tag:blogger.com,1999:blog-42022430692946920092024-03-19T10:24:26.745+01:00UN DILETANTE EN LA COCINAEsta es una propuesta subjetiva, desordenada y poco rigurosa sobre el mundo de la cocina, de la comida y de todo lo que le rodea.UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.comBlogger609125tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-7555186607702048532024-02-14T13:42:00.001+01:002024-02-14T13:42:04.146+01:00Capítulo DCVI.- Caldo corto de leche para guisar un rodaballo.Hace varias semanas fui al cine a ver La Passion de Dodin Bauffant, en España cambiaron el título por “A Fuego Lento”, una opción más fácil y supongo que más comercial. Lo prefiero mantener el título en francés por cuanto la historia que cuenta es la de una pasión un tanto equívoca ya que Dodin en realidad no está enamorado de Eugenia (una fantástica Juliet Binoche), sino de la capacidad de encanto y de seducción que Eugenia tiene en la cocina. Dodin recupera la pasión en cuanto descubre a una nueva cocinera capaz de interpretar las recetas que él construye, porque Dodin no cocina, él conoce los ingredientes, da órdenes, remueve, condimenta y prueba, pero quien ejecuta es Eugenia.
La película empieza con una larga escena sin apenas diálogos en la que se ve a los protagonistas moverse por la cocina, preparando un almuerzo que debe servirse en el restaurante. Eugenia y Dodin se manejan como si fueran bailarines, cuecen, saltean, hornean y presentan el menú con absoluta precisión. No tienen que cruzarse casi ninguna palabra. La cámara termina de dar armonía esos primeros minutos de película, para dejar claro que la historia que quiere contar apenas es un hilo que sirve como excusa para que disfrutemos del placer de cocinar. El asesor gastronómico ha sido Pierre Gagnaire, un cocinero de más de 70 años, con el aspecto de un viejo filósofo revolucionario.
La última escena de la película es un espectacular plano circular hecho en la cocina, una escena en la que resume y descubre la verdadera Pasión de Dodin, el poderoso gastrónomo que protagoniza y tiraniza todo el relato.
De todos los platos que se preparan en la película, dos me llamaron la atención, el primero un rodaballo guisado en leche (por lo que he comentado con amigos y familiares, esa receta ha llamado la atención a mucha gente), el segundo una tortilla noruega, nombre correcto del soufflé con el corazón helado.
Llevo muchos días dándole vueltas al guiso de rodaballo. A muchos sorprende la cocción en leche de esta pieza de pescado.
He revisado libros de mi biblioteca tanto viejos como modernos, he acudido a los referentes franceses, empezando por Kournosky, Bocusse, Ducasse… Pero, al final, encontré las indicaciones en el Libro de la Marquesa de Parabere, que no era marquesa.
La receta en sí no es complicada, pero sí que exige cierta reflexión sobre la cocina y su conexión con la cultura.
Creo que en más de una ocasión he defendido que los primates dejaron de ser primates y empezaron a convertirse en hombres (también en mujeres) cuando empezaron a cocinar, cuando empezaron a manipular los alimentos. No se contentaban con arrancar un fruto o una vaya de un matojo, o de darle una dentellada a un animal. Justo en el instante en el que empezaron a maniobrar con los frutos de la tierra o con los animales que querían comerse empezó la cultura.
Seguramente habrá muchas razones que justifiquen que unos homínidos peludos empezaran a manipular aquello que querían llevarse a la boca: la necesidad de ablandar los productos, de hacerlos menos ásperos, de facilitar su deglución; también debió haber alguna razón biológica o médica, para evitar dolores de estómago o estragos mayores. La necesidad de conseguir alimento agudizó el ingenio y obligó a trabajar productos que inicialmente no resultaban agradables. Sería divertido poder ver a la primera persona que tuvo la curiosidad de cascar un huevo para sorber la clara y la yema.
El calor fue sin duda el primer método que pone en marcha la historia de la cocina. Dejar una fruta, una pieza de carne o de pescado al sol para que se seque podía hacerla más sabrosa, también generaba algunos riesgos, como que la invadieran los insectos o que se pudriera, pero algunos frutos o algunas carnes o pescados curtidos al sol potencian su sabor.
Menor riesgo generaba una fuente de calor tan directa como el fuego. El dominio del fuego permitió que los chamanes y los brujos de los primeros clanes se convirtieran en cocineros. Las frutas y las verduras reaccionaban peor al fuego vivo y directo, pero una pierna de vaca o de cordero podía dar mayores satisfacciones.
Dominar el fuego hasta convertirlo en brasa y colocar sobre los rescoldos trozos de alimentos no sólo mejoraba la posibilidad de masticarlos, sino también su sabor, además, la ceniza podía ser, en pequeñas dosis, un buen condimento.
No tardarían en perfeccionarse otras superficies calientes con las que jugar hasta llegar a las actuales sartenes o cazos.
El fuego ablanda muchas carnes, hace que los pescados sean menos mórbidos y las verduras menos leñosas. Además, el fuego terminaba con muchas bacterias y facilitaba la conservación de alimentos que, si no se tostaban o asaban, resultaban incomibles en pocas horas.
Aplicar calor a un alimento hace que arranque la deshidratación y con la deshidratación las primeras salsas, las primeras grasas deshechas. Rápidamente llegaría la cocción como complemento a la aplicación directa del fuego. Los alimentos no sólo se ponen en contacto con el calor directo, sino también con otros elementos líquidos o semilíquidos que permiten dar matices a cada bocado. Llegan las primeras recetas, los caldos, las bases más o menos oleaginosas… Todo ayuda a la complicada tarea de dominar los alimentos, adaptarlas primero a las necesidades, pero finalmente a los gustos de cada comensal. Alimentarse deja de ser una cuestión de simple supervivencia y se convierte en un placer.
Las cocciones abren la comunicación de sabores, los elementos sólidos trasladan parte de su gusto y de sus propiedades a los medios líquidos. El líquido es capaz de mezclar distintos sabores, por lo que se utiliza para que algunos sabores vegetales puedan trasladarse a la carne o al pescado y, a su vez, carnes y pescados prestan sus virtudes a piezas de fruta o verdura menos sabrosas. Cocinar es mezclar con más o menos mesura, mezclar productos, también técnicas.
Hombres y mujeres se fueron haciendo más sabios a medida que cocinaban mejor. Por eso no concibo otra forma de cultura que la que va de uno u otro modo ligada a la comida.
Sirva lo anterior como introducción pedante para hablar de la cocción en leche de un pescado. Esa técnica puede resultar extraña en un país como España, donde el aceite de oliva ha colonizado, con absoluto merecimiento, los fogones, pero para otras culturas, como la francesa o las orientales, resulta menos extraño. Los franceses, enamorados de la mantequilla, pueden encontrar más sentido a la cocción previa en leche si luego acaban el plato con una salsa trabada con mantequilla.
Siguiendo a la Marquesa de Parabere, la cocción en leche o con leche es una de las técnicas o variantes del caldo corto, un caldo corto es el que mezcla agua o leche con otros ingredientes y que debe cocer durante poco tiempo (15 minutos o media hora a lo sumo).
El caldo corto de leche sirve para la cocción de pescados grasos (lenguado, rodaballo, lubina …). Por cada dos litros de agua se pone medio litro de leche, 45 gramos de sal, unas bolas de pimienta y medio limón cortado en rodajas. A esa mezcla se le puede añadir zanahoria, cebolla, puerro, laurel, hinojo… Debe tenerse en cuenta que el caldo en el que se cueza el pescado normalmente no se podrá utilizar en el guiso posterior. Al aplicarle limón y algún que otro ingrediente acido, la leche termina cortándose y, aunque haya algunas salsas agrias, utilizar el caldo de cocción con la leche puede dar cierto repelús.
Sin duda la leche transmite parte de sus propiedades al pescado, y el regusto lácteo puede resaltarse si luego se acaba el guiso con un golpe de plancha con mantequilla.
Por lo tanto, para cocer un rodaballo en este caldo corto de leche debe tenerse en cuenta que el pescado no ha de cocinarse más de 20 minutos, a fuego no muy vivo.
Una vez cocida la pieza de pescado (preferiblemente entero) se escurre bien. Debe tenerse en cuenta que si se prolonga mucho la cocción los elementos gelatinosos de las espinas del rodaballo terminan disolviéndose en la leche, perdiendo el pescado parte de su encanto.
Una vez escurrido el rodaballo toca aplicar de nuevo calor para terminar la preparación.
En una sartén amplia, donde se acomode bien el rodaballo, hay que deshacer al menos 200 gramos de mantequilla, esta vez a fuego vivo, porque hay que conseguir que la piel del rodaballo quede crujiente y sabrosa.
Si el rodaballo se coció bien en el caldo corto, no es necesario pasarlo por la sartén por la cara más pálida, puede ponerse directamente sobre la más oscura, que es la que gusta que quede churruscada y sabrosa. Salamos el rodaballo, hemos de ser generosos con la pimienta (preferiblemente negra, aunque la jamaicana también liga bien). Alcanzado el punto crepitante deseado, se retira la pieza de pescado. Si la mantequilla no se ha requemado (para que no se requeme puede añadirse en el momento en el que se deshace un chorrito de aceite de oliva), se aprovecha para ligar una salsa que llevará una cucharada de harina de trigo (puede sustituirse por harina de maíz – maicena – o incluso por almendra triturada), se liga hasta que se disuelva la harina. Se pone una copa de champagne o un vino blanco (no hay que ser rácano, cuando peor sea el vino peor será la salsa), un chablís encaja bien. Se remueve bien hasta que la salsa ligue del todo. Se baja el fuego al mínimo y se coloca de nuevo la pieza de rodaballo, esta vez sobre la parte de piel más clara. Bastarán 5 minutos a fuego muy bajo, 10 a lo sumo. SI el cocinero tiene la paciencia de dar un ligero meneo a la sartén mientras se termina de guisar, el colágeno del rodaballo hará su magia con la salsa, que quedará mucho más sedosa.
Si la salsa se engorda con yemas de huevo cocidas o con pan rallado en vez de con harina, la salsa también queda sabrosa.
