jueves, 29 de noviembre de 2018

Capítulo CDLXII.- Variaciones sobre la catedral de Rouan, o los distintos modos de preparar un guiso de codornices.


Claude Monet pintó 33 en treinta y tres ocasiones la fachada de la catedral de Rouen, aseguraba que la luz definía las formas, que todas las fachadas eran, en principio, iguales y, a la vez, distintas.

Con la cocina, salvando las distancias – todas las distancias -, puede suceder lo mismo, puedes repetir hasta la saciedad una receta y cada vez que la haces te sabrá distinta.

Eso pensé hace unos días cuando me puse a cocinar unas codornices que quería hacer en un arroz caldoso, con verduritas y pajaritos.

Empecé sazonando las codornices (6), con sal, pimienta negra y comino en polvo. Cogí una paella grande, puse un chorro de aceite de oliva y cuando empezó a coger temperatura doré las codornices. Dudé si partirlas por la mitad, al final, preferí ponerlas enteras.

Apenas necesitaron un par de minutos por cada lado para coger color.

Bajé el aceite, añadí un chorrito más y empecé a picar y añadir verduras:

Primero una cebolla hermosa, las cebollas siempre han de ser hermosas, carnosas.

Después un puerro en juliana fina.

Tres zanahorias peladas y cortadas en daditos.

Dos ramas de apio picadas muy finas.

Medio pimiento rojo que andaba despistado por la cocina.

Medio calabacín que también deambulaba triste en un cajón.

Toda la verdura picada, a fuego muy bajo, salpimentándola levemente, removiendo poco a poco para que se distribuyera bien y sudara. Le puse una hoja de laurel y una pizca más de cominos. Vertí una lata de tomate pelado y despepitado para que terminara de gestarse el guiso con todo su hervor.

Pensaba que la verdura iría soltando líquido y que me quedaría la base de un caldo en el que preparar el arroz. Pero la verdura estaba tan linda, tan bien distribuida, tan sudorosa, que me dio pena ponerle arroz y caldo. Extendí bien sobre la paella la verdura rehogada y coloqué sobre esa cama mis codornices para que terminaran de cocinarse. No había prisa. Un chorro de vino blanco evitaba que el guiso quedara seco. Improvisé una tapa para que todo conservara el calor y la humedad.

La verdura y las codornices se guisaron en 15 minutos. No necesitan mucho tiempo. Al destapar la paella me vino una bocanada de vapor sabroso.

Aproveché que esa mañana estaba preparando un caldo para cocer allí 250 gramos de pasta. Unos lazos de colores de los que me había encaprichado días antes en una tienda. En 11 minutos los lazos quedaron al dente, con todo el calor del caldo de pollo.

Saqué las codornices, las puse en una bandeja, y añadí la pasta (cuando hay verdura toca engañar a los niños con pasta).

Escucho un disco de Tusla, que suena muy a los ’90. Pienso que el plato que llega a la mesa tiene los ingredientes de siempre y, sin embargo, resulta distinto, sabroso y distinto, hasta el punto de que en casa lo reciben con sorpresa. No deja de ser un ejercicio alrededor de la catedral de Rouen.
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martes, 13 de noviembre de 2018

Capitulo CDLXI.- Funambulista imbatible.


Días agitados, llenos de pequeñas y grandes novedades difíciles de gestionar. La semana pasada mi mujer marchó fuera por asuntos de trabajo, nada nuevo, nos vamos combinando como podemos, es cuestión de organizarse o, casi mejor, acostumbrarse a gestionar con sentido común la desorganización, cualquier situación mala siempre es susceptible de empeorar. Anduve tan liado que no me dio tiempo a refugiarme en el Diletante para intentar desconectar.

Han sido unos días/están siendo unos días con mucho ruido de fondo: teléfonos que sueñan, noticias que cambian sin cesar. Complicado permanecer sereno, por mucho temple que uno tenga. Como no, apareció el insomnio y, con él, apareció el tiempo de descuento, esas horas tontas entre la noche y el día que suelen ir bien para ordenar las ideas, para escribir sobre cuestiones menores que ayudan a que llegue, poco a poco, la armonía.

