domingo, 21 de febrero de 2021

Capítulo DLXII.- Un paseo virtual por Noruega.

Pocas cosas que hacer un domingo por la tarde, si, además, es un domingo apandemiado y con frio, muchas menos. Ya hemos agotado el cupo de pastelería y guisos del fin de semana. La tarde va tranquila, terminando algunas tareas pendientes y escuchando música. Faltará poco para que empiecen a sonar los helicópteros que anuncian la sexta noche de follones. Hace un par de años fue por la independencia, después fue contra las decisiones del gobierno, al poco tiempo empezaron las protestas por el encarcelamiento de los políticos independentistas, por el juicio, por la condena. Por los aniversarios de cada uno de esos hitos y por otros anteriores. Barcelona arrastra durante décadas una tradición de tolerancia con los antisistema que hace que cada poco tiempo se reproduzcan los disturbios. La policía hace lo que puede, pero si los que mandan son los primeros en cuestionar el trabajo de la policía, poco se puede hacer. Mañana por la mañana, de camino al trabajo, veremos los destrozos. Históricamente quemaban o apedreaban los macdonalds, luego los ampliaron a los bancos, después a las tiendas de lujo y en esta última oleada se han llevado por delante las panaderías, los estancos y las tiendas de ropa interior. Hay por aquí quien soñó una ciudad sin turistas, se han cumplido sus sueños y se han convertido en pesadillas. Pero yo a lo mío, al cocineo. Compré un bacalao skrei, estamos en temporada. El precio muy aceptable, no es un pescado de los que se venda fácil en mi barrio. Las señoronas que me cruzo en el mercado van a lo seguro y prefieren una lubina de piscifactoría, que meterse en líos. Las semanas de skrei son fiesta en casa, incluso para los niños. Esta vez me aminé a hacer un experimento, la posibilidad de pilpilizar un arroz. El bacalao tiene un colágeno muy especial, la grasilla que suelta la piel y las espinas es densa y pegajosa. Nunca me había atrevido a hacer un caldo corto con las espinas, la cabeza y la piel, pensaba que sería excesivamente gomoso. Esta vez, como sobra tiempo para casi todo, me animé a preparar un caldo con los despojos del pescado, un tomate, un puerro, una cebolla, un par de zanahorias y dos ramas de apio. No mucha agua, no mucho tiempo de cocción (45 minutos), una hoja de laurel, unos granos de pimienta y una pizca de sal. Primero dejo que se rehogue en un chorro de aceite el tomate partido en dos y los descartes del pescado. A los 5 minutos añado el resto de ingredientes y un par de litros de agua. En una paella amplia, ligeramente engrasada con aceite de oliva, sofreí los lomos del bacalao fresco. Mientras calentaba pelé y piqué 4 dientes de ajo, laminados, no dejé que se doraran mucho. Puse los lomos del bacalao por la parte de la piel y subí un pelín el fuego, para que el pescado empezara a confitarse. Enseguida empezó a destilar un agüilla viscosa, retiré los lomos casi sin hacer y, sin rectificar el fuego, añadí unas hebras de azafrán, una pizca de sal y dos tazas colmadas de arroz carnaroli, el del risotto. Lo extendí bien en la paella, una capa muy fina del grosor de un par de granos. Cuando el arroz engrasó bien incorporé 4 tazas del caldo de pescado (conviene no colmarlas), todavía estaba caliente. Subí el fuego. Las reglas de la paella advierten que mover el arroz lleva a la excomunión, las del risotto todo lo contrario. Yo, como soy un hombre atenazado por mis dudas, decidí aplicar la técnica del pilpil, sobre el fuego alegre fui meneando para que colágeno, almidón y ajo fueran trabando una salsilla espesa y pegajosa. Encendí el horno a 200º y seguí con mi meneo, el arroz empezó a absorber el caldo, todavía no estaba seco, coloqué los 4 lomos del bacalao skrei sobre el arroz. El horno estaba a punto, le di un último golpe de calor para que el arroz terminara de hacerse, sin que quedara del todo seco porque el pescado humedeció un poco más el guiso. En función de la viveza del fuego, el guiso necesita unos 12 minutos fuera y 5 minutos más con el pescado, ya en el horno. El resultado es divertido. La textura es parecida a la del pilpil, el arroz no queda cremoso, queda suelto y pegajoso, pero con un tipo de gomosidad que no es la del arroz japonés. Los niños, que son la mejor referencia para los experimentos, comieron felices el arroz, incluso repitieron. Bacalao skrei, bacalao noruego, pescado cerca de las Lotofen. Un pescado prieto, de carne tersa y mucho contenido en colágeno. La pintura noruega vista desde fuera parece mediatizada por Munch. He aprovechado estas horas muertas del domingo para una visita virtual de su pinacoteca nacional, tienen muchos monets, algunos gauguins y renoires, muchos más de los que tenemos en España. He elegido un cuadro de una pintora local, Harriet Backer, merece la pena dedicarle una tarde. Esperemos que no quemen la biblioteca que me he bajado. (https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e7/Harriet_Backer_-_Thorvald_Boecks_bibliotek_-_Nasjonalmuseet_-_NG.M.03504.jpg)