En Instagram acompañaré esta entrada con una reproducción de alguno de los pescados que pinta o moldea Miquel Barceló. (<a href="https://www.instagram.com/undiletante/?hl=es"></a>)
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-29705937254397120482023-12-26T12:16:00.000+01:002023-12-26T12:16:03.167+01:00Capítulo DCV.- Neocaponata 2023.Llevo dos meses sin escribir para El Diletante, he tenido algunas ideas, dispersas, no han terminado de cuajar. A veces hay abiertos muchos frentes y me cuesta fijar objetivos.
26 de diciembre, san Esteban, una fiesta local que no termino de interiorizar. Con la excusa de comprar huevos salgo a dar un paseo. Hoy es de los pocos días del año en los que no sale la edición en papel de los periódicos. Hace años puede que tuviera sentido esa interrupción, pero hoy, sometidos al constante flujo de noticias de las ediciones digitales, puede que no tenga sentido.
Puede que fuera una antigua reivindicación de los kiosqueros, pero ya no quedan casi puestos de venta de periódicos. En mi barrio sólo queda uno, el de Peter, que abre con intermitencias. Los días que falla tengo que acercarme a una de las tiendas de cortesía de un gran almacén, donde venden prácticamente de todo, la prensa diaria y las revistas quedan en una esquina residual.
Ayer, navidad, casi todo estaba cerrado, excepto los supermercados regentados por emigrantes. Hoy en Barcelona las tiendas siguen cerradas, pero las cafeterías y algunas fruterías ofrecen refugio para los que huyen de sus casas, de la saturación familiar.
Una de las fruterías del barrio exhibe unas hermosas berenjenas de color violeta intenso, casi provocadoras. Me llevo bastante mal con las berenjenas, nos hemos peleado muchas veces, casi siempre sin éxito. Terminan saliéndome o muy amargas o muy ásperas, casi leñosas. He buscado muchos remedios, no siempre funcionan. Puede que compre berenjenas de mala calidad, dejándome llevar por su resplandor casi azabache.
Es curioso, hay una legión de tomatólogos que ha conseguido que en la más humilde tienda de ultramarinos haya al menos cuatro o cinco tipos de tomates. Los cebollólogos también han alcanzado algún triunfo y es fácil encontrar incluso cebollas rojas, además de chalotas, cebolletas, cebollas dulces de Figueras, además de las habituales de piel cobriza. Incluso los pimientólogos han ido imponiendo cierta varias en algunos puestos de mercado, pero los berenjenólogos, si es que existen, se mueven en la monotonía dual de la berenjena púrpura y la rayada.
La berenjena es una solanácea, fruta de invierno, llamada por los científicos Solanum Melongena. Los italianos fueron a la raíz latina para sus melanzannes, nosotros acudimos a la etimología árabe/persa de batingan.
Mi pelea con la berenjena empieza antes de cocinarla. He probado distintos métodos para aplacar el amargor áspero: las he sumergido en agua durante más de una hora, las he rociado con abundante sal sobre un paño, he combinado ambos remedios preparando una salmuera con 10 gramos de sal por cada litro de agua, he probado a empaparlas en leche.. En ocasiones, casi por casualidad, una de estas fórmulas consigue que las berenjenas dejen de ser astringentes o leñosas, pero no responde a una fórmula cerrada, por lo que creo que al final se trata de la calidad de la fruta. No hay que dejarse llevar por el aspecto externo de las berenjenas, casi siempre espledoroso; sino al tacto, no siempre sencillo de evaluar, porque no pueden ser ni muy rígidas, ni muy blandas. El tacto firme y ligeramente esponjoso de una berenjena es la antesala del éxito.
A veces cocino la berenjena a la llama, siempre que es posible hecha con brasas, no con el fogoncillo del gas. Hay que someter la pieza a la llama viva, dejar que casi se carbonice. No es fácil encontrar el punto de tostado en una fruta tan oscura. De nuevo hay que dejarse guiar por el tacto, para comprobar que el calor ha llegado al corazón de la berenjena. Se envuelven rápidamente en tres o cuatro páginas de papel de periódico para gestionar así que la humedad no se pierda. Si no se domina el arte de la llama vida se corre el riesgo de abrasar el exterior y que el núcleo quede leñoso, casi incomestible.
Mis ensayos de berenjenas al fuego ha contado con grandes fracasos en los que he carbonizado tres o cuatro piezas. Con el tiempo he desarrollado alguna habilidad, como por ejemplo la de darle un pequeño toque de presión con las pinzas, al retirarlas de las brasas, para añadir una pizca de sal, otra de comino, unas gotas de salsa de soja y media cucharada de pasta de sésamo, antes de envolverlas en papel de periódico. También va bien que, después de envolverlas, reposen unos minutos en una bolsa de plástico, para estirar el efecto sauna. Cuando templan se pelan, quitando la piel quemada y se conservan con un chorro de aceite (es una de las bases de la escalibada catalana).
Ensayé también las berenjenas a baja temperatura, cocinadas al vacío, durante muchas horas, con todo tipo de especias. Resultados desiguales, incluso con la misma tanda de frutas.
Mi última incursión fue la de una reinterpretación de la caponata. La receta originaria la publiqué hace casi 10 años (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/03/capcccxi-abriendo-boca-de-cara-la.html). Esta vez la he sofisticado un poco más. He tomado la receta de un restaurante que está cerca de mi casa, Restaurante Farró, en Vía Augusta. Allí la preparan fría, con burrata, o caliente.
La caponata no deja de ser un sofrito, un pisto con nombre más musical. Una confrontación de fuerzas contradictorias en la que se enfrenta lo dulce con lo salado, lo ácido con lo básico.
Creo que el truco de este plato está en disociar los sofritos y en escurrir bien la berenjena.
El paso primero es el de elegir cuatro berenjenas tersas por fuera, pero que al palparlas transmitan un punto esponjoso. Abren por la mitad y cada mitad se parte en cuatro/seis trozos. Las dejo en un bol, espolvoreo abundante sal antes de cubrirlas de agua. Las dejé a remojo más de una hora. Pasada la hora las escurrí bien, las coloqué sobre una fuente, con un plato y un peso encima, para que durante una hora adicional eliminaran todo el líquido posible.
Mientras las berenjenas “penaban”, piqué dos cebollas hermosas, un par de zanahorias y una rama de apio casi blanca. Preparé una sartén ancha en la que calenté unas semillas de comino y unas bolitas de pimienta de Jamaica. Cuando se tostaron añadí aceite de oliva y empecé a rehogar la primera tanda de verdura. Primero la cebolla, cuando la cebolla se atontó incorporé el apio picado y, finalmente, las zanahorias también picadas. Removí de vez en cuando y pasados unos veinte minutos a fuego suave incorporé ocho tomates de pera partidos por la mitad. Trataba de hacer un sofrito en el que pudieran distinguirse las piezas de verdura. No hay que buscar una salsa de tomate compacta, sino un pisto en el que, con paciencia, pudieran separarse los componentes.
En otra sartén grande puse aceite de oliva, encendí el fuego y dejé que se templara antes de poner dos pimientos rojos alargados en tiras y las berenjenas escurridas. Después del primer golpe de calor, cuando las frutas empiezan a sudar, añadí una pizca de sal, otra de pimienta blanca, y dejé que se fueran cociendo poco a poco, removiendo con cuidado.
El sofrito de cebolla, tomate, zanahoria y apio necesita una hora cumplida, a fuego suave, para llegar al punto meloso deseado. La berenjena y el pimiento no exigen tanto tiempo, sobre todo si queremos que la berenjena reine de verdad.
Cuando los dos sofritos estén al punto deseado, se mezclan en una sola sartén, se mantiene el fuego al mínimo, para que terminen de sudar e integrarse. Le damos un golpe de vinagre de jerez, lo justo para que el dulzor meloso de las verduras rehogadas encaje con la acidez del tomate y la aspereza de las berenjenas. El vinagre tiene su encanto si se dosifica con sentido común; se sube un poco el fuego para que evapore parte del líquido de cocción y el del vinagre. Se apaga el fuego y se deja reposar 5 minutos antes de pasarlo todo a una fuente.
Se coloca el guiso sobre una fuente grande. Se pone sobre verduras y fruta una burrata bien cremosa y, cuando está en la mesa, se corta la burrata para que el queso fresco se mezcle con las verduras rehogadas.
El juego de colores y, sobre todo, de sabores enfrentados es divertido, sugerente. Si se han medido bien las proporciones de cada ingrediente los contrastes pueden ser muy agradables. Todo un reto.
Un plato de berenjenas sólo puede venir en compañía de Matisse. El maestro berenjenero por excelencia (la reproducción en el Instagram del #undiletanteenlacocina).
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-19703856190821091092023-11-01T13:44:00.004+01:002023-11-01T13:44:34.386+01:00Capitulo DCIV.- Una reivindicación de las lentejas.Es y no es. Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos (Heráclito de Éfeso). Ese mismo aforismo podría utilizarse para un plato de lentejas: Ningún hombre puede comerse el mismo plato de lentejas dos veces. Ni las lentejas ni el hombre serán lo mismo.
Hoy cocinaré lentejas. En Pandémica y Celeste, uno de los poemas más conocidos de Gil de Biedma, se aseguraba que las fiestas entresemana eran alegres, de verdad lo son. Este martes se comportó como un viernes en toda regla y, de repente, el miércoles se levanta como un sábado inesperado.
Llegó noviembre y las casas empiezan a destemplarse, más que nada porque las horas de luz solar se han reducido; sin embargo, en la calle el día se va templando y a media mañana incluso podrá pasearse en mangas de camisa. El parte anuncia un día soleado.
Los niños duermen tranquilos, pero yo me he levantado a la hora de siempre. He leído, he trabajado un rato y ahora (las seis y media de la mañana) pongo en marcha los fogones.
Vienen amigos a comer a casa. No he preparado nada que tenga que ver con el día de los difuntos, ni boniatos, ni castañas, ni panellets. Hay por la nevera un trozo de calabaza que empieza a entristecerse, poco más.
