jueves, 30 de mayo de 2019

Capítulo CDLXXVI.- El Dinou de Castanyer.

El Dinou de Castanyer era un restaurante de mi barrio, el nombre, en apariencia misterioso, no ocultaba secreto alguno, era el portal 19 de la calle Castañer. Era un restaurante muy pequeño, cuatro mesas y una barra, con una cocina minúscula, como una antigua cabina de teléfono.
Cuando llegamos al barrio, hace casi 13 años, el Dinou era un bar al que acudían los taxistas a primera hora de la mañana, colapsaban las pequeñas calles que rodean la plaza de Joaquín Folguera, justo al lado de la boca de salida de los ferrocarriles catalanes. En la acera de enfrente una pastelería de las de toda la vida. En la plaza hay un quiosko (Manolo), un puestecillo de flores y el mercado del barrio. Un espacio en apariencia ideal para montar un negocio.
El restaurante no tenía nombre, solo una barra exterior, algo extraño en Barcelona, en la que los taxistas tomaban café y fumaban a las 7 de la mañana. Había una parada de taxis en Balmes que tiene mucho movimiento, sobre todo muy de mañana.
Alguna vez me dejé caer por allí a mediodía, lo regentaba una señora de las de toda la vida, de las de mandil y voz de mando, que gobernaba la barra, la cocina y a todos los parroquianos. Cantaba los platos y las recomendaciones.
El restaurante tenía en una de las paredes una gran pizarra en la que apuntaban la carta y los platos del día. Todo a la vista, todo sencillo, con un punto de ingenio. La primera vez me dejé seducir por un steak tartar cortado a cuchillo, con patatas fritas. El punto de condimentos perfecto.
La regenta se manejaba con la agilidad de una prima donna milanesa. Debía llegar muy pronto a la mañana, por lo que a las cuatro de la tarde cerraban. Supongo que su línea de negocio se centraba en los desayunos, bocadillos de pan crujiente, embutidos recién cortados y oferta de bocadillos calientes, de los que gotean grasilla y empapan las servilletas. No les hacía falta cocinar los fines de semana.
Alguno de los taxistas se animaba el desayuno con una cerveza y, los más aguerridos, un copazo de coñac. Nunca me atreví a desayunar allí, me faltaban galones, aunque en mi deambular matutino iba vigilando a la parroquia.
A los pocos meses la matrona incorporó a su hija, el mismo tipo de maggiorata, rasgos comunes, a los que nos dejábamos caer por allí nos anunciaba que su hija y su novio se harían con el negocio en breve, que ella se retiraría a vivir a un pueblo de la costa.
La hija no tardó en asumir el mando, mantuvo los platos y los extras de entresemana. Seguían madrugando para atender a los taxistas, también a los mayoristas del mercado. Seguían sin necesidad de abrir por las noches y los festivos. La chica seguía al pie de la letra las indicaciones de la madre pero le faltaba el punto profesional, el que conseguía que platos comunes supieran distintos. Yo tenía cierta confianza en la chica y en el novio, en pocos meses conseguirían tener el golpe de muñeca necesario para abordar los platos. Sin embargo algo debió pasar. No llegaron a asentarse. El bar, que seguía sin nombre, cerró y nadie parecía echarlo de menos. Los taxistas buscaron nuevos refugios y durante más de un año las verjas estaban cerradas.
Hará cosa de dos años cogieron el restaurante una pareja joven, con trazas modernas. Le pusieron nombre al restaurante, el dinou, un cartel de diseño. La base de la carta era la misma, la pizarra también. El mismo sistema de platos habituales y alguna cosilla fuera de carta. La cocinera había tenido experiencia en algunos locales de éxito de Barcelona, conocía a los grandes popes de la cocina local, los que consiguen portadas en los diarios.
La vida en la hostelería es muy dura, muy pocos triunfan y el resto tiene que picar muchísima piedra, sin nada de brillo. La chica tenía una hija de 9 ó 10 años, buscaba una vida un poco más calmada, cocinar a su ritmo, trabajar el modelo de la alta gastronomía de barrio, platos de toda la vida con cierto encanto.
