viernes, 24 de agosto de 2018

Capítulo CDLIV._ Adoradores del sol.


A los puertos de las islas griegas ya no llegan balandros desde lugares exóticos, casi nadie navega a vela, a lo sumo alguna romántica familia francesa en catamarán. La vida en los puertos la marcan los ferris, son el verdadero reloj de las islas.

Nosotros estamos a poco menos de dos kilómetros del puerto de la isla, no se trata de un pueblo con puerto, sino de un puerto con una mínima concentración de casas a su alrededor. Cada vez que llega un transbordador a la isla el pueblo queda literalmente devorado por el barco, las cubiertas superiores, donde chafardea el pasaje que no ha de desembarcar, se elevan varios metros por encima de los tejados de las casas más altas de la población. Cuatro o cinco calles paralelas a la línea del mar.

Llegan ocho ferris al pueblo, el primero poco después de las nueve de la mañana, el último al caer la tarde. Los transbordadores activan el ritmo, agolpan taxis, abren comercios, encienden los escaparates de las panaderías. Se organiza un enjambre de gente a la salida del puerto, taxis, coches particulares, algún minibús. Carteles con nombres extranjeros, miradas expectantes. Antes incluso de amarrar el ferri empieza a abrir las rampas de salida, allí se agolpan los pasajeros, arrastrando grandes maletas, mochilas, bolsas de la compra, petates … todo vale siempre y cuando se pueda coger con ambas manos o colgarse al hombro.

A la isla no llega mucho turista, pero cada ferri que toca puerto es una fiesta, un alboroto. Minutos después de partir todo vuelve a su ser, a la pausa. Ya me lo advirtió la pescadera la primera mañana, cuando llegué poco antes de las nueve, no se empieza a despachar pescado hasta pasadas las diez. Es imposible encontrar un bar abierto hasta que no se avista el primer desembarque, sólo en las panaderías es posible tomar un café, porque los obradores necesitan varias horas de actividad para tener preparado el género.

En mi caso, como soy de natural madrugador, he de pulular por el malecón, esperando a que se divise en el horizonte el primero de los transbordadores que llegan desde Atenas.

Ando enamoriscado de la pescadera, nada carnal, de momento, difícilmente llegaremos a mayores, ella apenas habla inglés, yo sólo sé decir tres palabras en griego. Además, a ella la vigila su marido, un rudo pescadero que pasa la mañana cuchillo en ristre.

Fue ella la que me afeó llegar temprano a comprar, no dejarles colocar bien el género. Tiene una tienda muy pequeña, estrecha, con una pequeña parada en la calle, llena de tomates, de sandías, judías verdes y patatas, todo de la huerta, todo recién cosechado. Las judías verdes crujen al partirlas y los tomates son muy aromáticos, casi frutas. No hay ningún glamour en el puesto, sólo lo cogido durante el día, incluidos unos pequeños calabacines que todavía no han perdido la flor.

La pescadera me orienta con el rabillo del ojo, yo voy tanteando, preguntando el nombre de los peces, de imposible pronunciación, ella contesta amable e indescifrable, pero con la barbilla me indica si el pescado por el que me intereso es realmente fresco o no. Resulta paradójico que los pescados de piscifactoría (farm fish en nuestro lenguaje común) sean sensiblemente más caros que en España y, sin embargo, el pescado cogido en mar abierto (by sea en nuestro idioma) resulten obscenamente baratos.

Normalmente con el pescado del día me vende también hierbas aromáticas, achicoria y una especie de rúcula salvaje que toman hervida, con aceite y limón.

Durante estos días en la isla he caído rendido a sus encantos casi todas las mañanas, he comprado boquerones, calamares de potera, lenguados de estero – que hice al horno -, doradas, langostinos y hoy, por fin, unos besugos pintureros de casi cuatrocientos gramos la pieza. Después de hacer el pedido apunta mi nombre con rotulador permanente en la bolsa de plástico y me manda a tomar un café, mientras su marido eviscera y desescama el pescado. Me dan escalofríos viéndole manejar un cuchillo minúsculo, de punta afilada, puedo sentir como se desliza entre mis costillas para llegar rápidamente al corazón.

Sábado, domingo y lunes no despacha pescado, mantiene el puesto abierto porque vende bebidas frescas, helados, fruta y verdura, pero el mostrador de pescado queda vacío tres días a la semana. No puedo disfrutar de los cajones llenos de boquerones y de sardinas, ni de los elegantes pescados que tiene la marca del arpón todavía en el costado. Creo que tiene un hijo que sale a pescarlos. La familia parece diestra en el manejo de armas blancas.

El pueblo tiene un horario tan caprichoso que trastoca todas mis rutinas, no puedo llegar a casa hasta las once, los niños ya están nerviosos y hambrientos, esperando a que llegue con el pan para las tostadas o con algo de bollería, siempre pico al pasar por la pastelería aprovechando el interregno entre ferris, el único momento en el que no se colapsan las cajas de la panadería y el supermercado.

