jueves, 28 de noviembre de 2019

Capítulo CDXC.- Cocinar a veces es no cocinar.

Hay recetas que son ideales para tener cabeza y cuerpo entretenidos con todo tipo de tareas y maniobras. Funcionan casi como una evasión porque hay que estar pendientes de decenas de detalles que consiguen tenerte completamente ocupado en una actividad muy maquinal y, a la vez, muy precisa. Estos platos pueden ser una terapia ideal para gestionar situaciones de estrés porque la cocina se convierte entonces en un ballet al que se van incorporando ingredientes, olores y sabores.
Hay, sin embargo, otras ocasiones en las que cocinar es una rutina que busca todo lo contrario, guisos en los que toca realizar tres o cuatro maniobras para luego dejar que el tiempo pase, sin realizar ninguna operación, esperando a que obra la magia.
La receta en la que he estado trabajando los últimos días pertenece al grupo de recetas que abren una larguísima ventana de tiempo muerto, en el que uno no debe precipitarse, al contrario, debe programar una tarea alternativa al placer de cocinar, dejando que se agoten los minutos, las horas, para el placer de comer.
Hay ocasiones en las que las recetas aparecen en libros o revistas, otras veces surgen de la inspiración al ver cocinar a otro, o viendo un programa de televisión, una serie o una película en la que, como elemento principal o accesorio, aparece un plato que despierta mi curiosidad.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones la idea, las ganas o la necesidad de cocinar nace del diálogo, de la conversación con alguien que, por la razón que sea, te llama la atención y te aporta un elemento que hasta entonces desconocías.
En mi caso, cocinar es, básicamente, tener ilusión por cocinar, no convertirlo en una actividad aburrida y repetitiva que puede llegar a causar hastío. Por eso me gusta escuchar, robar ideas a las personas más inesperadas.
Llevo meses trabajando con la cocina al vacío, sé que está de moda, que parece muy sofisticada, que exige cierto instrumental que no está al alcance de todos los bolsillos. Parece que es así, pero si se rasca un poco se comprueba que llevamos siglos cocinando al vacío, a baja temperatura. Puede que no tengamos el glamour de la alta cocina, pero en las casas estas técnicas que parecen muy snobs son las de toda la vida.
Puede que, con el tiempo, escriba algún recetario que podría titularse cocina de andar por casa a baja temperatura, así conjurar a Aduriz y a McGee, utilizando fórmulas heredadas de las abuelas.
La receta sobre la que quiero escribir se la escuché, en realidad, se la robé a mi carnicero. Es un chico joven, tatuado hasta las axilas, corpulento, pese a que no debe tener más de 35 años; mirada vivaracha, algo cínica. Le veo bajar del metro por las mañanas, a eso de las siete, cuando yo bajo a por el pan para los bocatas de mi tropa escolar. Nos cruzamos, apuntamos un saludo mínimo, casi imperceptible; yo musito un “hola buenos días” y él levanta las cejas y sonríe. A esas horas va con una cazadora de cuero y una camiseta oscura, todavía no se ha colocado el uniforme, no se ha recogido el pelo y parece más un guarda de seguridad de una discoteca de moteros que el carnicero de un supermercado de barrio pijo. Supongo que todo tiene su ritual.
Hace unas semanas le oí como le contaba la receta a un señor que tenía delante en la parada de la carne. Era un sábado, había mucho lio en el super y, sin embargo, el carnicero charloteaba tranquilamente con un tipo que debía ser conocido suyo ya que el tono no solía ser el habitual. Alguna señora de las que estaba esperando se inquietaba y empezaba a torcer el morro, pero yo, que soy un tipo paciente, escuchaba deseando que alargara lo más posible las indicaciones.
Suelo comprar siempre en la misma carnicería, conozco y me conocen los empleados (4 o 5 que rotan a lo largo del día y la semana). Tengo mis manías y preferencias, como cualquier mortal, y sé que alguno tiene más maña que otro a la hora de cortar la carne o de indicarte que piezas pueden ser más sabrosas.
Es divertido ver como se dirigen a los clientes en función de que sean hombre o mujer, cómo eligen las recetas o consejos en función del sexo del interlocutor.
La receta que escuché era una receta muy de macho alfa, por lo que he investigado, el cliente al que se la dio era el encargado de uno de los bares del barrio, que suele hacer pedidos de cierta importancia en el super, un cliente de los preferenciales y un colega para el carnicero, al fin y al cabo los dos son currantes que vienen a los barrios más pijos para trabajar para los demás.
Pasada una semana, aprovechando un momento de intimidad en el que no había nadie en la carnicería, le pregunté al chico por una pieza determinada. Como no había gente esperando tras de mi me animé a preguntarle, más que nada para ver si me daba a mí la misma receta que le había dado a su colega, para comprobar si me estaba haciendo trampas o no.
La pieza que le pedí era la del asado de tira argentino, ese listón de carne y huesos redondos que se corta en tiras y se retuesta a la parrilla, obligándote luego a roer cada hueso pringándote las manos.