Como he dicho antes, me apetece preparar un buen guiso de lentejas. He revisado el blog y compruebo que hay cinco o seis recetas de lentejas ejecutadas de distinto modo, en puré, en ensalada, estofadas, secas. La lenteja combina perfectamente con casi todos los tipos de carne, con verduras, incluso con pescado – todavía tengo en la memoria una paella hecha con lentejas en el Motel Ampordá, con un fondo de cigalas y sepia -. Así que dispongo de toda la libertad del mundo para organizar mi guiso de hoy.
En España comemos muchas lentejas, puede que no tanto como hace treinta o cuarenta años, cuando en las casas se cocinaba y un día a la semana tocaba comer lentejas.
La lenteja tiene menos prestigio gastronómico que otras legumbres. El cocido de garbanzos en todas sus variedades, la fabada canónica o con almejas, las pochas y las verdinas del norte… Son legumbres alabadas por cocineros de prestigio o por insignes gastrónomos que han glosado las beldades de muchas legumbres, pero la pobre lenteja no ha encontrado todavía su poeta.
Los italianos guisan lentejas en fin de años porque esta pequeña herbácea de la familia de las papilionáceas simboliza la abundancia, la prosperidad, la renovación y el renacimiento. En el estuario del Rio de la Plata los lunfardos dicen que una persona es una lenteja cuando es un poco corta o tarda.
Querría preparar un guiso de lentejas con verduras para comer, pero como vienen amigos a mediodía he decidido jugar con las lentejas para someterlas a una serie de vuelcos, similares a los que se dan en el cocido. Al fin y al cabo, la humilde lenteja tiene el mismo derecho a la gloria que podría tener el garbanzo, ennoblecido gracias a la buena fama del cocido, de la escudella o de la olla podrida.
La primera decisión tomada, para que mi guiso tome vuelo y sea digno de sus invitados, es emplear el tipo de lenteja caviar. Sólo el nombre le da al plato suficiente empaque como para ganar categoría. Estofaré unas lentejas caviar, diminutas y negras, como el alma de un pecador. La lenteja caviar tiene un tiempo corto de cocción (no llega a 25 minutos) y deja un caldo espeso y muy oscuro, como una ciénaga. He de tener cuidado, porque si me paso con el tiempo de cocción quedará una masa de un tono cercano al alquitrán.
Para que mi guiso no se convierta en un engrudo impropio para el día de difuntos, tendrá que utilizar las verduras como puntos de luz. Picaré abundante cebolla y puerro (que sería de mi vida sin la cebolla y el puerro pochado), una zanahoria, un trozo de calabaza y pimiento rojo, para dar la nota de color, unos dados de calabacín, judía verde y apio, también tengo unos tomates de pera pequeños que pueden dar luminosidad a las tenebrosas lentejas caviar.
Busqué ayer en el mercado mollejas de pato o alitas de pollo para incorporar alguna carne al guiso, pero cuando llegué a los puestos estaban arrasados, por lo que la base de mis lentejas será principalmente la verdura y las hortalizas.
Primer momento de crisis. Me gustaría ponerle algo de coliflor al guiso, pero no tengo claro que a mis invitados le guste el peculiar sabor de la coliflor (a mis hijos ya sé que la coliflor no está entre sus preferencias). Ayer compré una vistosa coliflor y ahora dudo.
Al final he decidido hervir la coliflor entera, de una sola pieza y servirla como guarnición, para que quien quiera pueda mezclar la coliflor con las legumbres. Como la coliflor hervida es uno de los platos más sosos y tristes del universo, presentaré la coliflor de una sola pieza, en una bandeja alegre y añadiré, en el último minuto, un sofrito de ajos laminados, pimentón y un golpe de vinagre. Así mis lentejas podrán contar con el ajo y el pimentón, que eran los condimentos que utilizaba mi madre para darle un punto alegre a las lentejas.
Quien quiera podrá probar la coliflor sola, con ese sofrito (primer vuelco de la lenteja).
El golpe de vinagre a la coliflor me trae el recuerdo de los viejos restaurantes de menú en Madrid. Me sorprendía ver como alguna señora mayor pedía la vinagrera y añadía un chorrito de vinagre al estofado de lentejas, así se abría el sabor. Como no tengo claro que mis comensales se lleven bien con el vinagre y que acepten sin rechistar el contrapunto de sabores, ayer compré unas gildas y unas banderillas con encurtidos que podrán servir como aperitivo, pero también ayudar a empujar las lentejas (en el País Vasco, Aragón y La Rioja hay la costumbre de empujar las legumbres con una guindilla).
Entro en crisis porque mis lentejas con tanta verdura pueden quedar un poco sosas, así que compré ayer las viandas para preparar un caldo de carne que pudiera servir como base para mi estofado. Unos muslos de pollo, unos huesos, codillo… Mi carnicera tenía un flamante rabo de ternera al que no me pude resistir. De modo que preparé una gran olla de caldo ayer por la tarde, que servirá para que mis lentejas no tengan que cocer en agua corriente. Así ganarán sabor. He hecho caldo suficiente para una semana, por lo que ofreceré a mis comensales de hoy un plato de sopa de fideos previo, para que mis lentejas no tengan nada que envidiar al cocido madrileño. Así quien quiera tomar las lentejas escurridas, podrá tomar primero un platillo de sopa con fundamento.
Limpiaré de huesos e impurezas las carnes de la olla para servirlas deshilachadas y escurridas por si alguien quiere añadirlas a las lentejas.
Me cuesta pensar en las lentejas desarropadas, siempre las he recordado con su punta de chorizo, incluso con sus morcillas. Como no quiero recargarlas mucho, pasaré por la plancha y serviré a parte unas rodajas pequeñas de sobrasada y de morcilla de cebolla, las pasaré primero por la plancha, para que se doren un poco y se desgrasen. Así, quien quiera, podrá incorporarlas a las lentejas o probar un bocado de embutido (cada comensal podrá construir su plato de lentejas a su gusto).
Como inicialmente quería haber hecho una comida tradicional, con su aperitivo, su primer plato, su plato principal y su postre, había comprado unas carrilleras de ternera. Dudé si guisarlas y cocinarlas con las lentejas, pero mi opción principal era la de ofrecer unas lentejas con verduras. Así que las carrilleras de ternera también se incorporación como acompañamiento a las lentejas. Las carrilleras han dormido toda la noche sumergidas en un buen vino tinto y ahora las guisaré con cebolla, zanahoria y unas colmenillas que tengo en remojo.
Retomo ahora mi idea inicial, la de ofrecer unas lentejas ligeras y saludables, incluso en ensalada, por lo que recompongo la carta de hoy y daré la opción de quien quiera tomarse las lentejas escurridas y en ensalada pueda mezclarlas con unas anchoas que he conservado en mantequilla italiana y unos cogollos de lechuga ligeramente gratinados.
Llegados a este punto, me doy cuenta de que tal vez mi propuesta gastronómica de hoy sea caótica, contradictoria y muy abundante. La abundancia no me preocupa ya que lo guardaré tuppers para el fin de semana (mis hijos comen como fieras).
Antes de cerrar la entrada toda ordenar el menú, para que quien venga a comer no se contagie de mi desorden.
Comida del día de los difuntos: Fiesta entre semana. La celebración de la lenteja.
Aperitivos: Banderillas y encurtidos variados.
Cogollos de lechuga braseados con anchoas a la mantequilla.
Primeros platos: Sopa de fideos.
Coliflor al ajoarriero.
Platos principales: Estofado de lenteja caviar con sus sacramentos aparte.
Carrilleras de ternera con colmenillas.
Advertencia: Siéntanse libres los comensales de combinar las lentejas guisadas como cualquiera de los platos y platillos en las cantidades y condiciones que consideren oportunas.
Antes de levantarnos de la mesa llegará una bandeja con quesos, un poco de chocolate sin azúcar y, probablemente, helados, por si alguien necesita bajar la comida.
Tengo la secreta esperanza de que el conjunto heterogéneo de ingredientes que propongo terminen por encajar con la precisión y armonía de los enigmáticos cuadros de Giorgio de Chirico y su teatro de la mente, el cuadro, como siempre, en la cuenta de Instagram de #undiletanteenlacocina.UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-57517091680191426162023-10-14T09:17:00.003+02:002023-10-14T09:17:33.356+02:00Capítulo DCIII.- Maniobras orquestales de un Diletante en la Cocina con la Inteligencia Artificial.En estos tiempos es inevitable hablar de inteligencia artificial. La AI está presente en todas las conversaciones, tanto las que afectan a cuestiones profesionales como personales; parece que ese nuevo escalón de la tecnología de la inteligencia va a transformar el mundo, y dicen algunos agoreros que no necesariamente para bien. Yo tengo mis dudas.
Soy de natural optimista, pese a que la realidad es muy tozuda y hay momentos en los que parezca inevitable el desastre. Estoy convencido de que avanzamos hacia un mundo mejor, aunque haya etapas en las que parece que cada paso dado nos lleve a la catástrofe.
La inteligencia, cualquier tipo de inteligencia, incluso siendo artificial puede servirnos para vivir mejor, para ayudar.
En ocasiones me pongo a hacer de modo intuitivo y seguramente superficial una especie de socio-psicología de la cocina, intento ver la cocina desde una perspectiva histórica que pretende remontarse al inicio de las civilizaciones, para intentar defender que en la evolución de animales más o menos salvaje a las personas civilizadas la cocina jugó un papel fundamental, que los homínidos se convirtieron en humanos pensantes cuando empezaron a manipular y a elaborar los alimentos. Civilización, cultura y alimentación son realidades interconectadas.
Seguramente este tipo de elucubraciones propias de noches insomnes podrán ser refutadas por insignes científicos y pensadores que llevan estudiando y reflexionando de modo profesional más tiempo que yo.
Pero a mí me sigue gustando pensar que la necesidad de alimentarnos nos hizo seres pensantes y que la tecnología, incluso la más rudimentaria, siempre ha ido de la mano de los cocineros, incluso en el pleistoceno.
Las piedras pulidas más rudimentarias sirvieron para la molienda de los primeros cereales; los pedernales afilados ayudaron a seccionar trozos de carne; las ruedas facilitaron el transporte de frutas y grano; el dominio del fuego implicó una revolución en las rutinas alimenticias y, con el fuego y los platos rudimentariamente cocinados, cambió poco a poco la conformación de la mandíbula y el cráneo de los primeros monos habilidosos, lo que hizo que el cerebro pudiera cambiar lentamente, hasta convertirse en una caja negra compleja en la que el pensamiento reflexivo fue ganando terreno al mero instinto.