El desayuno se prolonga, no hay prisa, las playas no se mueven, no cambian de sitio, da lo mismo llegar a las doce que a la una. Da lo mismo comer a las cuatro o a las cinco, la cuestión es disfrutar del paso de las nubes, dejar que el tiempo se quede suspendido en el aire.

Nos guiamos con el sol y con la luna, resulta curioso que durante el año no nos preocupe a que hora amanece o anochece en Barcelona y, sin embargo, pasemos todo el verano pendientes del sol. Yo suelo levantarme antes de que salga, me gusta asomarme a la terraza y verlo asomar por encima de la montaña. Las puestas de sol en la isla son solemnes, tienen mucha emoción, creo que nos afecta un mal atávico que ya afectaba a los hombres primitivos, que creían que al día siguiente no volvería a salir el sol. Aquí, por las tardes intentamos que la puesta de sol, que cae a eso de las ocho y media, nos pille junto al mar. Nos detenemos unos minutos y disfrutamos de la caída del sol, como si fuera la última, como si aquella tarde se rompiera la rutina de millones de años en los que el sol ha salido y se ha puesto puntualmente.

Por las noches, cuando la galerna de viento me despierta, también me asomo a la terraza, antes de amanecer, cuando la luna ya se ha ocultado y veo las estrellas, todas las estrellas del mundo se agolpan sobre el cielo oscuro de Grecia horas antes de que amanezca. Apenas hay focos de luz de contaminen.

El viento no nos ha dado tregua ningún día, ulula amenazante en nuestra colina, se proyecta a ráfagas violentas que hacen baquetear todas las puertas y las ventanas. En casa todos duermen en las habitaciones del piso de abajo, todos menos yo, que subo a la torre, dejo abiertas las ventanas y me someto a los caprichos de los dioses, encadenando rachas de sueño y de vigilia sin perder la templanza.

Hoy pasamos aquí la última noche en la isla, he comprado unos besugos lujuriosos que he preparado escondiendo entre sus entrañas cascotes de cebolla morada y ramas de eneldo. Los he salpimentado y engrasado en aceite de oliva de Kalamata, la marca del aceite Illiada. Con estos antecedentes es imposible fallar.

El horno de la casa es poco fiable, nada en la casa es fiable, aunque se mantenga en pie de modo armónico. Calculo que en 20 minutos estarán asados. Cada uno de los tres besugos pesa poco más de 300 gramos. Mando a los niños a que comprueben si se desprende bien la aleta del besugo. Cuando han pasado 18 minutos y las caras de hambre son ya peligrosas saco el pescado del horno.

No tengo batidora, tampoco mortero, así que la salsa he de improvisarla con dos huevos duros muy picados, briznas de eneldo fresco, perejil picado y dientes de ajo en láminas, medio limón exprimido y un buen chorro de aceite Iliada. Bato bien con el tenedor para que emulsione un poco y la yema del huevo duro trabe la salsa.

He encontrado una litografía de Miquel Barceló. Supongo que Barceló sería feliz pescando en estas islas.
Arte: MIQUEL BARCELO 3 LITOGRAFÍAS FIRMADO MAEGHT NOISE - Foto 1 - 41392617

viernes, 17 de agosto de 2018

Capítulo CDLIII.- Derrotado por los dioses.


Alquilamos una casita en una isla de las Cícladas. Estaba sobre una colina, apenas a un kilómetro del mar. Tenía (tiene, puesto que seguimos aquí, en Grecia), un porche cubierto por una rudimentaria techumbre de cañas, protegido por sólidos muros de piedra; aquí tenemos unas sillas de mimbre y un par de mesas donde hacemos la vida. El suelo también es de piedra, piezas grandes unidas con cemento. Hay un jardín minúsculo, abierto ya al viento, allí el muro es mucho más bajo, apenas una baranda para marcar el desnivel con los jardines contiguos. Lo llamamos jardín porque tiene un minúsculo cuadrado de césped, muy bien cuidado (a las siete de la mañana salta el riego), tatami de cinco metros cuadrados en el que los niños juegan a peleas orientales y en el que, por las mañanas, hacen yoga con su madre, frente al mar.

La planta principal, la que hay a ras de suelo, es un amplio salón comedor, decorado con muebles de Ikea, como casi todo el mundo moderno alquilable. Suelo de terrazo, amplios ventanales y una cocina de dimensiones reducidas, el espacio justo para sobrevivir en verano. Utilizamos esta planta como zona de paso, allí se almacenan libros, ordenadores, mapas, mochilas, fulares. En el respaldo de las sillas cuelgan los bañadores, las toallas y las camisetas. No se nos ocurre quedar dentro de la casa.

