jueves, 23 de diciembre de 2021

Capítulo DLXXVIII.- Recuperándo hábitos.

En un par de horas empezaré con las tareas del roscón de reyes, necesito tres días para que fermenten las masas, es una de las rutinas que marca el inicio de la navidad. Ya pasé por el mercado, encargamos pescado y un poco de marisco, sin cometer grandes locuras. Mañana recogeré un pollo de corral de más de 5 kilos para rellenar. Ayer preparé unas perdices con un escabeche suave de naranja y calabaza, hoy las deshuesaré y las reservaré para darle alegría a las ensaladas… No he parado de cocinar y de pensar en comida, sin embargo, he ido relegando el hábito de escribir, me cuesta hilar una historia que sirva para el Diletante. No me preocupa, son ciclos. Ya sé que en invierno me cuesta más la fabulación. También es verdad que la pandemia, la prepandemia y la postpandemia ayudan poco. Nos hemos instalado en una rueda que puede llevar al hastío. Regresaron los niños hace dos semanas y la cocina ha vuelto a la normalidad de los guisos olorosos, al «papá, qué hay para comer?». Es gratificante para un cocinilla abandonar el mundo de la ensalada de cualquier cosa y la pechuga a la plancha. El roscón inaugura la temporada de bollos y dulces, lo haré con moderación, pero sin complejos. Voy recuperando la costumbre de charlar con mis hijos, con los tres. No es sencillo. Intento no ponerme trascendente, tampoco paternalista, aunque es difícil siendo padre. La mayor camina ya por su cuenta, estoy muy contento, pero hablamos poco. El mediano, que se quedó ya como mayor, se ha hecho grande de repente y me mira con cierto escepticismo, es normal, el pequeño, que dejó ya de ser pequeño, sigue siendo cariñoso, es el más vitalista (hoy cumple 13 años). Hoy iremos a comer juntos, pasearemos por una ciudad lánguida y desorientada. Habrá que esperar a las calmas de enero para que regrese la luz. Hoy es el día más corto del año y no me ha tocado la lotería. Esta semana me empecé una biografía de Ítalo Calvino. Me he dado cuenta de que nadie lee y nadie conoce a Calvino. Se ha perdido el placer de leer al Barón Rampante y no quedan Ciudades Invisibles. Cuando termine la biografía me leeré sus últimas novelas, las compré pero no llegué a quitarles el precinto. Necesito conocerlo mejor, tomar impulso, para enfrentarme a sus últimos escritos. Tengo cierto temor, puede que ya no conecte. Me pasó hace unos meses con Fernández Santos, me releí Cabrera y me pareció una novela rancia. Este verano querría releerme Madame Bovary. En realidad me la leeré como si fuera la primera vez porque quería enfrentarme a la versión francesa, tengo todavía unos meses para encontrar una buena edición comentada. En su día me leí todo Flaubert y quedé varado en la Educación Sentimental, un libro al que acudo con mucha frecuencia. La Bovary me costó un poco más. Reviso lo escrito y me doy cuenta de que soy un Boomer, mañana me ponen la tercera dosis y eso me instala en la categoría de los boomers. Tengo un ordenador muy lento, tarda en arrancar. Los tiempos muertos hasta que se instalan los programas, conexiones y cortafuegos lo dedico a leer las Historias de Cronopios y de Famas. Sería divertido saber qué escribiría hoy Cortázar. Ítalo Calvino murió en 1985, Julio Cortázar en 1984. En su día fueron hitos de la modernidad. Hoy no sé qué escritor elegir para conectar con lo moderno y eso que busco y leo las listas de novelas reseñables cada año. Se acerca la hora de que despierten en casa. Todavía tengo que trabajar, he de terminar algunos asuntos. Después prepararé los desayunos y la masa madre del roscón, para que inicie la primera fermentación. Tengo en la nevera un bote de cristal con masa madre que lleva reconcomiéndose más de un año. Con ella he hecho brioches de escándalo, bum baos de fantasía y bizcochos esponjosos. Alimento esa masa madre cada tres o cuatro semanas (una parte de harina integral, dos de harina de fuerza y un chorro de agua filtrada). Puede que mi bote de masa madre termine siendo mi gran legado. Hoy no cocinaré. Comeremos fuera. Un menú degustación en un restaurante oriental (Indochine). Pasearemos por una ciudad mortecina. Iremos a buscar un cuadro que me regalan los amigos de una galería de la que somos socios desde hace muchos años. El impulsor era ya amigo de mis padres. Un tipo curioso de más de 80 años que todavía pasea en helicóptero por la ciudad. También querría ir a una librería que no sé muy bien dónde está, la visitamos hace unas semanas y me pareció fantástica. Me gustaría comprar un libro a cada uno de mis hijos, elegirlo casi al azar. Me gustaría que lo conservaran, que anotaran en la contraportada «Diciembre. 2021.», que lo leyeran dentro de 20 años y se acordaran de este invierno del 20-21. Tengo la suerte de que quedará internet y google, que dentro de 30 años, cuando necesiten hacer una receta y tecleen en el buscador mi nombre o el del diletante, seguido de un plato de los que recordaran de su infancia o adolescencia, llegaran a las recetas del Diletante en la Cocina. Un blog que ahora no visitan. Saben que existe, pero son completamente ajenos a lo que escribo. Mejor así. Tienen por delante mucho tiempo para descubrir las casi mil recetas acumuladas durante estos años. La entrada de hoy ha quedado como las notas de un dietario. La receta también se inspira en esa obsesión por el aprovechamiento, por la dispersión de bocados sueltos que quedan casi olvidados en la nevera. Vi como la cocinaban en un programa de la televisión (soporto mejor el Canal Cocina que el Telediario). De hecho, ni siquiera es una receta, sino parte de una receta, un complemento a un guiso de alubias que cocinaron en un programa sobre la ruta gastronómica del Camino de Santiago (por cierto, querría hacer con mis hijos el Camino de Santiago esta primavera). Al plato lo llamaban «Caramelos de Pie de Cerdo» y se preparaba con los restos de carne y verdura de un potaje. Las sobras de un guiso de los de cuchara. Lo preparé en el mes de diciembre y quedó pinturero. Para preparar estos caramelos hay que rescatar del puchero los restos de un pie de cerdo, un trozo de morcilla, una pizca de jamón, pollo, el tuétano de un hueso de caña, las hebras de una carrillera… La pieza fundamental es el pie de cerdo cocido, el resto de acompañamientos cárnicos queda al gusto del cocinero. También se necesitan puerros guisados (imprescindibles) y van bien algunas verduras de las que sobren del puchero (zanahoria, chirivía, nabo, col…). Cada puchero es un universo. Para cocinar los caramelos hay que empezar preparando un sofrito clásico. Cebolla bien picada (todo lo bueno empieza picando una cebolla), media zanahoria, un diente de ajo y un chorrito de aceite de oliva. Se rehoga bien, sin prisa, dejando que los ingredientes de atonten. Se añade una pizca de sal y un golpe de pimienta negra. Mientras el sofrito se va trabajando en la primera sartén, preparo una segunda sartén, más grande, en la que deshueso un pie de cerdo y deshilacho los restos de las carnes que quiero emplear. Es importante que no quede ningún huesecillo, ningún cartílago. Para que no quede muy seco, en esa segunda sartén incorporo picados restos de algunas verduras del puchero. No hay que emplear mucha cantidad de carne o de verdura. Mientras se atempera la segunda sartén, vuelvo a la primera, donde ya tengo atontado el sofrito. Busco un poco de coñac o de vino oloroso en la despensa. Añado un buen chorro y subo el fuego. La sartén chisporrotea y me llega un golpe de olor a cosa rica. Bajo de nuevo el fuego y le pongo una cucharada mínima de harina para que mis caramelos tomen cuerpo. Mezclo con una cuchara de madera, va quedando una masa cremosa que no llega a ser una besamel. Voy incorporando caldo del puchero, cargado del colágeno de los pies de cerdo. Queda una crema parda y brillante a la que incorporo la carne revivida de la sartén grande. Mezclo bien y apago el fuego. Sin limpiar la sartén grande, en la que reguisé la carne, engraso un poco, pongo el fuego al mínimo y busco una tabla grande de madera. Sobre la tabla coloco tres o cuatro puerros previamente hervidos (el hervido no debe quedar muy pasado). Ayudándome con la punta de un cuchillo, abro los puerros y voy sacando las láminas casi transparentes. Puede que alguna se rompa, da lo mismo. Las voy colocando sobre la sartén, para que se doren durante un minuto, no mucho más. Preparo varias tandas de capas de puerro. Las voy sacando y colocando sobre una bandeja grande. Limpio la tabla de madera y corto un trozo de film de plástico. Lo extiendo bien, a lo largo de la superficie de la tabla. Con ayuda de una pinza voy rescatando las láminas de puerro, las voy colocando sobre el papel film, extendidas, formando la capa exterior de lo que será el caramelo. Cuando están bien extendidas voy a la sartén en la que está la carne mezclada con la rough. Pongo una pella generosa en el centro de la superficie de los puerros, la extiendo un poco para que se adapte al tamaño del caramelo que quiera preparar (si he puesto un trozo grande de film y una extensión grande de puerro saldrá una especie de butifarra, no está mal. Si la superficie es más pequeña, quedarán como caramelos). Ayudándome del papel film voy enrollando la superficie de puerro, cuidando un poco para que no se salga el relleno. Formo un rulo que cierro bien, anudando los extremos del papel film. Preparo varios caramelos. Los coloco en un tupper grande y reservo en la nevera. Necesitarán unas horas para que termine de cuajar el guiso. El colágeno de los huesos termina de cuajar. Yo dejé mis caramelos toda una noche. Al día siguiente quité la cobertura de plástico. Había quedado una pieza perfecta, ligeramente ovalada, casi como un embutido. Encendí el fuego y puse una plancha engrasada, dejé que tomara temperatura antes de ir colocando unas rodajas gruesas de mis caramelos (conviene cortar el embutido con un cuchillo de sierra). Basta un golpe fuerte de calor, para que no se deshaga el compango. El tiempo justo para que se atempere la pieza y quede una mínima capa tostada, casi crujiente. Se puede presentar también pasando por el fuego la pieza entera, sin cortar, como si fuera una salchicha de verdura y carne. Puede que leída la receta parezca complicada, pero, en realidad, es una tontería que puede hacerse mecánicamente, sin pensar. Lo importante es tener restos de un puchero o de un cocido. La receta permite todo tipo de variantes, siempre que haya colágeno que compacte. Para despedir la entrada he localizado un cuadro muy boomer, de Pedro Moreno-Meyerhoff, la imagen de algo que ya no está de moda. Como sigo sin poder colgar imágenes, pongo el enlace y la colgaré en Instagram (https://www.artsy.net/artwork/pedro-moreno-meyerhoff-lento-en-la-sombra-iii).

lunes, 8 de noviembre de 2021

Capítulo DLXXVII.- Shephered's Pie.

