lunes, 29 de abril de 2019

Capítulo CDLXXIII.- Desconexión marroquí

He desconectado unos días. Marchamos con los niños a Marruecos, luego, de regreso, nos pillaron los últimos coletazos de la Semana Santa y, al empezar la rutina otra vez, una gastroenteritis familiar y depurativa. Además, cuestiones laborales varias y las elecciones que, hasta el último segundo, me han tenido con el corazón y el estómago en vilo.
Lo quiera o no, todo gira alrededor del estómago, allí se concentran tensiones, pasiones, angustias y anhelos. Todos estos días, desde la última entrada, han sido gastrointestinalmente agitados, puede que, como algunos gusanos, haya terminado por pensar por el estómago. Leía una de las crónicas preelectorales en las que uno de los librepensadores habituales de la prensa progre (he terminado por incluir de nuevo en mis códigos lingüísticos lo de progre porque creo que a este calificativo es el que utilizan los Vox-eros para llamar a los que nos definimos como gente de izquierda) decía que era mejor votar con el estómago, porque si se hacía con la cabeza había mucho más riesgo de intoxicación con toda la basura soltada durante la precampaña y la campaña electoral.
Pero no trataba de escribir sobre política, mucho menos en caliente. Hemos vuelto al discurso de derechas y de izquierdas, al de buenos y malos, al de amenazas y salvadores. Hará falta mucha sensatez para encontrar de nuevo espacios donde pueda entenderse todo el mundo.
Pero trataba de huir de la política, que todo lo envuelve, escribiendo sobre mi experiencia marroquí.
Había viajado a Marruecos hace más de 30 años. Se suponía que era un viaje generacional y emocionalmente importante, sin embargo, la memoria, mi memoria, caprichosa, sólo conserva algunos retazos, algunos fogonazos desordenados de aquel viaje que en su momento me pareció crucial para la que sería mi vida inmediata. Caprichosa la memoria que ahora sólo me regala algunas sensaciones dispersas, fragmentadas, mezcla de emoción, miedo y sorpresa. Tengo guardadas en una caja las fotos de aquellos tiempos y espero tener el momento para revisarlas y contrastar si aquel viaje, bajo el influjo del Cielo Protector, se correspondía con lo poco y confuso que ahora recuerdo.
El viaje de 2019 era un viaje con niños, tenía como objetivo principal llegar y disfrutar del desierto. Hemos llegado casi hasta Argelia, atravesando una porción importante del desierto en la que invertimos casi la mitad de nuestro viaje, desde llegamos a Marrakech hasta la salida por Merzoua y por las Gargantas.
El viaje ha sido toda una experiencia, todo un contraste de luz, de colores y sabores. Los niños han quedado impactados.
Nos sorprendió Marruecos, un país lleno de niños, un país rico pero descompensado, sometido a la vigilancia estricta de la religión, que parece ser el único pegamento que junta todas las piezas dispersas del país y de sus gentes. Allá donde estuviéramos sonaba atronadora la llamada al rezo, sobre todo la llamada de las cinco de la mañana, que era la que nos desasosegaba antes del amanecer. Poco pudimos ver de ese Marruecos agnóstico, tolerante y cosmopolita, puede que porque nos movimos por los centros históricos de las ciudades y no nos sumergimos por las barriadas donde vivían las clases medias. Barrios que atravesábamos en nuestro coche, pudiendo disfrutar de construcciones y de hábitos que no eran muy lejanos a los de las barriadas de las ciudades de Europa. Debe haber un porcentaje importante de ciudadanos de Marruecos que viven, se educan y se preocupan de un modo muy parecido al muestro.
Las luces y los olores han sido fundamentales en el viaje, también los colores rabiosos. Comprendo que muchos pintores, especialmente Matisse, quedaran marcados por los colores del norte de África y pasaran toda su vida agitados por el azul Majorrelle o el rojo Rubí.
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EL viaje a Marruecos daría para un relato muy largo, que podría contrastar la opinión de los niños y mis difusos recuerdos del final de la adolescencia. De momento, como diletante, guardo algunos fogonazos de sabor, como el cus-cus rústico que nos tomamos en una tasca minúscula en la medina de Marrakech, o la cena en el hotel árabe de la Mamounia, un capricho que arrastraba desde hace años.
Ha sido un viaje de cus-cuses y, sobre todo, de tajines de todo tipo. Aunque también fue memorable el pescado a la brasa en Essauira, donde tomamos un gallo pedro a la brasa y unos salmonetes para llorar.