La pieza es la del costillar de la vaca, cortado a lo ancho, dejando todos los huesos y la carne. La pieza que le pedí era de poco más de dos quilos, es la del asado antes de cortarlo. Queda un costillar hermosísimo en el que destacan recios huesos y ciertos intersticios de grasa entre la carne.
El secreto de esta receta, me dijo, es la paciencia. Primero hay que macerar la carne, mejor si se hace el día de antes. El macerado acepta casi todas las especias, incluso ralladura de limón o de naranja.
Se coloca la pieza sobre papel de horno encerado, se salpimenta bien. La carne acepta también comino, tomillo, laurel, ajo, orégano, curris y picantes de cualquier tipo, pieles de naranja o de limón, aceite aromatizado …. Todo vale.
Yo utilicé , además de la sal y la pimienta, tomillo, orégano, cominos, dos hojas de laurel y pieles de mandarina. Creo que me quedé corto con el marinado, que tendría que haber puesto más cantidad de especias. Pero la vida es, básicamente, prueba/error y es bueno hacer las cosas regular para así tener la oportunidad de repetirlas.
Una vez marinada la carne, se envuelve por completo en el papel de horno, intentando que quede bien cerrado. Una vez cubierto y sellado con esa primera capa, se envuelve, a su vez, en papel de plata, un par de vueltas, intentando que quede bien prieto, sin intersticios, ni oquedades.
Se deja reposar durante 24 horas. Si no hace mucho calor se puede dejar en la encimera de la cocina.
Al día siguiente se enciende el horno, pronto por la mañana, a 150º, puede que alguno menos; se coloca la pieza con su envoltorio en una bandeja y se olvida uno de ella durante horas, varias horas. En mi caso, la puse a las 8 de la mañana y la saqué a las 2, justo para comer.
No hay que preocuparse por la pieza, va a su ritmo. Ni siquiera hay que darle la vuelta. Solo dejar hacer al calor, a las hierbas, a la carne y a los huesos.
Yo tuve tiempo de trabajar un rato, de ducharme, de bajar a hacer la compra, de tomarme un pincho de tortilla fabuloso en el barrio, de leer el periódico y de localizar, tras semanas de búsqueda, una novela en mi biblioteca. La había comprado en 1981 y hasta ahora no había estado en disposición de leerla. Cuando la compré, el autor, Jesús Fernández Santos, estaba de toda moda, era un escritor reputado que publicaba en una nueva colección en la que también publicaba Vargas Llosa.
La novela se titulaba, se titula, Cabrera y está ambientada en las guerras napoleónicas y en el confinamiento del ejército francés en la isla de Cabrera tras la batalla de Bailén.
El libro no ha envejecido bien. La prosa de Fernandez Santos es exquisita; el estilo imita la novela picaresca del renacimiento español; cuida mucho las palabras, las frases, emplea un lenguaje culto, casi culterano y el ritmo de una novela clásica, un poco áspera.
No es un libro fácil de leer y eso que tiene apenas 225 páginas editadas en formato muy cómodo para la vista.
Es una pena que algunos autores hayan dejado de leerse, no se quien conoce a Fernández Santos hoy, 40 años después.
La receta del asado hermético tiene la ventaja de que deja tiempo más que de sobra para lecturas reposadas, para disfrutar, también para esforzarse por entender bien y empaparse.
A las 2 saqué la carne del horno. Hubo dudas en casa sobre si la carne estaría casi cruda o requemada. Fui desenvolviendo cada una de las capas, ya en la mesa, sobre una tabla de madera. Había que rasgar cada uno de los estratos con cierta precisión, esperando a llegar a la zona cercana a la carne para recibir así un golpecillo de vapor y, con el vapor, los aromas y matices de mi experimento.
La textura de la carne espectacular, mantequilla (me había dicho el carnicero). Creo que me equivoqué en la temperatura, yo lo puse a 170º y me quedó un poco seco, por eso recomiendo bajar un poco la temperatura y ponerlo a 150º. Puede que no necesite seis horas de horno, que con cinco quede igual de sabrosa y de melosa. Mi carnicero me dijo que donde quedaba bien la carne era si se hacía a la brasa o al carbón, pero que en el horno el resultado era óptimo.
A mí me quedó un poco sosa porque fui rácano con las especias (no se trata de mezclar muchas para hacer una melange en la que sea difícil reconocer los matices, sino de elegir tres o cuatro especias en abundancia, untar bien la carne, distribuirlas bien por toda la superficie y jugar con ellas).
Creo que el asado podría quedar bien con unos granos de café, comino, mostaza y pimienta de Jamaica. Olvidarse de la peladura de naranja y pringarla bien de un buen aceite.
A mí me quedó un poco insípida (lo arreglé poniéndole a los niños algo de tomate frito, yo una buena mostaza). Quedó jugosa pero no dio salsa, lo que hizo que aguantara mal al día siguiente.
En todo caso, he de decir que estoy encantado con mi prueba, que me permitió disfrutar de una plácida mañana de sábado en la que cocinar se convirtió en no cocinar, en leer y esperar.
Para ilustrar lo mucho que disfruté se me ha ocurrido poner dos cuadros de Bartholomeus Van der Helts, un pintor holandés de principios del Siglo XVII. EN España es poco conocido, pero sus cuadros son un reflejo gozoso del esplendor burgués de los Países Bajos, que eran el centro económico y cultural de Europa.

