miércoles, 30 de septiembre de 2020

Capítulo DLIII.- El placer de que no salgan del todo bien las cosas.

Después de llevar unos días con problemas de navegación, al final he podido engañar al ordenador y recuperar el blog, que lo había extraviado porque mis programas no “soportaban” el software de gestión del blog. Llevo desde marzo utilizando el portátil del trabajo que tiene unos programas centenarios, que los cortafuegos no dejan que actualice. Cualquier incidencia en la red es una tragedia de dimensiones bíblicas. Tiempos inciertos, complicados. Cuesta concentrarse. No soy nada original si digo que cada vez veo menos informativos, la estrategia del avestruz es una constante estos días. He estado todo septiembre intentando hacer de otro modo platos de toda la vida. Empecé con un bizcocho en el que utilicé almidón de patata en vez de harina, siguiendo una vieja receta mallorquina de bollos muy esponjosos. Estuve casi casi a punto de conseguir la textura perfecta, pero me faltaron tres minutos de horno y eso hizo que la base quedara sin cocer. Buen intento, las recetas no suelen salir a la primera. Después seguí con los pescados y el pollo a baja temperatura, gracias al regalo de unos amigos he vuelto a las andadas con la cocina a baja temperatura. No tengo máquina para sellar al vacío, no hace falta. Me explicaron un truquillo con una bolsa zip resistente y una pajita para ir absorbiendo el aire. Hice primero unas pechugas de pollo, éxito total, y fracasé con unas judías verdes que eran un poco rasposas. Para este fin de semana lo intentaré con una pieza de medio kilo de panceta que necesita 36 horas de cocción suave y después un golpe de plancha. Casi más importante que la cocción a baja temperatura es una buena salmuera que adobe la carne. La semana que viene llega la thermomix nueva, un salto al vacío después de casi 30 años con el viejo cacharro. Quiero estrenarme con un pastel de limón y merengue, hasta ahora no he conseguido clavarlo. Espero que el nuevo cacharro me muchas tardes de gloria. Estoy/estamos en huida permanente de la realidad, que dada vez nos gusta menos. Es complicado saber en qué momento seremos capaces de enhebrar la aguja que nos permita salir de los múltiples embrollos en los que nos estamos metiendo. La realidad se parece cada vez más a los círculos concéntricos del infierno de Dante, cuando crees que las cosas no podrían ir peor, desciendes un escalón más y casi añoras las etapas anteriores. Tengo la impresión de que en abril/mayo éramos mucho mejores de lo que somos ahora. Aprovecho que los niños están durmiendo para retomar los hábitos del Diletante. He aprovechado para ver Magnolia, una película de la que me habían hablado, que había visto a trozos (el magnético papel de Tom Cruise como gurú mesiánico del machismo más casposo, Jason Robard agonizando en la pantalla, William H. Macy quebradizo, Julianne Moore frágil y cabreada…). Me gustan las películas hechas con fragmentos sueltos de historias en apariencia inconexas. Me encantó en su día Vidas Cruzadas, también disfruté con Crash, que luego fue denostada, me divertí con Mumford y, con una demora de 21 años, estoy disfrutando con Magnolia, una película que tengo la sensación de haber visto mil veces y ver otras tantas en los próximos años. Cine viejo, que ya no gusta a casi nadie, películas que tengo que ver casi en la clandestinidad, porque es un cine que ya no engancha. Puede que suscribirse a filmin para ver películas de los 70/80 y 90 sea más provocador que suscribirse a una plataforma de porno. Estoy justo en la escena en la que diferentes personajes en diferentes épocas se ponen a cantar una canción muy pegadiza de Aimee Mann, una cantante ahora