viernes, 27 de diciembre de 2019

Capítulo CDXCII.- Una coda sobre cómo ha quedado el plato.

Nada más terminar la entrada del risotto me he puesto a cocinarlo. Todo un reto. Si se organizan mínimamente los ingredientes, en media hora está el plato en la mesa.
Sobre los fogones he introducido algunas modificaciones, no muy grandes, pero dignas de reseñar. La primera y principal, para cocinar me he puesto música; hace días que estoy escuchando un recopilatorio de Ivan Ferreiro, no es que fuera especialmente aficionado a Ferreiro, pero en este disco he encontrado canciones realmente increíbles. Me gusta mucho la voz nasal de Ferreiro, le da un toque muy personal. Parte del éxito del plato han sido las versiones de Ferreiro. Para abrir boca una versión de una canción de Janette, por qué te vas (https://www.youtube.com/watch?v=5aD8cDY87sA).
Si esta primera canción era una bomba, la siguiente es del todo alucinante, las Palabras Para Julia de Goytisolo (https://www.youtube.com/watch?v=MuPjtsUFY9A), después por los Piratas y las Palabras que no valen nada (https://www.youtube.com/watch?v=dVQg-kpOTOw), se viene arriba con Radio Futura y Han Caido los Dos (https://www.youtube.com/watch?v=JSLe8q7FENU), y, al final una suya propia que está francamente bien (https://www.youtube.com/watch?v=XAtx11Q1SSA).
Un menú musical nuevo en mi cocina, hasta ahora no había cocinado con Ferreiro.
EL risotto lo tenía que preparar sólo para mis hijos y para mí, tres raciones, tampoco quería astragarme después del festival navideño.
Como éramos tres comensales los ingredientes se reducen, así que ha bastado con media cebolla y media zanahoria. A última hora le he añadido un poco de apio, una rama tierna cortada muy pequeña. Mientras escribo reescucho las canciones, estoy ahora con el pensamiento circular de Ferreiro, tocado frente al Gernika.
Para rematar el plato se me ha ocurrido curtir unas yemas de huevo, lo vi ayer zapeando para evitar las noticias del telediario. En el canal cocina había una señora que aseguraba que preparaba platos de menos de cinco euros, no era del todo verdad, pero preparó un risotto con jamón de pato y queso azul que me ayudó. Remataba el plato con una yema de huevo que ponía en un vaso bajo sobre una base de aceite de oliva. El vaso se coloca en una olla con dos dedos de agua hirviendo muy suave. Se salpimenta la yema antes de meter el vaso en la cazuela con el agua. Las yemas se curten al vapor durante un minuto, se sacan rápido y se colocan sobre el arroz, queda la yema muy cremosa (en Instagram se ve bastante bien el efecto).
Los niños han devorado el plato, hubieran repetido, pero la ración no era muy grande. Para desengrasar les he dado un par de mandarinas.
Como cuadro para complementar esta entrada, que es una coda de la anterior, creo que vale la pena recuperar un cuadro de Pérez Villata, una naturaleza muerta muy especial, que creo que encaja perfectamente con el plato y con la música.
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Está feo decirlo, pero el plato me ha quedado clavado. No sé si es que estaba inspirado, o sí he dado con las proporciones precisas. La grasa del jamón que ha servido como base para rehogar las verduras le da un gusto profundo, sólo a los que les gusta el sabor y la textura del tocino de jabugo saben de lo que hablo, se queda el sabor al final de la lengua, engrasando el paladar.
La mantequilla y el aceite suavizan ese sabor potente de la grasa. Hay que tener paciencia para que la verdura quede caramelizada.
Yo hago el risotto con arroz carneroli, pero creo que con un arroz de Pals o con un buen arroz del delta del Ebro queda una textura estupenda.
Medio vaso de vermut le da un toque dulce, casi un recuerdo del dulce.
El idiazábal es un queso ideal para el risotto, puede competir con el parmesano sin grandes problemas. Tiene un punto ácido y ahumado que convierte cualquier risotto con este queso en un campeón del mundo.
Sobre esta basa, lo de poner jamón de jabugo era todo un riesgo, no he cortado mucho. Lo he añadido con el fuego apagado, cortado en tiras finas, removiendo bien para que compitiera equilibradamente con el idiazábal, aunque el idiazábal contaba con la ventaja de haber terminado de marcar el punto del arroz. Era importante que el jamón no tomara mucho calor, el buen jamón si se calienta se destroza.
Al dejar que la yema del huevo terminara de ligar los sabores he conseguido que el plato terminara por ser suave, colocando cada ingrediente en su punto.
Estoy contento con el resultado. Doy por buena toda la navidad con este plato tomado en privado, con dos mocosos de 11 y 12 años que rebañaban la cazuela en la que he guisado el arroz.

(Por cierto, durante estos días estoy con la rutina y las fermentaciones del roscón de Reyes).

Capítulo CDXCII.- Tempo lento y un proyecto de risotto serrano.