Creo que podría jugar al juego de poner en relación cada avance del ingenio humano, desde las herramientas más rudimentarias hasta nuestros días, con la evolución de la cocina, hasta convertirse en la actual gastronomía.
Dado que me distraigo con este tipo de entretenimientos mientras espero a que amanezca, era inevitable que en algún momento intentara empezar a utilizar la inteligencia artificial en mis aficiones culinarias.
La primera advertencia que quiero hacer es que mi contacto con la IA es muy básico, no utilizo aplicaciones sofisticadas ni especialmente construidas para la ocasión, me contentó con entrar de vez en cuando con el ChatGPT, que es un sistema de conversación artificial basado en el modelo de lenguaje por Inteligencia Artificial GPT-3.5, desarrollado por la empresa OpenAI. Es un modelo con más de 175 millones de parámetros, y entrenado con grandes cantidades de texto para realizar tareas relacionadas con el lenguaje, desde la traducción hasta la generación de texto (tomo como referencia lo que dice la web chataka.com, una página que suelo utilizar cuando tengo alguna duda tecnológica.
He de decir que los cocinillas no deberíamos tener ningún reparo o prevención con la inteligencia artificial; de hecho, creo que somos los cocinillas, profesionales o aficionados, los primeros que hemos acudido a los buscadores de la red para gestionar las recetas. He de confesar que para buscar en mi propio archivo de recetas acudo a google para poner en su línea de búsqueda las palabras «diletante, cocina» y la receta o ingrediente que quiero utilizar, para que la máquina me localice la entrada o el capítulo del blog en el que hice uno u otro platillo. Incluso a veces, estando entre fogones, tengo el móvil a mano para que me brinde un tutorial, el video de un cocinero o la referencia a cantidades, pesajes y componentes que necesito para una salsa o un guiso determinado.
Las rutinas de búsqueda de internet suelen darme diez o doce referencias más o menos certeras, así que, poco a poco, he ido determinando cuales son mis páginas web favoritas para conseguir platos a mi gusto, muchas veces combinando las indicaciones y consejos de una u otra vez, hasta conseguir el sabor o la textura deseada. Normalmente en mis entradas en el blog intento hacer referencias precisas de las páginas web que consulto para algunas recetas.
La larga experiencia de estos años me permite afirmar que no siempre los grandes narradores culinarios, los que me entretienen con sus anécdotas, son los más precisos en cuanto a pesos, medidas, temperaturas y combinaciones.
La IA, por lo menos la que gestiona el ChatGPT es un paso más en el mundo de los buscadores de internet, con la particularidad de que puedes dialogar con él en tiempo real. La versión que yo utilizo, como no es de pago, tiene algunas lagunas en su conexión, así las cosas, no cruza nunca los datos con la información que atesora Google, por lo que la búsqueda de datos o personas precisas no es del todo fiable en el ChatGPT. Por ejemplo, el ChatGPT no tiene detalles personales de quien firma bajo el alias de undiletanteenlacocina, no contrasta datos con otras redes sociales habituales.
Pese a estas limitaciones, lo cierto es que dialogar con el ChatGPT sobre asuntos de cocina puede dar gratas sorpresas, siempre y cuando se asuma que se trata de un divertimento que tiene alguna limitación, pero muchas utilidades.
Reconozco que durante el último mes he empleado la IA para alguna receta y que el éxito ha sido incuestionable, aunque haya tenido que hacer algún ajuste.
Una de las primeras tareas que impuse al ChatGPT es que me definiera Un Diletante en la Cocina. Me dijo que «Un diletante en la cocina es alguien que tiene un interés pasajero o superficial en la preparación de alimentos y la cocina, pero que no tiene un conocimiento profundo o experiencia formal en el campo culinario. Los diletantes en la cocina pueden disfrutar cocinando ocasionalmente como un hobby o por diversión, pero no suelen dedicar tiempo ni esfuerzos significativos para mejorar sus habilidades culinarias. A menudo, experimentan con recetas simples o populares sin profundizar en técnicas avanzadas o conceptos culinarios.
En resumen, un diletante en la cocina es alguien que cocina de forma ocasional y sin compromiso serio, simplemente por placer o entretenimiento, sin perseguir la maestría culinaria.»
Cuando le pregunté si me podía identificar quien podía ser un diletante en la cocina y en concreto si yo (puse mi nombre) podía ser Un Diletante en la Cocina, me dijo, disculpándose, «Lo siento, pero no tengo acceso a información en tiempo real ni a detalles específicos sobre personas individuales, a menos que sean figuras públicas ampliamente conocidas antes de mi fecha límite de conocimiento en septiembre de 2021. Dado que no tengo información actualizada sobre … y su habilidad en la cocina, no puedo determinar si es un diletante en la cocina o no. Si esta persona no es una figura pública conocida a nivel mundial antes de mi fecha límite de conocimiento, es posible que no pueda proporcionar información sobre él.»
Por lo tanto, no pude utilizar el ChatGPT para alimentar mi ego y pensar que podría llegar a alcanzar la fama universal con mis aficiones; de hecho, el ChatGPT no sabe absolutamente nada de mí, mientras que Google tecleando una sola frase coloca mi blog como primera opción de búsqueda, sin haber pagado yo un solo céntimo para posicionar mi nombre y mi alias culinario.
Solventadas las alegrías y las frustraciones de un «egotrip», rápidamente utilicé el ChatGPT para charlar. Recuerdo que era una de mis madrugadas/madrugones, que aproveché aquel momento para escribir una de mis historietas/capítulos del blog y que, al final, me había quedado sin fuelle para la receta. Fue hace tres semanas, necesitaba una receta resultona de un pollo al curri con arroz y salsa de coco. Le pedí a la AI que me diera una receta para ese plato y, en cuestión de segundos, apareció su propuesta. Una excelente receta para ese guiso que ajusté en cuanto a las medidas y que convertí en parte de mi última entrada, personalizando algún detalle. El 80% de aquella receta era fruto de mi relación con la AI.
Poco después caí de nuevo en las redes del Chat para aprender un poco más sobre una pieza de carne que suele asarse en México y en Estados Unidos, pero que en España creo que es poco habitual, el pecho de ternera (el brisket). Era un asado que solía hacer la Fabulosa Señora Maisel, una comedia de televisión que vi durante dos o tres temporada, una serie ligera, muy bien rodada, que entretenía sin abrumar. La Sra. Maisel preparaba un brisket cuando tenía un compromiso en su casa.
El brisket es, conforme indica el ChatGPT, «un corte de carne de res que se obtiene del pecho del animal. Es un corte popular en la cocina estadounidense, especialmente en las regiones del sur de Estados Unidos, donde se utiliza comúnmente en la preparación del famoso plato de barbacoa conocido como "barbecue brisket".
El brisket es un corte de carne bastante grande y fibroso, que puede ser un poco duro si no se cocina correctamente. Debido a esto, se suele cocinar a fuego lento durante un período prolongado para ablandar la carne y hacerla más tierna y jugosa. Esto se hace comúnmente en técnicas de cocción como el ahumado o la cocción a baja temperatura en un horno durante varias horas.
Es importante destacar que el brisket se puede preparar de diversas maneras y se utiliza en varias tradiciones culinarias alrededor del mundo. Además de la barbacoa, también se puede cocinar al horno, guisar o hervir, dependiendo de la receta y el estilo culinario que se esté siguiendo.»
Hace un par de días, habíamos invitado a unos amigos para comer y necesitaba alguna precisión sobre la técnica de arrugado de patatas como guarnición (las papas arrugás canarias) y sobre el mojo cilantro. El ChatGPT fue rápido y preciso en sus indicaciones. Además, mantuve un diálogo enriquecedor para conseguir que me diera algún detalle o ajuste en la receta.
El Chat es un excelente conversador para un cocinilla, siempre y cuando lo que busques es un frontón intelectual, una herramienta que juegue a lanzarte o devolverte pelotas de modo más o menos predecibles. Las sorpresas que pueda darte la AI creo que no son fruto de capacidad de crear, sino de la ignorancia de quien pregunta, cuanto más ignorante es el usuario, más inteligente puede parecer el Chat.
Las consultas sobre recetas clásicas dan buen resultado (yo indagué sobre la Langosta Thermidor y el Melocotón Melba con éxito), pero cuando pides alguna referencia más moderna se escapa por la tangente (le pedí el Melba Pêche, que fue la última receta de El Bulli, y lanzó balones fuera: «Las recetas de restaurantes de alta cocina como El Bulli suelen ser altamente especializadas y guardadas como secretos comerciales»).
Esta misma mañana he hecho algún experimento complementario. Acabo de teclear «tengo en la cocina 4 patatas, una butifarra, dos morcillas, cuatro muslos de pollo, un litro de caldo de pollo, cebolla, zanahoria, orégano, pimienta comino y sal. Proponme una receta.» La receta que me propone es muy parecida a la que tenía pensado hacer, un guiso de patatas con carne. No se mete en grandes líos ni sofisticaciones, pero la respuesta que me ha dado es muy aseada y puede ser útil para quien ande con agobios.
He querido avanzar un poco más y he empezado a hacerle preguntas sobre la reacción Maillard, la explicación físico-química que aprendí leyendo los libros de McGee hace unos años. Louis-Camile Maillard dio una explicación científica a la magia de calentar un buen trozo de carne en una plancha. Esto me comenta el chat de la reacción Maillard: «La reacción de Maillard es una reacción química compleja que ocurre entre los aminoácidos y los azúcares cuando se expone al calor. Esta reacción es responsable de los cambios de color y del desarrollo de aromas y sabores característicos en muchos alimentos cocidos.
Cuando los alimentos se cocinan a altas temperaturas, como al asar, hornear, tostar o freír, los aminoácidos (los componentes básicos de las proteínas) y los azúcares (como la glucosa y la fructosa) presentes en los alimentos reaccionan entre sí. Esta reacción produce una variedad de compuestos complejos que dan lugar a los colores dorados y sabores tostados que asociamos comúnmente con los alimentos cocidos, como el pan tostado, las carnes asadas, las galletas y las patatas fritas.
