jueves, 27 de septiembre de 2018

Capítulo CDLVII.- Tiramisu.


La semana pasada cumplí años (53, los que estamos escalafonados no podemos quitarnos años), para celebrarlo preparé una gran bandeja de tiramisú, lo habían probado los niños este verano y fueron ellos los que eligieron el pastel de celebración.

Pensaba que ya había escrito sobre el tiramisú, pero revisando mis notas veo que he hecho algún apunte, pero no he escrito sobre la receta, por lo menos, no lo he hecho con la extensión que se merece (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/10/cap-lxvii-un-satiro-en-la-cocina.html).

He estado investigando un poco sobre la historia del Tiramisú, pensaba que era una receta tradicional, que me llevaría a la época de los Medici, aunque en las fuentes que he consultado destacan algunas dudas, por lo que parece, la receta que actualmente manejamos para el Tiramisú es una creación relativamente reciente, posterior a la Segunda Guerra Mundial, en el norte de Italia (Treviso, El Piamonte, el Véneto…). De las distintas versiones que manejan los historiadores de la cocina (http://www.bonviveur.es/the-food-street-journal/la-historia-del-tiramisu) me haría mucha ilusión que fuera cierta la menos correcta de las versiones, la que cuenta que el Tiramisú lo inventó el cocinero que trabajaba en un burdel, preparaba el dulce para “levantar el ánimo” de los clientes y facilitar la recuperación de las meretrices.

Supongo que comentar este tipo de anécdotas en los tiempos actuales no debe estar muy bien visto, hay un debate abierto entre quienes defienden la prohibición y quienes quieren regularla, incluso sindicarla. Es tan sórdido todo lo que rodea a la prostitución, hay tantas historias de explotación y de miseria que cuesta considerarla una profesión sin más.

En todo caso, la imagen de un pastelero trabajando en un burdel italiano, repartiendo porciones de tiramisú entre reservados y palanganeros, “tirando hacia arriba” el ánimo de unos y otros.

El origen de la receta debe estar, sin duda, relacionado con sopas dulces, natillas y cremas más o menos espesas.

La receta del tiramisú es trabajosa, conviene planificarla con un poco de tiempo. Recomiendo preparar un par de días antes la base de bizcocho, los melindros o soletillas (de estos sí tengo entrada hecha: https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/04/capcccxv-primaveras-melindros-y-flores.html), no pasa nada si se compran hechos.

El segundo paso es el de preparar un sabayón, que no es más que una crema ligera hecha con dos o tres yemas de huevo que se baten al baño maría con 4 cucharadas de azúcar (80 gramos) y una vaina de vainilla (sino, una cucharadita de café de esencia de vainilla), conviene batirlas con una cuchara de madera o con unas varillas de madera (el metal oscurece las cremas), por eso también va bien que en vez de un cazo metálico se pueda utilizar un recipiente de loza.

Se remueve suavemente hasta que empiece a espesar. Hay recetarios en los que proponen añadir una copita (minúscula) de algún vino dulce o licor, yo como cocinaba pensando en los niños preferí aliviar de alcoholes la receta.

La mezcla de los huevos y el azúcar va espesando, no debe quedar muy mazacote, sólo un punto denso, pero sin dejar de ser fluido. Se deja enfriar.

EL sabayón es la primera parte de la crema, la segunda parte de la crema se hace con queso mascarpone, un queso muy cremoso (de los de untar), muy lácteo, sin mucho sabor, a medio camino entre la nata y una mantequilla. Hay recetarios que proponen usar un queso fresco y cremosos de los industriales. No seré yo quien recomiende estos sacrilegios.

250 gramos de queso mascarpone son suficientes, se mezclan con una cantidad equivalente de nata montada (no vale nata industrial, merece la pena montarla con todo el cariño y sin azúcar). Una vez montada la nata, se mezcla con el mascarpone y se bate para que tome volumen, consistencia.

La mezcla de mascarpone y de nata se mezcla con el sabayón, quedando una crema blanca y consistente que podría meterse en una manga pastelera.