En la planta de abajo hay dos dormitorios, la luz solar entra por unos ventanucos sobre la cabecera de las camas. En la primera planta, el dormitorio principal, con dos balcones, uno que da frente al mar, con una terraza, y el otro a las laderas de las lomas cercanas, montañas no muy escarpadas que apenas tendrán quinientos o seiscientos metros de altura. Es una gozada ver el mar desde la terraza de la cámara principal, ver el mar y las estrellas por la noche.

En las entreplantas hay dos baños limpios y funcionales.

La casa está a cuatro kilómetros del puerto de la isla, no da directa a la carretera, hay que enfilar un pequeño camino rural, empinado, que da al portalón. La dueña de la casa nos ha rogado encarecidamente que mantengamos siempre cerrado el portalón para que no se cuelen las cabras, que acechan excitadas por el jugoso césped.

Las colinas que protegen las playas de Agio Petros (San Pedro), están peladas, la poca vegetación que vemos crece a ras de suelo. Castigada por los vientos. En todas las islas griegas nos hemos encontrado con playas consagradas a San Pedro.

Nuestra zona no está muy urbanizada, hay casitas desperdigadas por las laderas de las colinas. Desde la terraza se ven caminos y carreteras estrechas que unen las edificaciones, en su mayoría encaladas en blanco, con contraventanas azules de madera, ventanas venecianas para proteger de la luz.

Nos advirtieron que nuestra isla es ventosa (todas las Cícladas son ventosas en agosto). Nos advirtieron especialmente de esta isla, aunque en años anteriores habíamos estado en otras islas también azotadas por el viento del norte, un viento que castiga como un látigo, a ráfagas violentas. Nunca nos ha preocupado especialmente, si el viento castiga una de las costas de la isla buscamos las playas del lado contrario. Siempre es posible encontrar una playa tranquila a menos de 20 minutos de donde nos instalamos. Normalmente buscamos casitas en el interior de la isla, un poco retiradas de la costa, eso facilita la movilidad.

La isla que elegimos este año es de las menos turísticas, todavía no ha sido invadida por los italianos.

Nos aseguraban que esta isla era de las menos invadidas por el turismo, por tanto, isla con peores infraestructuras, más agreste. Creo que hemos acertado.

Varias colinas protegen las playas de Agio Petros, en la carretera que circula junto a la costa hay un poco más de bullicio, los núcleos construidos son un poco más grandes y compactos, no son casas desperdigadas. No han llegado todavía los hoteles con varias plantas, tampoco los resorts. No sabemos cuanto tardarán las islas en convertirse en remedos de Ibiza y Formentera (ya hemos visto lo que ha pasado en Mikonos), por eso disfrutamos al máximo de cada uno de los veranos en Grecia, como si fuera el último en el paraíso.

Llegamos a la isla hace un par de días. Es una pequeña odisea llegar hasta aquí. Someterse primero a Vueling y sus azarosos horarios, es una vergüenza que la impuntualidad se haya convertido en algo normal, que en cualquier momento haya riesgo de cancelación. El aeropuerto de Atenas no es un ejemplo de orden y armonía. Desde allí fuimos al puerto de Rafina, intentamos evitar el puerto principal del Pireo porque es un caos. En Rafina nos tomamos unos salmonetes y unas sardinas haciendo tiempo antes de embarcar en el ferry. Hay que arrastrar maletas y mochilas entre el gentío y luchar por una butaca con mesa en el barco para evitar que la travesía sea un suplicio. Los griegos, como buenos latinos, son ruidosos y discutidores.

Ya en destino, teníamos que localizar a la señora que nos llevaría a la casita, también alquilar un coche. Todo ese proceso puede llevar horas.

En definitiva, salimos de Barcelona a las ocho de la mañana y hasta las ocho de la noche no llegamos a destino definitivo. Vimos la casita casi anocheciendo. Nos quedamos encantados. No hubo mucha discusión, los niños se quedaban en los dormitorios de la planta baja (nos sobraba una habitación porque los niños prefieren dormir todavía juntos) y nosotros en la cámara principal. Enseguida abrimos los ventanales y salimos al balcón para tomar posesión efectiva del lugar. Primeras fotos y grandes aspavientos ante las majestuosas vistas del mar egeo al anochecer. Durante unos instantes nos consideramos los reyes del mundo, es una sensación que debe invadir a todos los turistas cuando inician sus vacaciones.

Primeras compras apresuradas para garantizar necesidades mínimas (en la casa el agua no es potable y la tienda más cercana está a cinco minutos en coche). Cenamos en una taberna junto al mar, un pescado al horno para los cuatro, un familiar del sargo que llevaba en el lomo la marca del arpón. Unas verduras hervidas y flores de calabacín rellenas de queso.

Derrotados pero contentos regresamos a casa. Ya en el dormitorio, la primera medida fue la de cerrar las contraventanas de madera, era imposible dejar abierta la puerta del balcón, el viento era tremendo. Ráfagas violentas que obligaban a adoptar todas las cautelas (no en vano, junto a las puertas y ventanas de toda la casa hay grandes piedras para evitar los portazos).