De entre todos los platos para mí en este viaje el rey, o la reina, ha sido la pastila, un plato salado que, sin embargo, queda mediatizado por su cubierta todo. Una experiencia absolutamente excepcional de contrastes.
Tomé pastila de ave en dos ocasiones, completamente distintos, completamente seductores. La primera pastila la tomé en el Marrocco de la Momounia, una pastila de paloma y almendra hecha al gusto occidental, presentada como si fuera un bocado juguetón. Impecable.
La segunda pastila fue mucho más contundente, todo un reto. Un plato pedido en Chez Said, en Fez, una de las terrazas nada más entrar a la medida por la Puerta Azul. Cuando la pedí, a mediodía, el camarero me agradeció, sorprendido, la petición, luego tuve que esperar durante casi una hora a que llegara el manjar y, cuando me vio inquieto, el jefe me aseguró que ellos la pastila la hacían de modo auténtico, empezando desde 0 cada vez que se la piden.
La pastila es una modalidad de empanada hecha con una cobertura de finas capas de pasta brick, una pasta muy fina, una lámina milimétrica de hojaldre que va cubriendo un sofrito de carne rehogada.
La pastila de la Mamounia fue de palomo, la de fez de pollo. Ambas fantásticas.
He encontrado una receta compilada por Ignacio Medina y publicada hace mil años en un suelto de El País dedicado a las cocinas del mundo.
Sobre esa receta he hecho algunos ajustes. Creo, por ejemplo, que no es necesario rehogar la carne en crudo, que podría hacerse el sofrito aprovechando un pollo asado que quedara jugoso. Se necesita, poco más o menos, medio quilo de carne de pollo, ya asada, jugosa y deshilachada.
Se pica una cebolla hermosa, se pone en una cazuela grande, con un chorro generoso de aceite, fuego muy suave, para que la cebolla empiece a sudar. Se pica fija, se añade una pizca de sal, pimienta, una cucharadita mínima de canela y una pizca de azafrán.
Cuando la cebolla esté atontada se incorpora, cuarto de litro de caldo de ave, que no sea muy fuerte (se puede hacer con agua porque la canela y el azafrán aromatizarán suficientemente el guiso). En la receta de la Mamounia añadían en ese momento almendras picadas (150 gramos), en la de Fez no había almendra.
Cuando la cebolla y el pollo se han guisado, formando una pasta jugosa (calcular 30 minutos a fuego suave), se añade una cucharada sopera de cilantro picado, otra de perejil, 50 cc de agua de azahar, una cucharada sopera de azúcar y se remueve bien, para que se integre todo, formando una especie de mermelada que no debe quedar muy seca.
(en la receta que he consultado, donde la carne se cocina desde un principio, una vez rehogada la carne se retira y se deja la cebolla con las especias y el caldo reduciendo hasta que queda una salsa condensada. En mi caso, como el pollo está previamente guisado, creo que es mejor reducir el líquido inicial, bajar el mínimo al fuego y dejar que la carne absorba casi todo el caldo).
Con el fin de darle cuerpo al relleno de la pastila en la receta recomiendan añadir unos huevos batidos (la receta indica que 10 huevos, a mí me parece excesivo, con 3 huevos habrá más que de sobra). Hay que mezclar muy bien porque la textura no es la de un revuelto, el huevo prácticamente no se nota.
Se busca un molde circular metálico, un molde de 30 centímetros de radio. Se engrasa bien con mantequilla y se coloca la primera hoja de pasta brick, se engrasa con un pincel con aceite y se coloca una segunda hoja, se engrasa de nuevo y así hasta 4 capas inferiores.
Sobre las hojas de pasta brick se coloca la masa de carne y cebolla rehogada y templada (no conviene que esté muy caliente para que no se ablande antes de tiempo la pasta brick). Se cubre la carne con 4 hojas de pasta brick que previamente hayan sido engrasada. Se cierra y encajan las hojas inferiores y las superiores, con la carne en su interior, hasta quedar sellada toda la carne. Se unta la última capa de la pasta brick, la que queda en la superficie, con yema de huevo batida, así se garantiza que quede bien brillante. Se hornea durante 10 minutos a 180º (el horno previamente calentado).
Se saca caliente, justo antes de servir, se espolvorea azúcar glas sobre la superficie y un poco de canela molida, formando una celosía de canela sobre el fondo blanco del azúcar.
El plato hay que llevarlo de inmediato a la mesa.