Para montar el tiramisú hay que empapar los bizcochos de soletilla (los melindros) en una mezcla de café (una taza de café solo) y licor (proponen amareto, sirve un ron añejo). De nuevo, mis limitaciones al cocinar para niños hicieron que en vez de una taza de café torrefacto utilicé una taza de café descafeinado soluble y evité los licores.

Se mojan bien los bizcochos en el líquido oscuro y se colocan como base en un molde, un molde alto que permita construir una especie de pastel cremoso. Sobre esa base de bizcocho se extiende una capa generosa de la crema de queso, nata y huevo, que ha de quedar uniforme, cubriendo toda la extensión del molde, sin rebosarlo.

Se cubre el molde con film y se lleva al frigorífico durante 4 ó 6 horas, para que termine de cuajar, u poco antes de servirse, ayudándose de un colador de malla fina, se cubre la crema con cacao en polvo (otra vez las limitaciones infantiles hicieron que usara Cola Cao en vez de un cacao intenso y amargo, porque el tiramisú verdadero juega con la cremosidad y suavidad del queso, y la intensidad del café, del licor y del cacao; en mi caso los contrastes quedaron muy matizados, para que los niños no protestaran).

He surfeado por internet y he visto fotografías con presentaciones del tiramisú muy originales, desde quienes sirven el postre en una copa o en un vaso individual, en el que el bizcocho juega casi como adorno; quienes forran todo el molde con bizcochos, incluso las paredes, apareciendo los melindros, con forma de lengua, que parecen muros de una fortaleza; en otras ocasiones el montaje del dulce es como el de un milhojas con capas de bizcocho y de crema que culminan con la cobertura del cacao en polvo). Lo importante es que la cuchara se sumerja con decisión atravesando las capas de crema y el bizcocho para que, con un solo bocado, se entrecrucen todos los sabores).

Si el tiramisú está lo suficientemente frio, sin estar helado, si ha cuajado para tener una textura mórbida, que no se desborde en la boca, si el café era bueno (un expreso concentrado) y el licor de suficiente calidad, si el cocinero no ha dejado que los bizcochos se deshagan en el líquido y guarden cierta textura, si el cacao que se espolvorea sobre la crema es intenso... Si se consiguen esas variables y se combinan con equilibrio el primero de los bocados tiene el efecto mágico de hacer remontar el humor y alegrar el alma.

Las señoritas de la calle Avignon tenían el aspecto de haber tomado una porción generosa de tiramisú, así aparecen tan tersas y desafiantes en el arranque del cubismo.
Les Demoiselles d'Avignon.jpg

sábado, 15 de septiembre de 2018

Capítulo CDLVI.- Musas, cúrcuma, pollo, Rothko y monotonía.


Hay temporadas a las que no abandonan las musas, cuesta escribir y, lo que resulta más preocupante, cuesta encontrar recetas nuevas.

Decía Picasso que mejor que la inspiración te coja trabajando, así que, tras varios días con dudas, me he puesto delante de la pantalla de ordenador a la espera de la inspiración. Recuerdo una vieja canción de Serrat que hablaba de esas crisis de creatividad (https://www.youtube.com/watch?v=7XiYsetNzcg) y las musas que se van de vacaciones.

Parece que el mes de agosto te llene la cabeza de ideas y de proyectos nuevos, pero cuando regresas a las rutinas casi todo se diluye, supongo que es lo que llaman vuelta a la normalidad.

Cocinar no deja de ser una rutina y, como todas las rutinas, puede terminar haciéndose mecánicamente. He estado leyendo cosas sobre cocina, en concreto, sobre la cúrcuma (una de las maneras de disimular la falta de inspiración es buscar productos exóticos). Todas las webs que he consultado dan la misma información, copias literales en la mayoría de los casos. En estos tiempos en los que todo el mundo habla de plagios y de pocos esfuerzos intelectuales, en tiempos del corta y pega, de la Wikipedia y los rastreos por internet, estas prácticas son habituales y, hasta ahora, poco sancionadas. Quien no recuerda a un amigo que te haya tomado el pelo por haberte dedicado a estudiar en vez de hacer un socorrido fusilamiento de un texto anterior, por descontado, sin citar las fuentes. Así se ha construido una parte importante del prestigio de muchas personas influyentes en este país.