Regresamos de Inglaterra hace unos días. Pasamos una semana larga divertida y distinta, recorriendo con los niños las regiones del norte británico, sin cruzar a Escocia para evitar tener que hacer pruebas complementarias de antígenos y riesgos de nuevas cuarentenas. Hicimos casi dos mil kilómetros, conduciendo casi siempre por la izquierda (hubo algún pequeño despiste, sobre todos en los aparcamientos, pero, en general, pasé la prueba con nota y con temple). Visitamos desde las playas cercanas a New Castle y Middleborough, más cercanas a la inspiración del Drácula británico que los empaladores de los Cárpatos, hasta Liverpool. Vimos el distrito de los lagos (postales de Beatrix Potters) y la campiña de Yorkside. Tuvimos bastante suerte, no llovió mucho y pudimos hacer muchas visitas incluso con sol. Paisaje sin apenas montañas, a lo sumo, pequeñas lomas verdes plagadas de ovejas gordas e inmóviles (no descarto que fueran de escayola). Pude ver por fin las abadías medievales abandonadas, hay docenas de ellas escondidas en los lugares más sorprendentes. Da cierta placidez ver conventos e iglesias en ruinas perfectamente integradas en el paisaje. Las ruinas inglesas no tienen el punto tristón de las ruinas españolas, llenas de basuras y de llanuras secas. Las ruinas inglesas tienen el punto elegante y decadente de todo lo inglés. Hubiera podido pasar horas paseando por jardines frondosos, columnas de piedra y estructuras derruidas con la precisión de un poeta romántico. También me sorprendió el Museo de escultura al aire libre de Yorkside (https://ysp.org.uk/). Una gozada poder caminar por los distintos terrenos, donde se combina la campiña más rural con los jardines de inspiración italiana. Mucho Henry Moore, algo de Plensa y también esculturas desenfadadas, como las de la exposición temporal de Joana Vasconcelos. Sólo por ver el parque de esculturas mereció la pena el viaje. Quedaron visitas por hacer (como la del Tate de Liverpool, donde había una exposición de Lucian Freud). Pudimos ir al cine, visitar mercados en busca de pescado y desesperarnos en las tiendas. Los ingleses comen bastante mal, si la pasión que dedican al arte y a la jardinería la centraran en los fogones podrían ser grandes cocineros, pero tienen a recocer y recalentar todos los alimentos, entristeciendo sus ya de por sí tristes verduras. Lo de freír pescado y patatas con grasa de vaca debería estar sancionado. Como los niños llevaban varias semanas en Inglaterra, el objetivo principal es que recuperaran por unos días la cocina casera. La cacharrería de los apartamentos alquilados no daba para muchas alegrías, aún y así, pude hacer algún caldo de pollo (no había fideos en el super y tuve que improvisar unos espaguetis cortados como pasta), tortillas de patata, merluza al horno con verdura y alguna cosilla más, pagando el aceite de oliva a precio de oro y desesperándome por encontrar algo de pescado sabroso y fresco más allá del insípido bacalao. Las visitas a restaurantes fueron de absoluta supervivencia, en medio de alguna excursión, decantándonos por los socorridos tailandeses, italianos trasnochados y alguna hamburguesa que tenía un pase. Sólo la última noche, en un hotel rural, cenamos con cierta gracia y con un buen vino italiano que no nos llevó a la ruina. Puede que entre el vino y el whisky de los Lagos (fantástico), la comida ganara en presencia, en sabor y en encanto. Pedí un Shephers Pie, un pastel de cordero. Un guiso de cordero con verduras, cubierto de puré y gratinado. El cordero inglés suele ser más recio que el hispano, entre otras cosas porque no tienen el hábito de comer cordero lechal y abusan del cordero recio y lanudo que deja un sabor a lana recién trasquilada. Todos los países y culturas tienen sus estofados de carne. En Europa el estofado de buey al borgoña, el ragú italiano o la caldetera española son variedades de una misma necesidad, la de someter a bueyes, vacas, terneros, cerdos o corderos a largas cocciones para amansarlos. Mi pastel de cordero (pastel del pastor) me supo a gloria, puede que porque la carne del cordero la habían picado, tomates, cebollas, zanahorias y demás verduras habían hervido con la paz de un pequeño pueblo en mitad de ninguna parte. El puré de patatas era casero, la salsa que ligaba los bocados de carne era melosa y espesa. La capa superior del plato había gratinado hasta disponer de todos los tonos tostados de una cazuela dejada en el horno. Nada más regresar a casa, después de casi dos semanas circulando por la izquierda, no tardé en reproducir el pastel del pastor, introduciendo algunos ajustes propios de la cocina española y francesa. El cordero lo compré en la carnicería de confianza de debajo de mi casa. No quisieron picarme la pierna que conseguí, pero al menos me la deshuesaron. El sofrito de verduras lo hice con aceite de oliva. Entre el cordero lechal ibérico y el aceite de oliva, el primer golpe del sofrito ganó en suavidad. Corté las piezas en trozos no muy grandes, del tamaño de un dedo, salpimenté con generosidad y les di un primer golpe de calor antes de rehogar las verduras. La pierna de cordero pesaba 1.300 gramos, creo que era poco más de 700 gramos aprovechables de carne. Mi sofrito lo construí sobre una docena de chalotas, una cebolla roja y una veintena de pequeñas cebollitas del tamaño de un huevo de codorniz. Piqué dos zanahorias, una rama de apio resplandeciente y 250 gramos de tomates de pera de los pequeños, una bandeja de tomatitos alargados de distintas tonalidades. Pimienta de Jamaica molida, romero y tomillo, un diente de ajo y una hoja de laurel para el sofrito fuera tomando cuerpo con la grasa que había dejado el cordero y el lento bullir de las verduras. Cuando llevaba media hora cumplida de cocción, incorporé otra vez el cordero y la salsa que había supurado. Dejé que el cordero tomara temperatura, que empezara a entenderse con las verduras durante 15 minutos largos. No hacía falta agua, el fuego contenido hacía que todo sudara sin líquidos añadidos. Subí el fuego, abrí una botella de vino con cuerpo de León, un tinto de uva Mencía que tiñó todo de bermellón. Aproveché la circunstancia para ponerme una copa de compañía. Casi puse media botella (350 cc), dejé el fuego alegre hasta que volvieron las burbujitas, luego volví a bajar la llama para que no se precipitaran las cosas. De vez en cuando le daba un meneo a la cazuela. La carne del cordero empezaba a formar hebras, a deshacerse. Cubrí con un caldo ligero de pollo ya desgrasado y dejé que se mantuviera el guiso a las puertas del hervor, evaporando poco a poco el exceso de líquido y formando una salsilla espesa y rojiza. Seguí tomando mi copa de vino y me dispuse a preparar un puré de patatas a la francesa, con mucha mantequilla y un litro de leche que infusioné con las peladuras de dos kilos de patatas rojas que dieron una pulpa muy arenosa, capaz de absorber 200 gramos de mantequilla italiana. Como herví las patatas sin la piel (que fue infusionando en leche templada durante 20 minutos), tuve que ponerla a secar 10 minutos en el horno a 100 grados, para reducir al máximo la presencia del agua. Puse en un gran bol la pastilla de mantequilla cortada en daditos, una pizca mínima de aceite de oliva, las patatas, sal, pimienta de Jamaica y un golpe de nuez moscada. Con la ayuda de un chafapatatas fui haciendo el puré, añadiendo poco a poco la leche templada y dejando que la patata fuera pidiendo la leche y conformando un puré espeso y cremoso (al final no añadí las dos yemas de huevo que recomendaban los recetarios ingleses). Tengo puré de patatas para varios días. Engrasé un recipiente de paredes altas, resistente al horno, puse una capa generosa del estofado de cordero, sin abusar de la salsa, quería que el pastel tuviera algo de cuerpo, que no se desparramara. Cubrí el molde con abundante puré de patatas, extendido hasta formar una capa de un dedo recio de grosor y metí el cacharro en el horno durante 20 minutos, el tiempo necesario para que se tostara ligeramente el puré, sobre todo en las orillas. El Sheperd’s pie fue directamente a la mesa, donde los invitados habían superado ya el reto de una sopa de cebolla y una pizca de paté de campaña. Tengo pastel y puré para comer durante la semana. Hubiera acompañado el plato de hoy con cualquiera de las esculturas del Yorside Park, pero en el último momento he descubierto el cuadro de un mercado de Palermo pintado por Renato Gattuso, un pintor modernista italiano carnal y desmesurado, como mi guiso de hoy (https://es.wikipedia.org/wiki/Renato_Guttuso). El cuadro, como últimamente, en el Instagram del Diletante en la cocina (#undiletanteenlacocina).

martes, 12 de octubre de 2021

Capítulo DLXXXVI. - Efectos colaterales del síndrome del nido vacío.

Uno de los efectos colaterales del “síndrome del nido vacío” está siendo el cambio en todo lo que afecta al tiempo, al paso de las horas. A principio pensaba que dispondría de más tiempo, sin embargo, he comprobado que lo que ha cambio es la distribución. No es verdad o, por lo menos en mi caso, no está siendo cierto, que disfrutaría de más tiempo libre al no tener que preparar desayunos, llevar niños al colegio u organizar la agenda para llegar a los partidos. Esos espacios desocupados han quedado cubiertos con otras tareas que, a la postre, no resultan tan gratificantes. Al tener que cocinar diariamente solo para dos he abandonado momentáneamente la vorágine de las grandes cazuelas de albóndigas, de los platos colmados de pasta y la necesidad de asar al menos dos pollos para que la tropa se quede saciada. Ahora la cocina es, en realidad, no cocina, a base de ensaladas, verdura rehogada y pescado a la plancha. He reducido sensiblemente la ingesta de hidratos. Sigo pensando en comer y en cocinar, pero el tiempo discurre a otro ritmo y, sorprendido, compruebo que hace más de un mes que no alimento tampoco al Diletante. Estas semanas las he pasado con la sensación paradójica de que me falta tiempo, resulta curioso porque los niños están fuera y debería ser al contrario. Puede que esté trabajando más, puede también que esté un poco más cansado, puede que de pronto la actividad en la cocina sea más rutinaria, puede que se agoten las ideas… Tantos “puedes” que puede que ninguno sea del todo cierto. Han sido días de sorpresas culinarias, descubrimos en Málaga un restaurante fabuloso, Kaleja, maestros en el manejo de fondos profundos para darle la vuelta completa a recetas tradicionales (probé una reinterpretación de las sopas de ajo que quitaba el sentido). En estos días extraños he preparado algún guiso destacable en casa. Hace un par de días preparé una carne en fricandó, incluso hice un falso tartar de tomates de los de chuparse los dedos. Pero creo que fue un estofado de conejo el que se llevó la palma del arranque de este otoño incierto. Un estofado con aceitunas. Compré un conejo entero, aunque sólo éramos dos para comer, me animé con la pieza entera porque el estofado por definición exige olla grande y mejora si pasa un par de días reposando. Trocearon el animal en la carnicería. Porciones no muy grandes para que se empaparan bien con la salsa. El día antes de guisarlo lo salpimenté generosamente, le puse un poco de tomillo, orégano, dos dientes de ajo y laurel. Lo sumergí en vino blanco (uva palomino) para que pasara la noche entera marinándose. La uva palomino combina bien con las aceitunas. A la mañana siguiente escurrí el conejo, reservé el vino para la cocción, y lo sofreí en una olla grande, con tres cucharadas de aceite. No me importó que se tostara un poco y que quedaran algunas briznas refritas en el fondo del cacharro. Mientras el conejo se atemperaba, piqué y rehogué dos cebollas hermosas, un par de zanahorias y una rama de apio. Dudé si añadirle algún tomate, pero al final pensé que era mejor utilizar verduras más neutras para que destacara el regusto al vino y las aceitunas. Retiré la carne y puse las verduras a fuego suave, con una pizca de sal y un golpe de pimienta. Mi primera intención fue hacer el guiso con aceituna gordal, pero al final me contenté con unas aceitunas sevillanas sin hueso que no quedaron mal. En el primer golpe de cocción añadí ocho o diez aceitunas para que fueran dándose sabor al sofrito. Cuando la cebolla estaba casi atontada añadí una cucharada mínima de harina que diluí en la grasa hasta que quedó tostada. Después fui incorporando poco a poco el vino en el que había macerado el conejo, removiendo lentamente para que espesara el asunto, quería que quedara una salsa con cuerpo que cobijara bien el conejo en su segunda cocción. Utilicé el equivalente a un vaso grande de vino (300 cc), antes había colado el líquido para que quedaran fuera los restos vegetales de la maceración. Incorporé otra vez a la cazuela las piezas de conejo a medio hacer, también el agüilla que había destilado durante el reposo. La cocina empezaba a oler bien. Fuego suave, rascando el fondo con un cucharón de madera para que nada quedara pegado. Dudé si ponerle una cucharada grande de mostaza, al final no me animé, quería que las aceitunas tomaran el mando del sabor, que no tuvieran que pelear con otros ingredientes más intensos. La mezcla no tardó en hervir de nuevo. Añadí agua poco a poco hasta que quedaron cubiertas las piezas de carne, sin dejar de mover para que la salsa no perdiera ligazón. Añadí un puñado generoso de aceitunas sin hueso (puede que 250 gramos cumplidos). Seguí dándole al cucharón con cuidado. Las primeras aceitunas, las que entraron en el baile junto a la cebolla, estaban casi deshechas, las nuevas tenían que aguantar enteras y dar al plato sus tonos verdes. Tapé la cazuela y dejé que durante media hora aquello hirviera tranquilamente. Quería que la carne quedara muy melosa. Meneaba de vez en cuando para que la salsa siguiera trabándose hasta convertirse en una crema muy suave. Apagué el fuego sin levantar la tapa y quedó reposando hasta la hora de comer. Un plato rico, de los que piden pan. El resto de la botella de vino cayó durante la comida y todavía sobraron un par de raciones para la semana. A la espera de poder solucionar mis peleas con el servidor, acompaño el plato con un bodegón de Joan Miró con conejo, arenque, botijo y gallo. The Table (Still Life with Rabbit), 1920 - Joan Miro https://www.wikiart.org/en/joan-miro/the-table-still-life-with-rabbit

martes, 31 de agosto de 2021

Capítulo DLXXXV.- Nido vacio.