Ráfagas virulentas de viento del norte golpeaban las ventanas, el viento se colaba por el entramado de caña que protegía el porche y resoplaba como una vaca a la que estuvieran torturando. Los portones aleteaban y chocaban con jambas y dinteles. Era imposible fijar las puertas y ventanas. Incluso fijándolas, se escuchaba el ulular del viento y el repiqueteo en las casitas contiguas.

La primera noche fue como una tempestad en mitad del mar. En varias ocasiones salí al balcón para comprobar si era el fin del mundo. Desde allí comprendí las razones por las que las playas que había al pie de las colinas quedaban tranquilas y protegidas. Nuestra casita, pizpireta y arrogante, había desafiado a los dioses griegos al construirse en la ladera.

Dormimos a trompicones, entre sobresaltos por ruidos inquietantes. Hubo momentos en los que pensé que la caballería transitaba por el salón. Los niños, sin embargo, en los dormitorios de la planta de abajo descansaron felices y se levantaron asegurando no haber sentido ningún rio.

Los sólidos muros del porche nos permitieron desayunar a la intemperie. A nuestros pies, las playas de Agio Petros seguían tranquilas, ajenas al vendaval.

Pasamos el primer día felices en la playa, paseando, buceando y haciendo las primeras construcciones de arena.

Sobre nosotros, Eolo había abierto el odre de los vientos, que asolaba las lomas de la cadena de montes que arropaba las playas del norte.

Las previsiones de tiempo aseguraban que el viento amainaría aquél día. Con ese augurio afrontamos la segunda de las pernoctas. Aseguramos postigos y cancelas para que la fortaleza fuera inaccesible. Nos acostamos pasadas las once de la noche, cansados tras la primera sesión de playa y sol. La galerna seguía en el exterior. Conciliamos el primer sueño gracias al agotamiento pero a eso de las tres de la madrugada el ruido era infernal, hubo momentos en los que pensé que crujían los cimientos de la casa. Me levanté en varias ocasiones para asegurar todas y cada una de las puertas y ventanas. El aire se colaba por todas partes y emitía silbidos diabólicos. A eso de las cuatro de la mañana, asumiendo el fracaso, nos retiramos hacia la habitación vacía del piso inferior, abandonábamos la cámara principal, con su ventilador colonial en el techo, con sus amplios balcones y su luminosidad.

En el sótano reinaba la paz. Los anchos sillares que rodeaban la casa aislaban por completo de cualquier turbulencia. La tormenta de viento que sufríamos en el piso superior apenas era un arrullo en el subsuelo. En pocos minutos conciliamos el sueño y dormimos hasta pasadas las diez, masticando nuestra derrota y convencidos de que nunca podríamos reconquistar nuestra habitación.

La tercera noche, cuando pensábamos que nuestro destino iba irremisiblemente unido al submundo, nos sorprendió la absoluta tranquilidad, no soplaba ni una brizna de aire. Por primera vez pude salir a la terraza de arriba y contemplar las estrellas. Decidimos instalarnos de nuevo en el dormitorio de arriba, ya no éramos reyes, sino súbditos sumisos de los dioses griegos, que nos permitían descansar una vez asumidas nuestras debilidades. Dejamos abiertas ventanas y contraventanas, desde la cama se veían las estrellas y la noche era, por fin, plácida. No hay que desafiar a los dioses.
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Esta mañana me he levantado contento, muy contento después de haber enganchado seis horas seguidas y plácidas de sueño, sin la amenaza sonora del fin del mundo. Después de amanecer se ha levantado algo de viento y ahora, a las ocho y media, las ráfagas vuelven a ser agresivas. No sé si habré de sacrificar varios bueyes (una hecatombe) para aplicar la ira divina.

En un rato bajaré al pueblo a comprar pescado fresco, todavía no hemos decidido si comeremos arroz con langostinos y calamares o si los niños preferirán unos espagueti frutti di mare (el influjo italiano es inevitable y terminarán por colonizarnos).

La misma pescadería en la que compro el pescado me vende calabacines recién cortados, toda vía con su flor, una berenjenas pequeñas y alargadas, hierbas autóctonas que se pueden escaldar para servir de guarnición al pescado, también tomates, fastuosos tomates que huelen a huerta y a sol. Me llevo a la nariz cada uno de los tomates antes de guardarlos en la bolsa de papel y me emborracho ya de tomate desde primera hora de la mañana.

Resulta curioso descubrir que los griegos no conocen el gazpacho, ni ninguna de las cremas frías de tomate. Como no conocen el gazpacho, en las casas no hay batidoras, ni siquiera morteros, aunque dispongo de varios artilugios para hervir, escurrir y preparar la pasta.

Sorprende que pese a tener todos y cada uno de los ingredientes del gazpacho, sin embargo, no se les haya ocurrido triturarlos y convertirlos en una crema de los dioses. Si los tomates son de escándalo, los pepinos y los pimientos no le andan lejos. La isla está plagada de olivos y el pan, los panes de miga griegos, son una perdición.