Llevo años usando la cúrcuma para cocinar, al principio lo hacía de modo inconsciente (la cúrcuma es el ingrediente esencial del colorante de paellas, forma parte también de casi todos los curris que venden envasados). Hace ya unos meses que la compro a granel, normalmente en polvo, aunque alguna vez he comprado el rizoma.

La cúrcuma tiene un punto amargo y picante que le da profundidad y color a los guisos.

Una de las cosas que he aprendido de mi deambular es que la cúrcuma aunque tiene origen oriental (Polinesia), sin embargo, se da bien en el clima mediterráneo, sobre todo en la costa más húmeda y cálida. La cúrcuma es un rizoma, una raíz similar al jengibre, que normalmente se consume seca y en polvo, aunque cada vez se ven más los tubérculos frescos en las fruterías, aunque es un poco cara.

Después de darle muchas vueltas, al final he decidido hacer una receta mestiza, mezclando productos extraños y técnicas propias.

Para arrancar, necesito tres pechugas de pollo cortadas en filetes, para hacer unas tiras. Las salpimentó y las adobo con una pizca de cúrcuma y una pizca de comino en polvo.

Pongo en el wok un poco de mantequilla (150 gramos) a fuego muy suave, con un chorro de aceite. En cuanto se deshace la mantequilla voy sofriendo con la llama al mínimo las tiras de pollo. Las paso por la sartén y las reservo en una bandeja. Enseguida la grasa se tinta de un naranja intenso. Apago el fuego después de terminar de sofreír las pechugas, en esa grasa haré la salsa de el guiso.

En un mortero rallo una pizca de cúrcuma fresca, una pizca es un trocito más pequeño que la uña de mi dedo meñique, pelo y rallo también otra pizca de jengibre, una guindilla, una cucharadita de café de semillas de comino, un diente de ajo, una pizca de sal y un puñado de anacardos. Hay que majarlo bien hasta que quede una pasta rojiza, una especie de curri que servirá de base para el guiso.

Es hora de encender de nuevo el wok, dejar que tome un poco de temperatura la mantequilla deshecha. Rectificar con un poco de aceite de oliva. Picar una cebolla en juliana fina y rehogarla sin que se tueste. Cuando la cebolla esté atontada se añade la pasta de especias machacada y se diluye en la grasa para que tome color, dicen que las especias se potencian mucho cuando se rehogan un poco.

Toca ahora añadir las tiras de pollo para que terminen de guisarse, un vasito de agua o de caldo suave de pollo y un yogurt griego. Se mezcla todo bien hasta que quede una salsa cremosa (el yogurt suaviza mucho el picante y le da un toque untoso al guiso). No hace falta que cueza mucho, han de quedar las tiras de pechuga bien empapadas de la salsa entre rojiza y anaranjada. Se apaga el fuego y se deja reposar unos minutos.

El guiso puede servirse con un poco de arroz basmati previamente hervido y condimentado con comino.

Para acompañar el plato, además de la canción de Serrat sobre la falta de inspiración, un cuadro de Rothko, tan espiritual como monótono, igual que una mañana de sábado nublada de septiembre. Los naranjas, rojos y amarillos de Rothko encajan muy bien con una receta que use y espero que no abuse de la cúrcuma (no hay que abusar de ella, con una cucharadita de café es suficiente).
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lunes, 3 de septiembre de 2018

Capítulo CDLV.- Paraísos.