En el teatro y en la ópera antes del estreno se suele hacer un ensayo general con público, allí se ajustan los últimos detalles y se evalúa la reacción de la gente. En mi caso el ensayo general será sin público y también debe servir para comprobar si mi orquesta está correctamente acoplada. Dentro de unos días, pocos, mis hijos marchar a estudiar un trimestre fuera de casa, van a un internado, voluntariamente, lo que hará que durante muchas semanas no podamos vernos. Llevo desde los 27 años gerenciando niños, el 17 de septiembre cumplo 56 años, por lo que durante casi tres décadas mi vida ha estado marcada por el día a día de los hijos, desde bebés a la universidad. Salvo breves lapsos de tranquilidad, lo cierto es que cada uno de esos más de diez mil días ha tocado preparar un desayuno, ir a recogerlos al colegio, hacer una fotocopia o cualquier otra tarea en apariencia rutinaria vinculada a las labores de crianza. Es verdad que mis hijos todavía son pequeños (12 y 14 años), pero este lapso de tiempo se supone que será un ensayo general de lo que puede ser un futuro sin hijos, para ser más precisos, sin tener una preocupación cotidiana por ellos (la preocupación estructural no desaparece, tengo ya una hija de 28 años y sigo pendiente de ella, pero de otro modo). En definitiva, creo que el reto es más mío que de los niños, que viven su trimestre fuera de España como una aventura. Aprender a vivir sin estar permanentemente pendiente de los niños es uno de los objetivos de este ensayo sin público. Uno de los primeros cambios vendrá por la cocina, durante unos meses habrá que olvidar las cacerolas llenas de albóndigas, los dos pollos asados para que la tropa no se quede con hambre, las tortillas de seis huevos y otras rutinas necesarias para aplacar el hambre feroz de los adolescentes o preadolescentes. Aunque echaré de menos las grandes perolas, creo que no tendré problemas para cocinar pequeñas raciones, de hecho, ya lo he hecho en alguna ocasión porque cuando tengo oportunidad cocino para mí mismo. Uno de los cocineros que he descubierto últimamente es Alain Passard, el jefe del Arpège, en Paris. De vez en cuando cuelga en las redes sociales algunas recetas, en realidad, vegetales que apenas manipula. Una de las últimas propuestas es la de unos tomates rellenos con flor de calabacín. Yo he introducido algunas modificaciones para estos tomates que tienen por objeto potenciar al máximo los sabores del tomate. Para esta receta se necesitan 3 o 4 tomates hermosos (uno por comensal). No conviene que estén muy maduros para que no se deshagan ya que hay que pelarlos. Tampoco conviene que el tomate sea muy rugoso, porque será más difícil de pelar. He elegido unos tomates rosados que apenas puedo abarcar con el puño cerrado. Lavados los tomates y descorazonados. Hay que ser generoso a la hora de quitarles el pedúnculo para que quede un hueco suficiente para poner el relleno. Passard sazona generosamente los tomates una vez pelados, no los pasa por el horno. Yo he preferido poner el horno a 70º para hacer sudar un poco a los tomates. Han estado 40 minutos a esa temperatura, con bastante sal en escamas, pimienta negra recién molida y un poco de comino. Antes de ponerlos al horno he regado los tomates con aceite de oliva. Mientras los tomates se atontaban, he preparado un sofrito muy sencillo (el de Passard era a base de flor de calabacín). Mi sofrito será un poco más grueso, pondré en la sartén un chorrito de aceite de oliva, una cebolleta picada, media zanahoria y medio calabacín en dados, puede que le ponga unos taquitos de jamón, no muchos, porque quiero que mande el sabor del tomate. No hay que gratinar los tomates rellenos, no hace falta, a lo sumo, coronarlos con un poco de perejil fresco, de hojas de albahaca o de cebollino. Así pueden ir a la mesa. Acompaño esta receta con una naturaleza muerta de Elisabeth Peyton. Nuevos tiempos, nuevos artistas. (He de colgarlo en Instagram porque sigo sin poder/saber colgar fotos en el blog).

lunes, 23 de agosto de 2021

Capítulo DLXXIV.- Langosta encebollada.

Este año estamos veraneando en una casa fantástica. Desde la terraza vemos la playa, las copas retorcidas de los pinos y las dunas. Caminamos 200 metros y estamos ya en el mar. Es un verano de bermudas viejas, de camisetas raídas y desbocadas, de caminar descalzo hasta llegar a la arena y de lavarse los pies en un balde de agua para no manchar las baldosas blancas del apartamento. Algunas tardes sacamos desde un ventanuco del baño el cable de la ducha y los niños se quitan la sal en el exterior. Es una imagen un poco de postguerra: La mano del padre asomando por el ventanuco y guiando el chorro de la ducha para que los críos no entren sucios de arena a la casa. Luego les lanzo una toalla porque tampoco queremos que queden las marcas de los pies descalzos en el suelo. Hemos pasado días felizmente calurosos en los que nuestro principal objetivo era no salir del agua. En el pueblo no venden el periódico, hay una pequeña tienda de ultramarinos que regenta un uruguayo de mirada triste. Tiene unos vinos bastante decentes que no vende a casi nadie porque la gente ya no bebe vino en verano y yo traje en el barco dos cajas completas que todavía no he acabado. Hace tanto calor que ni siquiera me acerco por las mañanas a otro pueblo un poco más grande que está a 15 quilómetros de aquí, donde sin duda encontraría todo lo que aquí falta. Echo de menos la lectura del periódico en papel, pero la pereza de las mañanas en las que el termómetro amanece ya a treinta grados aplacan cualquier añoranza. Tenemos cargada la nevera, aunque no enfríe. En la terraza no hay enchufes, por lo que tengo que organizar todas las mañanas un lio de cables que salen desde la ventana y que me permiten escribir antes de que amanezca, el único momento en el que sopla algo de brisa no abrasadora. El ritmo del día no lo marcan los niños, que ya son mayores, sino dos gallos peleados que pasan el día cantando. Empiezan a cantar a eso de las cuatro de la mañana. Una sinfonía de réplicas y contrarréplicas que sólo interrumpen a mediodía. Porque no es cierto que los gallos anuncien el amanecer, por lo menos los nuestros. Los muy canallas marcan su contienda desde muy avanzada la noche y, el más pinturero, pasea por delante de nuestra terraza a media mañana, en compañía de una gallina enamorada y cuatro o cinco polluelos. He saltado por la barandilla en más de una ocasión para intentar fotografiarlo, pero mi gallo debe ser un poco cagón, huye enseguida y se esconde entre las ramas más tortuosas del bajo bosque de pinos que empieza nada más saltar la cancela de la casa. Es un gallo negro, no muy grande. Un gallo pinturero que se desgañita antes de que salga el sol para marcar su territorio. Al otro gallo, el que le da las réplicas, todavía no lo he visto. Podría colgar en la entrada de hoy una receta de arroz caldoso con gallo, pero le estoy cogiéndoles cariño con el paso de los días y no soportaría ver pasear a las viudas por los confines de la finca llorando sus penas. Acepto con resignación que desde las cuatro a las cinco de la mañana inicie su sesión imperturbable. He estado estudiando una receta muy mallorquina, he leído mucho sobre ella, pero no la he probado estos días, cuestión de bolsillo, más que nada. Se trata de la langosta encebollada, un plato de referencia en las islas, sobre todo el Menorca. Me ha ocurrido como siempre, hay tantas recetas como cocineros y las variaciones son abismales. Para entender la variedad de guisos de langosta debe tenerse en cuenta la historia de la cocina del marisco en el mediterráneo. Hasta hace relativamente poco tiempo (puede que 60 años) el marisco no era muy apreciado, eso hacía que en platos como el pollo con cigalas el elemento más valioso fuera el pollo. La pasión por la langosta es, por tanto, una moda reciente. Esa moda casi ha esquilmado el mediterráneo de langostas, especialmente las costas mallorquinas, y el precio es estratosférico. En alguna de las lecturas veraniegas he comprobado que alguno de los gurús de la cocina afirma que la langosta es insípida, que necesita guisos potentes para destacar. No estoy de acuerdo. Una buena langosta, de carnes prietas, es una verdadera delicia hecha a la plancha, con un poco de sal y poco más. Después de leer mucho sobre la langosta encebollada, de bucear en los secretos de los restaurantes que mejor las preparan, he llegado a mi propia versión, una versión que espero poder hacer en cuanto pasen los calores y la gente abandone las islas, entonces bajará algo el precio del crustáceo. Lo primero que he hecho es descartar las recetas que incluyen el pimiento entre sus ingrediente. El pimiento marcha mucho el sabor de los platos y puede dejar a la langosta en segundo plano. También deshecho las recetas que abusan del tomate. No tiene sentido preparar un plato con un ingrediente tan caro y al final esconderlo tras una salsa de tomate frito. Hay en la red propuestas muy sencillas, casi anodinas, que se contentan con sofreír una cebolla con la langosta cortada. Después de mucho cavilar, he optado por la más arriesgada, la que lleva algún ingrediente extraño. Creo que puede estar muy buena, siempre que no se abuse del toque radical. Para la langosta encebollada se necesitan por lo menos dos langostas. Las langostas de baleares no son muy grandes, de poco más de 700 gramos por pieza. Son crustáceos de cáscara muy rugosa, de un rojo anaranjado que se intensifica cuando se fríen o hierven. Lo primero que hay que hacer es buscar una tabla grande para poder cortar bien las langostas y conservar los líquidos de la operación. No quiero herir sensibilidades si defiendo que es preferible que la langosta esté viva. El ritual de sacrificio es sencillo, se busca un cuchillo bien afilado, grande. Se clava en el intersticio que hay entre la cabeza y la cola. Para la langosta encebollada conviene separar las cabezas de las colas. Partir luego las cabezas en dos mitades y cada mitad, a su vez, se parte también en dos. Las colas se cortan aprovechando los anillos, lo que permite tener así unas porciones relativamente grandes. El agüilla que se consigue con toda la maniobra de sacrificio, más los restos de la cabeza se reservan para la picada. En una cacerola grande (los mallorquines utilizan las de barro, que dicen que dan mejor sabor, aunque yo tengo mis dudas), se añade aceite de oliva, se ponen dos dientes de ajos y se enciende el fuego. El primer paso de la receta es el de rehogar la langosta una vez troceada. El aceite tiene que estar caliente, sin llegar a humear. Se salpimentan los crustáceos antes de sofreírlos. No me gusta hacer mucho el marisco, por eso este primer paso de la receta prefiero que sea rápido, apenas tres o cuatro minutos, removiendo bien para que el aceite impregne bien la carne de la langosta. Enseguida cambiará el color de la cáscara y se intensificarán los rojos y naranjas. Se retiran las piezas del marisco, empezando por las de la cola, que se hacen más rápido. Se puede retirar también el ajo. Se añade un poco más de aceite y se baja la temperatura para conseguir un fuego dulce que permita sofreír la cebolla en ver de hervirla. Se pica un quilo de cebolla, picada en juliana, en tiras largas. El aceite estará ya alegre así que la cebolla se sofreirá con la misma alegría (ojo con el aceite muy caliente porque entonces se arrebata la cebolla y amargará el plato). Yo dejo que la cebolla se haga bien antes de añadir la sal, la pimienta blanca (poca). No va mal que la cebolla llegue al punto de la caramelización, aunque sin pasarse. Doradita y brillante va bien. En el tramo final del sofrito se añade la sal, la pimienta y una cucharada de pimentón dulce. Mientras la cebolla se atonta se prepara una picada en un mortero. Para la picada aprovecho los restos del degüelle de la langosta (el agüilla, los corales y otros restos blandos que es mejor no identificar), también se añade uno de los dos ajos del sofrito inicial, almendras peladas (preferiblemente crudas) con cinco o seis es suficiente, perejil y una rebanada de pan frito (puede freírse al principio de todo, para comprobar como sube la temperatura del aceite antes de sofreír las cebollas). Es en la picada en la que pueden añadirse los ingredientes exóticos, a saber, una onza de chocolate negro del 70%, un par de tiras de piel de naranja picadas (no hay problema si está un poco seca) y una nuez (una cucharadita de las de café) de sobrasada mallorquina. No va mal una pizca más de sal, ayuda a que la picada se vaya convirtiendo en una pasta. Se pica muy bien la majada y se añade al sofrito de cebolla. Se sube una pizca el fuego, se remueve bien para que la picada se diluya en el sofrito. Aprovechamos los restos que quedan en el mortero para cubrirlo con un coñac o un ron añejo (también serviría un buen güisqui), prefiero que el licor no sea muy dulce. Con el alcohol limpiamos bien las paredes del mortero antes de lanzar el líquido a la cazuela. No va mal flambear el alcohol para terminar de tostar la cebolla. Con el fuego alegre añadimos un par de litros de caldo de pescado (mejor si es casero). Cuando rompa a hervir de nuevo se baja la llama, se tapa para que no evapore mucho y se deja cociendo diez o quince minutos. Pasado ese primer hervor se devuelven todas las piezas de langosta al guiso. Si la operación ha ido bien, los minutos de reposo de la langosta habrán servido para que termine de sudar, por lo que en el plato habrá quedado un caldito fantástico que añadirá más sabor al guiso. Se tapa de nuevo la cacerola y se deja cociendo a fuego suave unos minutos, no muchos, se menea un poco el perolón para que la salsa termine de ligar. Los que utilicen las cazuelas de barro mallorquinas deben tener en cuenta que conserva mucho el calor y que, apagado el fuego, el guiso sigue en cocción. Antes de servirse el guiso (que podría ir a la mesa así, sin más), se le puede dar un golpe de horno, de gratín. Si alguien decide darle este toque final, dos consejos: 1) Que no deje cocer mucho la langosta en la fase previa, para que termine de hacerse en el horno. 2) Que espolvoree antes de meter la cazuela en el horno un poco de pan rallado o de almendra molida y un poco de perejil fresco picado. Si todo ha ido bien, el plato es de los que pide mucho pan para mojar. De hecho, en Mallorca lo sirven a veces con unas rebanadas de pan moreno que hay que dejar que floten tranquilamente en el caldo durante unos minutos. Como cuadro de guarnición una langosta pintada por Miquel Barceló.

domingo, 8 de agosto de 2021

Capítulo DLXXIII.- Regreso a Mallorca. Coca de Albaricoques.