En España había gazpachos ya antes del descubrimiento de América. El gazpacho era comida de braceros, pensada para mitigar el hambre. Los primeros gazpachos se hacían con ajo, pan duro, aceite, vinagre y un poco de agua. La pasta se majaba hasta quedar convertida en una crema que se podía beber sin ayuda de cucharas. Los gazpachos antiguos se servían en horteras, unos cuencos de madera que se sumergían directamente en la gran marmita en la que fermentaba el pan empapado en agua, ajo y aceite. Con la llegada del tomate y del pimiento de américa el plato se sofisticó hasta llegara a su formulación, o formulaciones, actuales.

Recuerdo haber escrito sobre gazpachos apócrifos de cereza, de sandía, de gambón y de bogavante.

Hoy voy a hacer un gazpacho tradicional. Hay un gran cuenco de cristal en el que restregaré bien un diente de ajo (creo que era Emilia Pardo Bazán la que aconsejaba no echar ajo en el gazpacho, bastaba con pringar de ajo el mortero en el que luego se trituraba el resto de ingredientes).

Compraré un kilo largo de tomates griegos, carnosos. Los tomates de huerta aquí se puede pelar con el leve roce de la punta de un cuchillo. Los pelaré, partiré en cuartos y despepitaré sobre un plato sopero. Picaré en daditos pequeños el tomate y escurriré todo el agüilla que desprenden para que ayude a macerar en el cuenco.

Después de picar los 5 tomates que no puedo abarcar con la mano, pelaré y picaré un pepino. También reservaré el agüilla que destila al someterse a los rigores del cuchillo.

Tras los tomates y el pepino, corto en juliana minúscula un pimiento verde, alargado, estrecho y retorcido.

Media cebolla pelada y picada también ayuda a componer el gazpacho.

Quedó pan de ayer, un pan redondo, con mucha miga. Lo desmenuzo también sobre el bol de cristal. Añado sal, una pizca de comino y empiezo a mezclar con las manos, dejando que las verduras me empapen los dedos y vayan desapelmazando la miga del pan trasnochado.

Un corrito minúsculo de vinagre y un vasito de agua bien fría. Me permito una pequeña licencia, ha comprado menta fresca, corto una docena de hojas y las pico muy finas. Sigo mezclando con las manos, apretando cada puñado que alcanzo. Riego bien con aceite de oliva (el aceite griego es maravilloso, aunque un poco caro). Cubro el bol con un plato y lo guardo en la nevera. Si todo va bien los ingredientes terminarán de macerar durante unas horas. Las verduras rezumarán toda la sabia y el pan (no he puesto mucho) se habrá terminado de deshacer. A eso de las ocho de la noche, es decir, dentro de poco menos de doce horas, habré improvisado un gazpacho rudimentario que ofreceré a los dioses del olimpo para que me permitan esta noche disfrutar de nuevo del dormitorio principal, no tener que descender al subsuelo en busca de paz.

viernes, 10 de agosto de 2018

Capítulo CDLII.- Días felices en Cuenca.


Pasamos los primeros días de agosto, los de la ola de calor, en Cuenca. Llevábamos tiempo planeando una escapada a Cuenca por razones familiares (mi suegra nació en un pueblo de la sierra de esa provincia), también porque pensamos que sería instructivo que los niños vieran otras formas de veranear (a los padres, de vez en cuando nos dan venteras pedagógicas cuyo alcance es difícil de calibrar). Habíamos viajado con ellos por medio mundo y no era razonable que apenas supieran cuatro cosas de Castilla.

Cargamos el coche y el día de más calor empezamos nuestra ruta. Primero a la capital, después a la sierra en busca de raíces y de nuevas sensaciones.

Aterrizamos en Cuenca a las tres de la tarde, ni un alma en la calle, el termómetro por encima de los 40º. Arrastramos a duras penas las maletas por las calles empedradas, poco más de 300 metros, toda una proeza. Habíamos reservado en una hospedería en el centro de la ciudad, un antiguo seminario de paredes gruesas y olor todavía a cirios.

Calor seco, de ese que hace crujir las piedras al mediodía. Dejamos las maletas y salimos en busca de un sitio para comer, no albergábamos grandes esperanzas, sólo buscábamos un rincón en el que corriera el aire, aunque fuera acondicionado. A pocos metros de la catedral, sobre las 4 de la tarde, caímos en una terraza frente al puente de San Pablo. Primeras vistas de las hoces, los niños hambrientos pero contentos, asomándose por todos los miradores, inmunes al mercurio.