No creo que haya un solo paraíso, por suerte. Uno busca los paraísos en función de sus necesidades, o de sus posibilidades, por eso creo que no hay que magnificarlos, incluso ser un poco discreto, puede haber quien se moleste o quiera discrepar. Basta dar una vuelta por Facebook o por Instagram para ver como la gente busca y encuentra paraísos en casi todas partes, naturales o artificiales – para eso están los filtros -, paraísos desiertos o llenos de gente, paraísos en playas o entre manteles, paraísos con cuerpos desnudos – pero pixelados, las redes sociales son bastante pacatas -, amaneceres y anocheceres de ensueño, lunas entrando o saliendo, horizontes marinos, montañas, mesas repletas de manjares o llenas de cáscaras, paisajes al atardecer, bosques brumosos o luminosos… Miles de paraísos que terminamos compartiendo sin mucho pudor.

En casa hemos establecido nuestro propio paraíso en las islas griegas, veníamos de paraísos anteriores y aquí (allí ya pues hemos regresado) hemos fijado nuestra base. En mi caso hay mucha nostalgia de la infancia, qué le vamos a hacer, también cierta fascinación por la luz diáfana, por el viento y por los colores limpios. El nuestro no es un paraíso muy sofisticado, se asienta en tardes ventosas, playas desiertas, fondos claros y tabernas. También en carreteras estrechas, polvorientas, llenas de baches. Gente muy amable que se deja seducir por el sol, que vive con calma ya que ha de soportar más de tres mil años de historia porque en cada recodo de cualquiera de las islas o del continente hay historias, mitos y aventuras que han alimentado nuestra cultura desde sus bases. Nada importa en el año 2018 cuando sobre las espaldas descansa Sócrates, Platón, Pericles, Homero, Sófocles, Fidias, Alejandro Magno, Aquiles, Ariadna o Teseo. Todo se relativiza.

Abruma la amabilidad de la gente, la sencillez con la que te ofrecen lo que tienen, la facilidad con la que construyen una conversación a partir de un inglés rudimentario y sonoro, mucho más sonoro que el inglés británico, en el que apenas vocalizan. Los griegos, como los españoles y los italianos fiamos nuestra fortuna a la vocalización, al énfasis.

Unos amigos nos brindaron una cena estupenda, en respuesta a una comida que habíamos tenido en casa, en Barcelona meses antes, un festín que empezó con Tzaziki, Taramosalata y humos de lenteja amarilla (colgué una foto en instragram, una foto que algunos confundieron con un cuadro abstracto), después tomamos musaka casera cocinada durante horas por la madre de nuestro amigo, esponjosa. De postre, cuando casi estábamos a reventar, llegó un ravani, un postre griego hecho a base de sémola, azúcar y frutos secos, porciones densas y sabrosas que nos niños probaron sin llegar a terminar, su ansias de musaka eran tan grandes que devoraron una tremenda ración con sus patatas, sus berenjenas, su carne picada, su besamel y su queso, todo gratinado al horno.

Era una descortesía tremenda la de dejar el postre a medio comer, los niños no son muy fanáticos de los dulces y yo, en funciones de papá contenedor, terminé mi porción de sémola y almíbar, más las dos de mis hijos. Un paseo al anochecer por la playa evitó que la digestión y la noche se convirtieran en una tragedia.

Al día siguiente después de una excursión por caminos de cabras hasta dar con playas fantásticas, casi ajenas al turismo, caímos en una taberna, escondida en una larga playa de arena abierta al mar, un arenal de dos kilómetros de cuerda casi desierto. La taberna escondida entre tamarindos, protegida del viento por firmes muros de piedra, con la terraza abierta al mar, protegida del sol por un cobertizo de paja que temblaba con las ráfagas de viento. Comimos estupendamente, pescados a la brasa, pasta de berenjenas aderezada con ajo y sésamo, ensalada de tomate, pepinos y pan, mucho pan, migoso, ajeno a cualquier tontería moderna.