Primera etapa del mes de agosto. Pasamos por casa durante unas horas para preparar el equipaje, recupero una vieja sensación, casi perdida, de buscar cajas para guardar el vino y las especias que llevaremos para los próximos días. Hacía muchos años que no veraneábamos en Mallorca, años en los que no habíamos tenido que organizarnos para cargar el coche y coger el ferry nocturno que nos llevará a la isla. Uno siempre piensa que en el coche cabe prácticamente todo y yo de hecho he organizado dos cajas de vino, un cajón con frutos secos, especias, aceite de oliva y los restos de pan, fiambre y comida que quedaron en la nevera. Hemos encargado una macrocompra por internet para que en cuanto lleguemos a la casa podamos llenar nevera y alacena. Nos esperan unos días en la playa. Hemos abandonado temporalmente Grecia. Los protocolos Covid complican los desplazamientos familiares, generan riesgos y dudas hasta el último momento. Es curioso que cuando inicié el ciclo griego añoraba Mallorca y hoy, que reinicio el ciclo mallorquín, añoro Grecia. Tengo cierto temor a que la isla y los días soñados tengan poco que ver con la realidad. Es un misterio saber cómo se han transformado las playas y los pueblos que durante muchos años fueron nuestro territorio en agosto. Quedan unas horas para embarcar, todavía no hemos terminado de cerrar cajas y maletas. He guardado entre las botellas un sacacorcho y un cuchillo muy afilado porque son los instrumentos que luego no encontramos en la casa. También llevo la batidora, pero no me he atrevido a empaquetar el Thermomix, que queda en la casa vigilando la cocina. El lunes por la mañana desembarcaremos en Palma. Cuando lleguemos no habrá nada abierto y hasta el mediodía no nos liberan el apartamento. Tocará deambular por la ciudad, ir a desayunar a Can Joan de S’aigo y tumbarse en la playa derrumbado hasta que nos puedan dar la entrada. A partir de las tres de la tarde llega la compra. Hay cientos de recetas mallorquinas que no podré probar o cocinar durante estos días, platos que guardo en la memoria y sobre los que he escrito una y mil veces. Sí espero poder tomar más de una ensaimada, de aquellas recién salidas del horno, con la grasa pringosa y el azúcar glaseado. También espero poder probar la coca de albaricoque, un bocado que he recuperado casi por casualidad y en circunstancias cómicas (organicé hace unas semanas una comida en casa y el postre lo tenía que traer una amiga mallorquina que cambió azúcar por sal y nos trajo una coca incomestible). La coca de albaricoque no deja de ser un bizcocho sencillo coronado por albaricoques cortados por la mitad. Dicho así, no tiene ningún encanto. Sin embargo, los mallorquines son capaces de complicar casi todo al máximo, con su aparente sencillez. Para empezar, la masa del bizcocho lleva fécula de patata, de hecho el blog que he consultado (Julia y sus recetas) lo prepara con 150 gramos de patata cocida y escurrida. Yo recomiendo evitar el hervido y añadir 150 gramos de fécula de patata (que le da esponjosidad al bizcocho). Para el bizcocho se necesitan 275 gramos de harina de fuerza, 150 gramos de fécula de patata y 50 gramos de manteca de cerdo (puede sustituirse por mantequilla, incluso por aceite de girasol, aunque se pierda el sabor a säim). 100 gramos de azúcar (bastarán 75), dos huevos y 25 mililitros de leche (un vaso). A la masa se le añaden 15 gramos de levadura de panadería. La masa requiere al menos dos fermentaciones a temperatura ambiente. Como hace calor las fermentaciones son cortas, en una hora la masa ha doblado su volumen. La masa se puede trabajar a mano o con un robot. Yo, rendido al thermomix, aprovecho una de las rutinas de amasado de brioche. La masa reposa una hora larga, dobla su volumen, la vuelvo a trabajar (esta vez a mano), para desairarla y dejarla reposando ya en un molde alto (la masa hasta doblar de nuevo). El molde ha de ser rectangular y, preferiblemente, de latón. Bordes altos. Se extiende la masa y, tras la segunda fermentación, se colocan los albaricoques deshuesados y partidos por la mitad, haciendo una pequeña hendidura para que queden ligeramente sepultados. Se espolvorea la masa y el albaricoque con un poco de azúcar. Hay quien pone bajo los albaricoques una cucharada de mermelada de albaricoque. Si la fruta no es de cámara creo que no es necesario, son lo suficientemente dulces y ácidos como para no necesitar complementos. En otros recetarios ponen los albaricoques boca abajo y esconden una pequeña nuez de sobrasada por dentro, toda una experiencia. Se precalienta el horno a 180 grados y se pone a cocer el molde con la masa durante 30 minutos. La masa ha de quedar bien tostada por fuera y los bordecillos de la fruta suavemente tostados. El azúcar y el calor intensificarán el color anaranjado. Se deja enfriar y, una vez fría, se espolvorea un poco de azúcar glaseado para que quede la capa dulce y blanquecina. Un bocado de la coca de albaricoque me remonta a mi infancia en la isla. Puede que a mucha gente la mezcla de bizcocho, grasa de cerdo y fruta ácida le deje indiferente. Qué se le va a hacer. El bocado se acompaña, como no podía ser de otro modo, con unos albaricoques de Cezanne.

lunes, 26 de julio de 2021

Capítulo DLXXII.- Contra lo gourmet.

Acabo de leer una novela de Vicente Molina Foix que se titula “Las Hermanas Gourmet”. Es un buen libro, muy bien escrito, pero no es una novela sobre la cocina, aunque las cuatro protagonistas sean cocineras que regentan un restaurante afamado en un lugar indeterminado de la costa mediterránea de un país que acaba de superar una guerra. Es verdad que en la novela se habla del restaurante y de sus clientes, también de los rituales de la buena mesa, aparecen algunos ingredientes y platos sofisticados, pero no es una novela sobre el mundo de la cocina, sino las fábulas en las que se ven envueltas cuatro hermanas cocineras. No es una novela larga, poco más de 230 páginas, editada en Anagrama, se lee con agilidad y las historias que se entrecruzan, la mayoría conscientemente inacabadas, terminan enganchando. Pero que nadie acuda a este libro buscando desentrañar los secretos de la alta cocina, pese a que las cuatro protagonistas son excelentes cocineras. Las hermanas podrían llamarse Pérez, Gutierrez o Chinchilla, sin embargo, se llaman hermanas Gourmet, imagino que parte del juego del nombre tiene que ver con algunos enigmáticos y estirados clientes del restaurante, personajes que terminan teniendo un peso especial en las tramas y subtramas que se entrecruzan. En definitiva, una novela muy recomendable, sobre todo si se llega a ella sin grandes expectativas. El uso del término gourmet, hablar de lo gourmet, o de lo gurmet si terminamos de españolizarlo. Gourmet es un galicismo referido a la persona que aprecia el refinamiento en materia de beber y de comer. Etimológicamente deriva de la palabra Gromme, con la que se referían a los criados de los mercaderes de vino. El mundo, nuestro mundo, está lleno de gourmets, de rincones y espacios gourmets (la otra opción es la de foodie, que es también exasperante). Por eso de vez en cuando hay que tomar las armas y oponerse a lo gourmet, sobre todo cuando bajo ese paraguas se esconde la afectación y la ramplonería. Cualquier restaurante gourmet que se precie (el restaurant “gastronomic” al que me refería en la reciente entrada sobre mi visita a la Provenza -https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2021/07/capitulpo-dlxx-mirazur-encontrado.html), ofrece un gazpacho de remolacha, de cerezas o de sandía, también una bouquet de ensaladas coronado con una burrata (no sé cuál puede ser la producción mundial de burratas, pero en España se debe consumir más de doscientas mil burratas a la semana). No deben faltar los tartares de carne, de pescado o vegetales. Los gazpachos han sustituidos a las vichisoises, la burrata a la mozzarella (dando paz a las pobre búfalas) y los tartaros a los carpaccios. Todo es gourmet, tal vez por eso hay que dejar de ser gourmet y reivindicar el placer de la buena mesa sin necesidad de fruncir los labios y sin tener que pedir el enésimo helado de queso trufado. En esta cruzada contra lo gourmet me propongo hacer una crema fría que cumple con los cánones del gazpacho (lleva vinagre, ajo, tomate, pepino y pimiento) y es un poco papanatas (lleva zanahoria y zumo de naranja). Es una crema fría que requiere primero cierto toque de calor, una parte de las verduras se tienen que asar. La víspera hay que poner una bandeja con una cebolla, un tomate hermoso, un diente de ajo y cuatro zanahorias peladas. Sal, pimienta (la justa), un golpe de semillas de comino y un chorro generoso de aceite de oliva. Se deja calentar el horno hasta los 150 grados y se asan las verduras durante una hora y cuarto. Una vez asadas, se apaga el horno y se dejan enfriar. A la mañana siguiente se prepara en un bol grande, o en un robot de cocina, todos los ingredientes horneados: el ajo confitado y pelado, la cebolla pelada, medio pimiento rojo despepitado y pelado, el tomate asado, pelado y despepitado. Las cuatro zanahorias peladas. El aceitillo que soltó el asado, que hemos reservado, y medio pepino (el pepino va sin asar). Una copita de vinagre de jerez Preparamos zumo de 3 o 4 naranjas (poco más o menos un litro). Se machaca o bate todo el mejunje, hasta que quede una crema espesa, parecida a la textura del salmorejo. Si queremos que quede muy cremosa es mejor que el aceitillo del asado se añada poco a poco, para emulsionar. Vamos añadiendo después el zumo de las naranjas, que irá trabando la mezcla. En función de lo espesa o ligera que queramos la crema podemos añadir más aceite o agua fresca (si queremos un salmorejo pop podemos añadirle miga de pan). Dejamos que la crema refresque en la nevera (yo la embotellé), porque ha de servirse muy fría. Como acompañamiento a la crema yo le puse bacalao salado desmigado, pero liga bien con taquitos de queso feta, incluso con picotas congeladas. Ya veis que, en el fondo, no me sacudo lo gourmet. Quiero que esta entrada se acompañe con una revisión de la pintura de Carlos Nadal Farreras, un pintor fauvista español, nacido en Francia. Todo un descubrimiento caro para mi bolsillo (entré en una galería preguntando por uno de sus cuadros y todavía no se me ha ido el susto).

viernes, 16 de julio de 2021

Capítulo DLXXI.- Un día de celebración.

Empiezo otra vez con un cuadro que no creo que pueda colgar. Sigo sin saber qué problemas tengo con el servidor del blog que me impiden colgar imágenes de cualquier tipo. Una puñeta, terminaré poniéndola en Instagram si fracaso de nuevo. El cuadro se titula «un día de celebración», la autora es una pintora sueca que vivió a caballo entre el siglo XIX y el siglo XX. Artista costumbrista que no conocía. El cuadro representa a dos chicas jóvenes vistiendo una mesa en la que celebrarán una merienda. La mesa es redonda, han colocado siete servicios, unas tazas blancas, un bizcocho y un frutero de cristal. La niña mayor lleva en las manos un cuenco con galletas, la pequeña está preparando unos sencillos adornos de ramas. En el centro, un jarrón con margaritas y unas flores lilas que soy incapaz de identificar (soy un diletante en la cocina, no un diletante en el invernadero). El cuadro juega con colores blancos, muy luminosos. Una tarde de primavera soleada en Suecia debe ser motivo de fiesta. Sólo perturba la armonía del salón un cuadro de la última cena. Las chicas que organizan la merienda no parecen nerviosas, faltan muchos detalles por preparar, de hecho, todavía no están colocadas todas las sillas, no han traído la jarra con chocolate o café, no hay todavía vasos y falta el agua. Viendo los adornos florales, creo que la celebración que preparan debe ser importante, pero no hay detalles que permitan saber si es una reunión familiar o se trata de un compromiso social. Ni siquiera estoy seguro de que las niñas vayan a participar de la merienda, quien sabe si no seguirán órdenes de sus padres para adelantar tareas. Como se trata de un cuadro pintado a principios del siglo XX, a lo mejor están preparando la merienda para recibir a un pastor luterano (he visto un retrato de la pintora, Fanny Brate, y tiene los rasgos de una severa y austera esposa de un profesor de alemán arcaico). La paleta de Fanny Brate da gusto. Maneja los tonos blancos con maestría, nada fantasmales. No es la luz viva del mediterráneo, sino la luminosidad limpia de los climas norteños. El cuadro me gustó mucho. Tenía poco que ver con el asunto sobre el que quería escribir, sin embargo, hay algo en el ceremonial de preparar una mesa que conecta con mis propósitos. El martes pasado, martes y trece, preparé una comida para amigos. Después de varios meses convoqué a mis compañeros de tertulia jurídica. Todos vacunados. Todos cansados después de meses raros. No terminamos de ver la salida del túnel y las noticias siguen siendo inciertas en lo sanitario, en lo político y en lo judicial. No me compliqué con el menú: Unos aperitivos a base de patatas fritas con boquerones en vinagre, unas almendras tostadas con mojama, ajoblanco con bolas de melón, salmorejo con mozzarella y cerezas heladas, una coca mallorquina de verdura y un suquet de rape, gambas y sepia. Fuera de carta saqué un queso francés para terminar con el mucho vino que bebimos. Todas las recetas elaboradas y reelaboradas cientos de veces. La tertulia se extendió hasta más allá de las seis. Teniendo en cuenta que empezamos a la una y media, puedo asegurar que nada humano o divino quedó por tratar (incluidos los indultos y la sentencia del constitucional anunciada esa misma mañana en la que desarbolaba la declaración del estado de alarma). El buen humor evitó que cayéramos en la melancolía o en el cabreo. Puede que nos estemos italianizando y podamos ser felices al margen de la política y lo político. Hubiera querido escribir sobre el salmorejo o sobre el suquet, pero me he dado cuenta de que tengo ya muchas referencias en el blog. Tras algunas dudas, he optado por una receta robada a Najat Kaanache, una cocinera nacida en San Sebastián que gestiona un restaurante prestigioso en Fez, el sitio se llama Nur, no he tenido la suerte de visitarlo, pero lo tengo en mente. Najat ha editado un libro precioso de cocina fusión. El libro tiene la luz explosiva del norte de África. Sin quererlo he pasado de Escandinavia a Marruecos guiado por la luz. El gazpacho que propone Najat es un gazpacho verde con pescado. Para la sopa fría utiliza 5 pepinos, medio quilo de uva blanca, 4 cebolletas, cuatro diente de ajo, 250 gramos de almendra tostada sin sal, 4 cc de vinagre de manzana, 4 cc de aceite de oliva virgen y una pizca de sal. Para el gazpacho mezcla dos tipos de sopa distintos: Primero la sopa de pepino, que lleva los 5 pepinos pelados, 2 dientes de ajo, 2 cebolletas y 125 gramos de almendras. Todo ha de procesarse hasta convertirlo en una crema a la que se añaden dos cucharadas de vinagre, dos de aceite y la pizca de sal. Segundo la sopa de uva. Hay que pelar y despepitar las uvas blancas (imagino que la moscatel irá bien). Conviene reservar algunas uvas peladas para adornar al final. El gazpacho de uva es una mezcla de las uvas, 125 gramos de almendra y las dos cebolletas que quedan, dos cucharadas del vinagre de manzana y otras dos de aceite, más una pizca adicional de sal. Las dos sopas han de reposar al menos 4 horas en la nevera. Antes de servir se mezclarán las dos sopas frías y se sirven en un cuenco con tres o cuatro uvas peladas de adorno. El gazpacho acompaña a un guiso de pescado (en la receta proponen bacalao, pero creo que un filete de lubina, de dorada o de corvina bien desespinada puede ser una alternativa mejor). El pescado se pasa por la plancha, lo justo para sellarlo, luego se guisa al horno con unas patatas, pimiento verde, ajo, cebolleta, (limón y cilantro que se incorporarán una vez hecho el pescado). Se hornea a 200º 11 ó 12 minutos. Se saca el pescado y se coloca en un cuenco un trozo de pescado, un par de rodajas de patata, un trocito de cebolleta asada y otro de pimiento asado, un chorrito de limón reciente exprimido y cilantro fresco. Se añaden los gazpachos mezclados y una quenelle hecha a partir de un sofrito seco de tomate, azúcar, cebolla y ajo. En definitiva, el gazpacho termina siendo el caldo extraño de un guiso suave de pescado, adornado con uvas, tomate confitado y la acidez de un golpe de limón y otro de cilantro. En la fotografía del libro, el plato se sirve en unos cuencos negros que parecen de piedra volcánica. Espero poder preparar en breve este gazpacho africano.

