jueves, 26 de septiembre de 2019

Capítulo CDLXXXV.- A la salud de Molly Wizenberg

Me gustan los libros de cocina, sé que ahora es tiempo de blogs y de Instagram, que el papel no está de moda, pero pocas cosas hay tan placenteras como la de leer un libro en papel.
Colecciono recetarios de todo tipo, libros de técnicas culinarias, de cocineros consagrados, de artistas metidos a cocinillas, libros de aventuras y desventuras en la cocina, revistas, recetas sueltas, notas, cartoncillos con anotaciones, ediciones autopublicadas… Casi todo tiene cabida en mi biblioteca de la cocina siempre y cuando tenga algo especial, aunque sea un detalle ínfimo.
Guardo elegantes ediciones de libros clásicos, ejemplares de coleccionista que voy comprando a base de esfuerzo y de constancia, algunos son caros. A veces me equivoco, que le voy a hacer, y caen en mis manos libros infames que aún y así termino guardando y hasta les cojo cariño.
Con mi afición tengo la suerte de que familiares y amigos cuando no saben que regalarme me compran un libro de cocina (o sino un reloj swacht, que también acumulo).Pero me produce mayor placer comprarlos en los mediodías anodinos en los que hay que hacer tiempo hasta que los niños salgan del colegio.
Los paseos por librerías, por grandes almacenes, incluso por puestos callejeros dan sorpresas gratas. Hay veces que compro dos o tres libros y los guardo a la espera de una ocasión propicia para la lectura, aunque hayan de pasar varios meses, me gusta tenerlos inventariados y saber que en cualquier momento podré consultarlos. Suelo leerlos a ratos muertos, de manera desordenada, sin un plan preconcebido.
Hace unos meses llegó a mis manos el libro “Un hogar en la cocina” Historias y Recetas, de Molly Wizengerg. Lo compré por impulso, sin consultar su contenido. Lo compré en Documenta el  19 de marzo de 2019 (los de esta librería ponen una pegatina y un sello para identificar lugar de compra y fecha). Ni siquiera lo hojeé. Me gustó la fotografía de la cubierta, en la línea de las fotos que ponía la bloguera de las Recetas de la Felicidad.
Lo he tenido en la estantería más de seis meses hasta que me he animado a empezar a leerlo, como lectura de baño, nada más empezar con la lectura me he quedado encantado porque no es un libro de recetas al uso, no es una cocinera famosa. Es una chica joven, mucho más joven que yo. Las recetas no son especialmente originales. Por lo que he ido viendo se trata de una recopilación de entradas de su blog, que se llama Orangette, en inglés.
Ya desde el prólogo explica algo que le decía su padre y que nosotros repetimos en casa: “En casa comemos mejor que en la mayoría de los restaurantes”.
Otra frase del prólogo con la que me he identificado “No es que supiésemos cocinar especialmente bien o que siempre comiésemos manjares”, después afirma que la vida familiar se construye en la cocina.
Con estos mimbres no era difícil que me enganchara al libro desde la primera página, me da un tanto igual que las recetas sean originales, lo que me resulta encantador es el punto de vista aunque me queda un punto de frustración porque esta chica lo que demuestra es que es una diletante en la cocina, lo que me quita a mi algo de originalidad, qué le vamos a hacer, de vez en cuando va bien un baño de realidad.
La edición del libro en español la hace la editorial colandcol (www.colandcol.com) en la colección “La petit Madeleine. Colección de Gastromemorias”. Merece la pena visitar la web y ver sus publicaciones, todo un vicio, todo un descubrimiento.
Seguramente en los próximos días le robaré a la Srta. Wizenberg alguna receta. De momento me he empapado de su filosofía, he abandonado la búsqueda de recetas sofisticadas (me estaba estudiando una receta de langosta Thermidor para otro lío en el que ando metido) y me he animado a escribir sobre la cena que le he preparado a los niños esta noche, noche de machos. Les había propuesto hacer un intensivo de carne roja y patatas fritas, pero ellos, que son prudentes y equilibrados, me han dicho que preferían pasta, han tenido deporte toda la tarde y querían hidrato.
Les he preparado una carbonara, hace cinco años que escribí sobre la carbonara (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/06/capcccxxiii-la-abdicacionclaudicacion.html), me sigo manteniendo fiel a mis principios, nada de crema de leche.
La carbonara de hoy no ha sido, sin embargo, nada canónica. En vez de panceta he comprado un kilo de costilla de cerdo que me han partido en taquitos, con su huesecillo en medio. La he rehogado en su propia grasa.
Cuando ha empezado a sudar le he añadido un puñado de piñones (150 gramos), piñones chinos porque a fin de mes hay que mirar el gasto. Piqué una cebolla en juliana y he dejado que se rehogara en la grasa.
Mientras se hacía el sofrito he puesto un poco de sal, de pimienta y, anatema manchego, una cucharada de comino.
Estaba la salsa al amor del fuego, sin prisas para que la carne no se arrebatara, pero con cierta alegría de la llama para que el cerdo quedara bien hecho y dorado.
En otra olla grande he calentado agua para hervir la pasta y en un bol inmenso, el más grande que tengo por casa, he batido tres huevos, una pizca de albahaca, otra más generosa de orégano. Como no tenía Pecorino, le he puesto Emental, no es muy ortodoxo, lo sé, pero a las siete y media no estaba para salir zumbado hacia el italiano de guardia a la búsqueda del Pecorino soñado.
He terminado de ofegar el sofrito con una cucharada del caldo en el que he hervido la pasta (tagliatelle). He volcado la pasta humeante sobre el huevo, que ha empezado a cuajar ligeramente. He removido con ayuda de una cuchara y un tenedor. Sobre la pasta empapada en huevo el puesto la salsa, la carbonara de la sierra me decía el carnicero.
Hemos comido hasta quedar satisfechos, mientras tanto los niños me han contado cómo había ido el día, sin novedades. Luego hemos visto un poco la televisión y sobre las nueve y cuarto se han marchado a la cama.