Sobrevivir a la semana pasada era todo un reto, me quedaba solo con los niños, el lunes era un día de paz, el martes tenía 4 horas de clase en un master de la universidad, el miércoles tenía que hacer compra, el jueves uno de los niños empezaba la liga de baloncesto y yo tenía que participar en un cinefórum sobre cuestiones sociales y educación, el viernes me había comprometido a cocinar tres o cuatro cosillas para el fin de semana, marchábamos con unos amigos a la montaña y convenía llevar provisiones… Todas estas tareas unidas al trabajo habitual (hay que cumplir) y a los ruidos de fondo que me han rodeado estos días. Imposible llegar a todos los retos. Iba avocado al fracaso, aunque en ocasiones una mala perspectiva es la mejor manera de no angustiarse.

Tengo el recuerdo de un viejo restaurante francés que presentaba los platos más aromáticos protegidos por una campana de acero, los camareros llegaban a la mesa con el plato cubierto por la cúpula plateada y, de manera sincronizada, levantaban la tapa de los platos de todos los comensales para que descubrieran por sorpresa los aromas y la composición del plato. Una bocanada de vapor sabroso te invadía de golpe y diluía, también de golpe, la incertidumbre.

Hace años compré una campana de cristal, una cúpula grande que utilizaba para aislar los quesos y que, en ocasiones, también me servía para presentar algún plato buscando ese efecto de prestidigitación.

Esta semana he tenido que buscarme varias campanas de aislamiento, de una manera o de otra he terminado refugiado en la cocina, con la música a todo volumen, rodeado de cacerolas y sartenes.

La semana se presentaba complicada y se complicó aún más cuando uno de los niños regresó del colegio con fiebre, unas décimas, las justas para que durante dos días tocara reposo en casa. Llegué de la clase de la universidad fundido, cuatro horas intentando explicar, en dos sesiones, el régimen de recursos del sistema procesal español es una tarea tan monótona como agotadora. Cuando llegué a casa, a eso de las ocho de la tarde, el niño estaba postrado en el sofá con ojos vidriosos y muchas dudas en el cuerpo y en el ánimo, su madre estaba fuera de casa, lejos, y su padre tenía que gestionar sus mocos y escalofríos. Menos mal que mi suegra “estaba de guardia” y me ayudó en la logística. Para cenar sopa y un poco de pescado, una buena dosis de paracetamol infantil y, a eso de las nueve de la noche, excursión a casa de mi suegra para que el pequeño pudiera reponerse.

Mi mujer, entre vuelo y vuelo, iba recabando información por wasap, dando instrucciones.

Entre medias de aquel primer golpe del caos recibí una llamada importante, me pedían un comentario breve sobre como abordar un pequeño lio que estaba haciendo mucho ruido. No importan mucho los detalles del ruido, la cuestión es que cuando llegué a casa me tuve que poner a leer y a escribir unas notas, entre llamadas, wasaps y el otro niño lavándose los dientes, preparándose para ir a dormir.

Encendí la tele, puse el canal cocina casi sin voz y me dispuse a reorganizar los planes de la semana para afrontar la nueva circunstancia.

El miércoles era un día vital para mi supervivencia, tenía una ventana de tiempo libre entre las tres y las cinco de la tarde. El tiempo suficiente para hacer compra antes de recoger al niño que estaba en el cole y gerenciar a que estaba con su abuela recuperándose del acceso de fiebre. Las noticias eran buenas, la fiebre remitía y el pequeño estaba tranquilo, aunque aburrido. Había mandado un mensaje a la profesora (en los tiempos modernos la comunicación con el colegio se hace por correo electrónico), el miércoles a mediodía tenía la referencia de los deberes de matemáticas y de lengua, hablé con mi hijo para transmitirle los mensajes, estaba preocupado porque no podría ensayar una canción con la flauta que le habían puesto para el jueves, el resto de materias no le agobiaban especialmente, pero lo de la flauta le llevaba a maltraer.

Hice la compra pensando en el fin de semana, nos habíamos comprometido a preparar un caldo de pollo y unos pasteles de setas; además yo tenía que dejarme hechas unas albóndigas con salsa de tomate para que cenaran las fieras.

Liado con la logística se cruzaron en mi camino unas judías de santa Pau, son unas judías pequeñas, alubia blanca, del tamaño del dedo menique de un dedo. Es una legumbre tan delicada que no necesita ponerla a remojo el día antes. Compré medio kilo de judías convencido de que en algún momento se abriría una ventana temporal que me permitiría guisarlas.