Empecé a escribir esta entrada el día 24 de marzo, con el fin de hacer una entrada prenavideña. Con el ritmo cansino de las vacaciones, he dejado de este borrador se extienda durante varios días, en los que he ido haciendo pequeñas modificaciones o ajustes, como si fuera una pequeña labor de relojería sobre un texto no muy inspirado.
Empecé escribiendo que costaba mentalizarse de que es navidad cuando en la calle el termómetro marca 18 grados y el sol invita a pasear en mangas de camisa. Mientras cocinaba se han colado un par de moscas en la casa y han campado por las encimeras como si se tratara del mes de septiembre. Llegado al día 27 el tiempo sigue igual de cálido.
Hay que ser un cretino o estar a sueldo de las grandes industrias para negar el cambio climático, puede que, en poco tiempo, tengamos que preparar gazpachos y ensaladas frescas para la cena de Nochebuena.
He bajado al mercado a primera hora para comprar para la comida de mañana, toca en casa. Dan un poco de fatiga las colas que se organizan en carnicerías y pescaderías, aunque se nota que la economía sigue pocha, en los mostradores no hay casi nada de marisco y los pescaderos no se arriesgan, según que piezas las traen solo por riguroso encargo y a clientes de confianza.
Puede que nos hayamos contagiado de la sensación de provisionalidad y desgobierno que invade todo. Hay crisis que llevan al consumo alocado (así sucedió en los años veinte del siglo pasado), pero en otras ocasiones las crisis lo que generan son dudas e incertidumbre. Si la gente no está contenta prefiere no gastar.
Había encargado un cochinillo para hacer al horno, una propuesta un poco “viejuna”, pero que gusta mucho en casa, sobre todo al pequeño, que ataca al bicho como si no hubiera mañana.
Los responsables de Spotify me han hecho una selección musical personalizada para estas navidades, no sé muy bien en qué están pensando o qué imagen se han hecho de mí, porque han elegido una versión del Perfect Day de Lou Reed cantada con Pavarotti, una combinación surrealista. Muy poco navideña, aunque estas propuestas bizarras terminan por tener su encanto de puro absurdas.
A un vecino se le ha extraviado un loro muy viejo, con un alerón lesionado, que ha caído en la terraza de casa; tengo a los niños de brigada de asistencia, dándole agua y galletas al pobre pájaro, mientras quedamos pendientes de que desde alguna de las casas contiguas reclamen al pobre animal, que pasea desesperado por un terreno que no domina. Acaban de informarme que el loro no puede volar. Me temo que va a pasar las navidades con nosotros.
Estoy preparando un arroz con alitas de pollo y butifarra para comer, pretendo que no salga muy pesado ya que esta noche empiezan los banquetes navideños, toda una prueba de esfuerzo.
En el horno están cuajando, al baño maría, unos pasteles de merluza y langostinos que llevaré a casa de un amigo para celebrar San Esteban. Quiero preparar una salsa rosa para acompañarlos, pero para la salsa tengo días por delante.
El Spotify, caprichoso, me brinda ahora una versión en directo del Road To Nowhere de David Bryne. No está nada mal, aunque abusa un poco del acordeón y hay pasajes que parecen una charanga verbenera. En todo caso me alegra rencontrarme con los Talking Heads.
Puede que cuando termine de guisarse el arroz salgamos a la terraza a comer, para aprovechar la espléndida tarde que quedará, cuando caiga el sol volverá el fresquito, pero hay que aprovechar estas calmas de invierno.
En el periódico leo un artículo sobre las cenas navideñas en el siglo XVI, el texto no vale gran cosa, sin embargo, lo acompañan con algunos bodegones de interés, me han gustado los de Tomás Hiepes (o Yepes), un pintor Valenciano del XVII que tiene algún cuadro en el Museo del Prado.
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En Istagram mis “influencers” de referencia pretenden combinar vida sana con comidas navideñas, un sinDios intentar hacer turrones bajos en caloría y zumos Detox para después del atracón.  Yo, para compensar tanta filosofía de lo sano, preparé para navidad un cochinillo de 6 kilos al horno. Quedó de maravilla, solo el animal, especias y manzana, robé la receta del blog del Comidista (https://elcomidista.elpais.com/elcomidista/2016/12/06/receta/1481021510_313243.html).
Estos días van a ritmo muy lento, tiene que ver con el tiempo de vacaciones, tempo lento, en el que puedo tener abierto un archivo de world durante dos o tres días y a cambiar mi idea inicial de pintura, dejando a Tomás Hiepes para cambiarlo por William Merritt Chase, me ha dado una añoranza playera.
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Iba a escribir sobre la ensalada Waldorf, pero con el paso de las horas he cambiado de opinión y me voy a liar con un risotto con el que llevo un par de días dándole vuelas. Puede que mi propuesta de risotto sea un pecado capital, la navidad no es mala época para pecar.
Tenemos un jamón de jabugo en casa, un jamón bien graso y gustoso. No he podido evitar la tentación de preparar un risotto, que puede que sea tomado como una aberración pagana.
Primero voy picado una cebolla nueva, de las de Figueras, la picaré muy fina, casi como si fueran briznas. También picaré una zanahoria que anda despistada por la cocina.
Cortaré unas lonchas de la parte del tocino y encenderé el fuego, pondré una cacerola de pared alta y dejaré que el tocino vaya deshaciéndose poco a poco, untando bien el fondo de la cacerola.
Pondré la cebolla y la zanahoria picada y empezaré a rehogarla con la grasa del jamón, añadiré 100 gramos de mantequilla y un chorro mínimo de aceite de oliva. Dejaré que se vaya atontando la verdura a fuego muy lento. Le pondré una pizca de pimienta y un poco de sal, sin pasarse. Quiero que el risotto deje un rastro notable a tocino de jabugo.
Cuando la cebolla esté transparente añadiré el arroz, 250 gramos de arroz carneroli y lo empaparé bien en las grasas hasta que empiece a brillar (en términos gastronómicos ha de quedar nacarado).
Añadiré medio vaso de vermut seco y seguiré removiendo.
Tengo cociendo un caldo suave de gallina que será el que me ayude a cocer el arroz. Fuego mínimo. Removiendo con la cuchara de madera. Añadiendo caldo cada vez que lo pida el arroz.
Cuando esté casi al dente rallaré abundante queso Idiazábal curado. Terminaré de remover hasta que quede todo amalgamado y brillante. Instantes antes de llevarlo a la mesa le pondré unas virutas del jamón, no quiero que se cueza nada el jamón. Lo pondré una vez apagado el fuego.
Lo llevaré a la mesa y allí me lo comeré con mis hijos, que son bocas exigentes y me confirmarán si el risotto de jabugo al idiazábal me condenará, irremisiblemente, al infierno de los fogones, o puede convertirse en la receta de las fiestas.

Todo un misterio que desvelaré en Instagram, por eso de intentar convertirme yo también en un influencer.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Capítulo CDXCI.- Fenomenología de los pies de cerdo.

