiero ser claro al respecto. Michelle es un poco mejor.

Las confesiones. Número uno, no estaba exactamente invitado a estar a aquí. Me lo ordenaron de un modo muy hermoso estar aquí por medio de Graça Machel.

Confesión número dos: He olvidado mis conocimientos de geografía y de hecho, no recordaba que fuera invierto en Sudáfrica. No traje un abrigo, y esta mañana he tenido que mandar a alguien a unos grandes almacenes porque necesitaba unos calzoncillos largos. Yo he nacido en Hawaii.

Confesión número tres: Cuando mi equipo me dijo que tenía que dar un discurso, volví a pensar en los viejos profesores con corbatas y chaquetas de lana. Me pregunté si esto era una señal más de la etapa de mi vida en la que es estoy entrando, con el pelo gris y los primeros síntomas de vista cansada.»

Tras este arranque, absolutamente desconectado de todo lo que dijo después, Obama se ganó al público, aceptando que la vida le había cambiado, que tal vez se había acostumbrado rápidamente a una vida mucho más fácil. Asumiendo esta circunstancia, sin embargo, no abandonó ni la lucidez ni la visión crítica.

Con esta cantinela empecé a picar cebolla, una cebolla grande, picada en brunoise (daditos muy pequeños). Antes de picar la cebolla puse en una sartén grande (en realidad una paella) un chorro generoso de aceite y puse el fuego suave. Incorporé la cebolla y removí con una cuchara de madera.

Obama hablaba de los tiempos extraños e inciertos en los que vivimos, pero lo puso en relación con la situación del mundo cien años atrás.

Pelé un par de zanahorias y las corté también en brunoise, intentando que las briznas de zanahoria fuera de un tamaño similar al de la cebolla, para que se sofrieran a la misma velocidad. En el sofrito las verduras no crepitan en el aceite, solo se escucha un leve silbido.

Hubo un tiempo en el que las fuerzas del progreso parecían imparables (Obama dixit: Uno sentía que ese era el instante en el que las viejas estructuras de violencia y represión y los antiguos odios que durante tanto tiempo habían cercenado las vidas de la gente y reprimido el espíritu humano, estaban derrumbándose ante nuestros ojos).

Sin dejar de remover la verdura en la sartén, abrí un hueco en el centro, una superficie mínima, un pequeño lago de aceite borboteando en el que introduje un diente de ajo picado muy fino, para que se tostara suavemente. También añadí una hoja de laurel fresco. Dejé durante un par de minutos que el ajo tomara velocidad de cocción y luego volví a mezclarlo todo, bajando el fuego al mínimo. Puse una pizca de sal, otra pizca de pimienta y seguí meneando el guiso. La base del plato admite también que se le ponga un poco de apio picado y tomate cortado en dados (sin pepitas ni pieles). Yo decidí ponerle dos o tres cucharadas de tomate frito, sin dejar de remover.

Concluía Obama que hoy existe una generación que ha crecido en un mundo que, en la mayoría de los aspectos, es cada vez más libre, más saludable, más rico, menos violento y más tolerante.

Mientras las verduras se terminaban de atontar, busqué en la nevera una bandeja con una docena de langostinos (en la receta originaria eran de Sanlúcar, yo me contenté con unos de origen desconocido, aunque con buena pinta). Sobre una tabla hay que seccionar la cabeza de los langostinos con un cuchillo, dejándoles pegada a la cabeza primera falange de la carne, así no se escapan los jugos y los corales que suele haber (si el marisco es fresco) en el cuello y cabeza del langostino.