La reacción de Maillard no solo mejora el sabor y el aroma de los alimentos, sino que también afecta su textura y apariencia. Además, esta reacción es fundamental en la cocina y es responsable de muchas de las características gustativas y visuales de los platos cocidos.»
Le he pedido que me proponga una receta sencilla en la que aplique esta reacción. Me dice lo siguiente: «Una receta sencilla que implica la reacción de Maillard es pechugas de pollo a la parrilla. La reacción de Maillard se produce cuando las proteínas presentes en la superficie de la carne reaccionan con los azúcares y se caramelizan bajo calor, dando lugar a un delicioso sabor tostado y color dorado en la superficie de la carne.» A continuación, desarrolla la receta con sus ingredientes.
De nuevo el ChatGPT actúa con corrección, pero me gustaría algo más poético. Se lo propongo y me devuelve, en décimas de segundo, un soneto:
«En la danza ardiente del fuego y el metal,
Donde los sabores se convierten en un ritual,
Surge la alquimia, profunda y ancestral,
En la sartén, en ese mágico umbral.
Los azúcares y las proteínas entrelazan su danza,
En la reacción, la Maillard, que al paladar avanza,
Un poema silencioso en cada chispa y fragancia,
En la cocina, es el arte que nos embriaga de abundancia.
Bajo el calor, las carnes se visten de oro y ébano,
Los vegetales se tornan en un festín temprano,
En el horno, en la parrilla, en el sartén temprano,
Maillard es el beso del fuego, un encanto soberano.
Los sabores profundos, en cada dorada capa,
Son versos de una poesía que en el paladar estalla,
En cada bocado, una historia se desgrana,
La reacción de Maillard, una oda culinaria que emana.»
Caigo rendido, pero no es lo que buscaba. A decir verdad, creo que mi relación con la reacción de Maillard es menos rimbombante, pero da para una sencilla receta de caramelos Maillard.
Todas las mañanas escolares preparo a mis hijos el bocadillo para el colegio. Voy combinando posibles rellenos, en función de la nevera, de las sobras del día anterior o del tiempo que tenga antes de que se levanten.
Uno de los bocadillos con más éxito es el de lomo de cerdo con queso havarti. A las siete y cinco de la mañana bajo a por el pan (recién hecho), despierto a los chicos y mientras desayunan enciendo la plancha. Pongo un chorrito mínimo de aceite (debe ser mínimo), seis filetes de lomo de cerdo de dos colores, conviene que el lomo tenga un punto de grasa y no lo hayan cortado muy fino en la carnicería. La plancha tiene que estar caliente, el aceite ha de marcar un leve crepitar antes de poner la carne. Con la carne sobre la plancha caliente suelo sazonar con una pizca de sal y un golpe de comino molido sobre cada filete.
Hay que tener cuidado, porque si se mantienen mucho tiempo sobre la lumbre quedan muy secos. Les doy media vuelta rápido (2 minutos por cada lado) y coloco media loncha de queso sobre el otro lado para que se empiece a deshacer.
Parto la barra de pan en dos mitades (una barra de pan estilo chapata que la panadera llama pan italiano), sin los picos (mis hijos dicen que son para las gallinas). Cada bocadillo lleva tres filetes de lomo con sus correspondientes porciones de queso.
Apago la sartén, sobre su superficie queda una costra de color pardo, una capa muy fina, no muy consistente, en la que se mezclan los sudores de la carne en la que se ha disuelto parte de la grasa, la sal, los cominos y alguna brizna de queso. Utilizó una pala de madera y voy rebañando esos restos olvidados en la sartén hasta hacer una pequeña bola viscosa, brillante y oscura que se va endureciendo poco a poco. Unto en el pico de pan esa mezcla de impurezas tostadas y me regalo un bocado de caramelo salado tan sabroso que me sienta como si hubiera tomado el desayuno de un príncipe. Esa es mi relación con la reacción de Maillard, una relación con la relación que difícilmente podrá descubrirme el ChatGPT.
Le pregunto a la AI quien es el pintor más famoso del mundo, no se moja, me da una lista de 10 nombres encabezada por Leonardo Da Vinci, seguido de Picasso, Van Gogh, Miguel Ángel, Monet, Rembrandt, Kahlo, Dalí, Munch y Matisse (asegura que es una lista ejemplificativa).
Cuando le pido el nombre de los pintores más influyentes d
e la historia del arte mantiene a los seis primeros de la lista, cambiando los últimos por Vermeer y O’Keefe.
Considera que la Mona Lisa es el cuadro más importante de la historia. Cuando reformulo la pregunta y le pido que me diga cuál considera que es el más influyente, coloca en primer lugar las Meninas.
Tras esta indagatoria, decido elegir como imagen de soporte de este capítulo la visión que Marcel Duchamp tuvo de la Mona Lisa (a consultar en #undiletanteenlacocina en Instagram).
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-17295723974898092022023-09-22T20:52:00.001+02:002023-09-22T20:52:09.269+02:00Capítulo DCII.- La melancolía de los transatlánticos.Este no es un relato propio, es una historia robada en un avión, en un vuelo de Frankfurt a Nairobi. Más de nueve horas encerrado, encajado entre asientos estrechos.
Hicimos el vuelo de día, antes tuvimos que madrugar, levantarnos a las cuatro de la mañana para hacer la ruta previa de Barcelona al centro de Alemania. Habíamos dormido poco, no sólo por el horario, también por los nervios de regresar a África. El objetivo era descabezar un sueño largo, algo que fuera más allá de una simple siesta. Suprimimos pantallas, incluso renunciamos a comer nada durante el trayecto, esperando a que llegara esa duermevela previa que hace perder la noción del tiempo.
Empecé a probar todas las rutinas para que provocar el sueño, puede que me acercara a la confusa frontera que en la que es complicado distinguir realidad de ficción, donde se mezclan preocupaciones y fantasías.
Los vuelos intercontinentales en clase turista son incómodos, pero en ocasiones evitan el calvario de tener que soportar personas molestas que piensan que el dinero les da patente de corso para vociferar. El fastidio de tener que pasar casi medio día con las piernas encogidas era más llevadero que tener que aguantar a una pareja de recién casados empeñada en compartir generosamente su recién estrenada felicidad, como volaban en el espacio preferente, aquel suplicio quedaba en exclusiva para los pasajeros con mayor poder adquisitivo. Mientras llega una posible revolución, estas pequeñas venganzas pueden ser suficiente consuelo.
En la zona más exclusiva del avión viajaba una pareja en plena expansión que no dejaba de hacerse retratos y de gritar para que todo el mundo supiera que acababan de casarse, que eran una pareja de éxito y que propagarían su dicha por toda la nave. Saber que quedaba muy lejos de su radio de acción hizo que mi encaje en las estrechas asiento fuera mucho más soportable.
Justo detrás de mi butaca viajaba una pareja francesa o, por lo menos, hablaba en francés. Era difícil calcular su edad, pero probablemente habían superado con creces los cincuenta años. El francés es tan dulce, tan musical, que me resultó inevitable poner la antena, sobre todo cuando la conversación de mis vecinos empezaba con una frase en la que se invocaba a alguien que había experimentado la melancolía de los paquebotes («Il connut la mélancolie des paquebots, les froids réveils sous la tente, l’étourdissement des paysages et des ruines, l’amertume des sympathies interrompues»).
Tras aquella expresión inicial puse la antena para sorprenderme con la historia de un hombre que no sabía viajar.
(Pensándolo bien, puede que nadie sepa viajar, que viajar se haya convertido en la ficción de buscar aquellos espacios, aquellas imágenes que previamente hemos visto en la televisión, en el cine o en las redes sociales. Viajar se ha transformado en el ejercicio rutinario de constatar aquello que previamente nos han contado las guías o los modernos exploradores obsesionados por vulgarizar o monetizar el más recóndito escondrijo de la tierra. No tiene sentido que nos presentemos como expertos conocedores de la Big Sur o de la muralla de China después de haber caminado durante dos o tres horas por esos parajes, cuando hay personas que dedican toda su vida a un lugar y, pese al esfuerzo, se consideran ignorantes).
Pero mis improvisados compañeros no hablaban en abstracto, se referían a alguien que realmente no sabía viajar; alguien maldito, que desde niño pudo cruzar los cinco continentes. Había dispuesto de dinero suficiente como para no preocuparse en absoluto de los vaivenes su patrimonio. Sus padres le habían llevado por Europa, de norte a sur, de este a oeste; llegaron hasta los confines de Asia, Norteamérica al completo, también parte del centro y del sur, así como los grandes paisajes africanos.
Cuando aquel chico se hizo mayor siguió abriendo nuevos caminos, aterrizando en los principales aeropuertos del mundo, tomando trenes señoriales, autobuses bulliciosos, melancólicos transatlánticos, coches, motos y bicicletas desvencijados para que no quedara un kilómetro del planeta sin pisar.
Aquel muchacho, sin duda ya entrado en años, coleccionaba todo tipo de guías, estaba suscrito a todas las revistas, frecuentaba todos los blogs; había acumulado millones de fotografías en todos los formatos, pues su bolsillo le permitía acceder a la tecnología más sofisticada, la más ligera, la más adecuada para no incomodarle en los retos más extremos.
Pero aquel hombre tenía un problema, no era capaz de memorizar un solo lugar de los que visitaba, ni siquiera estaba en disposición de recordar la ciudad en la que vivía, en la que tenía su casa, vivía permanentemente desorientado, como un extraterrestre que acabara de aterrizar sobre la superficie terrestre.
Tampoco retenía rostros o gestos de las personas con las que trataba. Cuando regresaba a los sitios que creía haber visitado, cuando charlaba de nuevo con hombre o mujeres con los que había compartido tiempos, espacios, sensaciones, se sentía completamente desorientado, como si llegara por primera vez a un lugar, o como si conociera por primera vez a aquel individuo al que a lo mejor había jurado amor o amistad eterna. Sus enemigos recibían con alivio esas circunstancias, igual que sus deudores, ya que el tipo era generoso y no dudaba en compartir todo aquello que llevara en la maleta, en la mochila o en los bolsillos, no le preocupaba especialmente ser desprendido, pródigo, con sólo teclear el código de su tarjeta en cualquier cajero el dinero volvería a manar.