FENOMENOLOGÍA DE LOS PIES DE CERDO.
La escuela fenomenológica es la escuela filosófica que, partiendo de los fenómenos observables, pretende dar una explicación del ser y de la consciencia.
Igual que hay una fenomenología del espíritu, tendría que haber una fenomenología de los pies de cerdo, construida a partir de las distintas combinaciones o recetas que ligan con los pies de cerdo.
Cuando pienso en pies de cerdo recuerdo a Josep Pla, que cuando escribía sobre esta pieza del puerco hablaba de las “menudències”. Rondan varias fotografías de Josep Pla en el Motel Ampordá, seguramente tomándose un platillo de peus de porc amb naps. Aunque en la carta actual presentan también unos pies de cerdo con piñones.
En las Recetas de Pepe Carvalho, publicadas por Planeta en 1989, hay una receta de crepes de crepes de pies de cerdo con alioli que evidencia la versatilidad de este cartílago delicioso que liga con casi cualquier ingrediente.
En las Fórmules Magistrals del poeta Narcís Comadira hay hasta cinco referencias de guisos tradicionales maravillosamente descritos.
En Cataluña, por lo visto, los pies de cerdo hacen las delicias de poetas y escritores, también de grandes cocineros y de marmitones de batalla. A partir de las múltiples recetas posibles con pies de cerdo se podría escribir un tratado completo de fenomenología del espíritu que podría iniciarse con la escudella melosa, con unos garbanzos ligados con un caldo espeso de pies de cerdo, laurel, zanahoria, cebolleta y tomate rallado. Los pies de cerdo deshuesados y gratinados con alioli de la vieja carta de Els Tinars, o el platillo de gratapallers con pies de cerdo, cigalas y chocolate sobre el que escribí hace más de cuatro años en el blog (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2015/02/capccclxii-pequena-muerte-por-chocolate.html).
Hace unas semanas, en casa de un amigo cocinero, nos prepararon unos sencillos pies de cerdo a la brasa, con una pizca de pimentón. Había hervido durante casi dos horas unos pies con verduras, los escurrió y deshuesó, dejándolos sobre una plancha muy caliente durante un par de minutos, el tiempo justo para que quedara una costra crujiente. Un golpe de pimentón rojo de la vera dulce y directo a la mesa. Picoteamos el plato con unas pinzas, a modo de aperitivo.
Hacía años solía preparar para los amigos un carpaccio de pies de cerdo, cigalas, jamón serrano y pistachos con una pizca de pimienta de Jamaica molida.
Los pies de cerdo tiene la gran virtud de combinar perfectamente con contundentes guisos tradicionales, de aquellos que obligan a largas sobremesas, también a experimentos de mar y montaña que pueden ser ligeros y pizpiretos.
Sería una broma fácil, impropia del diletante, escribir sobre los pies de cerdo y hablar de política, aunque una parte importante del escándalo Watergate se fraguó en la sucursal de la brasería Pied de Cochon en Washington.
Sería fantástico que los políticos españoles fueran buenos cocineros. Sanchez, Casado, Arrimadas, Iglesias, Rufián, Abascal, Puigdemont, Torra… ganarían mucho si tuvieran la paciencia de ponerse a guisar un domingo por la mañana, preparar un platillo que tuviera como base los pies de cerdo, dejar volar la imaginación, tirar de recetas tradicionales o de la sofisticación de la nouvelle cousine o la cocina molecular. Buscar en el teléfono móvil el número del rival más complicado para llamarle e invitarle a comer.
Si los pies de cerdo son capaces de combinar perfectamente unas veces con gambones rojos, otras con tripa de ternera y garbanzos, no cabe ninguna duda de que los políticos sentados tranquilamente entorno a un buen guiso, con la paz que da una botella de vino que no sea muy cara y todo el tiempo por delante, serían capaces de tejer puntos de encuentro, complicidades y estrategias comunes para salir del callejón sin salida en la que parece que están.
Solo se necesita eso, un poco de imaginación, paciencia y el deseo de hacer felices al resto de comensales. Es solo una idea loca que podría ser un buen colofón para una fenomenología de los pies de cerdo.
Para mis pies de cerdo, los que preparé a la plancha, con un poco de pimentón dulce de la vera, no es necesario complicarse mucho la vida. Basta poner los pies partidos por la mitad, eliminados todos los pelillos molestos bien con un soplete o al amor de la llama.
Se sumergen en agua fría con un puerro, un par de zanahorias, unas hojas de apio, otra de laurel, unas bolillas de pimienta negra, un clavo, una semilla de cardamomo y un puñado no muy exagerado de semillas de comino. Un puñado generoso de sal y, por lo menos, una hora y media de hervor, puede que dos, en función del tamaño de los pies de cerdo.

Y nada mejor que un dibujillo procaz de un ilustrador francés relacionado con el Simbolismo, Felicien Ros, para ayudar a comprender la fenomenología de los pies de cerdo.
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jueves, 28 de noviembre de 2019

Capítulo CDXC.- Cocinar a veces es no cocinar.