Sin embargo, consideraba Obama, que las viejas estructuras de poder y privilegio, de injusticia y explotación, no desaparecieron del todo. Que la falta de previsión de las naciones hace que estas estructuras se estén rearmando y que podamos regresar al pasado, a hace casi cien años, de un modo más virulento y brutal. Es innegable que las desigualdades acumuladas durante años de opresión institucional han creado inmensas diferencias de rentas, riqueza, educación, sanidad, seguridad personal y acceso al crédito. En todo el mundo, a las mujeres y las niñas se les sigue obstaculizando el acceso a posiciones de poder y autoridad (aplausos y aclamaciones). Se les sigue impidiendo el acceso a una educación básica. Son víctimas, en una proporción abrumadora, de violencia y malos tratos. Se les paga menos que a los hombres por el mismo trabajo. Todo eso sigue ocurriendo (aplausos y aclamaciones). Hay barrios, ciudades, regiones, países enteros a los que las oportunidades no han llegado, a pesar de las maravillas de la economía globalizada y los rascacielos relucientes que han transformado paisajes en todo el mundo.

Mientras Obama analizaba la situación mundial, el complejo punto de inflexión en el que nos encontrábamos, yo cogí una sartén un poco más pequeña, la coloqué en el fuego, cubrí el fondo de la sartén con una cama mullida de sal gruesa, salpicada con un poco de agua para que la sal compacte. Cuando estaba caliente, bien caliente, deposité suavemente las cabezas de los langostinos para que se cocieran.

Sin perder el ojo de las cabezas de langostinos, añadí al sofrito un vaso colmado de vino fino de Sanlúcar, subí el fuego para que se evaporara bien el alcohol y, de paso, me llegaran los olores secos y sabrosos del vino gaditano. El cocinero, amigo de los picantes, aprovechaba ese paso de la receta para añadir y mezclar una cucharada colmada de pasta de curri rojo, picante; también le ponía una cucharada de pimentón rojo de la Vera. Yo me contenté solo con el pimentón dulce (comían los niños y no quería protestas).

 «si bien la globalización y la tecnología han abierto nuevas oportunidades, han impulsado un crecimiento económico extraordinario en zonas del mundo que antes malvivían, también han trastocado los sectores agrarios e industriales de muchos países. Han reducido enormemente la demanda de ciertos tipos de trabajadores y han contribuido a debilitar a los sindicatos y la capacidad de negociación de los trabajadores. Han permitido que al capital le resulte más fácil eludir las leyes y los reglamentos fiscales de las naciones-Estado y transferir millones, miles de millones de dólares con solo tocar una tecla de un ordenador.

La consecuencia de todas estas tendencias ha sido el estallido de las desigualdades económicas. Unas cuantas docenas de personas tienen tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad. Esta no es una exageración, es pura estadística. En muchos países de rentas medias y en vías de desarrollo, la nueva riqueza ha seguido empeorando la situación de la gente, porque ha reforzado y aumentado los modelos de desigualdad existentes, y la única diferencia es que ha creado todavía más oportunidades de corrupción a una escala gigantesca. Para las familias de clase media en economías avanzadas como Estados Unidos, que antes disfrutaban de una situación estable, estas tendencias han significado más inseguridad económica, especialmente para las personas que no tienen una especialización laboral, que trabajaban en el sector industrial, en fábricas, en agricultura.

Prácticamente en todos los países, el desproporcionado poder económico de los que están en la cima les ha otorgado una influencia desmedida en la vida política y los medios de comunicación, la capacidad de decidir qué políticas son prioritarias y qué intereses acaban menospreciados. Hay que señalar que esta nueva élite internacional y la clase profesional que la sostiene son diferentes de las viejas aristocracias gobernantes. Muchos de sus miembros se han hecho a sí mismos. Entre ellos hay defensores de la meritocracia. Y, aunque en su mayoría siguen siendo varones blancos, como grupo, reflejan una diversidad de nacionalidades y etnias imposible de imaginar hace 100 años. Muchos de ellos se consideran de ideas políticas progresistas, cosmopolitas y modernos. No caen en el provincianismo ni el nacionalismo, en el prejuicio racista descarado ni en un sentimiento religioso demasiado fuerte, están igual de cómodos en Nueva York como en Londres, Shanghái, Nairobi, Buenos Aires o Johannesburgo. Muchos ejercen un humanitarismo sincero. Para algunos, Nelson Mandela es uno de sus héroes. Algunos incluso apoyaron a Barack Obama en las elecciones presidenciales de Estados Unidos y, gracias a mi condición de antiguo jefe de Estado, me consideran miembro honorario de su club. Y me invitan a todo tipo de actos, me pagan el billete.»