lunes, 15 de febrero de 2021

Capítulo DLXI.- Dando tumbos en la cocina.

Pocas cosas a comentar. Estos tiempos muertos terminan por ser aburridos. No hay mucho margen en esta situación de no confinamiento confinado. No dejan salir de la ciudad, hemos sobrevivido a una campaña electoral aburrida y aberrante que no parece que haya servido para mucho. Cada semana es como el día de la marmota y hay que buscar pequeñas actividades que rompan la rutina. Estos últimos días he aprovechado para colgar en Instagram reproducciones de cuadros que no había podido colgar en el blog. Sigo cocinando a buen ritmo, días de tirar la casa por la ventana y otros de austeridad. El viernes di una vuelta por el mercado, antes me habían hecho una endoscopia (rutinaria) y había pasado toda la semana con dieta blanda, agüita y purgantes, por lo que el viernes a media mañana era casi un día de fiesta. Compré unas ostras francesas, son menos sabrosas que las gallegas. Preparé un aderezo a base de manzana ácida, media, pelada y picada en daditos. Un chorrito de zumo de una lima, un poco de ralladura de la piel de la lima y tres gotas de tabasco. Cucharada sobre la ostra abierta y un trato de zumo de naranja sanguina, champán y una gota de angostura. Tiramos la casa por la ventana. Después de este aperitivo opté por una larga cambiada. En una sartén sofreí a fuego muy suave un diente de ajo partido por la mitad, compré una cola de bacalao Skrei, cortada rodajas finas, con su piel. Las pasé un par de minutos por la sartén y luego las reservé en un plato honda. En el mismo aceite añadí unas hebras (pocas) de azafrán, media cebolla picada muy fina, un golpe de sal, otro de pimienta negra. Cuando la cebolla empezó a sudar incorporé una cucharada corta de harina de maíz que mezclé con el sofrito. Un chorrito de champán, subí el fuego y piqué unas pencas muy frescas y no muy duras de acelga. Bajé el fuego al mínimo y tapé la sartén con una tapa de cristal para que también sudara la verdura, formándose una salsa espesa, muy sabrosa. Dejé 10 minutos sin menear mucho el guiso, levanté un poco la tapa y mezclé todo aquello para que las acelgas se tintaran un poco de naranja y la salsilla fuera empapando la verdura. Cuando estuvo la verdura al punto recuperé las piezas del bacalao, que también había destilado un gel denso que permitía trabar un pilpil sin añadir caldo. Entre el aceite, el champán y el rehogo se forma una salsa que quita el sentido. El pescado se termina de hacer sin necesidad de mantener el fuego, sólo con los vapores del guiso terminan de cocinar el bacalao. Seguí bebiendo el champán con el zumo de naranja y la angostura para darle cierto hilo a la comida. Revisando viejas entradas me he reencontrado con Henry-Edmond Cross, un postimpresionista al que ya había pedido prestada otra naturaleza muerta. (https://www.wikiart.org/en/henri-edmond-cross/still-life-with-bottle-of-wind)

domingo, 7 de febrero de 2021

Capítulo DLX.- Sopa de verdura o Minestrone. Cuestión de perspectiva.