domingo, 4 de julio de 2021

Capítulo DLXX.- Mirazur encontrado (reflexiones entorno al placer de comer).

La llegada a Mirazur empieza a más de trescientos kilómetros del restaurante, en Vaison le Romaine, un pueblecillo medieval cercano al Mont Ventoux donde paramos a dormir la noche antes. Habíamos reservado en un pequeño hotel rural, en realidad un chalet, a las afueras de la zona turística. Era una casa con un jardín destartalado y media docena de habitaciones. La dueña del lugar, a quien podemos llamar Madame Jade (el hotel se llamaba Jade en Provence), nos esperaba a la puerta. Madame Jade era la recepcionista, directora y empleada del lugar, ella sola gestionaba a todos los huéspedes derrochando simpatía y dotes de mando. La mujer había superado ya los 60 años, pero se manejaba con energía y decisión. No había dudas en sus órdenes y contestaciones, nos contestó con un contundente «desolé» cuando le pedimos que para el desayuno del día siguiente nos preparara unas tortillas en vez del desayuno francés (pan/mantequilla/mermelada/croissant). Nos dio algunas referencias sobre los lugares a visitar en el pueblo, especialmente las referencias a la cena. Madame Jade visto, nuestro aspecto, descartó los restaurantes de comida rápida y nos remitió a una calle céntrica en la que había varias braserías, todas ellas recomendables. Nos advirtió que los locales de la plaza del pueblo eran para turistas, excepto el del final, una bodega que regentaba su sobrino en la que se cocinaban dos o tres platos por noche - «trés bon» -. Nos advirtió que si queríamos un restaurante «gastronomíć» también nos podría hacer alguna propuesta. Madame Jade era tan francesa que fue capaz de acentuar la íć finales frunciendo los labios para destacar la «charme» de estos lugares. No es la primera vez que escucho utilizar el término «gastronomíć» para identificar un tipo de restaurantes destacados por su servicio, por la elaboración de sus platos o por su precio. Me da cierta rabia la distinción porque los gastronómico, identificado con el buen comer, debería ser un adjetivo vinculado a cualquier tipo de restaurante y más en una localidad de turisteo a la que la gente va a disfrutar. Utilizar el término «gastronomíć» con todos sus acentos y fruncidos para establecer una categoría separada de locales me parece terrible. Los restaurantes gastronómicos estaban en la parte medieval del pueblo. Paseamos por allí, pero no entramos a ninguno de ellos, preferimos un bistró concurrido (no el del sobrino, donde no había ni un alma). El pueblo de Vaison merece una visita. Nosotros estuvimos unas horas, poco más, el tiempo justo para cenar pronto y descansar. Nos sorprendió que por todo el pueblo, incluso en las callejas más inmundas, hubiera libros abandonados, libros de todo tipo, origen y tamaño (incluso un manual de programador de Windows). En cada uno de los ejemplares (todos usados, manoseados y con múltiples vidas) había una pegatina en la que proponía «adopter un livre». Pasear por el pueblo se convertía así en un recorrido por una biblioteca en la que se reflejaba la personalidad y la cultura de los habitantes del lugar, también de los visitantes. Ni qué decir tiene que ninguno de los puntos en los que estaban depositados los libros estaba vandalizado. Había quien colocaba ocho o diez ejemplares ordenados y apoyados sobre un murete, otros, sin embargo, preferían abandonar los libros en un poyete o en el quicio de una ventana. Salí de Vaison con rumbo a Menton con el repiqueteo del término «gastronomíć». Paramos en Avignón para dar un paseo por el palacio papal y el puente de la cancioncilla infantil antes de llegar a Menton a primera hora de la tarde del jueves. Menton es una villa de veraneo en el confín de la Riviera francesa, el último pueblo del país. Ha quedado un tanto trasnochado, no puede competir con Niza, Cannes, Mónaco o Saint Tropez, que se han convertido en monstruos de hormigón y caos circulatorio. Menton sigue instalado en el esplendor de los años veinte del siglo pasado, cuando tomaron la ciudad intelectuales y artistas que debieron beberse todo el alcohol del mundo en el período de entreguerras (hay una calle dedicada a Vicente Blasco Ibáñez, que ordenó construir allí un jardín que le recordara a Valencia). Menton es una ciudad alargada, extendida a lo largo de su costa. Encajada entre montañas alpinas, para llegar al núcleo urbano hay que bajar por una carretera endiabladamente estrecha que llega a la costa. El pueblo tiene un caso viejo de casas bajas, algún palacete y un largo paseo marítimo que alterna bloques de apartamentos de hace más de sesenta años (no muy altos, destartalados y con un toque pop), con casonas señoriales escondidas tras frondosos jardines. Podría ser Sitges, pero en Menton las construcciones no son blancas, sino ocres, naranjas y tostados. Reservamos en un pequeño hotel de playa para poder ir caminando al restaurante. Un paseo agradable de 10 minutos atravesando una playa pequeña, llena de bares y de restaurantes (aquí siguen la fórmula de los clubs, por lo que cada establecimiento gestiona, a su vez, una zona de hamacas y de huecos de pago para poder disfrutar de los baños). Poco antes de llegar al puesto de frontera hay una subida a la ladera de la montaña. Diez minutos más, sin forzar el paso, hasta llegar al Mirazur, que es una casita blanca colgada sobre un terraplén. La construcción no debe tener más de treinta o cuarenta años, es un chalet con tejado a cuatro aguas con vistas al mar. El desnivel de la montaña permite que la edificación tenga varios pisos integrados, sin muchas estridencias porque la construcción aprovecha las terrazas de la caída de la pendiente. Desde la entrada del restaurante se ve el puesto fronterizo y, al caer la noche, se distinguen los destellos de los coches de gendarmes y carabineros, ahora más atareados porque tienen que hacer el control de certificados Covid. El Mirazur tiene 4 espacios habilitados como comedor, los 4 con vistas al mar. 24 mesas en total: 3 en la azotea, 14 en la planta principal, 4 más a ras de tierra y 3 junto al jardín. No pueden atender a más de 70 comensales por turno. A nosotros nos situaron en la planta principal, junto a la cocina. 3 mesas de dos comensales y una redonda para 6. Según el responsable de sala, es la planta noble. El espacio donde nos colocaron no es muy espacioso, tiene poco que ver con los salones de los restaurantes clásicos franceses, los de toda la vida, con kilómetros de distancia entre las mesa. Aquí la distancia es reducida, pero, en verdad, lo reducido del lugar no es molesto, no se escuchan las conversaciones vecinas, tal vez porque los franceses no suelen ser muy ruidosos al hablar. Desde nuestra mesa, colgada sobre el jardín/huerto, se disfrutaba de la vista serena del mar. Llegamos con luz del día y salimos ya anochecido, tiempo suficiente para disfrutar de todos la gama de azules de la costa. Yo pensaba que el huerto/jardín sería más grande, que se podría pasear. Antes de llegar, al leer alguna reseña, parecía que uno pudiera pasear por el jardín, perderse. Llegué a pensar que el Mirazur era un huerto que tuviera anexado un restaurante, pero no era así, el jardín cultivable era de pocos metros cuadrados, limitado por las vías del tren. La presencia de la frontera a unos metros y la visibilidad de las vías del tren humanizan el espacio, ya no es el espacio idílico apartado del mundo, sino un espacio adaptado, me hubiera gustado que el tren hubiera pasado para alterar el ritmo de la noche, pero tuvimos la fortuna (o falta de fortuna) de que el tren que une Francia con Italia pasara poco antes de que llegáramos nosotros (oímos el traqueteo metálico antes de entrar) y fue a la salida cuando sentimos que volvía a pasar. En definitiva, el ferrocarril pasaba cada 4 horas. Supongo que los viajeros podrán ver durante un instante la fachada marítima del Mirazur, invadir su intimidad durante una décima de segundo. La proximidad de la frontera y las vías del tren sitúan al Mirazur en un territorio que va más allá de lo físico, lo convierten en un escenario de película de aventuras. A medida que vas subiendo por la avenida de Aristide Briand vas aproximándote al restaurante, una entrada en escena tradicional, con su aparcacoches solícito (no nos hizo falta, íbamos a pie) y un atril de recepción atendido por un chico exquisitamente uniformado. Comprueba la reserva (no quieren sorpresas) y te conduce al interior, a una conserjería en la que esperan otros dos introductores, también uniformados. Ellos están más pendientes del ordenador, imagino que gestionando redes sociales, correos electrónicos y reservas (concesión al mundo virtual). Se vuelve a confirmar la reserva (mera formalidad), un instante neutro para que te recoja el jefe de sala, un chico muy joven y muy cordial. Ese primer momento responde a los cánones tradicionales de la cocina señorial francesa con el toque informal de la costa. El primer contacto con la sala chafa un poco, no es muy grande, las mesas están un poco juntas, sin vestir (nada de manteles, directamente la madera). La cocina a la vista, a media vista (una gran cristalera permite ver los bustos paseantes de 8 cocineros, cabezas que se mueven con nervio). Nuestra mesa está junto a una barra que sirve para la gestión de las bebidas y la transición de los platos que van desde la cocina a la mesa. Pese a la indudable jerarquía, hay cierta sensación de caos, justificable si se tiene en cuenta que el restaurante lleva tres semanas abierto desde que se alzaron las medidas sanitarias en Francia, más de un año en el dique seco. Poco que ver con la expectativa de una coreografía perfecta. La restauración no deja de ser un negocio como el teatro, la música, el cine o la pintura. Es legítimo que alguien con talento quiera ganarse bien la vida con sus habilidades, nada distinto de otras disciplinas que se consideran artes superiores a la cocina. Restaurantes como el Mirazur, como en su día el Bulli, L’Arpege o la French Laundry, responden al concepto de espectáculo o, más bien, de representación. Hay un hilo conductor, un relato o un sentido a lo que se va a recibir. En este punto, puede afirmarse que una parte importante de la gastronomía de finales del siglo XX y principios del XXI responde a esa idea de representación efímera de una obra en la que lo principal, pero no lo único, es lo que se come. Encaja aquí una nueva digresión sobre la tipología de restaurantes o de fenómenos del comer: 1) Si tengo prisa, no quiero gastar mucho y tengo hambre, podré conducir mis pasos a cualquiera de los espacios de comida rápida que pueden ir desde la pizza al sushi, pasando por los tacos, las hamburguesas o cualquier otro bocado. Tengo apetito y quiero saciarlo sin ninguna complicación. 2) El segundo escalón, el del día a día, es el que ocupan los restaurantes correctos, los de aquellos que disponen de un menú correcto, donde entra el binomio calidad/precio que tanto juego da. Si vamos a una ciudad desconocida podemos indagar sobre el sitio en el que comen los oficinistas; si estamos en carretera, donde paran los camioneros. En este escalón tenemos muchos restaurantes honrados, con buen género, donde incluso cabe una celebración. Alguno de estos restaurantes se convierten en un descubrimiento y, rápidamente, se malogran. Estos restaurantes son, en su mayor parte, herederos de la vieja comida de paso, la de los mesones y las fondas. Muchas van subiendo escalones hasta llegar al límite de su incompetencia (eso ocurre cuando de pronto te llega una cuenta de más de 80 euros por comensal sin entender muy bien las razones). 3) La tipología se enriquece con los grandes salones de cocina burguesa, aquellos llamados a cerrar un negocio, o a un encuentro familiar para celebrar cualquier acontecimiento. Esa cocina burguesa nace de la nostalgia de la burguesía que se convirtió en clase media y hubo de limitar los espacios en la casa, también los gastos, salía más barato salir un día a la semana comer o cenar a lo grande que tener en nómina servicio permanente. Ahora los caterins postinero emulan esa vieja cocina burguesa y se puede arrendar (vajilla incluida) una brigadilla de cocineros y camareros para dar una gran cena en un domicilio particular sin que parezca algo ajeno. Dentro de esta gran cocina burguesa quedan todavía algunos restaurantes en el mundo que responden a la pauta de amplios salones, servicio esmerado, lujo en los detalles, distancia y solemnidad. En España, al igual que en Francia e Italia, se ha mantenido un tipo de cocina en este grupo, la llamada cocina de producto, en la que el cocinero en realidad es un mero puente entre las materias primas de la máxima calidad y las mesas. Son restaurantes caros porque hay que pagar por el sabor de las vacas, los mariscos o los quesos de antaño. Es una cocina de la nostalgia que se desquita con bodegas completas y un sinfín de licores. Todo se paga a precio del oro, al fin y al cabo, un tomate o un huevo de antaño merecen una puñalada. Esta cocina burguesa es la que se convierte, en una parte, en cocina espectáculo (habrá algún hortera que pueda llamarla cocina/emoción). Se incorporan nuevas tecnologías y empieza un relato de lo cocinado y comido, donde el jefe de sala explica el origen del producto, la técnica aplicada para cocinarlo, los ingredientes adicionales. El maitre construye su relato siempre un paso por detrás del comensal, que ha de girarse para poder escucharlo mejor, aunque no le vea la cara. Todavía se pueden elegir entre distintos platos, incluso encapricharse con algo que no venga en carta, pero que se ofrezca sin desvelar el precio. El comensal todavía es dueño de sus actos, aunque asuma que no será dueño de su cartera. En algún momento de la comida o cena el chef saldrá a saludar, dará un abrazo a la persona que probablemente asuma la cuenta. Si es un cliente habitual, será recibido con la cordialidad de un amigo y así el pagano podrá hacerse una fotografía abrazado al cocinero, después de haber sorprendido al resto de acompañantes con ese grado de afinidad, cercana a la amistad sincera (recuerdo que en el Bulli había una ficha detallada de cada comensal, de modo que el que acudía de nuevo era recibido como si hubiera cenado allí todas las semanas). 