sábado, 13 de marzo de 2021

Capítulo DLXIII.- Masas.

Un año ya de pandemia, poco más que añadir. Los primeros meses los dediqué a la repostería, aunque no hice prácticamente ningún pastel. Estos últimos meses los he dedicado a las masas y sí que he practicado casi todos los días. Parte de mi pasión última por las masas tiene que ver con la nueva Thermomix. Supongo que los psicólogos deben tener estudiada la relación entre la pasión furibunda por las masas dulces o saladas con las situaciones de angustia o agobio. Los datos de consumo aseguran que la compra de harinas se ha lanzado en los últimos meses, casi un 200% respecto del año anterior. Por tanto, en mi obsesión por las masas no soy especialmente original. En mi caso además de la novedad del aparato, que supone una mejora sustancial en las rutinas de amasado, ya no hay que dejar toda la cocina perdida de harina, lo que supongo que más me relaja es el ceremonial de la fermentación y las levaduras. Las masas van marcando el tiempo de las mañanas y las tardes, me sacar de la rutina del trabajo, cada 40 ó 50 minutos me levanto del ordenador para ver cómo va la masa. Volteo, añado un poco más de harina, deshincho, enmoldo, vuelvo a dejar fermentar, gradúo la temperatura del horno, me asomo para ver como sube la masa, que no puede hacerlo de golpe, cubro con papel satinado para evitar que se queme la superficie, apago sin abrir para que no se desinfle… Todo un ritual. Empecé en navidades con la masa madre y el roscón, asignaturas que ya tenía más que aprobadas; después vino el pan de brioche, con las hebras de azafrán y la miel (hoy estoy preparando uno que lleva también una pizca de ralladura de piel de naranja). Luego tuve la serie de los baos rellenos, que todavía sigo estirando. Mi último entretenimiento son los bagels con semillas de sésamo. Descubrí los baggels la primera vez que fui a Nueva York, hace ya más de 30 años. Me encantaban los bares en los que preparaban esos panecillos rellenos de pastrami o de salmón. Bocadillos imposibles, cremosos, pringosos. En España tuvieron su momento, incluso bimbo sacó unos bagels en bolsas de seis que no estaban nada mal. En Barcelona se podían encontrar bagels en el territorio conquistado por los turistas, bocadillos de salmón y queso philadelphia. Aún queda alguna tienda en la que los venden, pero es complicado encontrarlos en las panaderías, por lo menos en mi barrio. Cada cierto tiempo he husmeado por internet buscando una receta de bagels que no resultara imposible ni generara frustración. Tenía miedo de que al final no consiguiera hacer otra cosa que unos panecillos de leche tristones con un agujero en medio. Las recetas que consultaba obligaban a buscar harinas imposibles, aceites ajenos a mi cultura culinaria y técnicas que obligaban a hervir la masa antes de hornearla. Hice algunas pruebas, todas un fracaso. Algunas fueron directamente del horno a la basura. Mi fe en la thermomix y los tiempos muertos de este semiconfinamiento me han hecho regresar a la religión de los bagels, que me recuerdan un tiempo en el que se podía viajar con normalidad, en el que desayunar en una cafetería era algo normal, no una aventura. La receta que he hecho y colgado en Instagram es muy sencilla. No obliga a grandes esfuerzos ni a ingredientes imposible (aunque hayan dejado de vender leche en polvo en los supermercados). Aunque mi receta es de la maquinita, voy a intentar trasladarla al amasado manual. Hay que poner 130 gramos de agua (medio vaso) y calentarlo hasta que temple un poco, deshacer 10 gramos de levadura prensada (ahora hay en todos los supermercados). Yo añadí una cucharada de mi masa madre, que lleva borboteando en la nevera desde navidades (voy alimentándola cada semana, añadiendo un poco más de harina y agua). Una vez se ha deshecho la levadura en el agua templada, se añaden 20 gramos de azúcar (una cucharada sopera), se mezcla bien y se pasa a un bol grande. Llega el momento de las harinas. 120 gramos de harina de repostería y 130 gramos de harina de fuerza, una cucharadita de leche en polvo (no hay en todos los supermercados y donde la venden la ofrecen en paquetes de 2 kilos, lo que da para millones de bagels); una cucharada sopera de aceite de girasol y una pizca de mantequilla (15 gramos, que es una cucharada sopera). Hay que amasar bien. Yo lo hago dentro del bol, con una sola mano, engrasando previamente la punta de los dedos. Es una maravilla ver como el gluten va dándole elasticidad a la masa que va convirtiéndose en una mezcla gomosa. Cuando esté bien elástica dejo que repose durante 30 minutos, un poco más si la cocina está muy fría. La masa tiene que duplicar el volumen. Se espolvorea un poco de harina sobre la superficie donde se termine de amasar. Saco el aire de la primera de las fermentaciones, la basa pierde el volumen ganado. Formo un cilindro con la masa, estirando ligeramente. Ha de quedar como una lata alargada de unos 12 o 15 centímetros de largo. Divido la masa en dos, cada porción en otras dos y en dos más. Dispongo de 8 pegotes de masa (eso permite hacer panecillos grandes, como si fueran para hamburguesa). Cubro las bolas con un paño, las dejo reposar 5 minutos, no más. Toca moldearlas. En los recetarios recomiendan hacer un agujero en el centro, yo, después de algunas pruebas, he optado por alargar cada bola en un cilindro de alargado y no muy grueso (10 centímetros de largo). Uno los extremos hasta formar una rosquilla. Hay que unir bien las puntas. Termino de ensanchar las roscas para que la oquedad central quede bien marcada. Coloco los 8 bagels sobre papel satinado, separados un par de dedos para que la segunda fermentación no los junte. Tapo con un paño y los dejo reposar otra media hora larga, hasta que vuelvan a tomar aire y a crecer a casi el doble de su tamaño inicial. Es el momento de encender el horno, 170º. En la parte inferior pongo una bandeja alta con litro y medio de agua (la calenté previamente para que empezara rápidamente a evaporar). Bato una clara de huevo en un cuenco. Pinto las roscas de pan con la clara batida, para que quede brillante. Espolvoreo unas semillas de sésamo tostado y sin tostar. Dejo todavía que los bagels reposen unos minutos y la fermentación se reactive después de darle con el pincel. Al abrir el horno me llega una bocanada de vapor, es buena señal. Pongo la bandeja con los bagels y programo 17 minutos. No me fio del horno y de la receta que propone al menos 20 minutos de cocción. A los 17 minutos compruebo que la superficie está dorada, que han crecido un poco más. Los saco y cubro de nuevo la bandeja con un paño, para que pierdan poco a poco el calor y se estabilicen. En cuanto están fríos destapo la bandeja. Abro por la mitad uno de los bagels, lo coloco 2 minutos en la tostadora. Preparo el plato con un poco de queso cremoso, unas lonchas de salmón ahumado y cebollino picado. Le doy un bocado y, por unos segundos, pienso que estoy cerca de Central Park, dispuesto a atravesarlo para ver la exposición de Alice Neel (me he suscrito al Newsletter del Metropolitan y cada día recibo las sugerencias del museo), aunque en realidad corro el riesgo de convertirme en una Eugenia Martínez Vallejo de Juan Carreño de Miranda.