Hay recetas que son ideales para tener cabeza y cuerpo entretenidos con todo tipo de tareas y maniobras. Funcionan casi como una evasión porque hay que estar pendientes de decenas de detalles que consiguen tenerte completamente ocupado en una actividad muy maquinal y, a la vez, muy precisa. Estos platos pueden ser una terapia ideal para gestionar situaciones de estrés porque la cocina se convierte entonces en un ballet al que se van incorporando ingredientes, olores y sabores.
Hay, sin embargo, otras ocasiones en las que cocinar es una rutina que busca todo lo contrario, guisos en los que toca realizar tres o cuatro maniobras para luego dejar que el tiempo pase, sin realizar ninguna operación, esperando a que obra la magia.
La receta en la que he estado trabajando los últimos días pertenece al grupo de recetas que abren una larguísima ventana de tiempo muerto, en el que uno no debe precipitarse, al contrario, debe programar una tarea alternativa al placer de cocinar, dejando que se agoten los minutos, las horas, para el placer de comer.
Hay ocasiones en las que las recetas aparecen en libros o revistas, otras veces surgen de la inspiración al ver cocinar a otro, o viendo un programa de televisión, una serie o una película en la que, como elemento principal o accesorio, aparece un plato que despierta mi curiosidad.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones la idea, las ganas o la necesidad de cocinar nace del diálogo, de la conversación con alguien que, por la razón que sea, te llama la atención y te aporta un elemento que hasta entonces desconocías.
En mi caso, cocinar es, básicamente, tener ilusión por cocinar, no convertirlo en una actividad aburrida y repetitiva que puede llegar a causar hastío. Por eso me gusta escuchar, robar ideas a las personas más inesperadas.
Llevo meses trabajando con la cocina al vacío, sé que está de moda, que parece muy sofisticada, que exige cierto instrumental que no está al alcance de todos los bolsillos. Parece que es así, pero si se rasca un poco se comprueba que llevamos siglos cocinando al vacío, a baja temperatura. Puede que no tengamos el glamour de la alta cocina, pero en las casas estas técnicas que parecen muy snobs son las de toda la vida.
Puede que, con el tiempo, escriba algún recetario que podría titularse cocina de andar por casa a baja temperatura, así conjurar a Aduriz y a McGee, utilizando fórmulas heredadas de las abuelas.
La receta sobre la que quiero escribir se la escuché, en realidad, se la robé a mi carnicero. Es un chico joven, tatuado hasta las axilas, corpulento, pese a que no debe tener más de 35 años; mirada vivaracha, algo cínica. Le veo bajar del metro por las mañanas, a eso de las siete, cuando yo bajo a por el pan para los bocatas de mi tropa escolar. Nos cruzamos, apuntamos un saludo mínimo, casi imperceptible; yo musito un “hola buenos días” y él levanta las cejas y sonríe. A esas horas va con una cazadora de cuero y una camiseta oscura, todavía no se ha colocado el uniforme, no se ha recogido el pelo y parece más un guarda de seguridad de una discoteca de moteros que el carnicero de un supermercado de barrio pijo. Supongo que todo tiene su ritual.
Hace unas semanas le oí como le contaba la receta a un señor que tenía delante en la parada de la carne. Era un sábado, había mucho lio en el super y, sin embargo, el carnicero charloteaba tranquilamente con un tipo que debía ser conocido suyo ya que el tono no solía ser el habitual. Alguna señora de las que estaba esperando se inquietaba y empezaba a torcer el morro, pero yo, que soy un tipo paciente, escuchaba deseando que alargara lo más posible las indicaciones.
Suelo comprar siempre en la misma carnicería, conozco y me conocen los empleados (4 o 5 que rotan a lo largo del día y la semana). Tengo mis manías y preferencias, como cualquier mortal, y sé que alguno tiene más maña que otro a la hora de cortar la carne o de indicarte que piezas pueden ser más sabrosas.
Es divertido ver como se dirigen a los clientes en función de que sean hombre o mujer, cómo eligen las recetas o consejos en función del sexo del interlocutor.
La receta que escuché era una receta muy de macho alfa, por lo que he investigado, el cliente al que se la dio era el encargado de uno de los bares del barrio, que suele hacer pedidos de cierta importancia en el super, un cliente de los preferenciales y un colega para el carnicero, al fin y al cabo los dos son currantes que vienen a los barrios más pijos para trabajar para los demás.
Pasada una semana, aprovechando un momento de intimidad en el que no había nadie en la carnicería, le pregunté al chico por una pieza determinada. Como no había gente esperando tras de mi me animé a preguntarle, más que nada para ver si me daba a mí la misma receta que le había dado a su colega, para comprobar si me estaba haciendo trampas o no.
La pieza que le pedí era la del asado de tira argentino, ese listón de carne y huesos redondos que se corta en tiras y se retuesta a la parrilla, obligándote luego a roer cada hueso pringándote las manos.
La pieza es la del costillar de la vaca, cortado a lo ancho, dejando todos los huesos y la carne. La pieza que le pedí era de poco más de dos quilos, es la del asado antes de cortarlo. Queda un costillar hermosísimo en el que destacan recios huesos y ciertos intersticios de grasa entre la carne.
El secreto de esta receta, me dijo, es la paciencia. Primero hay que macerar la carne, mejor si se hace el día de antes. El macerado acepta casi todas las especias, incluso ralladura de limón o de naranja.
Se coloca la pieza sobre papel de horno encerado, se salpimenta bien. La carne acepta también comino, tomillo, laurel, ajo, orégano, curris y picantes de cualquier tipo, pieles de naranja o de limón, aceite aromatizado …. Todo vale.
Yo utilicé , además de la sal y la pimienta, tomillo, orégano, cominos, dos hojas de laurel y pieles de mandarina. Creo que me quedé corto con el marinado, que tendría que haber puesto más cantidad de especias. Pero la vida es, básicamente, prueba/error y es bueno hacer las cosas regular para así tener la oportunidad de repetirlas.
Una vez marinada la carne, se envuelve por completo en el papel de horno, intentando que quede bien cerrado. Una vez cubierto y sellado con esa primera capa, se envuelve, a su vez, en papel de plata, un par de vueltas, intentando que quede bien prieto, sin intersticios, ni oquedades.
Se deja reposar durante 24 horas. Si no hace mucho calor se puede dejar en la encimera de la cocina.
Al día siguiente se enciende el horno, pronto por la mañana, a 150º, puede que alguno menos; se coloca la pieza con su envoltorio en una bandeja y se olvida uno de ella durante horas, varias horas. En mi caso, la puse a las 8 de la mañana y la saqué a las 2, justo para comer.
No hay que preocuparse por la pieza, va a su ritmo. Ni siquiera hay que darle la vuelta. Solo dejar hacer al calor, a las hierbas, a la carne y a los huesos.
Yo tuve tiempo de trabajar un rato, de ducharme, de bajar a hacer la compra, de tomarme un pincho de tortilla fabuloso en el barrio, de leer el periódico y de localizar, tras semanas de búsqueda, una novela en mi biblioteca. La había comprado en 1981 y hasta ahora no había estado en disposición de leerla. Cuando la compré, el autor, Jesús Fernández Santos, estaba de toda moda, era un escritor reputado que publicaba en una nueva colección en la que también publicaba Vargas Llosa.
La novela se titulaba, se titula, Cabrera y está ambientada en las guerras napoleónicas y en el confinamiento del ejército francés en la isla de Cabrera tras la batalla de Bailén.
El libro no ha envejecido bien. La prosa de Fernandez Santos es exquisita; el estilo imita la novela picaresca del renacimiento español; cuida mucho las palabras, las frases, emplea un lenguaje culto, casi culterano y el ritmo de una novela clásica, un poco áspera.
No es un libro fácil de leer y eso que tiene apenas 225 páginas editadas en formato muy cómodo para la vista.
Es una pena que algunos autores hayan dejado de leerse, no se quien conoce a Fernández Santos hoy, 40 años después.
La receta del asado hermético tiene la ventaja de que deja tiempo más que de sobra para lecturas reposadas, para disfrutar, también para esforzarse por entender bien y empaparse.
A las 2 saqué la carne del horno. Hubo dudas en casa sobre si la carne estaría casi cruda o requemada. Fui desenvolviendo cada una de las capas, ya en la mesa, sobre una tabla de madera. Había que rasgar cada uno de los estratos con cierta precisión, esperando a llegar a la zona cercana a la carne para recibir así un golpecillo de vapor y, con el vapor, los aromas y matices de mi experimento.
La textura de la carne espectacular, mantequilla (me había dicho el carnicero). Creo que me equivoqué en la temperatura, yo lo puse a 170º y me quedó un poco seco, por eso recomiendo bajar un poco la temperatura y ponerlo a 150º. Puede que no necesite seis horas de horno, que con cinco quede igual de sabrosa y de melosa. Mi carnicero me dijo que donde quedaba bien la carne era si se hacía a la brasa o al carbón, pero que en el horno el resultado era óptimo.
A mí me quedó un poco sosa porque fui rácano con las especias (no se trata de mezclar muchas para hacer una melange en la que sea difícil reconocer los matices, sino de elegir tres o cuatro especias en abundancia, untar bien la carne, distribuirlas bien por toda la superficie y jugar con ellas).
Creo que el asado podría quedar bien con unos granos de café, comino, mostaza y pimienta de Jamaica. Olvidarse de la peladura de naranja y pringarla bien de un buen aceite.
A mí me quedó un poco insípida (lo arreglé poniéndole a los niños algo de tomate frito, yo una buena mostaza). Quedó jugosa pero no dio salsa, lo que hizo que aguantara mal al día siguiente.
En todo caso, he de decir que estoy encantado con mi prueba, que me permitió disfrutar de una plácida mañana de sábado en la que cocinar se convirtió en no cocinar, en leer y esperar.
Para ilustrar lo mucho que disfruté se me ha ocurrido poner dos cuadros de Bartholomeus Van der Helts, un pintor holandés de principios del Siglo XVII. EN España es poco conocido, pero sus cuadros son un reflejo gozoso del esplendor burgués de los Países Bajos, que eran el centro económico y cultural de Europa.

El primer cuadro es un reflejo de lo feliz que me hizo cocinar y escuchar a mi carnicero. El segundo un homenaje a las terneras.
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domingo, 17 de noviembre de 2019

Capítulo CDLXXXIX.- Requetecomo.


Hace unos días una buena amiga me propuso ir a una comida con un periodista que estaba preparando un diario digital dedicado a la mesa y a la gastronomía. Me amiga, era fiel al Diletante y allá por donde va es una de mis mayores difusoras.

Nos colocamos alrededor de un estupendo cocido, la propuesta que recibí era sencilla, se trataba de poder dar difusión a mi blog, el del diletante en la cocina, dentro de esa revista. Me sentí muy honrado, llevo casi diez años escribiendo con asiduidad y estoy muy contento con las dimensiones del blog, que no pretende ser especialmente ambicioso.

La propuesta era sencilla, se trataba de que la revista (www.requetecomo.com) pudiera ir haciendo uso de distintos capítulos del Diletante para poder ir alimentando una sección específica.

Mi blog lo publico en abierto desde el principio, sin ningún limite ni restricción, no está sometido a ningún tipo de publicidad. Se trata de un divertimento que no quiero que me devore, por eso puse, como única condición, mantener mi absoluta libertad, por lo que tenía que mantener completamente al margen al diletante de cualquier interés económico en la nueva publicación ya que, en el fondo, se trata de abrir un nuevo canal de difusión del trabajo ya hecho.