olvidada. Esta tarde, dentro de mi programa de recetas de toda la vida, he conseguido un fracaso relativo con las patatas soufflé de Zalacaín. He reproducido fielmente los pasos, pero en algo he fallado. He conseguido hacer unas estupendas patatas chip, crujientes pero no hinchadas, como las que servían en Zalacaín. Las patatas de Zalacaín eran unas patatas fritas, ni más ni menos, que tenían la virtud de servirse recién fritas, hinchadas como pequeños globos crujientes. La receta original se inicia comprando patatas agrias y un poco viejas, tienen menos agua y menos almidón. Yo he utilizado una patata monalisa que llevaba diez días en un cajón. Por lo visto, no era lo suficientemente vieja, sin pasarse, ni lo suficientemente agria. Primer fallo. La patata hay que pelarla con mimo y recortar los bordes hasta que queda un prisma regular, un cubo de aristas casi perfectas. Revisando las notas de un blog (https://www.directoalpaladar.com/recetas-de-aperitivos/como-hacer-famosas-patatas-sufles-zalacain-paso-a-paso-guarnicion-crujiente-para-triunfar-navidad) he visto que las pelaban el día de antes de freírlas, dejando que se oxidaran un poco y repelándolas después. Una vez se han pelado y reposado las patatas hay que cortarlas en rodajas de 2’5 milímetros, el grosor de una moneda de dos euros. Puede que las mías fueran demasiado finas. Ya tengo más o menos pensada la solución para mi próximo intento. Hay que dejar los rectángulos de patatas (2’5 centímetros x 3 centímetros) en remojo unos minutos, para que sigan perdiendo almidón. El agua va quedando blanquecina, puede que ese almidón, debidamente secado me sirva para la receta del bizcocho de cuartos. Se extienden las rodajas de patatas sobre una superficie plana y se secan cuidadosamente, han de quedar completamente secas (las mías se han arqueado). Hay que preparar dos sartenes con abundante aceite de oliva (me ha quedado aceite usado para cocinar durante todo el mes de octubre), y ponerlas a fuego vivo. El aceite de la primera sartén tiene que llegar a los 120º, el de la segunda a los 190º. Los grandes cocineros consiguen calibrar la temperatura del aceite a ojo, a partir de pequeños detalles sobre la viscosidad del aceite a medida que sube la temperatura, o el truco de la miga de pan lanzada para ver como evoluciona. Yo, que estoy en fase insegura, he medido al milímetro las temperaturas de las sartenes y he jugado con el fuego para que la oscilación fuera mínima. El problema ha sido que cuando he añadido la tanda de patatas a la primera sartén, la temperatura ha bajado 10º de golpe, con lo que he tenido que subir el fuego para que la variación de temperatura no malograra la prueba. Puede que me haya precipitado y las patatas no hayan pochado lo suficiente. Hay que dejarlas en el primer aceite por lo menos 5 minutos, para que se atonten. Hay que menearlas con mimo. Puede que yo las haya sacado antes de tiempo. Después hay que pasarlas a la sartén que está a 190º, donde se hinchan de golpe, quedando como pequeños globos de patata. Las mías se han frito perfectamente, pero sin hincharse. Podría ser peor, en Magnolia están en la escena en la que llueven sapos y desatan el caos. En definitiva, feliz de todos mis experimentos semifrutrados de este extraño septiembre. Si nos confinan con los fríos afinaré todas las técnicas que he ensayado estas semanas.Las caricaturas de Géza Faragó pueden ser una buena referencia para estos tiempos y estas dudas. Las caricaturas de Géza Faragó pueden ser una buena referencia para estos tiempos y estas dudas. Como no me dejan bajar la imagen, pongo el enlace https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Farag%C3%B3,_G%C3%A9za_-_Reception_(ca_1910).jpg