4) Llegamos al podio. La cocina deja de ser burguesa, el comensal no puede elegir, los menús están cerrados, la carta de vinos es kilométrica, colocando al lector en el umbral de la ignorancia. Se proponen maridajes para complementar el menú. El cocinero convierte sus habilidades en una experiencia personal, en un descubrimiento o indagación que quiere compartir, también en un relato que comparte como si fuera una representación teatralizada. Los jefes de sala no se contentan con describir los méritos del plato, sino que cada bocado va antecedido de un breve relato que puede ir desde las experiencias sensoriales que llevan a la infancia del cocinero, hasta el juego de contrastes, luces, sabores o colores. Si alguien se atreve a dar un bocado antes de que llegue el narrador será severamente sancionado. Tras este meandro vuelvo al Mirazur. El prólogo pensé que me colocaba a caballo entre los viejos salones burgueses actualizados y ese mundo tecnoemocional que suena a viejuno. El prólogo podía augurar el concierto de una orquesta desafinada. El amaneramiento de lo que conocía y había probado años atrás en cien sitios. La representación de una obra vista en cien ocasiones. Asumiendo ya que acudía a una obra de teatro, dejé que cada actor asumiera su papel. No fue difícil ya que los actores llevaban máscaras y enseguida nos invitaron, como público, a desprendernos de la nuestra. los jefes de sala, las encargadas de las bebidas (más que someliers), los camareros y asistentes estaban enmascarados lo que acentuaba los elementos teatrales. De hecho, cuando a lo largo de nuestra estancia pudimos verles el rostro (en los instantes en los que paraban a bebe o a respirar) jugamos con los equívocos de haber imaginado rostros distintos de los que se proyectaban tras las máscaras. Nuestro maestro de ceremonias era un chico joven, de trato muy cordial, ajeno a cualquier solemnidad de los salones burgueses. Iba correctamente uniformado y su papel era más el de un bufón que el de un maestro de ceremonias. El cocinero parecía alguien intocable, una presencia espiritual que sólo se quebraba cuando se escuchaba su voz grave en la cocina y la respuesta, al unísono, del todo el equipo contestando «oui chef». Por lo visto, el chef no tenía por costumbre salir a saludar, tampoco dejaba visitar la cocina. Si relator nos indicaba que el Mirazur era un restaurante sostenible, sometido al ritmo de la naturaleza. A lo largo de los meses ofrecían cuatro menús, vinculados a los ciclos de la luna. Un primer menú inspirado en las raíces (imagino que conectado con la luna nueva), un segundo menú relacionado con las hojas (cuarto decreciente), el tercero con las flores (cuarto creciente) y los frutos (luna llena). Nuestro ciclo era decreciente, por lo que nos contentamos con las hojas, en todas sus versiones. Dentro de la estricta jerarquía del lugar, las chichas que se ocupaban de la bebida (desde el agua aromatizada inicial hasta el último trago de guisqui, pasando por los vinos, las aguas, las kombutchas y otros tragos) iban vestidas iguales, las dos de pelo pajizo, nariz afilada, cara estrecha, coronadas con el mismo moño. De este modo, al principio pensamos que eran una misma persona. Jugaban a la confusión y nosotros con ellas. Las dos llevaban una blusa color granate, conseguimos distinguirlas porque una de ellas llevaba unos lamparones impropios del mejor restaurante del mundo. Una de las chichas era argentina, formada en Italia y Francia. Hablaba un castellano con deje porteño y musicalidad italiana. La otra era italiana, pero troteada en España (en Denia, con Dacosta y en Formentera). Fue sencillo comunicarnos con ellas gracias a un español intoxicado con galicismos e italianismo. Eran absolutamente encantadoras, absolutamente humanas. Terminaron viniendo a nuestra mesa a charlar de la bebida y lo bebido. Superado el primer acto que me llevó al pánico de encontrarme con un espectáculo hueco, ya visto en otros escenarios, me encontré con nueva obra nueva, una propuesta distinta con una narración que, superado la falsa cordialidad inicial, fue ganando pesa, compartían con nosotros una pasión, también hacían bien su trabajo. Muchas frases definen la cena. Una de ellas la del posicionamiento. Nuestras chicas nos decían que este tipo de restaurantes sirven para posicionar a los comensales, muchos invitados acuden a estos restaurantes para poder decir que han estado en ellos, para posicionarse social y económicamente. Eres alguien si has estado en alguno de estos sitios. La carta de vinos también sirve para este posicionamiento, un vino obscenamente caro te sitúa mejor. Tanto nuestro maestro de ceremonias como el resto del servicio contaban amargamente que se habían cansado de rusos adinerados y de norteamericanos horteras. La pandemia les había permitido recuperar al cliente local. La carta de vinos estaba en período de revisión. No muy amplia, tampoco muy descriptiva. No se podían distinguir los vinos que respondían a esa vocación biodinámica y con mínima intervención. Era una carta que me permitió sentirme cómodo ya que pude elegir un buen vino sin tener que vender mi alma al diablo (había vinos excelentes por 70 euros, además de referencias clásicas e inalcanzables). La elección del vino me ayudó a superar el arranque dubitativo. Era un restaurante humano, absolutamente humano. Los primeros platos no hacían alarde alguno de técnicas sofisticadas, ingredientes sencillos, muy al alcance de cualquier cocina, pero de absoluta calidad. La técnica estaba al servicio de lo natural, cada plato respondía a un sentido y a una filosofía de vida, también a un guion predefinido, una historia que representaban en cada pase teniendo que adaptarse a cada comensal: La pareja amartelada, la familia que viene a festejar una fecha importante, los millonarios que quieren posicionarse, los comidistas (por no utilizar la palabra foodist o gourmet) a la búsqueda de nuevas experiencias. El guion de cada una de las funciones tenía que adaptarse al perfil del comensal y los personajes que intervienen en la obra (una docena de actores cada uno en su papel) han de modular sus frases, sus movimientos en función de la lectura que en cada momento hacen de la situación. Cuando se entra en el Mirazur no se sabe si la historia debe contarse en inglés, en francés, en italiano, en español o en ruso. Los actores no tienen un dominio absoluto de sus registros y eso hizo que, por ejemplo, nos presentaran un delicado plato de carne, pichón, con la referencia de un pollo. Punto cómico de la velada cuando te anuncian que el plato principal será una pechuga de pollo que, en realidad, fue un pichón en texturas de los que recordaré toda mi vida. La función tuvo la virtud de permitir que participáramos como un actor más, que pudiéramos conducir la obra hacia los terrenos en los que estábamos más cómodos. Con los primeros bocados serios yo estaba ya rendido a sus pies, jugando con ellos. Mientras disfrutábamos de la función, en la que incluso el actor más secundario (un camarero que tenía como única función ir cambiándonos los cubiertos), resultaba imprescindible. Nuestro figurante era un chico grueso, joven, negro como el tizón, que debía hacer piruetas para colocarme en cada pase el cuchillo o tenedor de rigor sin darme un empellón. Creo que se había inspirado en Peter Sellers. Mientras discurría la obra, escuchábamos las voces de la cocina, destacando la del chef, que apenas asomaba la cabeza, pero que marcaba cada plato y exigía, en italiano, que respondieran todos sus trabajadores. De vez en cuando sonaba la alarma de un temporizador para advertir que un plato estaba a punto. La voz potente y grave de Mauro Colagreco era una banda sonora casi imperceptible, la música que aseguraba que, en la tramoya, se trabajaba de verdad. Bien mirado, muy poca gente tiene la oportunidad de asistir a una representación adaptada para 70 comensales, un público disperso, variado y absolutamente exigente. Una obra que maneja dos textos y dos contextos, el de cada uno de los platos y el de cada una de las bebidas que van con ellos, dos relatos que fluyen y que no siempre convergen. Nosotros no quisimos el menú maridado, elegimos las bebidas, sin embargo, disfrutamos de esa trama construida a través de las bebidas probando un vino blanco originario de Georgia, la vieja Mesopotamia, construido en una ánfora, sin intervención química. Un vino blanco resinoso, no muy lejano de los vinos de jerez. Un vino que cuando lo dejabas circular en boca se abría hacia sabores cercanos al albaricoque. Cepas milenarias de un vino absolutamente fuera de los circuitos. También fueron sorprendentes los infusionados digestivos que nos presentaron entre algunos platos. Fermentados y herbales destinados a facilitar el tránsito entre bocados. Si la primera frase fue la de los restaurantes utilizados para posicionarse, la segunda fue la del nuevo lujo: La salud es el nuevo lujo. El retro del restaurante es conseguir una comida excelente que no conduzca a una digestión atroz. Lo consiguieron. Las casi cuatro horas de comida se convirtieron en un juego ligero. En apariencia nada sofisticado, aunque cada paso, cada escena respondía a horas de mocho trabajo, de mucha reflexión para conseguir un tono modulable, que se adaptara a cada comensal, que convirtiera aquel momento en único no por la comida (maravillosa), ni por la bebida (llena de matices), sino por la trascendencia de quien la toma. Podría reseñar cualquiera de los quince bocados en los que consistió la comida. Recordaré la seta (porcini) cocinada con un bogavante azul en el interior de una hoja de platanero. También me gustó una ensalada de hojas y almendras tiernas ligada con una salsa de vermut. La pechuga pichón con su caldo, un falso risotto y la cresta refrita era perfecta y simple a la vez. El calamar con jengibre casaba una combinación imposible, como la del caviar con mozzarella y pepino. Amplié mi experiencia con gambas probando la de San Remo. La ensalada catalana llevaba un cogollo de lechuga sabroso y crujiente… Virtudes del Mirazur además de su humanidad, de su capacidad para construir una comedia sin estridencias, la capacidad de aparcar técnicas y productos exóticos para concentrarse en el sabor. Recuperan algo perdido en la alta gastronomía: las salsas que integran los platos. Casi todos los platos llevaban salsas en las que se podía mojar pan, porque mojar pan se ha convertido en una nueva frontera. Comer no puede ser una experiencia mística, hay que mojar pan en las salsas que nos gustan, rebañar los platos sin avergonzarnos. He pedido varias recetas. De momento dejo el apunte de mi versión de la salsa de vermuth, salsa que espero que me manden en unos días. Yo la recreo: Sofreiría en aceite de oliva una chalota bien picada y media zanahoria, una pizca de sal, otra de pimienta. Cuando se atonte hasta convertirse en un puré se añade un chorro generoso de vermuth rojo, se sube el fuego para que evapore un poco. Una vez evaporado, añado un chorreón generoso de crema de leche y se pasa a un vaso para batirlo y espumarlo, hasta que quede como la espuma de un capuchino (hay que emulsionarlo en caliente). Sobre esta salsa iba la ensalada catalana de hojas y cogollo. Al final los actores salieron a saludar y, cuando nos íbamos, nos dijeron que el chef nos quería saludar. Conseguimos que la voz tonante que habíamos escuchado durante la representación se materializara. Pudimos ver la cocina, no muy grande, y charlar en español con Mauro Colagreco, que desgranaba unos garbanzos verdes para el pase del día siguiente. En poco tiempo tendrían que preparar el menú floral. No quisimos hacernos fotografías en la cocina y con el chef. No queríamos posicionarnos en ningún sitio, solo hablar sobre unos minutos, muchos minutos, sobre la pandemia, la cocina, la vida y, sobre todo, darle las gracias. El cocinero, como el músico, el actor o el director de escena, nos cuenta con mayor o menor acierto su experiencia, su visión sobre un plato, sobre su vida. Juega con nosotros, nos seduce, abre algunas puertas, cierra otras y nos traslada sus riesgos, los de una disciplina efímera que obliga a invertir en un lugar agradable, en maquinaria e instrumental, en las mejores vajillas, cuberterías y cristalerías, en diseñar una carta de vinos al alcance de mi bolsillo, pero también que responda a las aspiraciones de cualquier millonario. Un restaurante es una pequeña empresa de la que dependen cuarenta o cincuenta trabajadores, más un centenar de proveedores. Una pequeña industria de lo efímero. Es razonable que quien tiene talento quiera vivir de él. Unos pagarán por posicionarse, otros por el mero disfrute de un instante. El mismo placer que produce una ópera, un concierto de Bruce Springsteen, o la visita a una fundación para disfrutar de un solo cuadro. Como reflejo de nuestro paso por el Mirazur, dejo el gran cuadro de Marc Chagall que pude ver en la fundación Maeght, a media hora del Mirazur. Visitar la fundación fue casi tan sabroso como el restaurante, aunque sólo fuera por ver un único cuadro.

martes, 29 de junio de 2021

Capítulo DLXIX.- Mirazur o la búsqueda.