Si digo que hoy voy a escribir sobre la sopa de verdura seguramente la mitad de los posibles lectores desconectarán. Si afirmo que mi objetivo de hoy es hablar de la sopa juliana puede que tenga más suerte, llegarán las reminiscencias de las recetas de la abuela. Si titulo la entrada Minestrone el resultado será sensiblemente más favorable. Los italianos son grandes vendedores, no cabe duda. Por eso hoy la entrada se titula Minestrone al pesce, con el ánimo de que pueda enganchar a muchos lectores. Con la vida pasa algo muy parecido a lo que sucede con la habilidad de los italianos para fascinarnos. Si hace un par de años no hubieran dicho que llegaría un día en el que podríamos trabajar desde casa sin que eso levantara recelos, sin que nadie cuestionara nuestra productividad. Si nos hubieran asegurado que podríamos pasar horas y horas sin interrupción con nuestra pareja y nuestros hijos, tiempo de calidad en el que podríamos pensar en común. Si nos hubieran asegurado que todos los días podríamos bajar al mercado a comprar la carne o el pescado del día, al mejor de los precios, con una oferta casi ilimitada de productos que hasta ahora sólo llegaban a las cocinas de los restaurantes de lujo. Si me hubieran asegurado que todos los días tendría tiempo y espacio para cocinar, sin límite, desayuno, comida, cena, panes, pasteles, bollos y galletas. Si hace un par de años nos hubieran asegurado que se reduciría el número de bares por habitante en España (hasta ahora 1 por cada 175 habitantes, un porcentaje con el que ningún país del mundo puede competir) y pasaríamos a tener una ratio equivalente a la de Alemania hubiera pensado que era imposible. Nadie creía que podría pasear por una ciudad que no estuviera infectada de turista, que podría visitar museos sin tener que hacer colas interminables. Todos pensábamos que eran parámetros de confort imposibles de alcanzar, ahora hemos comprobado que, mal administrados, pueden ser una pesadilla. Después de 47 semanas con la realidad embargada podríamos pensar que lo que nos ha tocado en suerte es una triste sopa de verdura o una sabrosa minestrone con más de 20 referencias vegetales. Mientras esperamos obedientemente a volver a lo que antes llamábamos normal, he cocinado una sopa de verduras que pretende conectar con el juego de olores suaves de Henry Le Sidaner,(https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/c/c1/Le_Sidaner%2C_Le_table_bleue%2C_Gerberoy.jpg). Empezamos, como no podía ser de otra manera, poniendo un chorrito mínimo de aceite en una sartén muy grande, o en una cacerola (uno de los secretos de la receta es hacerla en el mismo cacharro). Mientras calienta lentamente el aceite picamos muy fino un diente de ajo (1er. vegetal), media cebolla (2º) y medio puerro (3º). Tenía que picarlos muy finos para que los niños no se quejaran mucho, cuando notan mucho los trozos de verdura protestan. Se renueve poco a poco, que empiecen a sudar. A continuación va una rama tierna de apio picada en briznas (4º), medio calabacín en dados (5º), media zanahoria (6º) también en dados y 100 gramos de calabaza (7º) también en daditos pequeños. Había despistado por la nevera un trozo de pimiento rojo (8º), corté una punta del pimiento, no más, no quería que hubiera ninguna verdura que tiranizara el sabor. Con cada verdura que se suma al guiso hay que ir dándole un meneo a la sartén, para que los ingredientes se vayan mezclando e integrando. Seguí picando, esta vez una patata morada (9º), otra monalisa (10º), un puñado de judías verdes planas (11º). Puse un par de pizcas de sal para que terminara de sudar la tanda principal de verduras. La sal permite que terminen de eliminar líquido. Conviene no dejar de remover con un cucharón de madera para que no se peguen en exceso las verduras y amarguen el plato. Eché al sofrito un par de vasos de caldo de pescado, subí un pelín el fuego para que no tardara en romper a hervir. Llegaba el momento de las especias, que también cuento como vegetales: Pimienta blanca (12º), perejil picado (13º), orégano (14º) y tomillo (15º), más una hojita de laurel (16º). Mientras hierve la mezcla cogí dos cogollos de lechuga (17º), que corté longitudinalmente antes de picarlos e integrarlos con el resto de vegetales. Los trozos más pequeños, especialmente las patatas, han empezado a deshacerse y a espesar el caldo. Llega el momento de añadir el caldo de pescado que tenía preparado desde el viernes, una cabeza de merluza y las raspas, que iban con el resto de vegetales hasta llegar a los veinte prometidos (nabo – 18º -, chirivía – 19º - y una ramita romero -20º). Eché un litro largo del caldo de pescado, dejé el fuego fuerte para que hirviera de nuevo y mezclé todo bien, para que quedara un caldo espeso, lleno de colores y de matices. Los italianos seguramente optarían por rematar la receta con un tazón de judías blancas previamente hervidas (unos fagioli), o unos fideos. Yo he optado por lanzar una docena de tomates cherri (21º) para que exploten sin llegar a deshacerse y un par de huevos duros bien picados (no cuentan como vegetal, pero a saber lo que comieron las gallinas que los pusieron). Llega a la mesa una sopa espesa, un caldo denso y sabroso que llena la cuchara de pequeños tropezones. No hubo ninguna queja, aunque cuando enumeré el número total de referencias vegetales los niños dijeron que con el plato de sopa cubrían el mínimo de verduras necesario para toda la semana.