El tipo era inteligente, extremadamente lúcido; ya desde muy joven había diseñado una estrategia para disimular sus despistes, viajaba con todo tipo de guías, referencias y fotografías de los lugares a los que tenía previsto llegar. Los pocos ratos, los pocos días, que pasaba en su casa, en una ciudad, en un barrio que siempre le resultaba extraño, los dedicaba a documentarse, a recopilar información para evitar sentirse extraño en cualquier parte.
Las fotografías de las personas que había conocido le servían para disimular su involuntaria hosquedad, probablemente por eso era un fanático de los autorretratos hechos con el teléfono móvil, momentos en los que siempre buscaba el abrazo o la complicidad de los seres que le resultaban más cercanos en aquel momento.
Cuando se implantaron los mapas telemáticos, instalados en los teléfonos móviles, se convirtió en un habitual de las reseñas; no iban destinadas a otros viajeros, sino que las iba pinchando para que pudieran servirle como referencia.
Buscó un alias que le permitiera escribir y anotar cada vez que llegaba a algún sitio reseñable, optó por llamarse Frederic Moreau1840, con ese nombre fue dejando su rastro por todo el mundo y, sin quererlo, fue creando una legión de seguidores obsesionados por descubrir, por conocer, a quien se escondía bajo la invocación de Moreau. Se hicieron todo tipo de especulaciones, de las que aquel hombre que no sabía viajar intentó mantenerse al margen, incluso despistar a quien seguía su pista, inventando reseñas de lugares inventados, afirmando haber estado en puntos del globo inaccesibles para un ser humano normal.
A base de estas triquiñuelas, de muchas horas de estudio y de una planificación milimétrica, había podido constatar que había visitado Nueva York en una docena de ocasiones, que en París había pasado períodos más largos que en su ciudad natal, pese a que al llegar se sintiera como un absoluto extranjero incluso a dos manzanas de su apartamento. Podía hablar con naturalidad de las particularidades de las principales ciudades del mundo, los caminos más renombrados, monumentos, paisajes y accidentes geográficos de todo tipo.
Su memoria la rellenaba con toda una colección de tópicos, de lugares comunes, que repetía cuantas veces fuera necesario, hasta el punto de contar con seis reportajes gráficos, correspondientes a distintas edades, frente a la esfinge de Giza, convertida en una efigie de su inocencia. Le resultaba imposible contar con una experiencia propia, subjetiva o personal.
Su realidad era tan abierta y, a su vez, tan cerrada que tuvo que construirla sin tener en cuenta la vista, ya que sus ojos y su memoria estaban completamente desconectados. Sabía que había vivido momentos y situaciones especiales, pero sin el soporte gráfico de una fotografía o de un vídeo no le resultaba posible saber ni donde ni con quien, aunque le hubiera quedado el regusto dulce o amargo del momento.
Como era ambicioso, estudioso y preocupado por el mundo, también por las emociones colectivas e individuales, leyó todos los libros que llegaron a su alcance, se encerró durante horas frente a pantallas de cine para ver películas de todo tipo, tanto documentales como ficción, escuchó a los pensadores más brillantes, a los historiadores más cultos, a los aventureros más aguerridos y así pudo integrar su realidad en la estructura social de su entorno.
Pudo así convertirse en un conocedor inquieto de todas las bellas artes, un diletante capaz de integrar todas las disciplinas, alardear de haber conocido un catálogo casi infinito de maravillas, y así poder hilar un relato que le permitió comprender un mundo que, ciertamente, le resultaba completamente ajeno.
No tardó en descubrir que allí donde no alcanzaba su memoria podían llegar otras habilidades, otros sentidos, por lo que dispuso de un oído tan selecto que era capaz de encajar determinadas melodías con rincones o personas concretasM pero su verdadera brújula fue el olfato, no se trataba de saber que París olía a croissant o que Nápoles olía a masa de pizza cocida en horno de leña, sino de establecer un mapa olfativo por barrios de cada una de las ciudades, lo que le permitía moverse por Nueva Deli siguiendo los matices del curry o caminar por Tokio con la seguridad de un nativo siguiendo el vestigio de los distintos vinagres con los que compactaban el arroz.
No tuvo problema en acceder a los restaurantes más selectos, conseguir mesa donde parecía imposible. Callejeaba por Bangkok con la brújula de los puestos callejeros y era lo suficientemente autónomo como para llegar sin problemas a su casa en Madrid gracias a las distintas intensidades con las que torrefactaban los granos de café en los bares.
Tal fue su obsesión por los sabores y los olores que decidió tomar clases de cocina allí donde fuera, no sólo buscaba a los cocineros más ilustres, a veces le servía la experiencia de una cocinera aficionada que hubiera abierto unos fogones clandestinos en la ciudad de México, dedicada exclusivamente a hacer tacos y burritos.
Gracias a esas habilidades no había nunca llegado a ser un huraño errabundo, se había convertido en un sujeto risueño, con habilidades suficientes como para vivir grandes historias de amor gracias a la increíble alquimia de las pieles, los sudores y los perfumes. Parejas estables que habían terminado agotándose porque no había persona en el mundo con la resistencia suficiente de pasar más de trescientos días al año deambulando sin rumbo fijo por los confines de la tierra. Enamorarse de un aroma era un privilegio que le permitía idealizar a sus parejas, aunque fuera incapaz de reconocerlas si se encontraran tras un cristal.
Mis compañeros de viaje, que no habían parado de hablar durante las horas que llevábamos de vuelo, se recrearon con los episodios amorosos, puede que llegados a este punto exageraran las aventuras amorosas de aquel hombre que no sabía viajar, pero el francés resultaba tan armonioso al hablar de amor que incluso esos pasajes encajaban en el rompecabezas que estaban montando; porque, al parecer, ambos viajeros habían dedicado una parte importante de su tiempo a estudiar, durante años a aquel sujeto; conocían al dedillo todos sus episodios, interrumpiéndose a cada frase, apostillando cada escena descrita, cada anécdota contada.
Superados los intermedios amorosos de aquel hombre que no sabía viajar, episodios en los que Dior, Givenchy o Kenzo eran más importantes que los nombres de las mujeres a las que había amado, retomaron el hilo de los viajes de aquel tipo, así, pudieron constatar que los últimos años los había dedicado a explorar África. Por lo visto había viajado por el continente con sus padres cuando era adolescente y estaba intentando reconstruir el mapa buscando aquellos olores y sabores anclados en su memoria juvenil, al parecer lo visto estaba buceando en un pollo con arroz en salsa de coco que había probado en un hotel puede de Nairobi, o, tal vez, de Dar Es Salaam.
Sus reseñas advertían que había estado semanas atrás en Marrakech, donde se había reencontrado con un tajine de cordero y verduras cargado de comino, canela y nuez moscada. También había pasado por Alejandría, donde recuperó una baba ganoush marcada por la pasta de sésamo, comido en un callejón cercano al puerto, en un café en el que probablemente Kavafis hubiera escrito un epigrama. Quedaba pendiente el pollo en salsa de coco keniata que había buscado infructuosamente en distintas ciudades del África central, sus últimas reseñas eran casi siempre alrededor de un gran plato de arroz con pollo.
El comandante de vuelo anunciaba que en poco más de media hora aterrizaríamos en Nairobi, yo casi sentía que terminara el vuelo y mi conexión con el hombre que no sabía viajar. Los relatores comentaban que su obsesión con África seguramente tenía que ver con aquel primer viaje de adolescente, en África había descubierto la intensidad de los no/lugares, espacios definidos por colores puros y olores intensos que fijaron las bases para que pudiera delimitar una cartografía alternativa a la del resto de mortales.
El pollo con arroz en salsa de coco era la referencia que complementaba una excursión previa a la sabana, un no/lugar, una amplia extensión de matorrales bajos, apenas delimitada por acacias solitarias, algunas lomas y los recodos de riachuelos que buscaban el cauce principal del Mara. El hombre que no sabía viajar había conocido esos parajes en la estación lluviosa, por lo que su recuerdo era más cercano a las distintas tonalidades del verde en vez del amarillo y áspero color de los hierbajos secos. Sobre fondo aceituno las pieles pajizas de los predadores apenas les camuflaban, era fácil distinguir a los leones, guepardos, leopardos, hienas y chacales a la intemperie. La casi infinita extensión del páramo era el decorado de una película de aventuras en las que un director de producción hubiera colocado estratégicamente una manada de elefantes, una torre de jirafas, un clan de hienas, leonas dispersas, un harén de cebras, rebaños de varios tipos de ungulados, todos ellos pendientes de una orden del realizador para organizar una escena de caza.
El niño que por aquel tiempo no sabía viajar se quedó con los suelos verdosos, el cielo plomizo, las nubes grises, el hedor a excrementos de felino marcando territorio y las boñigas de la inmensa variedad de herbívoros que poblaban la pradera, el petricor, los olores leñosos de los arbustos recién mojados. A partir de aquellas impresiones el chico empezó a cimentar su visión del África más salvaje, complementada con el bullicio de las ciudades, la fetidez de las alcantarillas, el dulzor de las frutas y verduras expuestas en los tenderetes callejeros. Remataba ese paisaje con el aroma de las especias y, sobre todas ellas, la combinación de ingredientes del pollo con arroz en salsa de coco. Entre cucharada y cucharada había compartido con sus padres la emoción de una cacería en la que varias leonas habían derribado a una cría de ónix. Abatida la pieza, un león parsimonioso, de melena descuidada, había arrastrado el cadáver hasta la revuelta de un riachuelo, donde le esperaba una camada hambrienta.
Mi compañía francesa no escatimó adjetivos y detalles de aquel viejo safari. O su imaginación se había desbordado o el hombre que no sabía viajar había dado una descripción muy precisa de sus sensaciones juveniles.
Aquellos franceses parecía que habían organizado sus vacaciones para descubrir a quien se ocultara bajo el nombre de Frederic Moreau1840, desentrañar el misterio del hombre que no sabía viajar. Habían decidido dedicar sus días de vacaciones a hartarse de muslos y pechugas guisados, pendientes de la cara o el gesto de otros comensales. Creían que serían capaces de distinguir a Moreau entre la multitud, que un detalle, una mirada lo delataría, que ellos serían los primeros en desvelar el misterio del hombre que no sabía viajar, en realidad el enigma del hombre que no sabía a donde regresar.