domingo, 13 de septiembre de 2020

Capítulo DLII.- El final del verano huele a melocotones.

Este final de verano ha olido a melocotones. En septiembre todavía han llegado los últimos golpes de calor, no tan asfixiantes como los de finales de julio, los días son ya más cortos y a última hora de la tarde se puede respirar, aunque a mediodía la temperatura supera los 30º que en una ciudad húmeda son insoportables. A primeros de septiembre quedamos con unos amigos a desayunar. Desayunos de tenedor a base de costillas a la brasa, panceta, callos y otros placeres que horrorizarían a un nutricionista. Son fabulosos los desayunos que te obligan a tomar una cerveza o una copa de vino con gaseosa antes de que den las diez de la mañana, la vida se ve con otra perspectiva. Después del desayuno fuimos a un pueblo cercano (Sant Pau del Ordal) a comprar melocotones. Los agricultores de la zona organizan los fines de semana un mercadillo de productos de la zona en el que el melocotón es la estrella, eso sí, en una panadería cercana hacen una coca de crema y piñones que también vale un imperio. Compramos dos cajas de melocotones, una de melocotón de viña, de carnes más prietas, cruje al morderlo; el otro de melocotón de agua, mucho más frágil, se deshace en la boca y, si está un poco pasado, es casi una jalea recubierta con la piel aterciopelada del melocotón. Guardamos en el maletero del coche las cajas de melocotones y nos quedamos un rato de tertulia, estiramos unos minutos más la despedida porque siempre surgen conversaciones nuevas que no conviene dejar a medias. Al abrir el coche descubrimos como el olor a melocotones se había apoderado del ambiente. Un olor dulzón, no muy cítrico, casi se notan los pelillos suaves de la piel. Olor a final de verano, a fruta madura que hay que consumir en pocos días. Compramos más melocotones de lo que debíamos, suele ocurrir cuando un urbanita se deja seducir por los encantos de la vida del campo, cargamos los maleteros como si hubiéramos descubierto un nuevo El Dorado. El olor a melocotones termina siendo mucho más agradable que su sabor. Dejé las frutas en la cocina, apiladas con orden y cierta armonía en la combinación de las distintas tonalidades del amarillo, el naranja y el bermellón. Oler melocotones genera muchas más expectativas que comerlos. Estos días hemos pelado melocotones para tomarlos solos, a bocados, cortados en trozos grandes, sin piel; también en cuadraditos pequeños para combinar en macedonias; añadidos a ensaladas; espolvoreados con canela y azúcar, reposados en vino para macerar. Podríamos haber hecho varios botes de mermelada de melocotones, botes que nos hubieran acompañado durante meses ya que cuesta dar salida a las mermeladas. Nuestro cargamento de melocotones parecía infinito, eso que tuvimos que ir descartando algunas piezas que pasaron de la madurez a la podredumbre en pocos días. El olor de la casa a melocotones era maravilloso, bastaba abrir la puerta para trasladarnos otra vez a los desayunos fantásticos de los sábados de holganza. Dar salida a los melocotones era otro cantar. A medida que transcurrían los días los melocotones iban intensificando su olor un poco más picante, aparecieron algunas mosquitas revoloteando por las bandejas en las que guardábamos la fruta. No soy partidario de meter el melocotón en la nevera, pero llega un punto en el que el romanticismo de la fruta comprada directamente al agricultor puede llegar a convertirse en un problema sanitario. Sin embargo, abría la cocina y veía el plato colmado de melocotones, reluciente, a punto de explotar. Preparé un salmorejo con melocotones y menta fresca, alguna ensalada con queso feta, dejé que se me empararan las manos con los últimos melocotones de agua. Entiendo perfectamente a Fantín Latour, que no se hartaba de pintar fruteros con melocotones. He recuperado dos recetas de melocotones de Alain Ducasse, en realidad dos guarniciones para un fuagrás de Landas cocinado a la plancha. Para la mermelada de melocotón Ducasse propone utilizar 2 melocotones, una hoja de albahaca, 2 granos de pimienta negra, la cáscara de un limón y sal en escamas. Se pelan los melocotones de agua, se cortan por la mitad, se deshuesan. Hay que cascar el hueso y sacar la almendra, que es un punto amarga (arsénico en pequeñas dosis). Se ponen todos los ingredientes en una bolsa de cocinar al vacío se dejan cociendo a 90º al baño maría durante una hora. Se enfría la bolsa rápidamente antes de picar muy finos los melocotones y el líquido. Se reservan las dos almendras que se sirven enteras. La segunda receta es la de los melocotones semiconfitados. Se necesitan 2 melocotones de viña, un chorrito de aceite de oliva, un limón cortado en rodajas, 20 granos de pimienta y 6 hojas de albahaca. Se cortan los melocotones, se quita el hueso y, sin pelar, se separan cada mitad en gajos gajos (12 gajos por melocotón dice la receta). Se colocan los gajos sobre papel de cocina, se rocían de aceite de oliva, se ponen las hojas de albahaca, los granos de pimienta y las rodajas de limón. Horno a 120º. Hay que asarlos durante 40 minutos, dándoles la vuelta de vez en cuando, para que suden bien. Ducasse todavía emplea un tercer melocotón sin cocinar, pelado y cortado en pequeños daditos para que acompañe a la mermelada y al caldo del plato, un caldo que se prepara reduciendo un caldo con despojos de pato. Acaba el verano oliendo a melocotones y empezará el otoño soñando con el fuagrás.