martes, 2 de febrero de 2021

Capítulo DLIX.- Vender el alma al diablo.

Estoy descubriendo la comodidad de cocinar monitorizado, la conexión de algunos aparatos de cocina con la red virtual permite seguir por la pantalla las indicaciones para cualquier guiso, instrucciones que en muchas ocasiones son milimétricas ya que te recuerdan incluso cuando has de cerrar la tapa del robot, o cuando hay que lavar un artilugio antes de dar un nuevo paso. Este sistema automatizado evita sobresaltos, permite planificar recetas que, en circunstancias normales serían mucho más complicadas. Estos días estoy comparando viejas recetas del Diletante con su homóloga del robot de cocina, el cotejo puede llegar a ser demoledor porque la máquina simplifica al máximo los pasos, reduce tiempos y maniobras, con un resultado a veces mejor que en la receta original, sobre todo si das con la aplicación o con la web adecuada. Sigo cocinando mucho, más que nunca, sin embargo tengo la sensación de haber vendido mi alma al diablo por lo que, superado el frenesí inicial, de cuando estrené las nuevas herramientas, estoy volviendo poco a poco a recuperar el ritmo cadencioso de los pucheros y a no dejar que la máquina se ocupe de picarme la cebolla. Parte del encanto de la cocina se encuentra en buscar una tabla grande, afilar el cuchillo, pelar la cebolla y picar ceremoniosamente, retirando las lágrimas con el antebrazo. El tiempo ganado por el uso de la tecnología lo he dedicado a leer y a estudiar, siempre materias y campos inútiles claro está, y he ido dándole vueltas a la pintura de William Adolphe Bouguereau, un pintor francés de segunda fila que se vio devorado, a finales del siglo XIX, por el impulso de los impresionistas y postimpresionistas. Entre sus cuadros más conocido está el de Dante y Virgilio paseando por el infierno; los dos escritores se detienen ante una violenta pelea entre dos delincuentes, contemplan la escena entre horrorizados y curiosos, sin capacidad para reaccionar, son demasiado arrogantes para decidirse a intervenir. Imagino que todavía no están seguros de que su estancia en el infierno será para toda la eternidad. Lo mejor del cuadro es la cara pícara del diablo que sobrevuela la escena y disfruta. El diablo tiene los brazos cruzados, como si ya hubiera terminado su tarea y sólo le quedara disfrutar. No se trata de uno de esos diablos atormentados que aparecen en los cuadros de otros pintores, sino un diablo feliz y satisfecho de su trabajo, de los tiempos que corren y del resultado de sus trapacerías (como no he descubierto cual es el nuevo modo de bajar imágenes, dejo el enlace:https://en.wikipedia.org/wiki/William-Adolphe_Bouguereau#/media/File:William_Bouguereau_-_Dante_and_Virgile_-_Google_Art_Project_2.jpg). Hace algunos años titulé un blog con la canción de los Rolling Sympathy for the Evil (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/11/cap-lxxix-sympathy-for-devil.html) para hacer una receta de repostería, con mucho chocolate. Ahora me doy cuenta de que puede que el diablo no sea tan goloso, que tampoco se decante por los picantes, que se contente con colarse en la realidad, al fin y al cabo aseguraba Baudelaire que el mayor logro del diablo es hacernos pensar que no existe. Seguramente tendrá razón. Con el fin de intentar recuperar mi alma perdida, la semana pasada, aprovechando un mediodía que estaba solo en casa (algo inusual en estos tiempos), me preparé un arroz muy sencillo, un arroz con alitas de pollo. Cogí una paellera grande, cocinaba solo para mí, pero quería que el arroz quedara seco, extendido en una capa fina de granos en contacto directo con el metal. Encendí el horno, a temperatura máxima (220º, el mío no da más de sí). Puse la paellera sobre los fogones, a fuego suave, y puse 150 gramos de jamón serrano picado, no me importó que tuviera un poco de grasa, la cuestión es que empezara a