De no haber tenido obligaciones familiares, seguramente hubiera aplazado todos mis proyectos y me hubiera unido a la expedición de buscadores de aquel hombre. Intenté averiguar dónde se alojaban mis relatores, su nombre o cualquier referencia que pudiera ayudarme a seguir con mis pesquisas, ya que no disponía de ningún dato que me permitiera seguir en las redes, en las reseñas de los mapas al turista errante, solo los dos franceses parlanchines me hubieran permitido seguir con aquella aventura, reducida a una charla confusa en un idioma extranjero en la duermevela de un largo vuelo intercontinental.
Aún y así, asumiendo la fragilidad de mi encomienda, he de reconocer que de modo consciente o inconsciente escudriñé casi todos los rostros de turistas ingrávidos que me crucé durante el viaje, personas que caminaran como flotando, felices en su desorientación, enganchados a un teléfono móvil o a una cámara de fotografía. Durante los días que estuve en África probé en muchas ocasiones el pollo con arroz, el arroz con pollo empapado de salsas que pudieran tener trazas de coco y de especias aromáticas. Con cada bocado de aquellos platos exploré a mi alrededor para ver si la casualidad que conducía al viajero extraviado o, cuanto menos, los sabores y los olores conseguían aquel efecto evocador de llevarme a mi anterior viaje a África, veinte años atrás.
Ni qué decir tiene que no tuve la suerte o la pericia de coincidir con aquel hombre, tampoco volví a cruzarme por la pareja francesa que había entretenido mis casi diez horas de vuelo. Semanas después, ya en casa, me animé a guisar una receta keniata de pollo con salsa de coco. No se trataba de cocinar, sino de afrontar un ritual iniciático que me permitiera conectar con aquel tipo que no sabía viajar.
Seleccioné con mimo los ingredientes, busqué las especias más sabrosas, un pollo de corral que dividieron en 16 porciones, sin deshuesarlo, para el caldo saliera más sabroso.
Los ingredientes que se necesitan para esta ceremonia iniciática son:
Para el pollo y su marinada:
1 pollo de corral de unos cuatro kilos cortado en porciones para guisar, con su piel, su carcasa, sus alones, su cuello y las vísceras que no amarguen.
2 cucharadas de aceite de coco
1 cucharadita de curry rojo en polvo.
2 cucharaditas de comino en polvo.
1 cucharada sopera de salsa de soja.
Sal y pimienta molida.
Para el arroz:
6 tazas pequeñas de arroz de grano largo (una por comensal).
3 cuartos de litro de agua de coco.
Medio litro más de agua.
1 cucharadita de aceite de coco.
1 hoja de laurel.
4 semillas de cardamomo.
Un puñado de semillas de comino.
Sal al gusto.
Para la salsa de coco:
1 cebolla hermosa.
1 Zanahoria cumplida.
250 gramos de coco rallado.
2 cucharadas de pasta de curry rojo.
1 cucharada de aceite de coco.
1 cucharada de azúcar moreno.
Zumo de 1 lima.
Hojas de cilantro fresco.
Antes de empezar a trajinar en la cocina debe advertirse que el resultado en el mejor de los casos será frustrante, no es lo mismo guisar plácidamente en la cocina de casa que sentarse en el comedor de un elegante restaurante africano con manteles de hilo y cubertería de plata. El lujo en los países del tercer mundo es mucho más obsceno.
Lo primero que hay que hacer es poner las piezas de pollo a macerar en los ingredientes indicados. Conviene que repose durante tres o cuatro horas, en la nevera, para el que pollo, de natural insípido, pueda ir absorbiendo los sabores de las especias.
Dado que no hay un solo tipo de curry, es mejor elegir uno que no sea muy picante, porque si no los matices delicados del coco se perderán con las fortalezas de las especias.
La misma paciencia que debe tenerse con el pollo hay que invertirla en remojar el arroz en varias aguas, para eliminar el almidón, lavarlo cuatro o cinco veces, hasta que el agua quede transparente. Va bien que repose unos veinte minutos en el agua donde debe cocer. Como se trata de que el coco vaya invadiendo el resto de ingredientes, el agua de cocción será agua de coco, también se añaden las especias que aromatizarán el arroz.
Marinado el pollo, se sofríe, fuego alegre, para que la piel quede tostada, con una cucharada de aceite de coco y, si acaso, un chorro de aceite de girasol (el aceite de oliva es muy potente). Mejor si se guisa en una cacerola grande y de paredes altas.
El objetivo es dorar la piel del pollo, no debe hacerse por dentro, para esto estará la cocción.
Una vez dorado el pollo, se retira y en la misma grasa se sofríe la cebolla picada y la zanahoria en daditos. Atontada la verdura es el momento del curry y el resto de las especias.
Cuando se integren todos los ingredientes, será el momento del curry y el zumo de una lima. Debería quedar una salsa espesa, con mucho cuerpo. Allí se añade el pollo, con el caldillo que deja el rato de reposo. Se cubre la cazuela con agua de coco hasta que quede cubierta por completa la carne, remover un poco para que la salsa se integre con el líquido complementario. Cuando rompa a hervir se baja el fuego casi al mínimo, se cubre y se deja cociendo por lo menos 45 minutos ya que las aves de campo suelen ser de carnes más prietas, que exigen más tiempo para que queden melosas.
Este es un plato que sabe mejor si reposa durante al menos mediodía, luego se le da un golpe de calor antes de servir.
El arroz basmati se cuece en 15 minutos, dos partes líquidas por una de arroz.
El olor a coco y a especias invadirá toda la cocina, toda la casa. Si cocino con la ventana abierta podrán disfrutar los transeúntes y quién sabe si el hombre que no sabía viajar podría estar pasando por la calle de mi casa en ese momento y creer que camina por Nairobi.
Para una historia africana nada mejor que el león de Rosa Bonheur expuesto en el museo del Prado en Instagram, #undiletanteenlacocina.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-33778103609712742472023-08-20T08:31:00.001+02:002023-08-20T08:31:06.900+02:00Capítulo DCI.- Sobreentendidos y malentendidos alrededor de la ensalada.Es una pena que todavía no haya podido/sabido solucionar mis problemas para poder insertar de nuevo imágenes en mis capítulos del blog, especialmente en jornadas como la de hoy, en la que empiezo la receta con un cuadro. Así que, quien quiera revisar el cuadro elegido tendrá que viajar a Instagram (#undiletanteenlacocina).
Todavía no sé muy bien qué cuadro surgirá. El punto de partida es cualquiera de las composiciones abstractas de Kandinsky, aquellas que numeraba bajo la referencia Composición. Dudo si terminaré como una de las composiciones más geométricas o finalmente me precipitaré a las que terminan siendo brochazos de color.
Está amaneciendo. Es domingo, penúltimo domingo de agosto. No tenía previsto escribir nada hoy, pero al despertar, al hacer inventario de las tareas pendientes del día, ha surgido una pequeña chispa que me ha colocado, de repente, ante una de las composiciones de Kandinsky.
Hoy para comer (seremos muchos) prepararé una ensalada. En principio nada complicado. Decir que vas a hacer una ensalada es como no decir nada y decirlo todo a la vez. Una ensalada es un contenedor en el que cabe casi cualquier cosa.
Las palabras terminadas en ado/ada suelen ser sustantivos o adjetivos vinculados a un verbo. Pido en google un listado de palabras que terminen en ADA y me aparecen:
Afincada, vinculada a afincar.
Derribada, vinculada a derribar.
Desarmada, vinculada a desarmar.
Agarrotada, vinculada a agarrotar.
Desarreglada, vinculada a desarreglar.
Ensalada debería estar vinculada a verbo ensalar (poner sal a algo), pero, curiosamente, la RAE no admite el verbo ensalar y me remite al verbo ensalzar, así que no sé si hoy terminaré ensalando o ensalzando.
Ensalada es una palabra fantástica, capaz de tener personalidad propia, sin necesidad de contar con un verbo que la respalde, aunque debería reivindicarse el verbo ensalar para describir la acción de preparación de una ensalada.
El sustantivo ensalada sólo se emplea en su forma femenina (podríamos reivindicar el ensalado, cuando los componentes que lo formen sean principalmente masculinos), por lo tanto, es una palabra que no genera ninguna tensión de género pues la palabra ensalada no presupone que quien prepare dicho plato deba ser necesariamente de sexo femenino.
Hay cierta tendencia a considerar que ensalada es sinónimo de lechuga. Grave error, la lechuga tiene personalidad suficiente como para no conformarse con ser una mera ensalada.
Tanto en español como en inglés, francés, italiano, turco, eslovaco o chino simplificado (lo he consultado en google), casi todos los idiomas del mundo vinculan el sustantivo ensalada a la acción de salar. La etimología gastronómica considera que el término ensalada proviene de la costumbre romana de sazonar algunas hierbas o plantas antes de ingerirlas. Los primeros aliños eran salmueras, mezclas medidas de agua con sal. Ahora, sin embargo, es posible, incluso recomendable, preparar una ensalada sin sal, aprovechando los elementos salobres a combinar, sin necesidad de aportaciones añadidas.
Puede que hoy sea más importante el aceite, pero a nadie se le ocurre cambiar el nombre de ensalada por enaceitada.
Por lo tanto, hemos de asumir cuando empezamos a preparar una ensalada (en realidad cuando empezamos a hacer el ejercicio mental de tener que pensar en una ensalada, porque ponerse a discurrir sobre el sentido de la palabra ensalada cuando hay una docena de comensales hambrientos esperando en la mesa es una chorrada monumental), estamos tomando la parte por el todo, incluso más, podríamos afirmar que, al utilizar el término ensalada, es una ínfima parte del todo la que se adueña del plato, convirtiéndose la sal, incluso aunque esté ausente, en la reina y señora del plato.
Del mismo modo en el que puede concebirse una ensalada carente de sal, sin que eso nos lleve a una contradicción insalvable (no sé si René Descartes y su aplastante lógica cartesiana permitirían hablar de una ensalada sin sal). También podría concebirse una ensalada que no llevara verduras crudas como base principal. Preparar una ensalada sin sal y sin verduras crudas llevaría a una doble contradicción terminológica que, sin embargo, no ha planteado ningún debate epistemológico.