Esta larga parrafada sintetiza las luces y las sombras del futuro, también nos obliga a mantenernos en guardia.

Hay que quitar rápido de la cama de sal las cabezas de los langostinos, para que los jugos y corales no se sequen. Los reservé. Pelé los cuerpos de los langostinos crudos, les quité los intestinos (como mis langostinos eran de origen desconocido tenían unos largos y oscuros intestinos muy poco apetecibles). Yo me salí de los cauces de la receta que estaba copiando y le añadí al guiso un par de chipirones limpios, cortados en aros.

La receta culmina incorporando al guiso 250 gramos de garbanzos previamente cocidos, que se dejan en el guiso durante cinco minutos, a fuego suave, para que todo termine de ligar. En función de que el plato guste más caldoso o más seco, se le puede añadir un par de vasos de caldo de pescado (que no sea muy fuerte). Se colocan en un mortero grande las cabezas de los langostinos, una cucharada del sofrito, unas hojas de cilantro (si se optó por el curri), de hierbabuena o de perejil fresco y se maja bien para arrancar los jugos y sabores de las cabezas del marisco. Con ayuda de un colador, para evitar que caigan las cáscaras en el guiso, se incorpora el contenido del majado, que hay que terminar de exprimir en el colador para aprovecharlo al máximo, este caldillo es el que da el toque de sabor al guiso.

Se pican las colas de langostino, un pimiento rojo o verde (o unas hojas de cilantro o hierbabuena). Se apaga el fuego y se tapa para que los vapores cocinen levemente las piezas de marisco, que no han de quedar muy secas.

Obama hablaba de internet, del mundo interconectado, de la amenaza terrorista, del efecto devastador de la crisis financiera. Hizo hincapié en la necesidad de mantener políticas integradoras, en la redistribución de la riqueza: «es verdad que la democracia puede ser caótica, puede ser lenta, puede ser frustrante. Les aseguro que lo sé. Pero la eficiencia que ofrece un autócrata es una falsa promesa. No hay que hacerle caso, porque conduce de manera inevitable a una mayor consolidación de la riqueza y el poder en la cima y hace que sea más fácil ocultar la corrupción y los abusos. A pesar de todas sus imperfecciones, una democracia genuina es el sistema que mejor defiende la idea de que el gobierno está para servir al individuo, y no al revés. Y es la única forma de gobierno que tiene la posibilidad de hacer realidad esa idea.

De modo que los que estamos interesados en fortalecer la democracia debemos dejar de prestar toda nuestra atención a las capitales del mundo y los centros de poder y empezar a pensar más en las bases, porque ahí nace la verdadera legitimidad democrática. No en la cima, no en teorías abstractas, no en los expertos, sino en las bases. En las vidas de los que luchan para salir adelante».

Será complicado arreglar el mundo, aunque yo me mantengo razonablemente optimista. Terminé de escuchar por enésima vez el discurso mientras el guiso reposaba tranquilamente en la cocina, al final no me salió muy caldoso. Es complicado lo de arreglar el mundo, pero un buen potaje de garbanzos y langostinos puede ser un principio razonable.

Mientras cocinaba y escuchaba a Obama me imaginaba los colores puros de alguno de los cuadros de Mark Rothko, mi sofrito de tomate, pimentón, zanahoria, garbanzos y langostino aspira a llevar al plato los rojos y naranjas de esta composición.
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lunes, 23 de julio de 2018