sudar. Cuando la paella cogió temperatura y los tacos de jamón empezaron a crepitar discretamente, eché un chorro mínimo de aceite de oliva, lo justo para engrasar la superficie, dejé que tomara un poco de temperatura y fui a por las alitas de pollo, diez alitas que corté en tres partes, incluyendo las puntas, que no se pueden comer. Las alitas son las partes del pollo más agradecidas, rehogadas a temperatura suave, para que no se arrebaten, sueltan una grasilla muy sabrosa, viscosa, gelatinosa, ligeramente brillante, pegajosa. Mientras las alitas se doraban sin mucha prisa, acompañando al jamón en sus chasquidos, piqué una cebolla dulce, no muy grande, una zanahoria y una rama de apio. Piqué los vegetales muy finos, casi como briznas. Hice un hueco en el centro de la paella para atontar la verdura. Antes de añadir la sal, dejé que sudaran un poco. Después vino una cucharadita de sal (no conviene pasarse porque el jamón ya aporta la suya), un golpe de pimienta blanca, otro de comino y una hojas de tomillo y de romero que tenía despistadas por la cocina; también le puse unas hebras de azafrán. Removí bien para que se mezclara todo y le puse al guiso una cucharada generosa de salsa de tomate frito. No se notaba el sabor del tomate en el resultado final, pero le da un sabor mucho más profundo al plato. Puse tres tazas de arroz tipo bomba en la paella, las incorporé al sofrito. Puse un poco más de arroz del que me iba a comer porque pensé que sobraría para la cena de los niños. Las tazas de café, puede que en total fueran 150 gramos de arroz, o un poco más, la medida por tazas despista un poco ya que depende del tamaño de la taza. Subí un pelín el fuego, dejé que los granos de arroz empezaran a brillar antes de añadir el aceite. 5 tazas y media de caldo, rompiendo el canon de aplicar el doble de agua que de arroz, me quedé un poco corto a posta, primero porque la verdura ya deja un poso de humedad que empieza a trabajar con el arroz; segundo, porque quería que quedara un poco seco. Como la paella era grande, quedaba una capa muy fina de arroz y, sobre ella, las alitas doradas. Retoqué levemente el orden de los ingredientes, distribuyendo con cierta armonía las piezas de pollo. Meneé un pelín la paella usando las asas y después subí el fuego casi al máximo para que el caldo empezara a hervir. En cuanto empezaron los borbotones bajé de nuevo el fuego, para que el proceso fuera calmado, más cercano a un réquiem que a una marcha militar. Tras diez minutos (puede que dos más) de hervor en los fogones, pasé la paella al horno, que estaba echando chispas. La maniobra tiene que ser rápida, para que el guiso no pierda temperatura, y precisa, hay que tener cuidado de que no caiga arroz o caldo en el horno y que no se apelotone el arroz en una parte de la superficie con los meneos. Dejé el guiso 5 minutos más en el horno, lo justo para ver cómo se terminaba de tostar el pollo y secar el arroz. Volví a sacar la paella y la dejé sobre una tabla de madera, cubierta con papel de periódico, para que se terminara de asentar. Mientras tanto puse la mesa en el salón. Mantel, sobremantel, los mejores cubiertos, la mejor vajilla y una copa de vino. Cuando uno está solo no conviene comer en la cocina, genera melancolía. No encendí la tele, puse un poco de música y me serví la primera tanda de arroz. Dos cucharones, el arroz sabe mejor cuando se repite. Hacía tiempo que no conseguía un arroz tan en su punto, tan sencillo y tan sabroso a la vez. Después de comer y de apurar una segunda copa de vino (entre semana no convienen los excesos), encendí la televisión y me dispuse a sestear. No hacía falta una sesión de bata y orinal, bastaba con una cabezada de 20 minutos, con el telediario como ruido de fondo. A medida que me invadía el sueño veía como mi alma iba recuperando el color, aunque no descarto que algún diablo contemplara satisfecho las noticias.