Yo me sentaba en la barra, pedía un plato, dos si estaba muy hambriento, una caña y una copa de vino tinto si la receta lo exigía. No era difícil pegar la hebra con la pareja, surgían enseguida temas comunes, recuerdos de sitios, comidas y platos especiales, recetas, proveedores, toques modernos para comidas de siempre. La chica hablaba de un gran proyecto de barrio, hablaba de éxito, de cenas para grupos de quince o veinte persona, de menús ajustados a los caprichos de la clientela.
Hace tres semanas vi que el Dinou había cerrado, ayer ya ponían un cartel anunciando que el local estaba en alquiler.
No resulta difícil adivinar porqué han fracasado, desde el inicio, desde que entré por primera vez me di cuenta de las razones de esa muerte anunciada, no hacía falta ser un genio, desde el arranque el restaurante no tenía menú del día. Mientras estuvo la señora de toda la vida el restaurante se mantuvo gracias a sus madrugones, a los miles de bocadillos y a los centenares de miles de cafés servidos a pie de calle. Los mediodías eran un regalo de aquella señora al barrio, un regalo relativo porque terminaban pagando 20 o 25 euros por comer a mediodía. Muy caro para un menú de diario, demasiado básico para una comida especial. En los días en los que el cuerpo te pedía darte una alegría siempre encontrabas una opción mejor, quizás un poco más cara con una carta más vistosa.
Quizá por eso no era un restaurante que frecuentara, me dejaba caer muy de vez en cuando, siempre solo. Me acomodaba en la barra, entraba con la idea de pedir un plato ordinario y, cuando me cantaban las especialidades del día, caía en la tentación de unos callos, o de una pasta con un picadillo gracioso, o un fricandó de salga gustosa, o el inevitable tartar que seguía cortándose a mano, o los huevos estrellados. También probé las croquetas de bocados sorprendentes, como la de sepia con su tinta. Incluso algún postre.
La cuestión era que nunca salías de allí sin haber pagado por lo menos 25 euros, algo que no resisten todos los bolsillos. Por eso fui buscando en el barrio otras opciones, probando alternativas, a veces más caras, otras más baratas, sin fidelidades.
Con los últimos gestores, con los que alcancé cierta confianza, me atreví a sugerirles que ajustaran un poco el menú, que propusieran tres primeros y tres segundos por 12 euros, copa de vino incluida, de ese modo podrían hacerse los dueños del barrio, porque es una zona de las llamadas altas, con gente que come fuera todos los días, algunas oficinas, tiendas, empresas y bancos encajados en un barrio residencial. También es verdad que cada vez se ve más tupper en la plaza, gente que aprovecha los bancos del parque para tomarse una ensalada o unas albóndigas frías.
El dinou empezó a morir cuando dejó de abrir a las seis y media de la mañana para servir desayunos. Cuando apostó por dar comidas a mediodía y las noches de los fines de semana. El local era pequeño para grupos, tristón para parejas, caro para comedores solitarios, incómodo para los matrimonios mayores del barrio, ruidoso para los que buscan un instante de paz, oscuro para los que quieren un instante de desconexión.
Caminaban por la cuerda floja, esperando que llegara ese golpe de fortuna de llamar la atención de un crítico gastronómico, conseguir una fotografía que les incluyera en la ruta foodie de la ciudad, algo casi imposible si no te dedicas a la cocina Cajum o a la sudvietnamita.
La pareja joven dejó de servir desayunos, no renunció a su ilusión de ofrecer platillos especiales, no caer en rutinas. La última vez que comí allí, hace tres meses, estaba solo, llegué a las dos y media y no había ninguna mesa ocupada, tampoco apareció nadie después. Tomé unos callos con garbanzos que tuve que domeñar con un par de copas de vino tinto.