Me acerqué al mostrador merodeando hasta dar con algún postre, había una bandeja con baklava (unos hojaldres rellenos de frutos secos confitados), también kataiki, me interesé por un bizcocho de almendras y naranjas. Al final me decidí por la pasta kataifi con nueces y canela. La señora que nos atendía sacó un gran plato con piezas de cada uno de los tres postres para que los probáramos todos y eso que era yo sólo el que había pedido postre. Los niños, que se habían comido un gran plato de albóndigas, el postre ni lo tocaron y me tocó a mi dar cuenta del postre de los cuatro, las mieles, los hojaldres, los bizcochos regalimando confitura, los frutos secos. Ni qué decir tiene que me comí todas las porciones, abrumado por la amabilidad de la señora, incapaz de ofenderla.

Con la cuenta nos trajo, por cortesía de la casa, cuatro pequeñas raciones de ravani de almendra, convencida de que los niños apreciaban un buen dulce. En cuanto se dio la vuelta mi plato estaba colmado de ravanis mientras los niños se partían de risa.

Finalmente, cuando apurábamos las últimas horas en Mikonos, esperando a que saliera el avión de regreso, un camarero filósofo, nacido en Corfú, nos contaba las lindezas y miserias de las islas, animándonos a no visitar nunca Mikonos, a perdernos por islas más pequeñas, menos saturadas. El camarero tenía un aire a Roberto Begnini, hablaba sin parar, de futbol, de baloncesto, de las playas, de las islas, de la comida… Suplía su inglés de supervivencia con grandes gestos y aspavientos, por lo que las manos, los brazos, terminaban de construir las palabras que se le quedaban enganchadas en la garganta. Los niños estaban tan encantados que nos obligaron a darle la más grande de las propinas, comprometiéndose a pasar a saludarle el año que viene, pero solo unas horas, porque Mikonos es la antesala del caos. Antes de marchar nos trajo una bandeja con dulces, esta vez, menos mal, no había Ravani, ni Kataifi, pero sí unas pastillas de dulce de leche, también unos caramelos blandos, de un rojo ambarino que estaban hechos a base de azúcar y esencia de rosas. De nuevo me tocó a mi probar los dulces y notar como se me enganchaban en las muelas tras deshacerme en agradecimientos.

Eso es Grecia, generosidad desbordante de todo lo que tienen, aunque sea humilde.

El último de los días de playa, en que pasamos en un larguísimo arenal que llamamos la playa de las tortugas porque van allí los galápagos a desovar, decidimos agotar todas las horas en la arena, jugando con las olas, recopilando cantos rodados de colores imposibles. Tirados en la arena, ajenos al reloj.

La playa de las tortugas tendrá seguramente más de tres kilómetros de orilla, una extensión ventosa, salvaje, marcada por dunas de arena y por algunos matojos que sobreviven como pueden al viento del norte. Pueden andar centenares de metros sin cruzarte con nadie.

Aparcamos casi al final de la playa, tras las dunas, caminamos bastante hasta llegar al final de los bancales, encontrar un espacio que sólo fuera nuestro y tirarnos sobre la arena para dejar que el sol y el mar nos empaparan. A lo lejos vimos a un hombre mayor, muy mayor, vestido con un pantalón largo de tela, una camisa a cuadros y un pañuelo anudado a modo de improvisado gorro. Calzaba unos zapatones de cuero y suela de goma que arrastraba por la arena. Acarreaba tres grandes bolsas de plástico que arrastraba casi a ras de suelo. Cada pocos metros se detenía para enjugarse el sudor y recuperar el aliento. Vinos su silueta dibujada desde el inicio de la playa y durante muchos minutos vimos como se aproximaba lentamente hasta nuestra zona. De vez en cuando se detenía frente a algún bañista que estuviera reposando al sol, cuando lo tuvimos más cerca comprobamos que vendía quesos, quesos artesanos de la zona, grandes piezas de queso curado que desenvolvía y ofrecía al reducido número de turistas que disfrutábamos de la playa el 31 de agosto. Recorría las distancias casi agónicamente, sin perder la sonrisa y la amabilidad. Se acercaba a nuestra posición, varios metros más allá había abordado a una familia inglesa a la que había mostrado toda la variedad de quesos que ofrecía. Yo, antes de que se terminara de acercar le hice un leve gesto para indicarle que no estábamos interesados en su mercancía. Salíamos de regreso en pocas horas y no contábamos con comprar un queso griego para el camino. El hombre se detuvo a cierta distancia, me sonrió, se enjugó el sudor y reanudó su paso entre las dunas, le vi perderse en la zona en la que la arena y el viento dan tregua, empiezan a crecer algunos tamarindos y pinos. Un camino pedregoso, muy pedregoso que une la playa que llamamos de la tortuga con otra playa que está dos o tres kilómetros más allá. Hacia esa playa iba el anciano a la una del medio día arrastrando sus bolsas de quesos.