La carbonara les ha gustado, no sé cuánto tardaré en repetirla. No sé si Molly Wizemberg habrá hecho alguna vez un plato de carbonara. Solo sé que cuando descubro algo que me gusta me acuesto mucho más contento, que no es poco. Me he puesto un ínfimo dedo de whisky y me sentaré un rato a ver una película. Dejo el logotipo de la editorial, todo un ingenio, y un cuadro de Henri-Edmond Cross.
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martes, 17 de septiembre de 2019

Capítulo CDLXXXIV.- Es difícil hacer predicciones, sobre todo del futuro.


Hoy he cumplido 54 años. No es un número redondo, de los que exigen una celebración por todo lo alto, pero tiene su encanto. Si los números tienen música, sin duda este 54 va acompañado de algún allegro ma nom troppo propio de los números pares.

Dado que gran parte de la vida social se desarrolla ahora en las redes, quiero agradecer a todos los que me han felicitado por distintas vías virtuales colgando una receta.

Hace un par de días, para empezar la celebración, me di una vuelta virtual por la galería Malborough, había visto anunciada una exposición de Abraham Lacalle en Madrid, no podía acercarme y no me quedó más remedio que navegar por la red. Había un cuadro que me gustó especialmente, la siesta, pedí información, estaba vendido, de todos modos, el bolsillo no me daba para este capricho, una pena.
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Es difícil hacer predicciones, sobre todo del futuro. Esta es una frase que atribuyen a un premio novel de física danés. La cita me pareció divertida, especialmente para intentar ilustrar la inevitable reflexión sobre el futuro que suele sobrevolar los aniversarios.

Es complicado hacer un pronóstico sobre lo que será el futuro, depende de factores que son incontrolables, principalmente la salud.  A veces pensando en el futuro va pasando el presente sin darse cuenta, eso tampoco parece conveniente. Por eso prefiero hablar de futuros y no de futuro.