Durante mi viaje a Marruecos fui el rey de la pastila. No recuerdo haberla probado en mi viaje anterior, pero hay tantas cosas de las que casi no me acuerdo de aquel viaje que no podría jurar no haberla probado antaño.

lunes, 8 de abril de 2019

Capítulo CDLXXII.- Compartiendo a Le Sidaner.


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Los cuadros que he reproducido y lo que aparecen al final son del mismo pintor, Henri Eugène Agustin Le Sidaner, artista francés incluido entre los denominados postimpresionistas. Bien mirado, cualquier pintor posterior a los impresionistas podría ser catalogado de postimpresionista.

Supongo que cuando los estudiosos del arte hacen referencia a los postimpresionistas quieren referirse a los artistas que, sin abandonar el arte figurativo mantuvieron su pelea con el color y con el paisaje. Mientras los postimpresionistas siguieron con sus luchas con la luz, llegaron los cubistas y el arte abstracto y se llevo a todo y a todos por delante. Solo algunos genios como Matisse consiguieron mantener su posición en la historia del arte y enfrentarse de tú a tú con Picasso y con lo que Picasso supuso al mundo del arte.

Marcel Proust decía de La Sidaner que era un pintor altamente distinguido, aunque no podía considerarse uno de los “grandes”. Proust escribió sobre Le Sidaner en Sodoma y Gomorra, el tercer tomo de En Busca del Tiempo Perdido, los cuadros de Le Sidaner podrían servir como referencia gráfica del tiempo y el mundo de Marcel Proust.

Hasta donde he investigado, y he investigado bastante, Le Sidaner se dedicó básicamente al paisaje otoñal y nocturno (sobre todo Venecia), algunas naturalezas muertas, jardines, marinas, fuentes … No he localizado ningún retrato (casi ninguno, porque tiene un retrato de Margarita de su época inicial), de hecho, es difícil encontrar cuadros con imágenes de personas y, cuando aparecen, lo hacen a lo lejos, difuminadas.

He elegido tres cuadros de tres servicios de mesa, pintados en épocas distintas, en apariencia cuadros muy parecidos y, sin embargo, diferentes en los detalles, en la luz.

Me llama la atención que las mesas aparecen ligeramente descentradas, para que así destaquen los elementos del servicio de mesa.

No son mesas recargadas, ni mucho menos; por leves detalles se sabe que son mesas vividas, porque hay abandonado un foulard, o una de las sillas está descolocada, como si los comensales acabaran de ausentarse.

Toma una distancia un poco más lejana de la que normalmente acostumbran los servicios de mesa que se pintaron sobre todo durante el barroco.

Se trata de mesas burguesas, no muy ostentosas; cuida al detalle la calidad de la loza, platos, jarras y cafeteras son cuidadosamente elegidas. La caída de los manteles sencillamente perfectas, suavemente acunadas por la brisa.

Todos los servicios de mesa los pinta en entornos tranquilos, sin personajes que puedan despistar al espectador. Le Sidaner quiere que nos detengamos frente a sus mesas y nos entre una necesidad vital por tomar la silla y coger una pieza de fruta o servir una taza de té.

Cuando estudio los cuadros tengo la sensación de que acaba de suceder algo, una escena plácida que ha sido interrumpida de repente: unos amantes que han subido a una de las estancias, una familia que ha decidido seguir su paseo por Venecia, una pareja que acaba de desayunar y se ha adentrado en un jardín para dar un paseo.

Le Sidaner ha elegido ese momento inmediatamente posterior a algo, a una historia que no debe ser muy abrupta, ni muy agitada porque la mesa ha quedado impecable.

Puede que los comensales de alguna de las mesas hayan salido un momento a atender una llamada telefónica o a recibir a una visita querida.

Me gustas especialmente las mesas que hay frente a grandes ventanales. Puede que Le Sidaner tenga un dominio de los ventanales parecido al de Matisse o al de Picasso, maestros en pintar paisajes robados a través de una ventana.

Habrá quien piense que Le Sidaner es un pintor aburrido, puede ser. Un pintor que aguantaría muy mal su enfrentamiento con alguno de sus contemporáneos (no hay más que ver los pintores que explotaron entre 1880 y 1930 para hacer la comparativa). Creo que se equivocan, que Le Sidaner, al igual que Chardin, son pintores mucho más complejos de lo que a simple vista parecen, verdaderos maestros de la luz, del color y, sobre todo, de elegir el momento. Le Sidaner no quiere ser estridente, es esconde en una aparente rutina para sugerir sucesos absolutamente magnéticos, lo suficientemente magnéticos como para que, de repente los comensales hayan dejado la mesa y el emplazamiento desierto, con la sensación de que unos minutos más tarde podrán reanudar la comida, el desayuno, la merienda, la cena, la tertulia, el encuentro furtivo o la fiesta familiar. Como si hubieran cedido momentáneamente a Le Sidaner una porción de su intimidad, de sus cucharas brillantes, de sus vasos medio vacíos, de los platos descolocados.