Mañana empiezo unas minivacaciones (4 días) aprovechando que los niños se han ido de campamento. Saldremos a mediodía, rumbo a Francia. Viajamos en coche, destino final Menton, el último pueblo de la costa azul, en el límite con Italia. He conseguido una reserva en Mirazur, elegido el mejor restaurante del mundo meses antes de la alarma sanitaria. Partimos sin prisa, con la idea de podernos detener en la Provenza, dormiremos en un pueblito cerca de Ais de la Provenza. No hay un plan preconcebido, en cuanto podamos saldremos de la autopista y empezaremos a buscar carreteras secundarias. De regreso queríamos perdernos por los pueblos de interior cercanos a Niza. Querríamos ver el museo Matisse y la fundación Maeght, pero podemos alterar la ruta en cualquier momento. Probablemente hagamos más de 1.500 kilómetros, pero con la idea de que no pesen. Creo que desde el restaurante Mirazur se puede ir caminando a Italia. El responsable de la cocina del Mirazur es Mauro Colagreco, un cocinero argentino con raíces italianas y formación francesa (estuvo algún tiempo con Passard en el Arpege de Paris). Tengo cierta curiosidad, también cierto miedo por saber qué nos deparará el Mirazur, que sigue manteniendo la referencia de mejor restaurante del mundo porque el año pasado se suspendió la calificación y este año se demora el anuncio hasta la primera semana de octubre de 2021. Sé que estas listas tienen poco valor, que hay mucha labor comercial y muchos factores subjetivos. ¿Qué buscar?¿Qué esperar? He tenido la suerte de poder comer o cenar en restaurantes espectaculares. Es difícil que me sorprenda un cocinero después de haber cenado en el Bulli en nueve ocasiones, cinco en el celler de Can Roca y dos en el Asador de Etxebarri, la última de ellas hace unas semanas. Españoles los he probado casi todos. Intento seguir las referencias clásicas y modernas francesas e italianas. Me interesa menos lo que ocurre en Norteamérica, reviso reportajes y documentales de cocinas exóticas. En cuanto a la llamada cocina de producto, es difícil que nos puedan llevar a territorios nuevos. La competición por el mejor marisco, la mejor carne, el pescado más fino o la fruta o verdura más fresca tiene poco recorrido si tenemos en cuenta que España es la despensa de Europa. El Bulli marcó un hito en cuanto a técnicas arriesgadas, los epígonos de Adriá han superado a Françoise Vatel en cuanto a sofisticación y tecnología. Poco más se puede decir en cuanto a la cocina tecnoemocional. Los recursos de la alta cocina clásica, de raíz francesa, también los he disfrutado, puede que haya restaurantes del interior de Francia que puedan ofrecer el repertorio tradicional. De Italia me queda la visita a Bottura, pero he leído tanto sobre él que incluso sueño con sus recetas. La cocina oriental no me emociona, es verdad que pueden descubrir sabores nuevos, pero en un mundo globalizado la brizna más exótica, el pescado más raro puede llegar a mi mesa en unas horas. Ya he pasado por la cocina de los insectos, larvas y sabores extremos. He disfrutado de los picantes más intensos, de los ceviches llenos de matices avinagrados. Cuando uno decide hacer el esfuerzo de comer en un restaurante estratosférico ha de tener claras sus expectativas. Mi economía no permite instalarme en el lujo hueco de las estrellas Michelin de modo permanente. Cada decisión obliga a planificar gastos y evitar que un capricho se convierta en un terremoto que vaya más allá de mi capacidad. Voy guardando billetes de cinco euros en una caja hasta conseguir llegar a uno de mis objetivos gastronómicos. El Mirazur es uno de ellos. Hay muchos factores que pueden incidir en las expectativas, el primero de ellos el propio viaje. El camino hasta Menton puede ayudar a generar ese clima de placidez previo a un festín. Recuerdo el camino hacia el Bulli, la llegada al hotel Almadraba en Rosas, el baño en la playa, la ensalada y las sardinas en un chiringuito a mediodía. La siesta y un gin tonic suave que atemperara el alma. Mirazur es principalmente un jardín, se ha terminado por convertir en un restaurante escondido en un jardín. Colagreco, a diferencia de los cocineros españoles, es poco dado a regalar recetas y técnicas en la red, son pocas las referencias concretas a sus platos. Mucho foto bonita, mucho plato minimalista con una iluminación propia de una película de Coppola, pero poco dato útil para un cocinilla. Las fotos me llevan a viejos libros de Michel Bras, no es mala referencia. No pude probar su cocina. Me queda Passard y Bottura, espero visitarlos en los próximos años. Si Colagreco conecta con Bras, conecta con la naturaleza y con los sabores primarios seré feliz. Si el día 1 de julio amanece una mañana luminosa que permita confundir mar y cielo. Si podemos pasear por el jardín y por el huerto, incluso descalzarnos para sentir los terrones de tierra en el que se cultivan patatas, colinabos o zanahorias seré mucho más feliz. Y el servicio no es muy apremiante, si saben mantener cierta distancia, convertirse en impreceptibles, la cena irá bien. No necesito a un camarero con la botella siempre a punto para rellenar la copa. Temblaré de terror cuando revise la carta de vinos, ya he temblado en otros restaurantes franceses y no precisamente de emoción. Si todo va bien y el bolsillo lo permite, optaré por un Petit Verdot, una uva que es difícil de encontrar en España. Espero un vino ligero, con estructura pero sin maderaza. Espero que las mesas estén suficientemente separadas como para no distraerme con ninguna conversación. Que prohíban la entrada a horteras y nuevos ricos. No me desagradaría que hubiera una mínima música de fondo. Espero que nos permitan hacer alguna fotografía discreta. En definitiva, espero que se detenga el tiempo durante unas horas. Ingravidez, sabores bien perfilados, salsas ligeras, verduras crujientes y sonrisas francas. He conseguido 4 o 5 recetas, de entre ellas la que más me ha gustado es la de unos sencillos espárragos verdes con una salsa de yogurt. Empieza con una vinagreta de limón: En una cazuela pequeña se mezcla el zumo de dos limones, una cucharada generosa de miel y una pizca de vaina de vainilla. A fuego lento se deja cocer hasta que el líquido se reduzca en 2/3. Se deja enfriar y cuando esté templado se añade un chorro de aceite de oliva que se bate para que emulsione. La segunda salsa tiene como base la ralladura de cítricos y un yogurt que imagino será griego. Se rallar la piel de los limones, la naranja y la toronja y luego picar finamente. En un bol mezclar el yogur con las ralladuras, luego diluir con un poco de zumo de limón y sazonar con la flor de sal. Toca escaldar unos espárragos verdes gruesos. Pelar los espárragos, quitando las partes inferiores duras. Escaldar durante 30 segundos en agua hirviendo con sal. Los espárragos deben quedar muy al dente. Enfriar inmediatamente en agua helada. El plato se prepara y presenta al estilo de Bras, con pequeños puntos de color y sabor. Prepare varias hojas pequeñas de menta y pamplina. Picar finamente la cebolleta. Reserva un poco de ralladura de limón. Crea virutas de espárragos morados con una mandolina o un pelador de verduras. Corta la manzana verde en rodajas finas. Tome cuatro secciones de pomelo rosada y corte cada sección en tres pedazos. Para llevar a la mesa En el centro de un plato redondo, coloca una cucharada de la salsa de yogur, acomoda los espárragos cortados en tres trozos a su alrededor. Agregue tres rodajas de manzana, espolvoree con cebolleta picada, un poco de ralladura de limón y los tres trozos de pomelo rosado. Acomodar los espárragos verdes escaldados y las hierbas. Condimente con aceite de oliva y flor de sal. Agrega un chorrito de vinagreta de limón alrededor del plato. Servir inmediatamente. (Receta sacada de la web www.finedininglovers.com). He dudado en cuanto a la imagen entre un retrato de Pierre Matisse hecho por su padre (esperamos poder visitar la fundación y ver allí la exposición organizada en torno al hijo de Matisse, que era un reputado marchante), o un cuadro de Marc Chagall. En unos días espero contar cómo ha sido la experiencia.

domingo, 20 de junio de 2021

Capítulo DLXVIII.- A vueltas con una tarta de queso.

Esta semana escuchaba la radio al cantante que aseguraba que quien cocina y, además, le gusta el arte tiene muy avanzada la felicidad. Explicaba así cómo había gestionado así los días más duros del confinamiento. Con la excusa de esa entrevista he recuperado los cuadros de una pintora finlandesa, a caballo entre el siglo XIX y el XX, Helene Schjerfbeck. Empezó como pintora realista, pero enseguida derivó hacía figuras espectrales, cercanas al expresionismo, aunque con los colores más suaves, retratos fantasmagóricos y, a la vez, resignados. Rostros pálidos de mirada esquiva (https://poramoralarte-exposito.blogspot.com/2018/10/helene-schjerfbeck-1862-1946.html). El cuadro que he elegido, lo colgaré en Instagram porque sigo sin resolver mis problemas de enganche de imágenes en el blog. Los tonos encajan muy bien con la receta que he elegido, una tarta de queso. Hace algunos años (2013, http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/03/capccxxx-tartas-de-queso-y-paris-una.html) trabajé una receta de tarta de queso, aunque ya advertía que siempre me había dado un poco de fatiga esta receta, seguramente porque recordaba aquellas tartas de queso de hace treinta años que tenían un toque agrio, ayogurado, de las recetas que usaban y abusaban del queso Philadelphia, un procesado que nunca me gustó, qué se le va a hacer. Hice una tarta de queso hace unas semanas, funcioné de modo intuitivo, combinando recetas leídas y vistas en mil sitios. La proporción es de un huevo por cada 200 gramos de queso. Tenía claro que no quería utilizar philadelphias o asociados, tampoco quería que la tarta tuviera una base de masa quebrada, galleta o asimilados. Guardaba la memoria de la tarta de queso de Zuberoa, la que había enamorado a Bruce Springsteen. Una receta disponible en las redes, aunque creo que el bueno de Arbelaitz guarda algún gato en la gatera, porque recuerdo que sabía a queso idiazábal, pero en las recetas recomiendan un queso azul. Mi primera decisión fue la de traicionar los cánones tradicionales, busqué una combinación de quesos un tanto extraña: 200 gramos de ricota salada. 200 gramos de mascarpone. 200 gramos de nata para montar. 100 gramos de queso manchego curado. 100 gramos de queso idiazábal semicurado. 6 huevos. 2 cucharadas soperas de azúcar. Una pizca de sal. Dos cucharadas de almidón de patata (se puede sustituir por maicena). Se enciende el horno a 220 grados. Mientras el horno toma temperatura se colocan en un bol grande (o en la thermomix) el queso manchego y el idiázabal, la pizca de sal y el azúcar. Y se machacan o cuartean hasta que queden compactados (estos dos quesos son un poco arenosos y si no se pican bien quedarán grumos en la tarta). Cuando estén bien picados se reservan. Toca ahora batir la nata, los quesos más cremosos y los huevos. Si se utiliza el procesador (velocidad para montar), incluso pueden ponerse la mariposa. Se baten con cuidado, para que la masa tome aire, se añaden las dos cucharadas de la harina, que hará que la tarta no se desmorone, y los huevos uno a uno (si nos ponemos en plan virtuoso, primero se pueden añadir las yemas y, una vez batidas, añadir las claras). Se pasa toda la parte cremosa a un bol y allí se añade poco a poco la parte de los quesos más sabrosos y secos. Movimientos envolventes para que se mantenga el aire de la masa. No hay que dejar que repose mucho. Se engrasa bien un molde redondo con capacidad suficiente para albergar la mezcla (mantequilla en pomada y harina van bien), pero también se puede utilizar papel de hornear. Se moja ligeramente la base del molde y así el papel queda bien adherido. Se incorpora la masa con cuidado, distribuyéndola homogéneamente por toda la superficie. Se hornea 30 minutos, aunque la referencia precisa tiene que ver con el tostado ligero, acaramelado. Se apaga el horno, se deja entreabierta la puerta para que pierda temperatura con más rapidez (el truco de poner un paño doblado de tope). La tarta termina de cuajar, pero el interior queda cremoso, al cortar la tarta un poco de crema ha de deslizarse sobre el plato, sin perder casi consistencia. La tarta suele servirse templada, acompañada con una cucharada de mermelada de fresa, de arándanos o frutos rojos. No conviene que la mermelada sea muy potente porque apagará los matices de los quesos. Yo, que no soy muy de tartas de quesos, he de decir que ésta me gusta especialmente, me recuerda la visita a Zuberoa y me aleja del sabor agrio de las tartas que había probado años atrás.