Para intentar metabolizar bien lo de cumplir años me he escapado esta mañana a comprar unos bogavantes. Este verano, en Iraklia, una isla de las Cícladas que tiene poco más de 180 habitantes, vimos en la carta un guiso de pasta con bogavantes, los niños quisieron probarlo, yo les dije (en plan padre de veraneo) que mejor esperar a llegar a casa para estos platos. Al final se tomaron un plato de gambas con pasta que les supo a gloria. Todo sabía a gloria en Iraklia, no es más sitio para perderse entre la docena larga de casas, las tres playas a las que se accede a pie y la cordillera en la que dicen que descansaba el gigante Polifemo (no es la primera isla griega en la que cuenta la leyenda que vivía el hijo de Poseidón).

Recuerdo que aquel día, hace poco menos de tres semanas, aunque parezca que está en el pasado remoto, les conté que los restaurantes normalmente engañaban con este tipo de platos, pensados para los turistas. Les dije que utilizan bogavantes congelados o canadiense y les expliqué las diferencias entre un bogavante del Canadá y uno del mediterráneo. Los bogavantes canadienses suelen se de caparazón más oscuro, tienen menos sabor (el agua es muy fría y eso es malo para el marisco) y vienen muy trajinados, con las carnes de las pinzas muy menguadas. Mis hijos se rieron a carcajadas de mi y empezaron a hacer bromas sobre si los bogavantes me hablaban (el hombre que hablaba con los bogavantes) y me explicaban su periplo vital.

Con estos mimbres, me he animado a hacer un guiso de bogavante y pasta; como me queda algo de sentido común he tenido claro que conviene guisarlos juntos, pero no revueltos y que mejor si el crustáceo se toma primero, sin guarnición y, si queda hambre, se toma la pasta.

He comprado dos bogavantes pequeños, poco más de un kilo entre los dos. Los he abierto por la mitad, he reservado el juguillo que destilan al quebrarse. EN una cazuela grande he puesto un chorrito de aceite de oliva, cuando estaba bien caliente, casi humeante, he puesto los crustáceos a crepitar para que tomaran color rojizo, he añadido una pizca generosa de sal y un poco de pimienta molida dejando que se doraran un poco.

Los he sacado y reservado en una bandeja. Bajé el fuego y sobre los restos de hacer los bichos he picado en juliana dos cebollas hermosas, las he meneado bien para que se engrasaran. He comprado eneldo freso para aromatizar el sofrito.

Cuando la cebolla empezaba a atontarse, he añadido 300 gramos de tomatitos pequeños, son como los cherry, un poco más alargados y dulces, he visto a muchos italianos hacer las salsas con ellos. Dudé si añadir un poco de vino blanco, como iba con prisas al final he preferido hacerlos sin alcohol.

Con el fuego muy bajo he ido rehogando la cebolla y el tomate, sudaban bien, dejando una salsa que empezaba a espesar. Rectifiqué de sal, también de pimienta, le añadí el agüilla de los bogavantes y fui removiendo con mimo, dejando que fuera quebrándose la fina piel de los tomates.

Mientras tanto en una cazuela grande he puesto agua a hervir con sal, mucha agua porque quería cocer 700 gramos de tagliatelle. Mientras cocía la pasta he añadido a la salsa una sepia grande cortada en tiras finas, con las tripas de la sepia para darle sabor y textura a la salsa. Puse un momento los medios bogavantes para que terminaran de cocerse y añadir algo más de gusto a la salsa.

Antes de escurrir la pasta, he añadido un poco del agua de cocción a la salsa, he subido el fuego y después he puesto los tagliatelle en la salsa, he meneado bien, para que se mezclaran y le he puesto un poco más de eneldo fresco.

Puse los bogavantes en una bandeja a parte, secos, humeantes. Medio bicho por comensal.

Cuando terminaron de pelearse con el crustáceo llegó el momento de la pasta, bien empapada, sabrosa y ligera. Todos repetimos de salsa (no está el bolsillo para repetir de bogavante).

De postre un flan con una vela, así termina el día de mi 54 cumpleaños. Los niños ya en la cama y yo recuperando el ritmo del Diletante, intentando vislumbrar que traerá el futuro, si no ha llegado ya sin avisar.