Capítulo CDL.- Pico de gallo

Durante los últimos meses he leído un libro sobre cocina de Bee Wilson. No se trata de un libro de recetas, sino un libro a cerca de la cocina y la historia de la cocina, creo que no hay una sola receta. En español se titula La Importancia del Tenedor (editorial Turner Noema), en inglés Consider the Fork. A History of Invention in The Kitchen.
Uno de los capítulos se dedica a las medidas y a los distintos modos de medir ingredientes, cantidades, volúmenes y tiempos en la cocina. La conclusión a la que llega es que las medidas son muy importantes pero resulta imposible establecer un sistema común de medición. Una gran parte del capítulo la dedica al sistema de medición por tazas, muy habitual en la cocina anglosajona, y los problemas que plantea
Actualmente, en plena tiranía de los thermomixes y los robots de cocina, las medidas son esenciales para la correcta gestión de las recetas, aunque incluso a estas máquinas se las puede engañar.
Me cuesta mucho dar medidas de tiempo, peso o volumen a la hora de facilitar una receta, funciono con bastante intuición (a ojillo, que dirían las abuelas). Más que en las cantidades y tiempos precisos defiendo la necesidad de proporción, en función del número de comensales y de las cantidades que se quieran preparar. Ni qué decir tiene que he cometido errores garrafales con el sistema de medición a ojillo.
Estoy ya en modo vacaciones, la nevera medio vacía, voy comprando y cocinando día a día, en función de las necesidades y las ganas. Julio es un mes extraño en casa, los niños han estado un par de semanas de campamento y ahora pasan días con su abuela en Vallirana. Además, raro es el día en el que no tenemos una comida o una cena de despedida, parece que se acabe el mundo.
No me quiero meter en muchos líos y he optado por una no receta, más bien por un acompañamiento que le hace mucha gracia a uno de mis hijos, el pico de gallo, es un acompañamiento mejicano que suena mucho a la ensalada de tomate y cebolla española (la pipirrana).
Preparando el pico de gallo he chocado con todos los problemas y virtudes de cocinar sin medidas predefinidas. Ni qué decir tiene que mi pico de gallo está castellanizado, que me he apartado de alguna de las indicaciones de la receta mejicana. Creo que el secreto para que guste el pico de gallo en casa es que las verduras tienen que estar cortadas en porciones muy pequeñas, casi briznas. Sino no entiendo por qué a mis hijos no les gusta la cebolla, el tomate y el pimiento por separado y, sin embargo, dicen que les encanta el pico de gallo.
Antes de empezar a preparar la ensalada limpio bien la tabla de la cocina, el juguillo que desprenden las verduras al cortarse es básico para que el bocado quede sabroso.
Pico primero una cebolleta, si la he dejado una hora antes cortada en rodajas y sumergida en agua fría con una pizca de vinagre mejor, así dicen que pica menos. Se puede utilizar una cebolla común, cebolletas o cebolla roja. En mi casa, que no son muy del picante, utilizo cebolleta y antes, si me acuerdo, la sumerjo unos minutos en agua fría con vinagre, luego hay que escurrirla bien antes de picarla.
Los trocitos en los que hay que picar la cebolla deben quedar de un tamaño inferior a la mitad de la uña del dedo meñique (como la una del meñique de un niño pequeño).
Se pica bien y se pasa a un bol. Ojo con utilizar robots de cocina para picar la cebolla ya que se corre el riesgo de que quede una pasta/plasta de cebolla.
Pelo un par de tomates de pera, maduros. Los despepito con cuidado, el juguillo queda sobre la tabla. Los pico en trozos más o menos parejos a la cebolla. Añado los daditos de tomate al bol con las briznas de cebolla, escurro bien el jugo evitando que caigan las pepitas del tomate. Veo que he quedado corto de tomate y preparo un par de tomates más, la cebolla era muy grande.
En principio el pico de gallo estaría casi casi preparado, no necesitaría ningún otro elemento sólido más. Sin embargo, decido ponerle un poco de pimiento rojo, me gustaría disponer de jalapeños pero eso haría que la receta fuera un poco más picante y los niños protestarías. Opto por un pimiento rojo carnoso, cruje cuando le quito el pedúnculo. Lo despepito con cuidado y pulo también las nervosidades blancas del interior. Extiendo las piezas de pimiento rojo sobre la tabla, las coloco del revés y las corto primero en tiras de apenas un dedo de ancho, luego en pequeñas piezas de un tamaño equivalente a las de las verduras anteriores.
Incorporo las trazas de pimiento al bol, mezclo bien con ayuda de un cucharón. Se mezclan los colores y los sabores, en el fondo queda un zumo  bermellón.
He comprado cilandro, me da mucha rabia comprar cilantro porque lo venden en unas bandejas con una cantidad ingente de ramitas con hojas de cilantro, yo apenas necesito una docena de ellas, poco más, el resto quedan en la bandeja y terminan pudriéndose. No suelo utilizar habitualmente el cilantro, sólo puntualmente para platos muy concretos, siempre en cantidades mínimas (si abusas del cilantro el plato, cualquier plato, se va a hacer puñetas).
Corto las hojas de cilantro muy finas, casi imperceptibles. Las machaco bien con un cuchillo grande, sobre la tabla en la que he picado el resto de ingredientes. La tabla va tomando una tonalidad entre rojiza y verdosa.
Incorporo el cilantro al bol, añado una pizca de sal (poco menos de una cucharita de las de café) y un chorrito de zumo de limón (medio limón exprimido directamente sobre las verduras). Los mejicanos utilizan limas pero esta mañana las limas de la frutería no tenían muy buena pinta.
Los mejicanos no le ponen aceite de oliva al pico de gallo, yo sí he regado generosamente el bol con un aceite de oliva picual.
Si le añadiera un par de dientes de ajo picados, unos tacos de atún en hebras o un poco de bacalao desalado, habría preparado una pipirrana. Al final prescindo del ajo, también de las conservas de pescado.
Remuevo bien con el cucharón. Cubro el bol con papel film y dejo el pico de gallo reposando en la nevera. Estará fresquito a la hora de comer. Resulta curioso porque si lo pongo en un cuenco como ensalada los niños no lo probarán. Sin embargo, si lo dejo como guarnición para unas tortitas seguro que repiten. Paradojas de la infancia.
Acompaño la recepta con un cuadro de Marc Chagall, un gallo acompañando a una pareja de enamorados.
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domingo, 15 de julio de 2018