Almuerzo de trámite, un menú correcto, vino y gaseosa. Cierta prisa porque el horario del museo de arte abstracto tenía un horario un tanto absurdo y cerraba a las seis de la tarde. El museo, en las casas colgadas, una secreta joya tutelada por la fundación March. Los Zobel, Torner, Rueda, Saura, Tapies, Equipo Crónica, Sampere, Miralles, Hernández Mompó… Una generación privilegiada de artistas que tuvo el mérito de traer la modernidad en los años sesenta, tiempos oscuros. No hay más que ver las fotografías de la época para comprender que el ambiente era poco propicio para modernidades. Pese a todo, una pequeña conjura hizo que se estableciera en Cuenca, con vocación de permanencia, un foco de luz que todavía funciona.

Los niños resistieron bien el museo, muchos cuadros los reconocieron porque en casa tenemos varias reproducciones, viejos recuerdos de un viaje que hice yo a Cuenca casi 30 años atrás.

Tras el museo cruzamos el puente de San Pablo, camino del Parador. Pese al vértigo, pude cruzar (a duras penas) el puente metálico sobre una de las hoces, no pude disfrutar del paisaje en ese momento, pero he visto las fotos que hicieron, una maravilla. Allí descubrimos una vieja capilla restaurada, dedicada a Gustavo Torner. Una exposición completa de obras y referencias relevantes del pintor y escultor. Se ve con facilidad, no es muy amplia y el espacio hace que la visita sea muy llevadera para niños que habían resistido casi 3 horas en coche, altas temperaturas y un museo previo. Seguían entusiasmados asomándose a las ventanas que daban al abismo de las hoces.

Les relegamos de cualquier otro servicio y les dejamos que fueran para el hotel a descansar un poco. Nosotros nos fuimos hacia la fundación Antonio Pérez, un caserón destartalado que alberga una colección de pintura moderna que poco tiene que envidiar al museo de arte abstracto. La fundación almacena cuadros y esculturas de artistas relevantes de los últimos 70 años, algunos fechados ya en el siglo XXI. Junto a los cuadros, esculturas y performances había una colección de objetos de todo tipo encontrados por el campo, desde una colección de señales de alerta de incendios a pequeñas estructuras de hojalata que formaban esculturas imposibles (supongo que Antonio López habría recogido de las cunetas de las carreteras las latas maltratadas por el paso de los camiones). La fundación, que escondía salas tenebrosas con restos de muñecas antiguas, salas dedicadas a artistas que fueron modernos, serigrafías e ilustraciones acompañadas de poemas, vitrinas con todo tipo de objetos imposibles… Un delirio que te llevaba por distintas habitaciones, a distintas alturas, terrazas y galerías silenciosas (apenas nos cruzamos a tres turistas despistados a lo largo del recorrido). Salimos con la sensación de haber descubierto un sitio especial, altamente recomendable si se viaja con cierto relajo, dispuesto a salirse de caminos trillados.

Hechos los deberes culturales marchamos, rendidos al hotel, dispuestos a descansar hasta que terminara de caer el sol y la vida en la calle fuera más llevadera.

Al anochecer nos encaminamos hacia el barrio más elevado de la ciudad, paseamos por la zona de la plaza de San Nicolas, vistas hacia la otra hoz. Más fotos y más crisis de vértigo asomándonos a los miradores, subiendo murallas y disfrutando del Júcar.

A eso de las nueve y media, cuando el sol todavía no se había rendido, entramos en un asador (Maria Morena) dispuestos a compensar los sudores del día. A las nueve y media en Castilla solo cenan los guiris y alguna familia con niños muy pequeños. Nosotros, que hace años que estamos adaptados a los horarios europeos a esa hora estábamos ya hambrientos, para nosotros era tarde para cenar. La sala del restaurante, acristalada y con vistas a la calle, estaba casi vacía. Pedimos algunos entrantes y un plato de fuerza para cada uno. De entrada, una ensalada, morteruelo, croquetas variadas y unos bombones de morcilla. Por cortesía de la casa trajeron un gran plato de ensaladilla rusa. Los niños, que estaban caninos, se abalanzaron sobre la ensaladilla rusa, un plato que hasta ahora les había dado cierto reparo. El descubrimiento de la ensaladilla rusa les entusiasmó, les dio lo mismo que llevara judías verdes, guisantes y zanahoria cocida, olvidaron sus aprehensiones a la mayonesa y arrasaron con el plato, y con los colines, también con el pan. El morteruelo no les hizo gracia, pero las croquetas fueron éxito total.

Paseamos un poco más por la ciudad, ya de noche, con la calle llena, llegamos a la plaza en la que estaba el hotel, donde había un recital de jotas castellanas. Toda una experiencia para los niños, que no le hacen ascos a la música electrónica, pero que la bandurria, la castañuela y el ritmo marcado por la botella de anís les sueña a otra galaxia. Llegamos ya al tramo final del recital, apenas 3 o cuatro piezas que soportaron entre curiosos y resignados, incapaces de seguir el ritmo jotero.