lunes, 24 de mayo de 2021

Capítulo DLXVII.- La paz del risotto

La paz del risotto. Instrucciones para hacer un risotto. No es la primera vez que escribo sobre el risotto, es una receta recurrente en la cocina de casa, tanto cuando vienen invitados de postín como cuando se trata de alimentar a la tropa sin grandes preocupaciones. Me gusta preparar este plato, pero tiene una serie de condicionantes que hacen que no siempre sea posible preparar un risotto. Para preparar y para escribir sobre el risotto se necesita tiempo, no un tiempo cualquiera, sino un tiempo de calidad; necesito esas horas inertes en las que parece que todo se detenga, que no haya ninguna variable que pueda torcerse. Tiempo suspendido en el aire, sobre el que pueda tener cierto control. Deben alinearse los astros porque en casa no siempre la familia tiene cuerpo y estómago para el arroz. Por lo tanto, es necesario un referéndum previo para saber si el risotto puede ser mayoritariamente aceptado, una especie de “derecho a decidir” sobre el risotto que en algunas ocasiones ha podido crear tensiones porque yo siempre tengo cuerpo y alma para preparar un arroz cremoso con lo que sea (de tierra, de mar o de aire). Creo que el risotto es un plato de mediodía. Me voy haciendo mayor y el arroz por la noche puede ser una apuesta de riesgo, sobre todo para mí, me cuesta ser moderado en mis hábitos triperos. Los días festivos son ideales para este tipo de guisos. Muchas mañanas del sábado o del domingo son ingrávidas, los niños están estudiando o jugando en línea con sus amigos, el trabajo no aprieta y un buen madrugón permite distribuir las tareas cotidianas sin agobios. Mis risottos requieren música, los tempos musicales me permiten controlar los tiempos de los fogones con más precisión que un reloj. Creo que el rock encaja mal con el risotto, puede llegar a ser demasiado estridente y hacer que los ingredientes no liguen bien. La música clásica si es demasiado solemne puede apelmazar los granos de arroz y convertir el plato en un engrudo. Creo que Bach es una buena opción, las variaciones Goldberg son una buena alternativa, aunque en esta ocasión para mis risottos elegí una recopilación de Ludovico Einaudi, sus series sonoras con melodías minúsculas que se repiten con ligeras variaciones hacen que los ritmos en la cocina se sincronicen. Mis risottos de esta vez navegaban mejor con series repetitivas de piano. Hacía meses que no preparaba un risotto y, de repente, surgió la ocasión. Unos amigos contaban, casi avergonzados, que habían cenado un risotto precocinado, preparado en el Ametller (una cadena de tiendas especializadas en fruta y verduda que se ha convertido en una franquicia que invade la ciudad). Decían que no estaba mal, aunque lo habían enriquecido con algún ingrediente extra. Mi orgullo cocinero salió disparado y, con severidad, les advertí que aquel risotto prefabricado no podría competir con el risotto del Diletante (soy muy dado es estas bravuconadas), así que rápidamente les emplacé a venir a casa a probar mi risotto, fuera cual fuera la variante que pudiera preparar. El envite era la excusa perfecta para ganar mi pequeño referéndum doméstico ya que debía preparar la receta por imperativo legal, no había otra alternativa. Los amigos quedaron emplazados para un sábado próximo, disponía de tiempo suficiente para comprar los ingredientes, dejarme llevar por lo que diera el mercado. Amaneció un sábado tontorrón, de los de mediados de abril. Un día sin mucho sol, con amenaza de lluvia y tiempo inestable, ideal para el risotto. No conviene que haga mucho calor y cocinar este tipo de guisos cuando la primavera no termina de romper permite preparar un plato contundente, ma non tropo. Llegué el primero al mercado, no desayuné hasta no haber completado la compra. Iba con la idea de preparar un risotto de carrilleras de ternera al oporto, esa era mi proyecto inicial, pero al llegar a la frutería vi un cartel en el que anunciaban trufa blanca, una oferta extraña ya que la temporada oficial de esta trufa había terminado. La frutera, que había lanzado ya su anzuelo, me dijo que antes de comprarla la podría oler, de ese modo se disiparían todas mis dudas. Hizo una serie de gestiones y, mientras despachaba mi pedido de verdura ordinaria, mandó a un propio a traer la trufa, que reposaba en el fondo oscuro de una cámara subterránea. Como veía que no llegaba el recadero, me mandó a tomar un café, ya me avisarían cuando estuviera el manjar disponible. Marché, con mis dudas, a desayunar, incluso estaba dispuesto a huir del mercado si era preciso, ya que después del lío que había organizado no podría negarme a comprar la trufa aunque supusiera dar un palo a mi frágil economía doméstica. Menos mal que los bocadillos de morcilla de cebolla del mercado de la Libertad son un ancla que impide abandonar las instalaciones así como así. La frutera vino a buscarme al cabo de unos minutos. La trufa ya estaba en tierra. Le dije que terminaba el café y el bocado, que no marcharía sin pasar por la parada, así pude terminar de desayunar y de rumiar si era acertado aceptar la codiciosa propuesta de la tendera. En el puesto me esperaba un señor mayor, mal encarado. Llevaba un recipiente de plástico en el que había diez o doce rizomas de distinto tamaño. Trufa blanca, perfectamente pulida. Abrió una rendija de la cajita para que pudiera oler. La bocanada tartufa me hizo salir de dudas, eran unas aromáticas trufas blancas (aunque todo podía ser que se tratara de patatas engurruñidas y bañadas en aroma químico de trufa). Pedí permiso para poderlas tocar, eso comprometía del todo mi decisión. Elegí la más pequeña, el comerciante no me había informado del precio, pero ya asumía el hachazo que me querrían pegar. Cogí la trufa con dos dedos y la llevé a la nariz, así podría descartar que me tongaran. Se trataba de un tubérculo pequeño, terso y aromático. Compré las dos de tamaño más reducido, así minimizaba el golpetazo. Entre las dos apenas pesaban 15 gramos, lo que hizo que se minimizaran las consecuencias para el bolsillo. El tendero torció el morro al ver que no me llevaba la caja entera, pero aceptó con deportividad mi propuesta. Depositó las trufas elegidas en un receptáculo más pequeño, lo envolvió en film plástico y me lo entregó como si se tratara de unos diamantes. Con las trufas en la cesta, me tocaba recomponer el menú. Tenía en casa cocinadas unas carrilleras al vino dulce que podrían terminar peleándose con el aroma de la trufa, así que decidí preparar dos risottos, el primero en el que la trufa blanca fuera la reina, el segundo, el de las carrilleras. Me animé a preparar un risotto de trufa, a pecho descubierto, sin subterfugios o excusas. Me la jugaba a la baza de mis trufas blancas. Compré un pecorino ligeramente trufado como único complemento. Regresé a casa como un aventurero que hubiera atravesado África a la búsqueda de las fuentes del Nilo, o el norte de Italia a la captura de las últimas trufas del invierto (aunque puede que mis trufas fuera originarias de Teruel, no me atreví a preguntar por el origen). El sábado seguía nublado. No era muy tarde. Disponía de tiempo más que suficiente para revisar viejas notas y planificar la sesión de cocina. Mi educación risottera bordea el pecado original ya que todo lo que he aprendido sobre el risotto lo he encontrado en los libros de un francés (la cocina de mercado de Bocusse) y en las combinaciones de una cocinera americana (Maxime Clark); cuando he acudido a las fuentes italianas era demasiado tarde, aunque he de decir que preparo un risotto canónico, sin trampas ni aberraciones (no utilizo nata o crema de leche, sería un anatema). Tenía en la nevera reservados tres litros de caldo de pollo preparado unos días antes. Yo soy de los que piensa que el risotto no necesita un caldo muy fuerte o muy intenso, que la gracia está en la sutil combinación de ingredientes y en la sensación sedosa que debe dejar la cucharada de arroz cuando el plato está terminado, así que un caldo de pollo con verduras iba bien. Aterricé en la cocina, abrí la ventana para que quedara bien ventilada. Me gusta que los transeúntes sepan que preparo risotto, vivo en un entresuelo y en alguna ocasión he visto a algún paseante detenerse unos instantes a la altura de mi casa para olisquear y elucubrar sobre mis guisos y sobre la música que utilizo para prepararlos. Puse el caldo en una cacerola grande, a fuego suave para que fuera calentando sin romper a hervir. Corté la corteza del queso pecorino para echarla en el caldo (no recuerdo en qué programa de televisión vi a un cocinero sumergiendo la cubierta de un queso parmesano para “mantecar” el caldo). Saqué otra cacerola grande para preparar el sofrito. Einaudi ya me había hipnotizado con una de sus series melódicas (la banda sonora de Nomadland). Puse en la cacerola una porción de 150 gramos de mantequilla y un chorrito generoso de aceite de oliva (50 gramos más). Fuego suave, para que se deshiciera poco a poco la grasa, sin chisporroteos. Mientras tanto piqué una cebolla y media grandes, calculo que poco menos de 400 gramos en total, también una zanahoria hermosa y una rama blanca de apio no muy grande. Tenía que preparar risotto para 7 personas, dos risottos y varios aperitivos previos, pero tenía que preparar una cantidad suficiente de arroz como para que mereciera la pena la invitación a probar “mi risotto”. La cebolla, la zanahoria y el apio se tienen que picar en briznas finas, pizcas un poco más pequeñas que el tamaño de la uña de mi dedo meñique. Yo prefiero cortarlas a cuchillo, con los robots en ocasiones el picado convierte la verdura en una pulpa compacta. Eché los vegetales en la cacerola. La mantequilla se había ya deshecho y terminado de espumar. Empecé a remover para que se desapelmazaran los primeros ingredientes, se distribuyeran bien y empezaran a rehogarse. Dos pizcas de sal, un golpe de pimienta blanca molida y maniobras suaves con el cucharón. Hay que tener paciencia, la cebolla debe quedar casi transparente antes de añadir el arroz. Ojo con subir el fuego, uno de los trucos del risotto es que no se tueste la cebolla. Yo no tenían tiempos muertos, tenía que preparar otro risotto (el de carrilleras) y rematar los aperitivos. Había planificado los arroces para que estuvieran en su punto con una diferencia de 10 minutos, así que piqué las verduras del segundo. Pero mi objetivo era el risotto de trufa. Utilicé arroz arbóreo, sin lavar. Calculé por tazas, una taza de café por comensal (poco más o menos, medio kilo de arroz). Hay que mezclar el arroz con el sofrito para que engrase bien el grano, nacarlo para que quede brillante y con una perla en el centro. El fuego al mínimo. Antes de empezar con el caldo, le añadí al guiso una copa de cava de uva malvasía, le da un punto dulce (en otras ocasiones le he puesto vermut blanco, pero tenía miedo de que el sabor intenso del vermut solapara a la trufa). Subí un pelo el fuego para que se evaporara rápido el alcohol, un golpe de calor mínimo que enseguida reduje para empezar con la ceremonia del caldo y los movimientos de cuchara que van ligando el arroz. El método no tiene secretos. Primero dos cucharones de caldo para empapar el arroz y empezar a remover, antes de que el grano quede seco voy añadiendo de uno en uno los cazos de caldo sin dejar de remover. El cálculo es de poco más o menos un litro de caldo en total, un cuarto de hora largo removiendo. El arroz está ya en su punto, untoso, denso y humeante. Apago el fuego y, con un rallador, incorporo 300 gramos del pecorino trufado. Remuevo bien y tapo un par de minutos, antes de llevarlo a la mesa. Sirvo el risotto en el plato de cada comensal, saco las trufas de su cofre y la dejo sobre otro rallador, para que cada invitado añada la cantidad de trufa que considere oportuna. Hay que ser generoso con la trufa, incorporarla al final, darle un último golpe con el tenedor, ya en el plato, y comerla rápido, con un vino que tenga cuerpo y espíritu para competir con la trufa (en esta ocasión, un priorato). Me he dado cuenta de que la música sigue sonando en la cocina. Terminamos el risotto trufado y, sin solución de continuidad, sale el de carrilleras y oporto, que iba con un parmesano curado y vermut. Prueba superada. La paz del risotto liga perfectamente con un cuadro pinturero de Claude Monet, el retrato del cocinero Pere Pablo, que colgaré en Instagram, porque sigo sin encontrar el modo del engancharlo al blog.