Hubiera podido hacer más por aquel restaurante y aquellos chicos, podría haber organizado allí alguna comida con amigos, o haber encargado un menú especial para la familia. A toro pasado todo son reproches. Puede que no se tratara sino de un bar más, un restaurante de los del montón, de los que se sustituyen con facilidad. Puede ser.
Lo cierto es que en 12 años superaron la prueba de la tortilla de patatas, también la de las croquetas al borde de lo increíble, los huevos rotos quizás en exceso cuajados, el fricadó que pedía a voces una barra de pan, el tartar alegre y los callos con garbanzos que sellaban los labios con su caldo gelatinoso.
El cierre del dinou ha coincidido con un viaje relámpago a Bilbao, día de lluvia, vuelo de mañana, paseo por el museo de Bellas Artes, txirimiri, txangurro, txuletón y flan, a eso de las cuatro y media cumplir con mis obligaciones, entre ellas la de comprar dos txuletones para cenarlos en casa al día siguiente. A las nueve de la noche vuelo de regreso con la mochila cargada con algún libro más de arte, algún detalle comprado en la tienda del museo, las chuletas envasadas al vacío y cierta ingravidez.
En mi última visita al museo de Bellas Artes de Bilbao, fantástico y sorprendente, como siempre, he descubierto, mejor redescubierto, a una pintor olvidado, José Mª de Ucelay, un arquitecto e intelectual republicano, conservador, obligado a exiliarse en Londres, un hombre que en los años 20 y 30 del siglo pasado vivió el glamour de los salones de París, que alternó con Picasso y con Proust, que participó en tertulias, también los oropeles de pintar murales en edificios de diseño en Londres. Regresó del exilio a una España triste y grisácea, se tuvo que reinventar como retratista, regresar y vivir el ostracismo, bordear la ruina, correr el riesgo a quedar relegado a los sótanos de museos de provincias.
Ucelay, José María de
Hay en De Ucelay destellos de arte pop, rasgos de Hockney, composiciones postimpresionistas, juegos de colores y de gestos que luego hemos visto en Cesseppe y en Pérez Villalta. Lo único es que de Ucelay había aplicado estas técnicas, recursos y guiños veinte o treinta años antes de que lo hicieran los pintores reseñados. Poco a poco se van recuperando estos pintores que vivieron y trabajaron fuera de los grandes focos, artistas como mis cocineros de barrio. Deberíamos tener la paciencia de recuperarlos y de disfrutarlos, no por su memoria, sino por nuestro gozo. Es fácil embelesarse con Matisse, como lo era comer en el Bulli, pero esos bocados exquisitos pierden sentido si no puedes comer de vez en cuando en el Dinou, en cualquiera de los que se asemeje, o quedarse unos minutos frente a un gran cuadro de Ucelay.

Hubiera querido escribir una receta, en concreto una recreación de la ensaladilla rusa (una de mis obsesiones y frustraciones) pero están a punto de dar las diez de la noche, el cansancio aprieta y el recuerdo del Dinou de Castanyer corre el riesgo de diluirse. 

jueves, 23 de mayo de 2019

Capítulo CDLXXV.- Ejercicios de melancolía y nostalgia en Helsinki.

Una serie de extrañas casualidades me ha traído a Helsinki, a la universidad. Acepté la invitación pensando que no tendría mejor ocasión para conocer Finlandia, aunque tenga que pasar el mal rato, en un par de horas, de tener que defender una ponencia en inglés, rodeado de académicos circunspectos.
Ayer por la noche, en la cena, me llamó la atención la cantidad de profesores españoles que hay desperdigados por distintas ciudades Europeas, la generación mejor preparada de la historia de este país, que se maneja en dos o tres idiomas con absoluta normalidad, saltando de uno a otro sin mayores complicaciones. A mi me cuesta un mundo construir una frase en inglés, pero todos estos chicos y chicas, que por edad casi podrían ser mis hijos, se mueven con completa seguridad, son ciudadanos del mundo, con la nostalgia de no poder regresar a España en condiciones razonables. La universidad española les pagaría una miseria si optaran a un puesto equivalente al que tienen en Helsinki, en Copenhague, en Amsterdam o en Florencia.