Le propuse a mi interlocutor (Carlos Quílez, un periodista que lleva muchos años haciendo crónica de tribunales, un profesional estupendo y solvente) hacer una primera entrada, específica para requetecomo en la que pudiera reiterar los principios que me llevaron a iniciar el diletante.

Así, esta mañana han publicado el primer número de la revista, comparto portada con Escribá y con Cal Lluis, del Raval. Todo un honor. Este es el enlace: https://requetecomo.com/el-diletante/



UN DILETANTE EN LA COCINA. TARJETA DE PRESENTACIÓN



          Aseguran los antropólogos que los simios no evolucionaron a homínidos hasta que no aprendieron a cocinar. Comer dejó de ser una mera necesidad y se convirtió en un elemento esencial para la socialización, convirtiéndose así en un elemento más de la cultura de los pueblos, como la literatura, la pintura o la música. No puede entenderse la historia de la humanidad sin vincularla a la historia de la gastronomía, aunque el rito de la alimentación prefiriera un desarrollo más discreto que el de otras artes que enseguida ganaron la condición de sublimes.

          Cuando hace unos días me propusieron colaborar con una nueva revista digital dedicada a la gastronomía y, en general, a la buena vida, no lo dudé. Llevo muchos años gestionando un blog dedicado a la cocina y a la cultura (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/), hasta ahora no me había atrevido a compartir mis experiencias en un espacio dedicado a los placeres mundanos, a escribir sobre restaurantes, recetas, cocteles y tapas como espacio de convivencia, de tolerancia y de empatía.

          En un mundo y en un país descompensado por posiciones intolerantes y extremas, la cocina se convierte en un territorio de concordia. No hay problema que no solucione tras una larga sobremesa.

          Un diletante en la cocina nació con la intención de poner en relación la cocina en todas sus vertientes con la cultura. Grandes escritores como Cervantes, Shakespeare, Flaubert, Dumas o Vázquez Montalbán utilizaron la gastronomía como un recurso estilístico más. No se entiende el Quijote sin el guiso de duelos y quebrantos, el Falstaf de Shakespeare ahogaba sus penas en jerez y en malvasía canaria, Dumas escribió un libro de recetas y el detective Carvallo gestionaba sus angustias vitales frente a un plato de cap i pota.

          La pintura también está plagada de referencias a la buena mesa, los grandes banquetes de dioses y mitos, las últimas cenas o los bodegones están llenos de referencias a las costumbres alimenticias de la sociedad en sus distintas épocas.

          La propuesta del diletante es, por lo tanto, ambiciosa, aunque no se puede olvidar que la vida no sólo se compone de grandes momentos, de grandes platos, sino también de guisos cotidianos que terminan por enderezar un mal día, ¿Quién no ha reordenado sus angustias tomándose un tazón caliente de caldo casero?,¿Quien no ha rememorado su infancia mojando una magdalena o un sobado en un chocolate caliente?

          La oportunidad de compartir mis experiencias gastroemocionales en una revista digital era todo un reto. Mi objetivo es no renunciar a los principios y a los valores de todo buen diletante, por eso puse como única condición, innegociable, que el espacio que pudieran habilitarme fuera absolutamente libre, sin ningún ánimo de lucro, ni directo ni indirecto, renunciando de antemano a cualquier retribución, también a cualquier influencia. No en vano diletante, según la Real Academia de la Lengua, es aquel que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional. A veces la palabra se utiliza en sentido peyorativo, lo sé y lo asumo, pero manteniendo ese espíritu amateur se garantiza la más absoluta libertad para acertar o para equivocarse.

Espero que, a partir de este primer capítulo, el capítulo 0, sea capaz de despertar el interés de los lectores que se acerquen a este diario en busca de nuevos restaurantes, también de restaurantes de toda la vida que han sido capaces de sobrevivir y convertirse en tendencia. Nuevos y viejos sabores conviven en este espacio con la voluntad de generar concordia, que falta hace.

Para abrir boca y mostrar de verdad una tarjeta de presentación efectiva, he decidido empezar por el postre, un postre de chocolate, porque las presentaciones sólo tienen sentido si van acompañadas de chocolate.

Es una receta de Molly Wizenberg, una blogera norteamericana que gestionaba, hasta noviembre de 2018, una bitácora de cocina que se titulaba www.orangette.net; acaban de traducir al español su primer libro, Un Hogar en la Cocina (Editorial Colandcol).

La última receta de este libro es un pastel chocolate que en inglés se subtitula Kate’s winning hearts and minds (algo así como robacorazones y almas).

Es, en realidad, un bizcocho muy sencillo de hacer, sólo se necesitan 200 gramos de chocolate negro, 200 de mantequilla sin sal, 120 gramos de azúcar, cinco huevos medianos y una cucharada cumplida de harina (80 gramos).

Y para los chocolateros de espíritu un cuadro de Luís Meléndez, que coloca al chocolate en el Museo del Prado.
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domingo, 3 de noviembre de 2019

Capítulo CDLXXXVIII.- Las tribulaciones de la señorita Deveroux.Una escena entresacada de una novela.

Hace poco más de un mes cumplí 54 años. En casa me regalaron un curso de novela, un curso avanzado. Llevo ya tres clases. Muy interesantes. Hasta ahora había considerado que escribir ficción era una actividad individual, íntima. Me ha costado un poco acostumbrarme a compartir lo que escribo, a escuchar los relatos de los demandas y comentar con visión crítica.
La novela que estoy escribiendo no es sobre cocina y cocineros, aunque algún personaje se mueve por los fogones. No he podido evitar la tentación de aprovechar una de las escenas para incluir una receta. No es de las escenas principales.
No sé cuánto tiempo tardaré en terminar la novela, si es que la escribo, pero me ha parecido buena idea entresacar la escena culinaria y colocarla en el blog a disposición de quien la quiera leer.