Capítulo CDXLIX.- Magdalenas (o madalenas)

         «Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que se llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa, pero, mejor dicho, esa esencial no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿ De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararme, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por el que hay que buscar, sin que la sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su visión.»

Esta es la versión original en francés:
         «Elle envoya chercher un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblent avoir été moulés dans la valve rainurée d’une coquille de Saint-Jacques. Et bientôt, machinalement, accablé par la morne journée et la perspective d’un triste lendemain, je portai à mes lèvres une cuillerée du thé où j’avais laissé s’amollir un morceau de madeleine. Mais à l’instant même où la gorgée mêlée des miettes du gâteau toucha mon palais, je tressaillis, attentif à ce qui se passait d’extraordinaire en moi. Un plaisir délicieux m’avait envahi, isolé, sans la notion de sa cause. Il m’avait aussitôt rendu les vicisitudes de la vie indifférentes, ses désastres inoffensifs, sa brièveté illusoire, de la même façon qu’opère l’amour, en me remplissant d’une essence précieuse : ou plutôt cette essence n’était pas en moi, elle était moi. J’avais cessé de me sentir médiocre, contingent, mortel. D’où avait pu me venir cette puissante joie ? Je sentais qu’elle était liée au goût du thé et du gâteau, mais qu’elle le dépassait infiniment, ne devait pas être de même nature. D’où venait-elle ? Que signifiait-elle? Où l’appréhender? Je bois une seconde gorgée où je ne trouve rien de plus que dans la première, une troisième qui m’apporte un peu moins que la seconde. Il est temps que je m’arrête, la vertu du breuvage semble diminuer. Il est clair que la vérité que je cherche n’est pas en lui, mais en moi. Il l’y a éveillée, mais ne la connaît pas, et ne peut que répéter indéfiniment, avec de moins en moins de force, ce même témoignage que je ne sais pas interpréter et que je veux au moins pouvoir lui redemander et retrouver intact à ma disposition, tout à l’heure, pour un
éclaircissement décisif. Je pose la tasse et me tourne vers mon esprit. C’est à lui de trouver la vérité. Mais comment ? Grave incertitude, toutes les fois que l’esprit se sent dépassé par luimême ; quand lui, le chercheur, est tout ensemble le pays obscur où il doit chercher et où tout son bagage ne lui sera de rien. Chercher? pas seulement : créer. Il est en face de quelque chose qui n’est pas encore et que seul il peut réaliser, puis faire entrer dans sa lumière.»
        