Empezamos hablando de las razones de la desafección de los ciudadanos europeos y terminamos charlando, tras un par de botellas de vino, sobre el pánico que muchos de ellos tenían a casarse y a tener hijos, pánico que yo ya he superado. Puede que esas disfunciones emocionales tengan que ver con su situación de precariedad profesional, que su cosmopolitismo no sea sino un síntoma del desarraigo.
Viajar a Helsinki tiene el inconveniente de que hay que invertir 4 horas de vuelo, más una más de desplazamiento desde el aeropuerto a la ciudad. Como sólo hay un vuelo al día desde Barcelona (por lo menos vuelos directos, porque las otras opciones serían una martirio), tuve que viajar el miércoles, por lo que, de repente he liberado un montón de horas para leer, para pasear, para trabajar sin la presión del día a día, para organizar mi tiempo de manera mucho menos rutinaria (aquí amanece a las cuatro y media de la mañana y no anochece hasta pasadas las diez de la noche, por lo que ando como un poco desorientado).
Mientras un profesor inglés, que trabaja en una universidad holandesa, diserta sobre el papel de los jueces en la Unión Europea (un tema demasiado abstracto en el que navego), me he puesto a revisar notas que tenía preparada para nuevas entradas del diletante. Entradas sobre la melancolía y su incidencia en la cocina.
Aquí, en Helsinki, donde la luz del sol es un regalo que sólo se concede muy de vez en cuando, la melancolía es un motor básico en el día a día. Una melancolía que se convierte en una alegría desbordante cuando aparece, de repente, un rayo de sol.
Ayer tuve la suerte de disfrutar de un día soleado. Los fineses se lanzaron a la calle en camiseta, se volvieron locos comprando helados como si no hubiera mañana.
No descubro nada nuevo si afirmo que hay una parte importante de la cocina que se construye sobre la melancolía y la nostalgia, el recuerdo y las sensaciones de viejos sabores que, normalmente, conectan con la infancia y se proyectan. A partir de esos sabores el cocinero trabaja, bien para recuperarlos, bien para adaptarlos a sus nuevas situaciones, a su presente; los más audaces trabajan con la nostalgia para proyectar esos sabores hacia el futuro.
Es curioso porque si cuando cocinas haces un ejercicio de nostalgia o de melancolía, a la vez, esos platos se pueden convertir en la referencia de quienes compartan la mesa contigo, por eso me ilusiona pensar que mis ejercicios de nostalgia en la cocina servirán para que mis hijos, en un futuro, trabajen con la nostalgia de mi nostalgia.
Pero volvamos a la tierra, volvamos a mi profesor inglés que se ha tenido que casar deprisa y corriendo con su pareja holandesa de toda la vida para no perder la ciudadanía europea. Ayer contaba que redujeron su boda a un breve trámite en el ayuntamiento.
Nostalgia es una palabra de origen griego que significa (etimológicamente) regreso al dolor (el sufijo algia tiene su origen en la palabra dolor en griego clásico). Exactamente la nostalgia viene de la raíz nóstos, regreso (normalmente a la patria).
Melancolía no tiene un origen mucho más alegre, también arranca del griego, de la combinación de la palabra humor (bilis) negra, referida a los fluidos que, para los médicos atenienses gobernaban la salud y el comportamiento humano. La bilis negra es la que generaba la tristeza y se vinculaba con la humedad, con lo líquido, con el mar.
Podría decirse que la cocina se convierte en una lucha entre la tristeza y la felicidad, o, por ser más preciso, en el vehículo para superar esas situaciones de nostalgia o de melancolía (sobre todo si va acompañada de un buen vino).
El profesor inglés sigue con su exposición, hablando en abstracto, creo que ha conseguido salir ya de la atmósfera y vaga por el espacio.
Yo, que soy un chico aplicado, he querido estar presente en todas las sesiones del día, aunque mi exposición se reduce a 40 minutos a última hora de la tarde.