A la mañana siguiente, sin horario para levantarse, desayunamos entre santos, vírgenes y estaciones de semana santa. Los niños seguían pensando que habíamos aterrizado en Marte. Visitamos la catedral, especialmente organizada para que los niños no se amotinen, hay una audioguía que les propone un juego de adivinanzas, acertijos y pruebas.

Espectaculares las vidrieras, hechas en su mayor parte en los años setenta del siglo pasado. Es curioso ver como combinan las líneas y colores de Gustavo Torner y Gerardo Rueda con el gótico tardío y el renacimiento.
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La sobria sala capitular, rematada con un artesonado de maderas nobles del Siglo XVI fue pintado en pleno delirio Rococó en colores rosas. No sé que extrañas razones permitieron que a principios del Siglo XIX se permitiera pintar el techado de color rosa y amarillo (casa poco con la sobriedad castellana), fue un milagro que la España de la postguerra (gris y adusta) permitiera que la techumbre siguiera pintada de rosa chillón, puede que la desidia permitiera mantener esta joya de arte pop que coloca a Cuenca más cerca de los delirios de Versalles que de la Santa Inquisición.
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A las afueras de la ciudad un museo de paleontología, dedicado a los fósiles encontrados en las cuencas del Júcar. Nada que envidiar a los museos sobre la prehistoria de cualquier ciudad del mundo. Un edificio moderno, luminoso, divertido, nada rancio, especialmente organizado para niños. Las guías divertidas, con gran capacidad didáctica. Hicimos un recorrido rápido (apenas teníamos una hora, habíamos quedado a comer con familia) que nos supo a poco (sobre todo a los niños). Salimos sorprendidos y orgullosos de pensar que en Castilla y Aragón teníamos los yacimientos de restos de dinosaurios más importantes del mundo.

A medio día salimos hacia la sierra, una hora más de coche. Bosques frondosos de  tejos, tilos y pinos. El calor no amainaba, sin embargo, el monte estaba muy verde, con puentes y manantiales durante todo el camino. Campos inmensos de girasoles, muchos olivos y una sensación de campiña en verano que pensaba que era exclusiva de tierras de Francia y de Italia (está claro que no somos buenos vendedores de nuestra tierra, que reducimos España a sol y playa, dejando de lado el interior).

Los días por los pueblos de la sierra (Fuertescusa, Cañizares, Cañamares, Beteta, Tobar). Los niños alucinados porque debajo de cada piedra, detrás de cada árbol, junto a cualquier cuneta aparecía un primo, contraprimo o familiar. Las paraban por la calle para darles recuerdos para su abuela.

Los días de la sierra fueron días de baños en lagunas, en remansos de ríos, en pozas de agua fría. Días de mosquitos, tábanos y libélulas (hemos regresado todos marcados por las picaduras de todo tipo de bichejos). Vimos buitres leonados subiendo hacia la cueva de la Ramera, vimos muchos buitres también mientras tomábamos un refresco en el balneario de Solán. Seguimos viendo buitres cuando al día siguiente subimos hasta el barranco de Tragavivos, donde me hicieron subir entre riscos cargando con un melón de casi cuatro quilos que nos desayunamos en un mirador por encima de la copa de pinos centenarios.

En los paseos y excursiones nos descubrieron matas de tomillo, de romero, alcaravea, endrinas, enebro y orégano (traigo una bolsa llena de tomillo silvestre que ya he empleado para algún guiso).

Días de cordero asado sobre brasas, de morcillas de cebolla cargadas de cominos, de chorizos de gamo, de gazpachos, de migas y mojetes. Vinos de Castilla (afinados y elegantes, nada que ver con los vinos rasposos de hace treinta años).

Una de las comidas la hicimos en el restaurante El Perula (cerca de la laguna del Tobar), en El Perula, un restaurante que, como no, estaba regentado por unos primos de mi suegra. La cocinera es una chica que todavía no ha cumplido 30 años, hija de una de las primas. Formada en Cataluña y en el País Vasco. La carta del restaurante todo un descubrimiento, las carnes a la brasa son para llorar (uno de mis hijos se tomó un entrecot de escándalo). Pedimos unas migas con melón, pimiento rojo y huevo a baja temperatura con las que se me saltaron las lágrimas. Unos canelones de foie con unos daditos de melón y un leve toque de mermelada espectaculares, una ensalada tibia de verduras escalivadas con calabaza maravillosos.

Yo, de segundo, compartí un arroz meloso con carrilleras de cerdo, un guiso muy delicado, con un toque dulce al final. Me quedé con ganas de hablar con la cocinera para intentar desvelar el secreto de aquel arroz. Un plato que me recordó los tiempos en los que yo intentaba aprender la técnica del risotto (hay alguna referencia ya antigua del diletante).