Con estos antecedentes es comprensible que me costara un poco ponerme a escribir sobre las magdalenas. La cita, la larga cita, es de Marcel Proust, del primer tomo de En Busca del Tiempo Perdido, Por el camino de Swann. No es una cita cualquiera, es LA CITA, la famosa cita de la magdalena de Proust mojada en té o tila.
La cita aparece en el primer capítulo, hacia la página 67 de la edición española de Alianza. No es difícil encontrarla, todo el mundo llega a ella y la mayor parte se detiene/nos detenemos ante la imposible tarea de abordar el tomo I y los otros VI tomos en los que continúan las no aventuras de Marcel Proust.
         Cargado de ilusión y de ingenuidad, con 17 años compré de golpe los siete tomos, el primero de ellos traducido por Pedro Salinas, el resto por Consuelo Bergés. La edición de Alianza tenía le letra muy pequeña, sin mucho espacio interlineal. Teniendo en cuenta que Proust no es pródigo en puntos y aparte, que encadena páginas y páginas jugando con las comas y los puntos y comas, la lectura es fatigosa.
         Con diecisiete años, en proceso de formación, uno se ve con fuerza de acometerlo todo. Recuerdo haber comprado también en esa época las obras completas de Flaubert y las de Stendhal, puede que Crimen y Castigo, y alguna otra más. Se me agolpaban las lecturas sobre la mesilla de noche.
         En el primer intento de leer a Proust creo que no llegué a superar el primer capítulo del primero de los libros. Conseguí, a duras penas, localizar la cita de la magdalena y luego  el libro quedó sobre los anaqueles, superado por otras urgencias intelectuales.
         Años después, superados los furores adolescentes, retomé la tarea de leer a Proust, asumiendo que de nada había valido el esfuerzo inicial. Tomé el libro por la primera de sus páginas y, al llegar otra vez a las páginas de las magdalenas, caí derrotado. De nuevo el capítulo I del Libro I fue mi punto de abandono.
         Superados los cuarenta años, cuando muchas cosas se dan ya por perdidas, volví a las andadas. Dentro del proyecto del Diletante en la Cocina, en abril de 2011, nada más arrancar el blog, ya escribí algo sobre las referencias culinarias de Proust (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/04/capvi-sobre-los-blogs-las-salsa-y.html). Fue en las vacaciones de pascua de 2011 cuando volví a intentarlo, ahora con una finalidad más modesta, la de localizar las menciones gastronómicas de En Busca del Tiempo Perdido.
         Me costó varios meses terminar el primer volumen, hube de hacer paradas técnicas al finalizar cada uno de los extensos capítulos hasta llegar al final del tercero libro, que coincide con el final del primero de los volúmenes en los que dividió la obra Alianza Editorial.
         Acabé extenuado, en cierto modo frustrado ya que no hay grandes referencias culinarias en el libro. La frustración se acentuó cuando, en el ecuador de la lectura, descubrí que mi edición además de tener la letra pequeña y un mínimo espacio interlineal, tenía en su tramo final varias resmas en las que la edición se había impreso con letra borrosa, casi ilegible. Habían pasado más de 30 años desde que compré el libro, me parecía absurdo ir a protestar a la editorial, así que me compré de nuevo el tomo I tras una complicada búsqueda ya que quería que fuera del mismo traductor (circulan por el mercado traducciones hispanoamericanas que resultan ilegibles o, por lo menos, incomprensibles).
         Desde 2011 hasta ahora he conseguido leerme los cinco primeros tomos (hace unas semanas terminé la Prisionera). Entre tomo y tomo he leído alguna biografía de Proust, algunos ensayos, he rastreado todo tipo de información sobre la persona y el personaje con el fin de disponer de herramientas para entender cómo y porqué decidió escribir una epopeya sobre el tiempo, una epopeya en la que apenas pasa nada. La antítesis de la Odisea.