Antes de venirme a la universidad he dado un paseo por el Museo nacional, el Atheneum de Helsinki, allí he deambulado por las salas de pintura contemporánea y desde allí he viajado al pasado, hasta llegar a finales del XVIII. Ha sido divertido descubrir que un siempre había un pintor finés adscrito a cada uno de los movimientos de las vanguardias desde el romanticismo hasta el expresionismo abstracto.
Supongo que el clima facilita esa personalidad nostálgica y la mayor parte de los cuadros que he visto carecían del brillo que sí tenían los cuadros o autores en los que se habían inspirado, aunque lo cierto es que he descubierto algunos pintores muy especiales, que me han llamado la atención por un pellizco especial.
Hace unos días, cuando trabajaba en la receta que debía acompañar a esta entrada, pensaba en un cuadro de Balthus, una naturaleza muerta marcada por un cuchillo que rompía la armonía que suele acompañar a este tipo de cuadros, en los que el bodegón aspira a ser armónico.
Resultat d'imatges de balthus still life
Esos planes iniciales han cambiado al llegar a Helsinki, creo que puede ser interesante compartir alguno de los cuadros que he descubierto (la canción de la novia, de Gunnar Berndtson), un cuadro cargado de nostalgia, cargado de emoción, también cargado de todos los elementos que acompañan a una buena mesa.
Resultat d'imatges de Gunnar Berndtson
Aquí, en Helsinki, rodeado de salmones marinados de todos los modos posibles del mundo, mis opciones de ejercicio de melancolía, de humor negro, se transforman. He alquilado un apartamento cerca de un mercado, donde he desayunado esta mañana, el paseo por el mercado, pulcro, nada ruidoso, donde las cerezas son mucho más caras que las ostras, ha despertado mis ganas de cocinar.
Como anuncian frio, me gustaría poder cocinar unas lentejas con salmón y calamarcitos pequeños.
Para que el ejercicio de nostalgia fuera completo tendría que conseguir un paquete (medio kilo) de lentejas pardinas, de aquellas que había que separar, sentado en una mesa camilla, quitando las piedrecitas y las lentejas negras o pochas que solían venir en los viejos paquetes. Ahora nadie limpia, ni aparta lentejas, las compran precocinadas y envasadas al vacío, pero hubo un tiempo en el que, un día antes de cocinar las lentejas, había que sentarse y, con toda la paciencia del mundo, ir escrutando las lentejas para eliminar sobre todo las piedrecillas, que eran muy desagradables.
Después de la tarea de apartar las lentejas había que ponerlas en remojo, toda la noche. Se escuchaban todo tipo de trucos para hidratarlas bien, desde quien utilizaban aguas especialmente puras, que no fueran duras, hasta quien empleaba agua con gas. Creo que esa tarea de rehidratación de las legumbres está supeditada por la dureza del agua, por eso en Barcelona las legumbres tienden a quedarme duras, salvo que las remoje en agua mineral. Aquí en Helsinki creo que el agua es adecuada para estos guisos, pero en mi paseo por el mercado no he visto ninguna legumbre.
Para preparar mis lentejas tendría que comprar un lomo sin espinas de salmón, preferiblemente de la parte de la ventresca, que es más grasa, aquí he visto unos salmones grandiosos, brillantes, grasos. Las ventrescas de estos pescados no le alejan mucho del tocino.
Creo que con una pieza de 300 gramos sería más que suficiente para el sofrito. Convendría que el salmón estuviera bien desespinado, que no le quiten la piel. Lo cortaría en tiras longitudinales, de poco más de un dedo de anchura. Tiras largas.
Pondría al fuego una cazuela grande, encendería el fuego (aquí vitro) hasta que la cazuela esté caliente, que crepite la piel del salmón cuando lo pase por la plancha. Colocaré las tiras de salmón sobre la plancha caliente, la parte de la piel sobre la plancha caliente. Enseguida empieza a crepitar y a sudar. Le añado una pizca de sal, un golpe de pimienta y algo de eneldo. No conviene hacer el salmón del todo, tiempo habrá. Lo retiro cuando todavía están las tiras completas, no han empezado a deshilacharse.