El miércoles recogí al niño que mantenía sano en el cole, ya en casa, se instaló en la cocina con los deberes, yo con mi música y la gestión local de mensajes y wasaps de todos los colores: recibía instrucciones sobre la gestión doméstica, recibía enhorabuenas por acontecimientos que todavía no estaban confirmados, atendía a algún medio de comunicación que buscaba luz (durante la semana me tocó salir dos veces en televisión y otras tantas en radio explicando algunos líos). El miércoles por la tarde era crucial para mi supervivencia, era la única tarde un poco despejada, el jueves por la mañana tenía sesión complicada de trabajo (la del miércoles por la mañana también se había complicado), después me habían convocado a una comida, tras la comida tenía que ir a recoger al niño enfermo (ya recuperado) a casa de mi suegra para reintegrarlo a la disciplina doméstica, dejar al convaleciente con la chica que nos ayuda en las cuestiones domésticas, subir a ver el primer partido de baloncesto de la temporada del otro niño, cruzar los dedos para que empezara y terminara en hora, bajar a casa corriendo para dejarles organizados con las dudas y los baños, cenándose mis albóndigas con tomate, mientras yo iba a presentar el cinefórum en el que proyectábamos Capitán Fantastic. De nuevo mi suegra acudió al rescate.

Pero todo eso tenía que ocurrir el jueves. Antes, el miércoles, tenía que hacer la compra y cocinar para el resto de semana y para el fin de semana, porque el viernes, porque nos iríamos de fin de semana con unos amigos en cuanto regresara de viaje mi mujer y los niños terminaran sus partidos de baloncesto (porque uno de los niños tenía partido el jueves y el viernes, con el problema añadido de no poder fallar al equipo ya que son solo 7 jugadores y cualquier baja es una tragedia).

El miércoles a las cinco y media de la tarde me situé en la cocina, apoyé el móvil en la encimera para ver como entraban wasaps y llamadas, no pude poner la música muy fuerte para no distraer al pequeño que repasaba los verbos irregulares de inglés.

Cogí la olla más grande para preparar el caldo, la tarea más fácil, una olla más pequeña para hervir las judías de Santa Pau, una sartén grande para sofreír las verduras que irían con el pastel de setas, un bol con la carne picada de las albóndigas y el Thermomix a punto para preparar una salsa de zanahorias y tomate. En dos horas todos los guisos estaban marchando, yo hacía equilibrios, como un funambulista imbatible, para que no se mezclaran los sabores, para no equivocarme de ingredientes.

Sobreviví, milagrosamente, al lunes, al martes, al miércoles y al jueves. Llegó el viernes, los wasaps y las llamadas seguían acribillándome, mi madre me regañaba, preocupada, “porque me iba a meter en política”.

A eso de las dos de la tarde se abrió una nueva ventana espacio temporal, una ventana que duraría hasta las cuatro y media, tiempo suficiente para ir a ver la exposición de Tolouse Lautrec en el Caixaforum, comparar cuatro cosillas que habían quedado colgadas. Después iría a recoger a los niños al colegio, llevar a uno al partido, al otro dejarlo con su madre, que acababa de aterrizar, para terminar de cerrar maletas. La tarde amenazaba lluvia, el tráfico en la ciudad era imposible y el teléfono no dejaba de sonar. Una semana caótica culminaba con una tarde de caos agravada porque en casa se había ido la luz.

A las siete y media de la tarde terminó el partido (ganaron), cargamos el coche y pusimos rumbo a la montaña. El teléfono seguía sonando sin parar, los mensajes seguían cayendo sin piedad.

Llegamos a nuestro destino a eso de las nueve y media. Una bendición, niños desperezándose (propios y ajenos), besos, abrazos, una cerveza bien fría, niños con hambre, botellas de vino que empezaban a abrirse, fuimos montando mesas y cenas.

No tardé en desconectar, nuestros amigos, cariñosos, discretos, generosos, amables, comprensivos, encantadores… me faltan adjetivos para agradecerles todo el cariño y la paciencia dispensados.

Desayunamos tarde, bandejas con embutido, pan tostado, aceite, un pastel de chocolate y harina integral, una mantequilla italiana que era bocado de cardenal. Paseamos por el monte (hizo un tiempo maravilloso, el veranillo de San Martín), caminamos tranquilos, sin prisas, por un pueblecillo sacado de un cuento de hadas, al que se llegaba por una carretera estrecha como el ojo de una aguja. Fue una bendición que durante la ruta de montaña hubiera tramos sin cobertura y el teléfono dejará de incordiar.