«Usted siempre tan encantadora, señorita Deveroux.»
         «Mónica era una mujer encantadora, imposible decirle que no a nada de lo que propusiera. No sé cómo la pude dejar escapar, o puede que sí, resultaba agotador seguirla el ritmo, era muy caprichosa, algo irascible, displicente cuando se le llevaba la contraria. Salimos varias veces juntos, era fantástica follando, abrumadora.
         Durante unos meses me tuvo con la lengua fuera, en constante excitación. No tardé en darme cuenta de que no me convenía aquella relación, que sufriría más de lo razonable y no conseguiría gran cosa. Por eso levanté el pie del acelerador y coloqué nuestra relación en una zona ciega, sin mucho compromiso. Fui yo el que decidí aparcar nuestro incipiente noviazgo para poder así recuperar el resuello y buscarme la vida.
         Nos habíamos tratado algo en la facultad, ella era una dibujante excelente que, además, se ganaba unos eurillos posando desnuda. Ya entonces era un era una chica inaccesible. Yo era un estudiante mucho más gris, mañoso pero sin chispa, por eso me había decantado por las artes aplicadas, aunque acudía, como todos, a las sesiones de retrato para ver a Mónica envuelta en gasas, como una diosa recién salida de las aguas.
         Nos reencontramos en Mallorca, dos años atrás, ella trabajaba ya de camarera en un hotel de costa, seguía con la cabeza llena de pájaros. Yo había conseguido un empleo de pinche en un restaurante del centro, pasaba las tardes pelando patatas, mondando judías verdes y torneando zanahorias. Por las noches me escaldaba las manos peleándome con las parrillas.
         Como mantenía mis habilidades manuales enseguida me gané un puesto de confianza en la brigadilla. El jefe era insoportable, un medio italiano engreído que creía a pies juntillas que le reconocerían con una estrella Michelin. Sus creaciones eran innecesariamente recargadas, no había manera de que redondeara una salga y conseguía malograr el ingrediente más exclusivo. Tenía éxito, eso sí, y no toleraba que nadie brillara a su alrededor.
         Yo llevaba dos años subiendo poco a poco los peldaños de los fogones, primero en la plancha, después en la partida de platos fríos y, por fin, esta temporada, como responsable de mariscos y pescados.
         El horario de trabajo era insufrible, daba lo mismo que la sala cerrara a las dos o a las tres de la mañana, al día siguiente había que estar a primera hora para atender a los proveedores.
         En el restaurante no pagaban mucho, aunque tenían la deferencia de dejarnos unos cuartuchos en un edificio anexo en el que podíamos dormir. Eran unos pisos poco iluminados que compartíamos entre tres o cuatro. La robábamos la conexión de internet al hotel, un manitas había conseguido enganchar también el cableado eléctrico al generador central, yo sisaba frutas, verduras y alguna pieza de carne o de pescado de las cámaras por lo que el suelo, aunque era escaso, terminaba por cundir.
         En mis horas muertas gestionaba un blog de cocina, un pequeño divertimento con el que me vengaba de mis jefes y de todo ese entorno pomposo que se había creado alrededor de la cocina, la bitácora se llamaba Un Marmitón Desorientado y allí iba colgando algunas anécdotas entre cazuelas, detalles cotillas de la presencia de algún famoso, con sus caprichos imposibles; también recetas con ínfulas de alta cocina. El blog no funcionaba mal, había días que llegaba a tener dos mil visitas y había conseguido algo de publicidad lo que me daba ingresos extras.
         Estaba buscando un editor que se animara a publicarme el libro con fotografías y había empezado a subir algunos videos a la red en los que explicaba paso a paso las recetas. Un grupo de compañeros me ayudaba en las tareas de filmación y montaje, yo quería empezar a colgar alguna escena en inglés o en francés para buscar así nuevas audiencias.
         Mónica me podría ayudar, ella hablaba perfectamente inglés, francés e italiano, además, tenía un desparpajo natural y, con tres o cuatro indicaciones que le diera, se podría convertir en una pinche excelente. Quería que ella fuera explicando en inglés o en francés cada una de las fases de la receta, sus ingredientes y secretos, podríamos incluso improvisar algunos diálogos para que las escenas fueran más entretenidas.
         Llevábamos meses sin hablarnos, nada grave, las inercias de un trabajo esclavo ya en plena temporada. Me mandó primero un mensaje, había conseguido dos entradas para ver el Sueño de una Noche de Verano y quería compartirlas conmigo. Imposible, el sábado me tocaba doblar turno.
         Días después recibí la llamada de Mónica como una bendición, como un golpe de suerte. Cruzamos las habituales excusas sobre nuestros silencios, yo también había andado de culo con el arranque de la temporada alta. No me sorprendió nada de lo que me contó, al fin y al cabo se trataba de Mónica, en estado puro; me hizo gracia cuando me dijo que se había convertido en la señorita Deveroux, que era una estudiante venezolana hiperpija que traería a mi restaurante a un ricachón catalán al que quería engatusar. Por lo visto, aquel sujeto sería el que acompañaría a Mónica al teatro, disfrutaría de la función a la que yo no podía acudir porque tenía turno de noche.
         Ya que no podía acompañarla a ver el Midsummer, por lo menos sería cómplice de su actuación previa, mucho más divertida de lo que preveía que fuera la obra que ponían en el auditorio.
         Vendrían a las siete de la tarde, una hora antes de que se abriera formalmente el comedor del restaurante. Aunque la cocina era ya un hervidero a esas horas, la paz de la sala me permitiría participar en el juego sin grandes agobios, les prepararía unos platos sencillos, que no desentonaran con lo que ya teníamos en carta. Mónica me aseguraba que su acompañante era de los que pagaba en efectivo, por lo que podríamos rebañar unos eurillos.
         Aquel sábado poníamos de aperitivo un chupito de sandía, albahaca fresca y tomate, lo trabábamos con un chorro de aceite de oliva y un poco de miga de pan mojada levemente en vinagre de jerez, quedaba una crema suave que adornábamos con unas briznas de perifollo, la servíamos bien fría, con un palito de apio crujiente como contraste.
         Como entrante preparé un canelón, hacíamos la pasta fresca nosotros mismos, era una de las referencias de la casa, la única virtud del chef que era un cretino, pero tocaba la pasta como los ángeles. Para rellenar el canelón habíamos escalibado unas verduras a baja temperatura, 70º en una bolsita térmica, durante un montón de horas. El puerro, la cebolla, el calabacín y la zanahoria quedaban confitados con una pizca de cúrcuma, pimienta de Jamaica, salvia y sal. Se soasaban lentamente en sus propios jugos, que luego se aprovechaban para ligar la salsa. El canelón de verdura lo culminaban unas hebras de cangrejo real. Había que naparlo con una vinagreta hecha con una yema de huevo que no estuviera muy fría, una cucharada de mostaza antigua, un chorrito de aceite de oliva y unas gotas el agua de la cocción de las verduras, que queda anaranjada. Hay que batirlo todo muy bien para que la salsa tome cuerpo, muy cercano a la textura de la mayonesa. Para que sea una vinagreta hay que añadir al final vinagre de jerez, un chorrín de nada. Con esa salsa mancha el plato antes de poner la pieza de pasta, luego se cubre con un poco más para darle brillo.
         El plato estrella sería una langosta termidor, capricho de Mónica, nosotros no trabajábamos la langosta, nos contentábamos con un bogavante que no siempre era del mediterráneo. El marisco a la termidor contiene todos los factores objetivos y subjetivos para el amor, empezando por su afrancesado nombre. No es sino un guiso de langosta cubierto con una sabrosa bechamel, presentado sobre la propia cáscara de la langosta. Necesitábamos un par de langostas de 250/300 gramos cada una. Pase a que en la receta canónica el crustáceo se cuece entero, vivo, en agua salada abundante, que hierva a borbotones, con un chorrito de vinagre, un pellizco generoso de sal, perejil, laurel y tomillo. Yo prefiero partirlas por la mitad y darles un golpe de plancha caliente en vez de sumergirla en agua, la carne se contrae y se tuesta ligeramente, acentuando los sabores.
         Cocidas o a la plancha, hay que esperar a que se templen, no manejarlas muy calientes, se cortan las langostas a lo largo y se le saca la carne de las colas y las pinzas, no hay que ser muy brusco pues el caparazón servirá como recipiente para servirla. Se corta la carne en cuadraditos y se rehoga con dos cucharadas de aceite de oliva, 120 gramos de mantequilla y sal, fuego muy suave.
         En una cacerola a parte se prepara una roux espesa iniciándola con una chalota bien picada, caldo de pescado, vino blanco que no sea muy dulce, una pizca de nuez moscada, sal y pimienta blanca.
         Se tuesta primero la harina con el sofrito de cebolla y se incorpora poco a poco el caldo de pescado y, al final, una copita de vino. Cuando la bechamel ha engordado lo suficiente se rectifica de sal y pimienta y se le añade perejil, perifollo o cebollino y estragón.
         Se presenta el plato sobre las cáscaras de la cola de la langosta distribuyendo en el fondo los daditos de la carne de la langosta mojada con el jugo de las cabezas y cubierta con bastante salsa de bechamel. Hay que gratinar el plato en el grill, yo me niego a ponerle queso rallado - emmental o gruyere -, la meto en el horno con unas avellanas de mantequilla.
         Me quedaba sólo el postre, algo ligero, tenían por delante un par de horas largas de alegre Shakespeare. Busqué una piña que no estuviera muy madura, la pasé por el cortador de fiambre hasta conseguir unas láminas lo más finas posibles. Las colocamos sobre el plato más hermoso de la vajilla, compramos unos platos de Limoges diseñados a partir de pinturas de Marc Chagall, preciosos. Espolvoreé pimienta roja pasada por el molinillo, unas briznas de piel de lima y unos hilos de miel de azahar. El plato hay que servirlo frio, sin exageraciones. Un postre excelente para acompañar al champagne.
         Pasaría el resto de la velada pendiente del teléfono móvil por si Mónica necesitaba un plan de escape, quedarían en la nevera las botellas sin apurar y algo de comida podríamos sisar para retomar nuestros encontronazos bajos los elegantes manteles de algodón que convertían los bajos de las mesas en cabañas secretas, no iba a ser la primera vez que triscáramos bajo los tapetes bordados.