En esa misma cazuela y en esa grasa marcaré unos chipirones limpios, un golpe de calor que haga que la carne del calamar se encoja rápidamente y quede marcada con unas franjas tostadas. Una pizca de sal por encima y retirarlas rápido para que no se hagan demasiado (si el chipirón es pequeño se puede cocinar y colocar enterso, si es muy grande creo que es mejor cortarlo en anillas).
Bajo el fuego (siempre me gusta bajar el fuego al mínimo cuando se trata de rehogar verdura) y pico una cebolla que rehogaré en la grasa que ha soltado el aceite.
Tras la cebolla le pondría un par de zanahorias peladas y picadas en briznas pequeñas.
Una pizca más de sal, un poco de pimienta, puede que unas ramitas más de eneldo, sin pasarse, y dejar que se rehoguen las zanahorias y la cebolla hasta convertirse en una compota.
Añadiré un litro y medio de caldo de verdura, sin solución de continuidad incorporaré las lentejas, previamente escurridas, para que se cuezan. Podríamos añadir un puerro y una hoja de laurel para que ayuden a potenciar el sabor del caldo (retiraremos estos condimentos antes de servirlos).
Las lentejas suelen cocerse en 45/50 minutos, no mucho más. Depende del agua y de la calidad y tamaño de la lenteja. Conviene vigilarlas a partir de la media hora para evitar que se pelen y se conviertan en un puré.
No hay que poner el fuego muy vivo, hay que evitar que el caldo se evapore antes de tiempo.
Quiero que mis lentejas queden secas, no las quiero caldosas en el plato.
Retiro el puerro y el laurel. Retiro las lentejas con una espumadera y las paso a una paella ancha, con el fuego bajito. Puede que engrase el fondo de la paella con un chorro de aceite para que no se peguen. Extiendo las lentejas y coloco sobre ellas las tiras de salmón, también los chipirones. Le pego un meneo y los mantengo al fuego hasta que el salmón termine de hacerse, termine de sudar. Podría hacer esta operación dándole un golpe de horno, a temperatura alta, lo justo para que quede el salmón hecho y un punto crujiente. No más de 3 o 4 minutos (depende lo que hayamos hechos el salmón durante el primer embate).
Espolvoreo unas briznas de eneldo y llego mi plato a la mesa.
Mientras tanto ha cambiado el speaker, otro inglés nostálgico, habla a través de internet, por skipe, así que está solo en su despacho, rodeado de libros, hablando con vehemencia delante de una cámara, sin tener la certeza de que le estemos escuchando en realidad.

En un par de horas me tocará hablar, no podré tratar de la melancolía, ni explicarles mis recetas de cocina. Tengo dudas sobre qué terminaré explicándoles, he preparado unas diapositivas que a lo mejor les parecen muy mundanas. Ya les he advertido que cuando me obligan a hablar en abstracto, sin un problema concreto sobre la mesa, tiendo a dispersarme. Ya les he advertido que soy “too scattered”.

viernes, 10 de mayo de 2019

Capitulo CDLXXIV.- Cuestión de perspectiva.

A lo largo de las últimas semanas he cocinado un par de veces este plato, el kefta Tajine, mis hijos se vuelven locos sólo oyendo su nombre.
Hay que comprar medio kilo de carne de ternera, paleta o falda, es la va mejor para picar. No sé si me estoy volviendo maniático, pero no me fio de las bandejas de carne ya picada, prefiero ver la pieza y que la pasen por la máquina en mi presencia. Cuando leo los componentes de las bandejas de carne picada preparadas entro en pánico al ver la retahíla de productos químicos, conservantes y adiciones que lleva.
Conviene que pasen un par de veces la carne por la picadora.
Dejamos la carne picada atemperándose en un bol, que no esté muy fría, se salpimenta y se le añade una pizca de jengibre en polvo (cuando digo una pizca digo media cucharadita de moka), una pizca un poco más generosa de cúrcuma (al ser más generosa va la cucharada de moka entera), otra pizca generosa de comino y una pizca más rácana de canela en polvo, se cascan dos huevos, se mezcla todo y se deja reposar en el bol, cubierto por un paño.