El primer cuadro es un reflejo de lo feliz que me hizo cocinar y escuchar a mi carnicero. El segundo un homenaje a las terneras.
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domingo, 17 de noviembre de 2019

Capítulo CDLXXXIX.- Requetecomo.


Hace unos días una buena amiga me propuso ir a una comida con un periodista que estaba preparando un diario digital dedicado a la mesa y a la gastronomía. Me amiga, era fiel al Diletante y allá por donde va es una de mis mayores difusoras.

Nos colocamos alrededor de un estupendo cocido, la propuesta que recibí era sencilla, se trataba de poder dar difusión a mi blog, el del diletante en la cocina, dentro de esa revista. Me sentí muy honrado, llevo casi diez años escribiendo con asiduidad y estoy muy contento con las dimensiones del blog, que no pretende ser especialmente ambicioso.

La propuesta era sencilla, se trataba de que la revista (www.requetecomo.com) pudiera ir haciendo uso de distintos capítulos del Diletante para poder ir alimentando una sección específica.

Mi blog lo publico en abierto desde el principio, sin ningún limite ni restricción, no está sometido a ningún tipo de publicidad. Se trata de un divertimento que no quiero que me devore, por eso puse, como única condición, mantener mi absoluta libertad, por lo que tenía que mantener completamente al margen al diletante de cualquier interés económico en la nueva publicación ya que, en el fondo, se trata de abrir un nuevo canal de difusión del trabajo ya hecho.

Le propuse a mi interlocutor (Carlos Quílez, un periodista que lleva muchos años haciendo crónica de tribunales, un profesional estupendo y solvente) hacer una primera entrada, específica para requetecomo en la que pudiera reiterar los principios que me llevaron a iniciar el diletante.