Supongo que las carrilleras, antes de cocerlas, estuvieron macerando durante unas horas en alguno de los vinos dulces castellanos, un vino dulce y rancio. El aderezo de la carrillera, además del vino, sería de bayas de pimienta negra, hojas de laurel, semillas de comino, puede que un trozo de canela, una cebolla en cascos y unas zanahorias peladas. Yo hubiera dejado la carne durante una noche entera, bien cubierta con esa mezcla. Si no hace mucho calor puede reposar cubierta sobre una mesa de mármol, pero si el calor aprieta es mejor no arriesgar y dejarla en la nevera.

Las carrilleras se tienen que cocer a parte, se escurre el vino y se secan con un paño limpio. Se ponen a estofar con unas zanahorias, con unas cebollas, con un poco de apio y de laurel, sal y pimienta. Como el caldo ha de servir luego para mojar el arroz, se le puede añadir una carcasa de pollo y unos huesos de ternera.

Las carrilleras exigen una cocción larga, han de quedar muy melosas, eso hará que el caldo sea denso y sabroso. Un caldo oscuro (por el vino tinto infiltrado en la carne; también por los huesos y la carcasa si se han dorado previamente en el horno o en la propia cacerola). Se sabe que la carrillera está al punto de cocción cuando se empieza a desprender del hueso. Cocida la carrillera, se termina de separar del hueso. Se cuela bien el caldo y se reserva todo.

Para el meloso de arroz yo sigo los pasos que me sirvieron para mis viejas recetas. Para el meloso utilizo arroz arborio o carneroli. Creo que en Cuenca utilizaron también arroz italiano, un poco más alargado que el arroz bomba tradicional en España.

Hay que lavar y escurrir el arroz antes de cocinarlo, así suelta todo el almidón. Los recetarios tradicionales dicen que hay que lavarlo con agua bien fría hasta en tres ocasiones, incluso dejarlo reposar en agua fría tras el lavado durante un rato para que termine de eliminar el almidón.

En una cacerola alta a fuego muy suave se ponen 125 gramos de mantequilla a derretir y un chorrito de aceite de oliva. Cuando se ha derretido se añade una cebolla cortada en trozos muy pequeños, hay que rehogarla a fuego muy bajo hasta que quede translucida, removiendo con mimo. Luego se añade el arroz (una tacita de café por comensal), sal y pimienta. Se remueve el arroz con suavidad, para que los granos se vayan impregnando de la grasa y empiecen a tomar tono.

No creo que cometa ninguna barbaridad si echo una copa de vermut rojo (estoy empeñado en conseguir el toque dulce que consiguió el guiso que probé en El Tobar). Sigo removiendo, subo un pelín el fuego para que se evapore el alcohol. El arroz empieza a tomar un color bermellón, reluciente.

En una cacerola a parte tengo el caldo de las carrilleras calentándose, sólo el caldo, que ha de conseguir estar a ese punto de hervor mínimo, el de un volcán en reposo.

Añado un primer cucharón de caldo al arroz, sigo removiendo (el secreto de los arroces melosos es no parar de remover con un cucharón de madera de boj – descubrimos que en la sierra de Cañizares los pastores hacían cucharas con madera de boje).

Cuando casi ha absorbido ese primer cucharon de caldo le añado una segunda porción de líquo y sigo removiendo.

Hay que ir añadiendo el caldo y meneando el guiso poco a poco hasta que el arroz queda al gusto del comensal (el gusto italiano suele ser el de que quede una pequeña perla dura en el interior del grano). Si el arroz es bueno se puede ver esa pequeña perla de arroz al trasluz del grano. Es mejor no pasarse de cocción, dejar el grano al dente, añadir las piezas de carne de carrillera no muy grandes (tres o cuatro bocados por plato). Apagar el fuego, darle un último meneo y cubrir la cazuela durante dos o tres minutos antes de servir.

El arroz meloso, a diferencia del risotto, no lleva queso (creo que si queremos resaltar el sabor de las carrilleras estofadas no conviene añadirle queso al guiso). En cuanto termine la entrada le mandaré un correo electrónico al restaurante para ver si me dan la receta original.

Terminaron ya nuestros días en Cuenca, días felices. No pude leer mucho, entre excursiones y trasiegos quedó poco tiempo para la lectura. Aún y así he podido avanzar bastante del libro que estaba leyendo, un ensayo de Carolyn Richmond sobre la obra El Jardín de las Delicias de Francisco Ayala, el libro se titula Días Felices, que es, a su vez, uno de los capítulos del libro de Ayala.

También he leído entero un poemario de Narcís Comadira, Marea Negra. El libro empieza con un largo poema dedicado a un amigo:

          Caro Grilli,

          Ricordi quell’estate a Mallorca?

          Furono vere vacanze, eravamo

          Guiovani e belli, mettiamo, tutti,

          Els grans i sobretot les nenes, adolescents,

          La teva Guglielmina i la Laura, la nostra

          Neboda, les dues una mica somnàmbules,

          Absents dis del sol que cremava

          I dins de la la boira de la seva edat

          Tan incerta. Che sarà, che sarà,

          Che sarà della sua vita, che sarà.