Llegó el sábado la hora de comer, comimos tarde, pasadas las cuatro, los niños correteaban por el jardín, descubrían nuevos rincones, se manchaban de barro y, sobre todo, reían mientras preparábamos las mesas otra vez, con líos porque los niños no identificaban sus servilletas. Saqué el tupper con mis judías de Santa Pau, inquieto porque no sabía si al final habían quedado bien, no me dio tiempo a probarlas. De plato principal teníamos unas carrilleras confitadas que se estaban calentando lentamente al fuego, deshaciéndose poco a poco la grasa, deshilachándose.

Calentamos las judías en una cacerola grande, con sus pies de cerdo y su butifarra negra, poco a poco fueron atemperándose, con cuidado de no romperse la fina piel de la legumbre. Abrimos una botella de vino de Alicante, un vino sabroso, con cuerpo y nos lanzamos sobre la comida, hambrientos como lobos. La sobremesa fue larga, divertida, con los niños zascandileando por la casa, jugando a cartas, alborotando, que es lo suyo.

En los días agitados la cocina es un refugio, una campana de aislamiento en la que enseguida te envuelven los olores y los sabores, se diluyen los agobios y, durante unos instantes, el caos y el orden conviven sin interferencias.

De todos esos días convulsos, de los que han pasado y de los que vendrán, sin ninguna duda lo mejor es la compañía y el apoyo de los amigos, su bonhomía. Los amigos y, por descontado, las judías de Santa Pau.

Para guisar mis judías preparé una olla con tres litros de agua. Antes de encender el fuego puse las judías de Santa Pau (medio kilo) y dos pies de cerdo partidos por la mitad. Encendí el fuego.

Mientras empezaba a tomar calor pelé y piqué en dados cuatro zanahorias, dos puerros gruesos y dos ramas de apio también picados. Fueron directos al guiso.

No quería liarme con condimentos complicados, puse un par de hojas de laurel, cuatro o cinco vainas de pimienta de Jamaica, un puñadito de semillas de comino y sal.

Cuando rompió a hervir bajé un poco el fuego, espumé el caldo para quitar impurezas y calculé 40 minutos de cocción. Cuando faltaban 5 minutos añadí la butifarra negra y tapé la cacerola.

Antes de apagar el fuego probé una de las judías para comprobar que no se había quedado dura. El guiso terminaba de ahormarse atemperándose lentamente. A la mañana siguiente escurrí bien las judías, las verduras, el pie de cerdo y la butifarra. Me interesaba que la legumbre quedara seca.

Hubiera podido servirlas rehogadas al día siguiente con un poco de cebolla, de pimentón y del caldo de la propia cocción, sin embargo decidí servirlas y tomarlas viudas, sin “arropar”, de guarnición de las carrilleras. Una combinación increíble que tendré que repetir.

El colgado en Instagram una fotografía de nuestra escapada a la montaña. Los colores y las texturas de aquella foto tienen poco que envidiar al cuadro que he elegido de acompañamiento, un cuadro de Henri Le Sidaner, de 1900, Little old ladies es el título. Puro otoño.
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viernes, 2 de noviembre de 2018

Capítulo CDLX.- Ver y mirar. Fragonard y los calamares rellenos


La lluvia y el frio han llegado de golpe, ha cambiado la hora, tal vez por última vez. La llegada del invierno me descentra, qué le vamos a hacer, no me gustan los días con poca luz y los primeros fríos me destemplan. Imagino que a medida que me vaya haciendo viejo se irán acentuando mis manías.

Como buen diletante, estos días desapacibles los he dedicado a ampliar mis conocimientos inútiles, llenos de paradojas. Estoy leyéndome un libro de John Berger sobre los artistas. Apasionante lo que sabía este tipo, aunque sus trabajos sean irregulares.

Aprendo la diferencia entre ver y mirar, a lo largo de mi vida puede que haya visto mucho y haya mirado poco.

En esta ocasión, para cambiar los ritmos, empezaré por el cuadro, que me llevará a la receta.