Así, esta mañana han publicado el primer número de la revista, comparto portada con Escribá y con Cal Lluis, del Raval. Todo un honor. Este es el enlace: https://requetecomo.com/el-diletante/



UN DILETANTE EN LA COCINA. TARJETA DE PRESENTACIÓN



          Aseguran los antropólogos que los simios no evolucionaron a homínidos hasta que no aprendieron a cocinar. Comer dejó de ser una mera necesidad y se convirtió en un elemento esencial para la socialización, convirtiéndose así en un elemento más de la cultura de los pueblos, como la literatura, la pintura o la música. No puede entenderse la historia de la humanidad sin vincularla a la historia de la gastronomía, aunque el rito de la alimentación prefiriera un desarrollo más discreto que el de otras artes que enseguida ganaron la condición de sublimes.

          Cuando hace unos días me propusieron colaborar con una nueva revista digital dedicada a la gastronomía y, en general, a la buena vida, no lo dudé. Llevo muchos años gestionando un blog dedicado a la cocina y a la cultura (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/), hasta ahora no me había atrevido a compartir mis experiencias en un espacio dedicado a los placeres mundanos, a escribir sobre restaurantes, recetas, cocteles y tapas como espacio de convivencia, de tolerancia y de empatía.

          En un mundo y en un país descompensado por posiciones intolerantes y extremas, la cocina se convierte en un territorio de concordia. No hay problema que no solucione tras una larga sobremesa.

          Un diletante en la cocina nació con la intención de poner en relación la cocina en todas sus vertientes con la cultura. Grandes escritores como Cervantes, Shakespeare, Flaubert, Dumas o Vázquez Montalbán utilizaron la gastronomía como un recurso estilístico más. No se entiende el Quijote sin el guiso de duelos y quebrantos, el Falstaf de Shakespeare ahogaba sus penas en jerez y en malvasía canaria, Dumas escribió un libro de recetas y el detective Carvallo gestionaba sus angustias vitales frente a un plato de cap i pota.

          La pintura también está plagada de referencias a la buena mesa, los grandes banquetes de dioses y mitos, las últimas cenas o los bodegones están llenos de referencias a las costumbres alimenticias de la sociedad en sus distintas épocas.

          La propuesta del diletante es, por lo tanto, ambiciosa, aunque no se puede olvidar que la vida no sólo se compone de grandes momentos, de grandes platos, sino también de guisos cotidianos que terminan por enderezar un mal día, ¿Quién no ha reordenado sus angustias tomándose un tazón caliente de caldo casero?,¿Quien no ha rememorado su infancia mojando una magdalena o un sobado en un chocolate caliente?

          La oportunidad de compartir mis experiencias gastroemocionales en una revista digital era todo un reto. Mi objetivo es no renunciar a los principios y a los valores de todo buen diletante, por eso puse como única condición, innegociable, que el espacio que pudieran habilitarme fuera absolutamente libre, sin ningún ánimo de lucro, ni directo ni indirecto, renunciando de antemano a cualquier retribución, también a cualquier influencia. No en vano diletante, según la Real Academia de la Lengua, es aquel que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional. A veces la palabra se utiliza en sentido peyorativo, lo sé y lo asumo, pero manteniendo ese espíritu amateur se garantiza la más absoluta libertad para acertar o para equivocarse.

Espero que, a partir de este primer capítulo, el capítulo 0, sea capaz de despertar el interés de los lectores que se acerquen a este diario en busca de nuevos restaurantes, también de restaurantes de toda la vida que han sido capaces de sobrevivir y convertirse en tendencia. Nuevos y viejos sabores conviven en este espacio con la voluntad de generar concordia, que falta hace.

Para abrir boca y mostrar de verdad una tarjeta de presentación efectiva, he decidido empezar por el postre, un postre de chocolate, porque las presentaciones sólo tienen sentido si van acompañadas de chocolate.

Es una receta de Molly Wizenberg, una blogera norteamericana que gestionaba, hasta noviembre de 2018, una bitácora de cocina que se titulaba www.orangette.net; acaban de traducir al español su primer libro, Un Hogar en la Cocina (Editorial Colandcol).