         Había bordado el personaje de la señorita Deveroux, toda una sorpresa deseable que me había trastocado de otra vez. Yo, que pensaba que ya me había curado de la fiebre de Mónica, volvía a caer infectado por los vapores de la bella Deveroux.»
En vez de cuadro, entresaco de la red una fotografía de la vajilla diseñada a partir de cuadros de Marc Chagall en Limoges.
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domingo, 13 de octubre de 2019

Capítulo CDLXXXVII.- Tocinillos de cielo y la anormal normalidad.

Los fines de semana me despisto a la hora de ir a comprar y paro en una pastelería para tomar un café y una ensaimada de crema. Soy goloso, qué le vamos a hacer, y busco la paz de los obradores para obtener mi dosis semanal de azúcar mientras le doy un vistazo al periódico.
Cuando la necesidad de dulce es superior a la normal, busco otras emociones y, con ellas, algún escarmiento al que no termino de acostumbrarme. Esta mañana, sin ir más lejos, se me ha antojado lo que ellos llaman un flan chino, que en realidad es un tocinillo de cielo, su tamaño es la mitad de una cajetilla de tabaco, es decir, 4 centímetros de diámetro y seis de altura. Me ha dado un sobresalto al descubrir que mi capricho costaba 3’80 €. Ya me había tomado el bocado, por lo tanto, no había opción de devolverlo. Me lo había tomado sin saborearlo, sin ser consciente del palo que me iban a dar, de haberlo sabido puede que hubiera estado durante horas comiendo el tocinillo en porciones ínfimas, deleitándome con cada pequeño mordisco.
La dependienta ha debido ver mi cara de sobresalto y me ha dicho que era el precio normal, que hacía mucho tiempo que no subían el precio de los flanes chinos. En definitiva, que no debía enfadarme por algo que era habitual.
He hecho un cálculo a vuela pluma. Una docena de huevos cuesta en el supermercado 1’95 €, un kilo de azúcar 0’79 €, un limón 0’15 €. Sobre precio de supermercado hacer 25 tocinillos de cielo cuesta 1’9 €. Un céntimo más si tenemos en cuenta que el tocinillo se presenta sobre una bandejilla de papel. El coste de un tocinillo de cielo sería, en lo que se refiere a los ingredientes usados, de 0’08 €.
Entiendo que una pastelería haya de aplicar un porcentaje por el coste del gas necesario para la cocción de los tocinillos, más los prorrateos correspondientes del alquiler del local, amortización de maquinaria, sueldo del pastelero y de los dependientes, impuestos y otros gastos varios. Aún y así en una pastelería en la que los tocinillos de cielo no son el producto estrella, ni mucho menos, creo que a cada tocinillo le sacan un beneficio neto de 3 €, puede que más. No soy experto economista, supongo que los profesionales del obrador conseguirán las materias primas más baratas de lo que a mí me sale el mercado.
Lo que me molesta no es el precio, al fin y al cabo es un capricho, sino que nos digan que tenemos que acostumbrarnos a que eso es normal.
Después de tomarme mi tocinillo de oro, he ido a poner gasolina, el viernes se encendió la luz del depósito y tocaba llenarlo. Cuando he llegado a la estación había una cola kilométrica, había mucho taxista nervioso esperando, también algún coche de cabify y otros servicios alternativos, también muchos vehículos normales. Mientras hacía tiempo para repostar he caído en que la semana que viene se anuncian movilizaciones en Barcelona y puede ocurrir que se dificulte el suministro de carburante en la ciudad. No sé hasta qué punto tengo que acostumbrarme a que eso sea lo normal, aunque en mi ciudad, Barcelona, nos hemos instalado en esa anormal normalidad desde hace casi 3 años.
El viernes en el mercado los encargados de los puestos estaban encantados con el alto grado de compras y de consumo, la gente estaba haciendo acopio de carne y de pescado, también de fruta y de verdura por lo que pudiera acontecer, porque dicen que van a bloquear las vías de acceso a la ciudad y será difícil que lleguen los camiones con suministros. También he visto anormalmente vacíos los anaqueles de los supermercados. También debe ser normal.
Soy de natural optimista, creo que los problemas al final se resuelven de manera razonable, pero lo cierto es que llevamos muchos meses, más de lo que sería conveniente, asumiendo que lo excepcional termina por ser normal.
Yo no sé todavía si mis hijos podrán ir con normalidad al colegio, tampoco sé si será fácil que regresen en transporte público o si tendrán que regresar andando. Creo que puede haber dificultades para moverse en vehículos particulares.
Tampoco sé si esta semana podré trabajar con normalidad, no sólo porque dificulten la movilidad de los transportes públicos, sino porque puede ser que bloqueen el acceso a determinadas oficinas de funcionarios públicos (hace unos meses aparecieron algunas dependencias llenas de estiércol por cortesía de amables ciudadanos indignados).
Nunca se me ha ocurrido poner en mi casa símbolos que identifiquen mi ideología o mis preferencias patrióticas, no llevo pegatinas, pines, lazos o consignas visibles de ningún tipo, aunque vio en una ciudad en la que hay una sobredosis de patriotismos en la que en dependencias públicas se hace gala de determinadas opciones políticas, legítimas sin duda pero desmedidas en su expresión exterior.
Tengo amigos que en privado me dicen que están cansados de tanta tensión, pero en sus manifestaciones públicas siguen expresándose con mucha intolerancia y poco sentido común.
Creo en la libertad de expresión, en la libertad de opinión, en la libertad política, en la libertad de manifestación. Mi trabajo es defender al máximo las libertades de quien me rodea, lo hago encantado, pero me cuesta mucho aceptar que lo que está ocurriendo y puede ocurrir sea normal. Me pasa con esto como con el precio de los tocinillos de cielo, si no hay más remedio, sonrío a la dependienta y le digo que están muy buenos, que son los mejores, pero en mi fuero interno empiezo a estar incómodo con tanta normalidad anormal.