En una cacerola grande se pican y pochan tres cebollas con un chorreón generoso de aceite, fuego mínimo, tapando la cacerola con una de esas tapas que tienen un pequeño agujerito por el que respira el guiso.
Como el fuego está al mínimo la cebolla se carameliza suavemente, convirtiéndose en una mermelada sin apenas color. Al estar tapada la cazuela, la cebolla se ahoga en su propio sudor. No hay prisa.
Mientras se atonta la cebolla, pico un par de dientes de ajo, los pico muy finos, milimétricos. Los incorporo al sofrito. Es el momento de añadir una cucharada de postre de sal, media de pimienta negra molida. Conviene remover de vez en cuando, cuidando que no dé la bocanada de vapor encebollado.
Pico también dos ramas de apio, ramas blancas, crujientes, las pico también muy finas y las añado a la cazuela, siempre cerrada, siempre a fuego mínimo.
Podría pelar, despepitar y trocear dos kilos de tomates de pera bien maduros, dispongo de tiempo suficiente para afrontar esta tarea tan trabajosa ya que la cebolla ha de ir a su ritmo, sin forzarla. Debe cocinarse por lo menos durante 20 minutos, hasta que quede casi transparente.
Por suerte, he encontrado una marca de tomate triturado que me gusta, evito la enojosa tarea de pelar los tomates, más que nada porque los tomates de invernadero que llegan de Almería tienen la piel tan pegada a la carne del tomate que la tarea de pelarlos es un suplicio, sobre todo si los cuchillos no están bien afilados (sé que con el truco de escaldarlos unos segundos en agua hirviendo la tarea se facilita, pero los jodidos tomates de invernadero tienen la piel de un reptil), así que al final busco en la alacena un bote de medio litro de tomate triturado.
Levanto de nuevo la tapa, de nuevo recibo una bocanada que me hace llorar (cosas del propanotial y la alinasa, que son las enzimas que se desprenden de la cebolla cuando se corta y se cocina). Añado el tomate triturado, se rompe el punto de cocción, sigo sin tener prisa. Tapo otra vez, mantengo el fuego al mínimo y marcho a hacer mis gestiones, tardará 10 minutos en romper de nuevo a hervir.
Pasan los 10 minutos, el tomate va cambiando el color, pasa del bermellón crudo al naranja brillante. Le pongo una cucharadita de las de postre de azúcar (el truco de las abuelas para controlar el punto de acidez), también le poco comino, cúrcuma, jengibre y canela, en las mismas proporciones que le había puesto a la carne. Mezclo bien con una cuchara de palo.
Merece la pena tener paciencia y dejar que el tomate se vaya amalgamando con el aceite, con la cebolla, el apio y el ajo, vaya absolviéndose el agua en la cazuela bien tapada, con ese mínimo boquete por el que a duras penas puede respirar.
Hay que ir pasándose por la cocina para remover, evitar que la salsa se pegue, porque a medida que va espesando el guiso hay más riesgo de que se pegue y se jorobe el invento.
He conseguido la textura de un puré, si no lo remuevo parece que se formen grumos, es imposible porque no lleva ni harina ni fécula, pero se van formando pequeñas volutas de salsa, se hinchan pompas minúsculas que revientan soltando vapor. Levanto la tapa, recibo el golpe ya menos agresivo de la salsa de tomate frito, el aroma oriental de las especias. La cocina, toda la casa huelen a sustancia rica.
Destapo el bol con la carne picada, hago bolitas del tamaño de una canica, no mucho más grande. Las formo y las cuento para no aburrirme, salen más de 70 bolitas que voy colocando en una fuente, separadas unas de otras para que la carne no se vuelva a compactar. No las paso por harina, las lanzo suavemente al sofrito repartiéndolas por la superficie de la cacerola, por eso conviene que la cacerola sea grande y ancha, para que naveguen a sus anchas. Tapo de nuevo el guiso y apago el fuego. Si las bolas son lo suficientemente pequeñas y la salsa está lo suficientemente caliente y compacta, el calor que retiene la cacerola es suficiente para cocinar la carne. Pico abundante perejil y lo añado por encima para que termine de componer la mezcla de sabores.