La última receta de este libro es un pastel chocolate que en inglés se subtitula Kate’s winning hearts and minds (algo así como robacorazones y almas).

Es, en realidad, un bizcocho muy sencillo de hacer, sólo se necesitan 200 gramos de chocolate negro, 200 de mantequilla sin sal, 120 gramos de azúcar, cinco huevos medianos y una cucharada cumplida de harina (80 gramos).

Y para los chocolateros de espíritu un cuadro de Luís Meléndez, que coloca al chocolate en el Museo del Prado.
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domingo, 3 de noviembre de 2019

Capítulo CDLXXXVIII.- Las tribulaciones de la señorita Deveroux.Una escena entresacada de una novela.

Hace poco más de un mes cumplí 54 años. En casa me regalaron un curso de novela, un curso avanzado. Llevo ya tres clases. Muy interesantes. Hasta ahora había considerado que escribir ficción era una actividad individual, íntima. Me ha costado un poco acostumbrarme a compartir lo que escribo, a escuchar los relatos de los demandas y comentar con visión crítica.
La novela que estoy escribiendo no es sobre cocina y cocineros, aunque algún personaje se mueve por los fogones. No he podido evitar la tentación de aprovechar una de las escenas para incluir una receta. No es de las escenas principales.
No sé cuánto tiempo tardaré en terminar la novela, si es que la escribo, pero me ha parecido buena idea entresacar la escena culinaria y colocarla en el blog a disposición de quien la quiera leer.