         El objetivo inicial de estas lecturas, ya como Diletante, enseguida se frustró, no hay en los libros que he leído hasta ahora una escena gastroexperimentativa tan intensa como la de la magdalena. A lo largo de los capítulos, de vez en cuando, hay alguna mención superficial a una comida, a una salsa o a un plato, pero poco más. He llegado a la conclusión de que Marcel Proust, exquisito en sus gustos intelectuales, no sentía una pasión especial por la comida. Pensaba que a lo largo de los cientos de páginas de En Busca… aparecerían referencias a la gastronomía francesa de finales del XIX (época gloriosa). No hay mucho destacable.
         Pese al esfuerzo inicial y pese a las frustraciones, lo cierto es que el año que viene me leeré el tomo VI (La Fugitiva) y para el 2020 espero iniciar el último de los volúmenes (El Tiempo Recobrado). Entre medias tengo en reserva un par de libros de ensayos entorno a Marcel Proust y no descarto leerme una nueva biografía. Llegaré a mi edad madura con la tranquilidad de haber podido con el Tiempo Perdido. Aunque por el camino haya tenido que actualizar mis ediciones porque las inicialmente compradas están llenas del taras (en el tomo V aparecen en blanco algunas páginas, como una especie de burla del impresor).
         Lo fácil sería tirar mi vieja edición (una edición de bolsillo que se desencuaderna con facilidad, desparramándose enseguida las hojas sueltas), pero como soy muy cabezota, empiezo mis lecturas por mi vieja edición, de páginas ya amarillentas y sólo cuando me topo con las resmas dañadas corro a las librerías para conseguir una edición completa. Así las cosas, tengo En Busca … por duplicado, una colección de volúmenes alterada y vieja, reflejo de mi frustrante inicio en la obra de Proust, y una nueva edición de bolsillo en la que la lectura se inicia a partir del último tercio del libro. Estoy esperando a que salga al mercado una edición definitiva, comentada y concordada, publicada en rústica, que me pueda hacer compañía en la vejez.
         Como decía al principio, con estos antecedentes era complicado ponerme a escribir sobre la receta de las magdalenas, sin embargo durante estos días de julio me he animado. Al terminar el tomo V, el de la Prisionera, Marcel Proust hace una leve referencia a la magdalena, lo que me hizo volver sobre mis pasos y leer de nuevo las páginas del primero de los volúmenes.
         Por otra parte, estaba sin niños durante estos días, habían marchado de campamento de verano, y por las tardes me dio por preparar algunos dulces para cuando regresaran (cociné unos flanes y un sorbete de cerezas). Me hacía ilusión que cuando regresaran de las colonias les aguardara una bandeja de magdalenas caseras.
         Consulté recetarios tradicionales (el de la Marquesa de Parabere), pero al final opté por una receta muy funcional, de la colección Escuela de Cocina de la editorial Hachette Livre. En este libro, muy práctico, las fotografías son cenitales, al inicio de la receta hay una relación de ingredientes y los pasos a seguir son sencillos, casi telegráficos, carentes de cualquier poesía. Fotos de ingredientes, enseres de cocina, escuetas medidas y ausencia casi absoluta de relato, sirva como ejemplo el paso 4: «Echar la mezcla sobre los huevos batidos y mezclar con una espátula de plástico para obtener una pasta homogénea».
         Si Marcel Proust hubiera seguido los pasos de este recetario, la escena de la magdalena hubiera ocupado un par de líneas y su Búsqueda del Tiempo Perdido se hubiera reducido a una decena de páginas.
         Yo me puse a cocinar escuchando a Jack Johnson, melodías sencillas al borde del mar. Preparé los 75 gramos de mantequilla a punto de pomada (es decir, blandurria pero sin ser líquida), dos huevos enteros (huevos hermosos) más la yema de otro. 70 gramos de azúcar, ralladura de uan naranja, 60 gramos de harina de fuerza (yo utilicé la harina bizcochona, que lleva una punta de levadura ya incorporada), 2 gramos de levadura y otros dos gramos de sal.