Acepto gustoso a los que piensan distinto de lo que pienso yo, creo que además me aportan mucho más de los que piensan como yo porque en la discrepancia está la base de la convivencia y el avance de las sociedades complejas. Lo que no acepto son lecciones y mucho menos de democracia.
Todo el mundo tiene derecho a expresar su malestar, si oposición, su discrepancia, su anhelo, pero sin dar lecciones y, sobre todo, sin imponer ese estado de crispación como algo normal, más que nada por lo que se empobrece y se ha empobrecido la vida en la ciudad.
Quien me lea verá que estoy muy cansado de la escalada de precios del tocinillo de cielo, puede que a lo largo de la semana, si abren con normalidad los mercados, prepare varias bandejas de tocinillos de cielo para garantizar mi deleite y el de mis amigos. Estoy dispuesto a invitar a tocinillos de cielo a quienes ven en mi un adversario, un advenedizo o un rival, siempre y cuando no vengan con maximalismos ni imposiciones.
Decía Dylan que los tiempos estaban cambiando, quien sabe. Al final parte de lo que mueve a unos y a otros entronca con lo más rancio de nuestro modo de ser. En este sentido, la receta de los tocinillos puede que no sea sino una receta viejuna.
En tiempos convulsos suele surgir el talento, no en vano fue antes de la primera guerra mundial cuando el arte rompió definitivamente con la realidad y nació el arte abstracto. En 1911 Kandisky pinto la composición que convencionalmente hizo que naciera el arte abstracto, en realidad fue una pintora sueca la que pocos años antes (en 1906) pintó el primer cuadro oficialmente abstracto, una composición hecha a partir de la espiritualidad. Lo que sí que es cierto es que Kandisky fue el primero en teorizar sobre la abstracción escribiendo un pequeño ensayo.
Me gusta el arte abstracto, me gusta ver los equilibrios y las armonías en un aparente caos. Me gusta Kandisky, es un pintor sobre el que intento informarme, tengo curiosidad por sus decisiones. Leí hace años que Kandisky era un jurista brillante especializado en derecho mercantil que fue a Munich a estudiar, su pasión por el derecho no debía ser muy fuerte ya que terminó por dedicarse a la pintura y olvidó las leyes, quien sabe si hubiera podido explotar su genio en el mundo del derecho.
En todo caso, el cuadro que he elegido para escribir sobre tocinillos y normalidad es de Hilma af Klimt, la primera pintora abstracta. El primer cuadro abstracto se titulaba Chaos nº 2, lo que permite pensar que había un Chaos nº 1.
No aspiro a poner orden o sentido a la situación de normal anormalidad que arrastramos aquí durante años, pero sí a dar una receta de los tocinillos para quien haya tenido la paz y el ánimo de llegar hasta el final.
Se necesita un huevo entero (clara y yema) y 9 yemas adicionales, 300 gramos de azúcar y dos tiras de corteza de limón para aromatizar. La receta es de la Marquesa de Parabere.
Se pone el azúcar en un cazo y se añade un vasito de agua fría y las cortezas de limón (puede sustituirse la corteza por unas raspaduras de la corteza). Se enciende el fuego para que cueza la mezcla y se forme un almíbar espeso que se dore muy poquito, pero que no llegue a ser un caramelo oscuro. Salvo que se quiera que el tocinillo tenga la cobertura más parda.
Obtenido el almíbar, se cubre un recipiente metálico liso (puede ser grande y rectangular, para hacer un tocinillo grande; o moldes individuales, pequeñas flaneras). Cubierto el recipiente con una leve capa de almíbar, se recupera el resto y se deja en la cazuela apartada ya del fuego.
El almíbar líquido ha de cubrir todo el molde, no sólo el fondo, también las paredes.
Tenemos el almíbar en la cazuela, enfriándose poco a poco, sin perder su color, sigue líquido y espeso. No puede estar a una temperatura muy elevada para que no cuajen las yemas.
Se casca el huevo y se añaden las 9 yemas en un bol grande, se baten poco a poco con un par de tenedores, para que vaya cogiendo aire. A medida que la masa va tomando cuerpo, que se van ligando las yemas, se va añadiendo el almíbar en un hilo, que se va integrando en la mezcla, por lo que no hay que dejar de batir.
Cuando se haya mezclado todo el almíbar que quedaba en las yemas y queda un líquido naranja y brillante, se pasa al molde o moldes ya preparados.
EL tocinillo de cielo tiene que cocerse al baño maría, puede hacerse tanto a fuego vivo como en el horno. Yo prefiero hacerlo al horno, lo pongo a 110º, con una bandeja alta llena de agua hasta la mitad. Coloco el molde con cuidado dentro de la bandeja, es importante que el agua no rebose y entre dentro de los moldes, calculando que puede haber pequeños borbotones cuando el agua empiece a hervir.
Hay que dejarlo unos 25 minutos con el horno cerrado para que cuaje (si se usa un solo molde grande, 15 minutos si se usan moldes de ración individual).
La marquesa recomienda que los moldes queden cubiertos en su parte superior, no sólo para evitar que salpique el agua, también para garantizar que los tocinos cuajen bien.
Pasados los 25 minutos, se apaga el horno y se deja que los tocinos reposen y terminen de cuajar.
Cuando esté frio el molde se saca del horno. Yo suelo dejarlo todavía una hora fuera, sobre la mesa, a temperatura ambiente, cubierto, para que se termine de atemperar. Después lo llevo a la nevera. Estos dulces están mejor si duermen una noche en la nevera y terminan de asentarse.
La divina marquesa propone cubrir los tocinillos con una capa de merengue. Yo me conformo con el tocinillo desmoldado sobre un plato de porcelana, ayudándome con la punta de un cuchillo para que se desmolde bien y se vuelque sobre el plato, dejando un pequeño charco de almíbar suavemente tostado. El tocinillo tiene una presencia frágil, se bambolea ligeramente si se mueve la mesa. La meterle la cuchara (siempre pequeña, para garantizar bocados breves) queda unos instantes adherida al dulce, hay que dar un mínimo tironcillo para que se despegue.

A ver si los tocinillos nos devuelven a la normalidad.