«Usted siempre tan encantadora, señorita Deveroux.»
         «Mónica era una mujer encantadora, imposible decirle que no a nada de lo que propusiera. No sé cómo la pude dejar escapar, o puede que sí, resultaba agotador seguirla el ritmo, era muy caprichosa, algo irascible, displicente cuando se le llevaba la contraria. Salimos varias veces juntos, era fantástica follando, abrumadora.
         Durante unos meses me tuvo con la lengua fuera, en constante excitación. No tardé en darme cuenta de que no me convenía aquella relación, que sufriría más de lo razonable y no conseguiría gran cosa. Por eso levanté el pie del acelerador y coloqué nuestra relación en una zona ciega, sin mucho compromiso. Fui yo el que decidí aparcar nuestro incipiente noviazgo para poder así recuperar el resuello y buscarme la vida.
         Nos habíamos tratado algo en la facultad, ella era una dibujante excelente que, además, se ganaba unos eurillos posando desnuda. Ya entonces era un era una chica inaccesible. Yo era un estudiante mucho más gris, mañoso pero sin chispa, por eso me había decantado por las artes aplicadas, aunque acudía, como todos, a las sesiones de retrato para ver a Mónica envuelta en gasas, como una diosa recién salida de las aguas.
         Nos reencontramos en Mallorca, dos años atrás, ella trabajaba ya de camarera en un hotel de costa, seguía con la cabeza llena de pájaros. Yo había conseguido un empleo de pinche en un restaurante del centro, pasaba las tardes pelando patatas, mondando judías verdes y torneando zanahorias. Por las noches me escaldaba las manos peleándome con las parrillas.
         Como mantenía mis habilidades manuales enseguida me gané un puesto de confianza en la brigadilla. El jefe era insoportable, un medio italiano engreído que creía a pies juntillas que le reconocerían con una estrella Michelin. Sus creaciones eran innecesariamente recargadas, no había manera de que redondeara una salga y conseguía malograr el ingrediente más exclusivo. Tenía éxito, eso sí, y no toleraba que nadie brillara a su alrededor.
         Yo llevaba dos años subiendo poco a poco los peldaños de los fogones, primero en la plancha, después en la partida de platos fríos y, por fin, esta temporada, como responsable de mariscos y pescados.
         El horario de trabajo era insufrible, daba lo mismo que la sala cerrara a las dos o a las tres de la mañana, al día siguiente había que estar a primera hora para atender a los proveedores.
         En el restaurante no pagaban mucho, aunque tenían la deferencia de dejarnos unos cuartuchos en un edificio anexo en el que podíamos dormir. Eran unos pisos poco iluminados que compartíamos entre tres o cuatro. La robábamos la conexión de internet al hotel, un manitas había conseguido enganchar también el cableado eléctrico al generador central, yo sisaba frutas, verduras y alguna pieza de carne o de pescado de las cámaras por lo que el suelo, aunque era escaso, terminaba por cundir.
         En mis horas muertas gestionaba un blog de cocina, un pequeño divertimento con el que me vengaba de mis jefes y de todo ese entorno pomposo que se había creado alrededor de la cocina, la bitácora se llamaba Un Marmitón Desorientado y allí iba colgando algunas anécdotas entre cazuelas, detalles cotillas de la presencia de algún famoso, con sus caprichos imposibles; también recetas con ínfulas de alta cocina. El blog no funcionaba mal, había días que llegaba a tener dos mil visitas y había conseguido algo de publicidad lo que me daba ingresos extras.
         Estaba buscando un editor que se animara a publicarme el libro con fotografías y había empezado a subir algunos videos a la red en los que explicaba paso a paso las recetas. Un grupo de compañeros me ayudaba en las tareas de filmación y montaje, yo quería empezar a colgar alguna escena en inglés o en francés para buscar así nuevas audiencias.
         Mónica me podría ayudar, ella hablaba perfectamente inglés, francés e italiano, además, tenía un desparpajo natural y, con tres o cuatro indicaciones que le diera, se podría convertir en una pinche excelente. Quería que ella fuera explicando en inglés o en francés cada una de las fases de la receta, sus ingredientes y secretos, podríamos incluso improvisar algunos diálogos para que las escenas fueran más entretenidas.
         Llevábamos meses sin hablarnos, nada grave, las inercias de un trabajo esclavo ya en plena temporada. Me mandó primero un mensaje, había conseguido dos entradas para ver el Sueño de una Noche de Verano y quería compartirlas conmigo. Imposible, el sábado me tocaba doblar turno.
         Días después recibí la llamada de Mónica como una bendición, como un golpe de suerte. Cruzamos las habituales excusas sobre nuestros silencios, yo también había andado de culo con el arranque de la temporada alta. No me sorprendió nada de lo que me contó, al fin y al cabo se trataba de Mónica, en estado puro; me hizo gracia cuando me dijo que se había convertido en la señorita Deveroux, que era una estudiante venezolana hiperpija que traería a mi restaurante a un ricachón catalán al que quería engatusar. Por lo visto, aquel sujeto sería el que acompañaría a Mónica al teatro, disfrutaría de la función a la que yo no podía acudir porque tenía turno de noche.
         Ya que no podía acompañarla a ver el Midsummer, por lo menos sería cómplice de su actuación previa, mucho más divertida de lo que preveía que fuera la obra que ponían en el auditorio.