La serie de cuadros de Le Sidaner que he elegido conectan con la receta sobre la que quiero escribir, una receta que he hecho una y mil veces, que de una u otra manera he escrito y descrito hasta la infinidad, siempre igual y siempre distinta.

Creo que mi estofado de codornices con judías de santa Pau encajaría muy bien en los servicios de mesa de Le Sidaner, podría esperar humeante a que los comensales acompañaran a sus invitados a la mesa.

Hace unos días compré media docena de codornices, de las de granja, qué le vamos a hacer, no es sencillo encontrar proveedores de caza menor. Además, no cocinaba para ninguna ocasión especial, sino para la más especial de las ocasiones, que es la ocasión de darse un homenaje cotidiano. Una comida de domingo a mediodía.

Salpimenté las codornices, las había comprado ya limpias, evisceradas. Piqué un manojo de acelgas frescas y aproveché las hojas más tiernas para rellenar las codornices.

En una cazuela grande puse un poco de aceite y dejé que tomara temperatura para dorar ligeramente los pajarillos. Tres minutos por cada lado, para que la piel se tostara y sudara un poco. (Colgué las fotografías en Instagram).

Retiré las codornices y en ese mismo aceite chisporroteante añadí una cebolla bien picada, un puerro, una rama de apio, tres zanahorias, 200 gramos de tacos de jamón picado en dados y los restos del manojo de acelgas que previamente había lavado y picado.

La verdura la piqué en juliana fina. La puse a rehogar a fuego suave, con una pizca de sal, unas bolitas de pimienta de Jamaica, un par de hojas de laurel y unas semillas de comino.

Mientras se rehogaba pelé un nabo blanco, una chirivía y una patata. Corté los tubérculos en daditos, no muy grandes.

Daba gusto ver como sudaban las verduras y los tubérculos, como iban ablandándose y tomando brillo. Gracias al jamón no hacía falta salar mucho el guiso.

Añadí un chorro generoso de vino de jerez, muy seco. Subí un pelín el fuego y dejé que evaporara el alcohol, como hago siempre.

Tenía un litro y medio de caldo de verduras, había hervido unas judías verdes dos o tres días antes y reservaba el agua.

Añadí el caldo en frio y, de inmediato, añadí medio quilo de judías de santa Pau, es una judía blanca, del tamaño de la uña de un niño. Es una judía que no requiere que se remoje previamente, es de las legumbres autóctonas de Cataluña más fina, podría competir con las verdinas o con las pochas.

En función de la calidad del agua las judías de santa Pau necesitan 40 o 50 minutos de hervor, no mucho más. A partir de la media hora hirviendo hay que ir probándolas para que no queden muy duras.

Si las judías son del año su finezza es gozosa. Cuando llevaban media hora hirviendo añadí las codornices a medio cocinar.

Tapé la cazuela para que el hervor final, ese cuarto de hora de gloria, se produjera con todos los honores. Que el caldo de la verdura empapara bien a los pajarillos y los pajarillos terminaran de sudar.

La verdura con la que había rellenado las codornices dejaron su carne ligeramente amarga.

Pagué el fuego antes de que el reloj diera una hora de hervor. No me atreví a levantar la tapa. Dejé que reposara todo durante media hora más, como si fuera una infusión.

Yo soy de los que prefiero hervir las legumbres, sobre todo las menudas, con la verdura pelada y picada, sofriéndola antes para que quede casi deshecha, como un puré que engordara el caldo y le diera cuerpo. Suelo ponerle mucha verdura y mucho tubérculo, de modo que el guiso quede como una de las minestrone de fasolinis italiana.

Mi estofado de codornices y judías de Santa Pau fueron como uno de los servicios de mesa de Le Sidaner, en apariencia iguales a miles de guisos y, sin embargo, distintos, enigmáticos y tranquilos.

Así, con esta receta, cumple el Diletante sus primeros ocho años, lejos queda el primer capítulo, de abril de 2011. Todavía no sé cual será el final del camino, que sigo pensando que está lejos.

De momento, descubro nuevos artistas, nuevas recetas, nuevos libros y nuevas experiencias. En unos días marcho con la familia al desierto del Sahara, una pequeña aventura familiar de la que seguramente traeré sabores y experiencias.

Por cierto, quien haya llegado a este punto final, tiene como premio la web oficial de Le Sidaner, allí están reseñados los datos principales del pintor, sus cuadros más significativos y las exposiciones que se organizan. Creo que habrá un día en el que en España disfrutaremos de una gran exposición de Le Sidaner y habrá quien lo encumbre como uno de los grandes, no tengo prisa (http://henri.lesidaner.com/).
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