         El primero de los pasos a dar es el de batir los huevos en un lebrillo (un bol con cierta profundidad). Hay que batirlos con brío, tienen que espumar bien. Supongo que si utilizara la batidora podría hacer la operación en unos segundos, pero batir me relaja. Estuve dándole a la muñequilla durante 3 ó 4 canciones, hasta que quedó una capa estable de espuma.
         Rallé sobre los huevos batidos la piel de una naranja recién comprada (puede utilizarse ralladura de limón, vainilla, incluso una copita de ron u otro licor), añadí el azúcar. Seguí batiendo durante un par de canciones más. Con el azúcar la mezcla queda más densa y brillante, dan ganas de meter el dedo.
         Tamicé la harina y la añadí a los huevos con azúcar. Puse una pizca de sal, también la pizca de levadura. No dejé de batir hasta conseguir que la harina se integrara completamente, haciendo que el brebaje fuera más espeso. Utilizo unas varillas para conseguir que la masa se airee bien, quedando pequeños cuévanos cada vez que giro con fuerza las varillas.
         Sólo quedaba incorporar la mantequilla en pomada, no es complicado conseguir la textura de pomada en el mes de julio, basta dejarla unos minutos a la intemperie. Conviene no añadir toda la mantequilla de golpe, sino poco a poco, convirtiendo la tarea de batir en un mantra.
         Cubrí el lebrillo con un paño y lo dejé sobre la encimera de la cocina durante tres horas (en la receta indican que puede dejarse fermentar hasta 12 horas, pero me dio miedo que con el calor se me estropeara la masa y el efecto Proust se convirtiera en un efecto descomposición intestinal).
         Engrasé un molde de magdalenas (no tenía los moldes con forma de cocha de Santiago, que eran los referidos en la novela y los que recomienda la Marquesa de Parabere), utilicé los moldes convencionales.
         Precalenté el horno hasta que llegó a los 210º. Rellené los moldes sin colmarlos hasta el borde (la masa crece y si se apura el molde se corre el riesgo de que se desparramen las magdalenas en el arranque de la cocción).
         La magdalena no requiere mucho tiempo de cocción, bastan 10 minutos. Los 2 ó 3 primeros a 210º y los 7 u 8 finales a 170º. Sabremos que la magdalena está horneada correctamente cuando termina de subir la masa, como un pequeño montículo que aparece de repente. Justo en el momento en el que la cima del montículo se quiebra ligeramente, se apaga el horno. Conviene no abrir de repente, dejar que reduzca el calor dejando el horno ligeramente abierto (el truco de las abuelas de colocar un trapo doblado para que la puerta del horno no cierre del todo).
         Antes de sacar el molde con las magdalenas del horno se le puede añadir una cucharada de azúcar sobre cada una de las magdalenas, con el calor que desprende el azúcar hace una leve costra dulce.
         Tras esta operación de enfriado gradual (que no debe prolongarse más de 4 ó 5 minutos) se saca el molde fuera y se deja reposar hasta que termine de atemperar. No hace falta ninguna maniobra extraña para sacar las magdalenas, salen solas en cuanto el molde ha enfriado. Yo las metí en un bote grande, tuve el cuidado de colocar primero una servilleta de papel en el fondo, para que se absorbiera bien la humedad.
         Una docena de magdalenas en un bote cerrado, cuando abrí por primera vez el bote me acariciaron los aromas de las magdalenas recién horneadas. No me atreví a probarlas aquella tarde. Esperé a que regresaran los niños.
         Les dije que las magdalenas eran caseras, no me extendí mucho más, tendrán tiempo de leer o no leer a Marcel Proust y dejarse o no dejarse subyugar por el tiempo perdido y el tiempo recobrado.

         La imagen, a tono con el relato de Proust, una mesa de desayuno de John Singer Sargent.
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