         Vendrían a las siete de la tarde, una hora antes de que se abriera formalmente el comedor del restaurante. Aunque la cocina era ya un hervidero a esas horas, la paz de la sala me permitiría participar en el juego sin grandes agobios, les prepararía unos platos sencillos, que no desentonaran con lo que ya teníamos en carta. Mónica me aseguraba que su acompañante era de los que pagaba en efectivo, por lo que podríamos rebañar unos eurillos.
         Aquel sábado poníamos de aperitivo un chupito de sandía, albahaca fresca y tomate, lo trabábamos con un chorro de aceite de oliva y un poco de miga de pan mojada levemente en vinagre de jerez, quedaba una crema suave que adornábamos con unas briznas de perifollo, la servíamos bien fría, con un palito de apio crujiente como contraste.
         Como entrante preparé un canelón, hacíamos la pasta fresca nosotros mismos, era una de las referencias de la casa, la única virtud del chef que era un cretino, pero tocaba la pasta como los ángeles. Para rellenar el canelón habíamos escalibado unas verduras a baja temperatura, 70º en una bolsita térmica, durante un montón de horas. El puerro, la cebolla, el calabacín y la zanahoria quedaban confitados con una pizca de cúrcuma, pimienta de Jamaica, salvia y sal. Se soasaban lentamente en sus propios jugos, que luego se aprovechaban para ligar la salsa. El canelón de verdura lo culminaban unas hebras de cangrejo real. Había que naparlo con una vinagreta hecha con una yema de huevo que no estuviera muy fría, una cucharada de mostaza antigua, un chorrito de aceite de oliva y unas gotas el agua de la cocción de las verduras, que queda anaranjada. Hay que batirlo todo muy bien para que la salsa tome cuerpo, muy cercano a la textura de la mayonesa. Para que sea una vinagreta hay que añadir al final vinagre de jerez, un chorrín de nada. Con esa salsa mancha el plato antes de poner la pieza de pasta, luego se cubre con un poco más para darle brillo.
         El plato estrella sería una langosta termidor, capricho de Mónica, nosotros no trabajábamos la langosta, nos contentábamos con un bogavante que no siempre era del mediterráneo. El marisco a la termidor contiene todos los factores objetivos y subjetivos para el amor, empezando por su afrancesado nombre. No es sino un guiso de langosta cubierto con una sabrosa bechamel, presentado sobre la propia cáscara de la langosta. Necesitábamos un par de langostas de 250/300 gramos cada una. Pase a que en la receta canónica el crustáceo se cuece entero, vivo, en agua salada abundante, que hierva a borbotones, con un chorrito de vinagre, un pellizco generoso de sal, perejil, laurel y tomillo. Yo prefiero partirlas por la mitad y darles un golpe de plancha caliente en vez de sumergirla en agua, la carne se contrae y se tuesta ligeramente, acentuando los sabores.
         Cocidas o a la plancha, hay que esperar a que se templen, no manejarlas muy calientes, se cortan las langostas a lo largo y se le saca la carne de las colas y las pinzas, no hay que ser muy brusco pues el caparazón servirá como recipiente para servirla. Se corta la carne en cuadraditos y se rehoga con dos cucharadas de aceite de oliva, 120 gramos de mantequilla y sal, fuego muy suave.
         En una cacerola a parte se prepara una roux espesa iniciándola con una chalota bien picada, caldo de pescado, vino blanco que no sea muy dulce, una pizca de nuez moscada, sal y pimienta blanca.
         Se tuesta primero la harina con el sofrito de cebolla y se incorpora poco a poco el caldo de pescado y, al final, una copita de vino. Cuando la bechamel ha engordado lo suficiente se rectifica de sal y pimienta y se le añade perejil, perifollo o cebollino y estragón.
         Se presenta el plato sobre las cáscaras de la cola de la langosta distribuyendo en el fondo los daditos de la carne de la langosta mojada con el jugo de las cabezas y cubierta con bastante salsa de bechamel. Hay que gratinar el plato en el grill, yo me niego a ponerle queso rallado - emmental o gruyere -, la meto en el horno con unas avellanas de mantequilla.
         Me quedaba sólo el postre, algo ligero, tenían por delante un par de horas largas de alegre Shakespeare. Busqué una piña que no estuviera muy madura, la pasé por el cortador de fiambre hasta conseguir unas láminas lo más finas posibles. Las colocamos sobre el plato más hermoso de la vajilla, compramos unos platos de Limoges diseñados a partir de pinturas de Marc Chagall, preciosos. Espolvoreé pimienta roja pasada por el molinillo, unas briznas de piel de lima y unos hilos de miel de azahar. El plato hay que servirlo frio, sin exageraciones. Un postre excelente para acompañar al champagne.
         Pasaría el resto de la velada pendiente del teléfono móvil por si Mónica necesitaba un plan de escape, quedarían en la nevera las botellas sin apurar y algo de comida podríamos sisar para retomar nuestros encontronazos bajos los elegantes manteles de algodón que convertían los bajos de las mesas en cabañas secretas, no iba a ser la primera vez que triscáramos bajo los tapetes bordados.

         Había bordado el personaje de la señorita Deveroux, toda una sorpresa deseable que me había trastocado de otra vez. Yo, que pensaba que ya me había curado de la fiebre de Mónica, volvía a caer infectado por los vapores de la bella Deveroux.»
En vez de cuadro, entresaco de la red una fotografía de la vajilla diseñada a partir de cuadros de Marc Chagall en Limoges.
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