He visto muchas veces el cuadro titulado El Columpio, de Jean-Honoré Fragonard, pintado en 1767, en pleno esplendor del rococó y de la monarquía francesa, luego vendría la revolución y la guillotina para poner orden frente a tanta frivolidad. Hace un par de años hice una entrada utilizando un cuadro de Fragonard (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2016/10/cccxcix-looking-for-fragonard.html).

Cuando vi por primera vez el Columpio me sonreí, no deja de ser una escena galante del siglo XVIII, un punto frívola, un plato ligero de consumir. Después de leer a Berger he dejado de ver y he empezado a mirar, para descubrir que el cuadro es mucho más exquisito y perverso de lo que parece, empezando por su título, ya que no se llama en realidad el columpio sino los afortunados o felices accidentes del columpio (Les Hasards heureux de l'escarpolette). El cuadro se lo encargó a Fragonard el Barón de Saint Julien, famoso por su vida libertina y sus amantes. 
Los felices azares del columpio, 1766, Fragonard, Londres, Wallace Collection

El Barón tenía el capricho de disfrutar de una pintura en la que apareciera su amante en un columpio y realizó el encargo a otros pintores afamados de la corte, que rechazaron el encargo porque consideraban que era una propuesta subida de tono, el Barón pretendía que en el cuadro apareciera un obispo columpiando a la joven. Fragonard aceptó el reto y sustituyó al prelado por el marido de la joven, que aparece en la penumbra, un hombre mayor, en apariencia contento, moviendo los bastidores del columpio para contentar a su esposa.

Escondido, en la espesura del jardín, aparece el Barón, tendido sobre la hierba, con ropajes elegantes, una flor en el ojal y un sombrero de tres picos que agarra entre los dedos para intentar alcanzar las piernas de su amada, que va y viene del marido al amante, del amante al marido. Ella sólo tiene ojos para el Barón, a quien lanza, despreocupada un zapato; sin embargo, es el marido en las sombras el que le da la seguridad y la movilidad.

El zapato en el aire, el cuerpo en equilibrio de la mujer, las ropas en volandas, las piernas entreabiertas buscando la estabilidad, las copas de los árboles, que parecen nubes al viento acentúan la sensación de agitación. Todos estos detalles hacen que el cuadro parezca en realidad una película.

Algunos detalles acentúan el carácter perverso de la imagen, no sólo el deseo que expresan las caras del Barón y su amante, no sólo el zapato lanzado al aire. La estatua de Cupido que está frente al columpio se lleva el dedo a la boca, reclamando silencio; las otras dos estatuas, tras el columpio, junto al marido, fijan la vista en la amante. Las estatuas, los putti, mantienen un gesto severo, entre complicidad y reproche por lo que están viendo.

Si se amplía la imagen del cuadro se observa una liga en el muslo izquierdo de la mujer, también se descubre que el zapato que viste el pie izquierdo está suelto y que en otro vaivén seguro que termina también perdiéndose.

Las volandas de las faldas y enaguas de la mujer, de tonos rosas y blancos tienen también un claro contenido erótico, no hace falta ser muy perverso para ver en esa zarabanda imágenes más íntimas. La mujer, además, entreabre ligeramente las piernas, buscando el equilibrio. John Berger asegura que las cortesanas francesas del siglo XVIII no llevaban ropa interior.

En la parte inferior derecha del cuadro asuma la cara un perrillo nervioso que contempla inquieto a su ama, aguardándola con un gesto ansioso. No es el primer perrillo perverso que pinta Fragonard, otros perros han compartido momentos íntimos en la obra del pintor.
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Fragonard fue un pintor cortesano que, antes de triunfar, para sobrevivir tuvo que aceptar encargos de pinturas que iban más allá de lo erótico, para deleite de aristócratas ociosos. En muchos cuadrod de Fragonard aparece ese gusto morboso y pícaro.

Al mirar los felices accidentes del columpio me doy cuenta de lo mucho que he visto y lo poco que he mirado, de todo lo que me queda por aprender y descubrir.

Estos días que leía sobre Fragonard, he guisado en varias ocasiones platos con calamares. Los calamares son moluscos, los cefalópodos son una clase de moluscos, una de sus sup-clases. Aún viniendo del mar, los calamares tienen poco que ver con los pescados y, pese a que se incluyen dentro de los mariscos, por el sabor y la textura de los calamares es complicado identificarlos con las gambas, los langostinos o las cigalas.