Cuando casi lo había perdido de vista me acordé de que Zeus y otros dioses del olimpo acostumbran a aparecerse a los mortales transfigurados en ancianos, en cabreros o en mendigos. Puede que haya perdido la oportunidad de recibir los augurios de Zeus para solventar las dudas de mi incierto futuro. Me arrepentí de no haberle dejado que se acercara más, seguro que hubiéramos conversado y habría terminado comprándole quesos y recibimiento sus consejos. Puede que el 31 de agosto de 2018 Zeus hubiera decidido aparecérseme y yo le hubiera rechazado. Tendré que regresar a la playa de las tortugas el año que viene para buscarle.

Yo no creo que pruebe el ravani ni ningún otro postre griego hasta el año que viene, he colmado con creces mi pasión por los dulces griegos, pero si alguien se anima, ahí le dejo una receta que creo que aproximadamente se acerca a uno de los ravanis que probamos.

El ravani es un pastel rotundo que se hace a base de sémola, en vez de harina. Necesitaremos 200 gramos de sémola, para 4 raciones.

Hay que mezclar la sémola, en seco, con 120 gramos de almendra picada fina, almendra cruda (puede utilizarse cualquier otro fruto seco, en función de los gustos). Se mezcla bien y se reserva.

En otro bol se baten tres huevos hermosos, hay que batirlos con brío, que espumen bien y crezcan. A medida que van batiéndose se añade azúcar glas (la receta que estoy consultando, de Vefa Alexiadou, propone 150 gramos de azúcar, pero yo creo que con la mitad es suficiente).

Cuando los huevos estén bien batidos con el azúcar, se añade la sémola con las almendras, un puñadito de pasas de corinto (las más pequeñas) que pueden haberse remojado un poco antes en coñac, también la ralladura de medio limón y de media naranja, una cucharadita de esencia de vainilla también puede ponerse.

Se pasa la mezcla a un molde metálico previamente engrasado y se cuece al horno a temperatura suave (120º) durante 35 minutos (ya se sabe que los puntos de cocción no son fiables, la cuestión es que cuaje bien la masa).

Cuando está ya cocido se deja atemperar antes de desmoldarlo. En el interín se puede preparar el almíbar para bañar el ravani. Para el almíbar se necesitan 300 gramos de azúcar glass (aquí también creo que se puede rebajar el azúcar a la mitad), el zumo de un limón y 350 ml de agua (un vaso colmado). Hay que poner el agua con el azúcar y el zumo en una cazuela y dejar que hierva a fuego muy lento (no queremos hacer caramelo), esperar a que espese, sin removerlo. Cuando veamos que empieza a tostarse ligeramente el almíbar apagamos el fuego.

Con el almíbar hay que regar generosamente el ravani, que debe mantenerse templado para que absorba bien el juguillo. Bien empapado, se deja reposar hasta que termine de perder temperatura y se sirve en pequeñas porciones.

Quien haya llegado a leer la receta será consciente de mis titánicos trabajos para terminar comiéndome los pastelillos de toda la familia.

Cierro la entrada con un cuadro de Turner, el primero de los modernos, o, mejor dicho, de los premodernos. Turner cambió su concepción de la luz tras su viaje a Grecia. Este cuadro se titula la partida de Hero y Leandro, una escena de la mitología griega, antesala de Romeo y Julieta.