Agarrando la cazuela de las asas le pego un par de meneos para que todo termine de ligar.
Es media tarde, los niños no han salido del colegio, el kefta tajine está preparado, reposando, concentrado en sus vapores, porque no me atrevo a levantar la tapa.
Cuando se acerque la hora de cenar encenderé de nuevo el fuego, dejaré que rompa a hervir otra vez, escalfaré en la salsa un par de huevos, serviré en un plato sopero un par de cucharones generosos del guiso, cuidando que yo se rompa la yema de huevo y que no se quiebre la clara cuajada. Acompañaré el plato con cus cus aromatizado comino y orégano.
Mis hijos celebran el kefta tajine y lo acompañan con media barra de pan, que les sirve para dar buena cuenta de la salsa.
Días antes vinieron unos amigos y les preparé el mismo plato, esta vez lo presenté en cocottes individuales. Puse una cucharada de salsa de tomate en la cocotte, casque un huevo sobre la salsa de tomate y llevé los recipientes al horno precalentado (220º), sólo unos minutos, hasta que se empezó a cuajar el huevo.
Cuando el huevo había dejado de tener el aspecto baboso, saqué las cazuelitas individuales y completé la salsa de tomate como el guiso ya preparado, un buen puñado de keftas (bolitas) de carne y la correspondiente salsa. Le coloqué la tapa a cada cazuela y las llevé, humeantes, a la mesa.
El kefta tajine no es sino la versión marroquí de las albóndigas con tomate de toda la vida, lo que cambia básicamente es el combinado de especias que lo aderezan. La canela y el jengibre le dan otra gracia al guiso. Es conveniente no pasarse con la canela (yo las hago cortas de canela y largas de jengibre).
El tajine es el recipiente en el que se guisa la salsa. Los tajines son esas cazuelas de barro anchas y bajas que se tapan con un adminículo que parece una chimenea de una bóbila. El Tajine permite cocciones lentas en las que el guiso no pierde líquido y se va cocinando en su propio vapor, apenas se pierde la humedad de las verduras y hortalizas, se forma una corriente dentro del tajine que confita el sofrito haciéndolo mucho más sabroso.
Claro que me gustaría tener un gran tajine en casa para preparar mis estofados, pero estoy sometido a estrictos controles porque ya no caben muchos más trastos en la cocina, sobre todo trastos voluminosos, así que he tenido que sustituir el tajine con todo su encanto oriental, por una cacerola grande y la cocción a fuego suave, tapada para que no pueda evaporarse bien el líquido. A lo largo del tiempo de cocción he visto cómo se iban formando los densos bancos de vapor, las gotas de agua condensadas en la tapa de cristal, como se formaban y caían como si el sofrito quedara sometido a una lluvia cálida infinita que remojaba las verduras una y otra vez.
Si le digo a los niños o a mis amigos que les he preparado unas albóndigas con tomate puede que me miren con desprecio y piensen que me he dejado invadir por la rutina, sin embargo, si les anuncio un kefta tajine y se lo sirvo en coloridas cazuelillas individuales piensan que la cena es digna de las mil y una noches. Al levantar la tapa una bocanada de canela, jengibre y comino les advierte que el plato es especial. Mucha salsa, abundante cus cus y una barra de pan recién hecho terminan de seducir a los comensales.
Al final, todo se reduce a una cuestión de perspectiva.

He encontrado un cuadro fantástico que reproduce, en el cielo de una medina marroquí, los colores del sofrito de tomate. He buscado en internet para saber quién es el pintor, me ha resultado imposible, facilito, en todo caso, el enlace (https://moroccoonthemove.files.wordpress.com/2013/07/001.jpg).