El calamar es un bicho extraño que estamos muy acostumbrados a ver en las pescaderías pero que miramos muy poco. Es muy socorrido hacerlos a la plancha o freírlos a la romana, disfrutar de su carne gomosa y un tanto insípida. Más juego dan los calamares y los chipirones en su tinta, rellenos con sus propias patitas y acompañados con arroz pilaf. Los calamares en su tinta forman parte de las recetas viejunas que se están perdiendo, aunque sean maravillosos, con su sofrito de cebolla y jerez.

Yo he guisado calamares con pimentón y garbanzos, un plato de cuchara denso y sabroso. En Cataluña preparan la sepia con guisantes, un plato también contundente.

Hace unas semanas un amigo que nos invitó a comer nos preparó unos chipirones rellenos, un clásico de la cocina catalana que se ha ido perdiendo. Los calamares rellenos son el ejemplo claro de la versatilidad y la rareza de este animal, al que no le damos la importancia que tiene.

La textura del calamar da la sensación mórbida de probar una pieza singular, húmeda, gomosa, flexible. Los japoneses utilizan los calamares crudos para algunas presentaciones.

Limpiar calamares es engorroso, hay que tener la paciencia de quitarles bien la jibia, limpiar las inmundicias de su interior (no es la primera vez que limpiando calamares aparece en su buche un pescadillo sin digerir). También conviene quitarles la telilla que les recubre, una telilla morada o marrón, según el tipo de calamar, incluso blanquecina y lechosa.

Nos invaden los calamares pescados en el Pacífico, calamares que están muy bien de precio, pero que no pueden competir con el calamar o chipirón pescado en el mediterráneo.

Hace algunos meses hice una receta griega de calamares rellenos de queso  (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2017/09/cap-cdxxviii-chapuzon-furtivo-en-cabo.html). Alain Ducasse los rellena con verduras (acelgas) y no quedan nada mal.

Hice calamares rellenos siguiendo las recetas que tradicionalmente se manejan en Cataluña y Baleares, calamares rellenos de carne de cerdo, miga de pan y huevo duro.

Limpié 700 gramos de chipirones (dediqué gran parte de la mañana del sábado a limpiarlos y a darles la vuelta para que el relleno no se escapara). Reservé las patitas del calamar para el relleno.

En una sartén sofreí una cebolla pequeña, cortada en briznas pequeñas, una zanahoria también picada y 400 gramos de carne magra de cerdo picada. Añadí una copa de vino blanco seco, sal y pimienta.

Cuando la verdura estaba rehogada añadí las patitas de los calamares bien picadas, mezclándolas con la carne. Retiré la sartén rápidamente del fuego y dejé que se enfriara un poco.

Piqué dos huevos duros y miga de pan (200 gramos) – se puede sustituir la miga de pan por pan rallado -, piqué un poco de perejil y lo mezclé todo, ya tenía la farsa. En algunos recetarios se añade almendra picada, avellana tostada y pasas a la farsa.

Con la mezcla bien removida, para que quede compacta, me dispuse a rellenar los chipirones, como eran pequeños tuve que armarme de paciencia. Si se usan calamares más grandes la tarea de relleno es más sencilla, pero es un placer comer chipirones pequeños, del tamaño de un dedo, que pueden comerse de un bocado.

Advertencia, no hay que rellenar al máximo los calamares ya que al guisarlos encogen y se sale el relleno.

Una vez rellené los calamares los guisé aprovechando una salsa de tomate y zanahoria que me sobraba de un guiso anterior. Lo suyo habría sido preparar una salsa específica para el calamar, una salsa hecha a base de cebolla, zanahoria, picada de almendras, vino blanco y un poco de tomate. En mi caso la salsa de tomate me vino de maravilla.

Para acompañar el plato herví un poco de arroz blanco.

Otra advertencia, no convine guisar mucho el calamar, sino queda excesivamente gomoso. Yo puse los calamares rellenos en la salsa fría, puse el fuego bajo y en cuanto los calamares perdieron el tono pálido apagué el fuego.

En el arranque de este invierto he aprendido a mirar a Fragonard, también a mirar los calamares.

Tanto en Fragonard como en el guiso de calamares corremos la tentación de hacer trampas, como hizo Disney en Frozen, que robó el cuadro del Columpio para decorar la habitación de las hermanas, pero le quitó todo el elemento morboso eliminando al amante de la escena.
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