¿Qué es lo peor que le puede suceder a una ensalada? A mi juicio, lo peor que le puede suceder a una ensalada es ser anodina, contentarse con ser el acompañamiento triste a un bocado triste. Nada más deprimente que esas hojas de lechuga pochas, junto a un gajo de tomate deslucido y unas tiras de cebolla apagadas junto a un filete a la plancha.
Es cierto que mucha gente, gente sin criterio, sin tiempo o sin ganas, se acoge a esa idea de que una ensalada es un trámite funcionarial, degradando el significado y el significante de la ensalada.
Antes de empezar a hacer una ensalada, por modesta que sea, conviene cerrar durante unos instantes los ojos, abrir un corto periodo de reflexión y preguntarse (mejor no hacerlo nunca en voz alta, para que nadie pueda pensar que estamos locos) qué quiero, que busco en una ensalada. Puede ser una indagación en abstracto, es decir, una reflexión ontológica sobre el ser en general y las propiedades que debería tener una ensalada ideal; pero casi mejor si la indagación se reduce al momento concreto, es decir, a lo que quiero y busco con una concreta ensalada.
Esas reflexiones casi filosóficas pueden ocupar una décima de segundo, un big bang Lemaîtreano que permita conformar el mundo de la ensalada en un brevísimo instante. No es necesario ocupar varias horas del día a conformar la ensalada que vamos a tomar a mediodía.
Habrá quien, legítimamente, diseñe una ensalada a partir del sabor; no deberíamos poner ningún obstáculo a quien construya su ensalada a partir de la superposición de sabores. Tampoco deberíamos condenar a las penas del infierno a quien entienda que la ensalada es un haiku japonés, reduciendo los ingredientes a la mínima expresión (hoja de lechuga sin cortar, tira de cebolla fresca, brizna de cristal de sal, dedal de vinagre e hilo de aceite de oliva). Incluso podríamos convivir con quien convierte la ensalada en una pequeña sinfonía de crujidos.
Del mismo modo en el que he podido afirmar que en la ensalada la parte más ínfima se convierte en el todo, permitiendo que un levísimo toque de escamas de sal permite llamar ensalada a cualquier receta, podría llegar al paroxismo de aceptar que la parte de la parte más ínfima de un todo pueda llegar a convertirse en elemento esencial de la ensalada. Me explico, hay quien considera que el elemento principal de una ensalada, de cualquier ensalada, no son los cuerpos sólidos depositados en un gran cuenco, sino los elementos líquidos que conforman el aliño.
Aliño viene de la palabra latina alineare, ordenar, por lo que la manera más propia de aliñar una ensalada sería no mojarla con ningún líquido, no mezclar ninguno de sus ingredientes, sino alinearlos ordenadamente en función de tamaños, de valor económico del producto (precio/gramo), de la importancia o peso que el ingrediente pudiera tener en la ensalada… Yo he de decir que últimamente me gusta preparar ensaladas en las que no mezclo ningún ingrediente, los coloco ordenadamente sobre una gran bandeja y permito que cada comensal se construya su propia ensalada, incluso su propia ensaladilla.
Del mismo modo que podría identificarse una escuela clásica de la ensalada, empeñada en la búsqueda de un canon ensaladil que, necesariamente, tendría que conducir al mundo grecorromano, hay tendencias barrocas, incluso manieristas, que retuercen el concepto ensalada hasta permitirse ensalar cualquier bocado.
Si tuviera que establecer una escala de valores en el arte de ensalar pondría, en primer lugar, el producto base, bien asumiendo que la ensalada es un haiku o bien entendiendo que se trata de un poema épico en el que es posible poner cien cañones por banda para que la ensalada pueda empopar a toda vela.
En mi caso el arte de ensalar tiene también algunos elementos o factores cromáticos, lo que me obliga a buscar contrastes y matices incluso mínimos que suelen traerme algún disgusto familiar (hay personas en mi entorno que no soportan el pimiento, sin tener en cuenta el impacto estético que tienen unas tiras brillantes de pimiento rojo asado en una bandeja). Los equilibrios y medidas en sabores y colores generan en mi caso alguna tensión, pues suelo utilizar medio pepino, dos tercios de pimiento, medio tallo de apio, un cuarto de cebolla… sin añadir al recipiente principal, dejando en la nevera un reguero de pequeñas piezas de verdura casi inservibles que pueden llegar a producir algún TOC.
Dado que mi formación e ilusión culinaria es irremediablemente afrancesada, doy casi más importancia al aliño que a los productos principales, convirtiendo muchas veces el aderezo en la razón principal (ética y estética) de la ensalada. Considero que el aliño es tan importante que me siento más cómodo considero que el aliño en realidad viste o arropa al resto de ingredientes, convirtiendo esa vestimenta en un ritual casi más complejo que el de elegir y preparar las piezas de verdura que quiero ensalar.
Llegados a este punto, espero que alguien comparta conmigo la idea de que una ensalada, una buena ensalada, debe aspirar a convertirse en cualquiera de las combinaciones en apariencia abstractas de Kandinsky quien, en realidad, nunca dejó de ser un ordenado profesor de derecho mercantil.
Mi ensalada de hoy no sé si terminará pareciéndose a la desordenada composición VII o a la rectilínea composición VIII. Espero acordarme de hacer una fotografía del resultado final.
Empiezo transgrediendo el dogma de la ensalada, no voy a utilizar como base ninguna verdura, sino pasta de colores en forma de lirio. Como somos muchos a comer voy a hervir casi un kilo de pasta de color verde, rojo y blanco. Puedo hervir a primera hora, al dente, echarle un chorrito de aceite (otro anatema) para que no se apelmace cuando se enfríe.
Sobre la base de la pasta de colores, colocada en la fuente más grande que encuentre por la casa, pondré unas bolitas de mozzarella (reclamo para los niños), unos tomates cherry cortados por la mitad (el tomate no es verdura, sino fruta), así garantizo un primer golpe de color rojo; será inevitable un segundo golpe de color rojo con los restos de un bote de pimientos asados; más unos lomos de caballa en aceite (reservaré el aceite para construir la vestimenta); más unas pocas aceitunas; más dos huevos duros cortados en rodajas (guardaré un huevo duro más para la vinagreta); más unos dados, no muchos, de salmón ahumado; más dos cogollos de lechugas cortados en juliana fina (por fin algo de verdura de verdad, más que nada por introducir un punto de verde intenso en el plato). No podrían faltar los dados de zanahoria que sirven para que el plato cruja, además de incorporar el color naranja. También pondré medio pepino pelado y cortado en dados.
El aliño pasa a ser una ensalada en sí misma. En un bol más pequeño pondré el huevo duro que me sobraba, bien picado, cuatro pepinillos encurtidos, cortados en minúsculos prismas, un puñado de alcaparras, cuatro anchoas en aceite, una cebolleta cortada en briznas minúsculas, una cucharada de mostaza de Dijon (hasta el último momento no decidiré cuál de los cuatro distintos tipos de mostaza pondré), dos yemas de huevo adicionales y el aceite de oliva que quedaba en la lata de caballa, más el aceite de las anchoas, más un chorrito adicional del mejor aceite de oliva que encuentre en la casa. Con paciencia y con la ayuda de un tenedor iré mezclando los ingredientes que arroparán la ensalada. Si tengo suerte (la tendré), conseguiré que los aceites liguen con las yemas de los huevos (tanto la yema hervida como las dos crudas). Añadiré un golpe de pimienta, unas briznas de eneldo, puede que un toque de salsa valentina (o de soja). Y conseguiré que la vestimenta quede cremosa, casi como una salsa tártara que arrope cariñosamente la pasta y el resto de elementos sólidos.
Como soy consciente de haber mezclado muchos ingredientes que pueden provocar tensiones entre los comensales, no condicionaré mezcla alguna, más que nada para evitar una reacción curiosa, casi freudiana, que hace que en muchas ocasiones un ingrediente que no nos gusta, por mínima que sea su presencia, nos lleve a rechazar un plato (cuantas veces no he escuchado a un niño o a un adulto decir que no probará ese plato porque lleva alcaparras, que no le gustan, o porque le repite el pepino, aunque le caiga en el plato una pizca mínima).
En esta ocasión mi ensalada debería ser servida/comida en plato llano, permitiendo así que los ingredientes queden bien acomodados, espaciados, combinados de modo aleatorio. Creo que mi aderezo además de ser muy sabroso jugará el papel de un lienzo sobre el que poder colocar el resto de elementos, por eso recomendaré que los comensales primero pongan una generosa cucharada del aliño, que la extiendan bien y que, sobre ese lienzo de color marfil vayan colocando los elementos sólidos, que los combinen a su gusto. Una vez hecha la composición, pueden añadirle un poco más de aliño para que termine de darle sabor.
Así he llegado al final de esta entrada en la que he traicionado todas y cada una de las reglas básicas de una ensalada ortodoxa. En primer lugar, porque no he puesto nada de sal, luego nada hay ensalado en el plato. En segundo lugar, porque la base no es de verduras frescas, la presencia de los cogollos de lechuga es testimonial. En tercer lugar, porque la vinagreta no lleva vinagre, por lo menos no añadido, creo que los pepinillos, las aceitunas y las alcaparras dan suficiente acidez al plato.
Si me acuerdo, a mediodía haré una foto para comprobar a qué combinación de Kandisky se acerca más a mí no/ensalada.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-91708651760446474172023-08-17T08:36:00.001+02:002023-08-17T08:36:13.323+02:00Capítulo DC.- Latigazos de verano.Si hace una semana hablaba de verano a latigazos, ahora creo que me toca escribir sobre los latigazos del verano.
Avanzo plácidamente hacia el ecuador del mes de agosto. He hecho ya algunos kilómetros. Quedan todavía bastantes por recorrer. Amanece en la ciudad, en cualquier ciudad. Me he acostumbrado a ver amanecer en muchos sitios. Esta vez el calor es seco, llevadero.
Estos últimos días he creído estar a punto de encontrar un hilo que me permitiera escribir un capítulo estructurado del diletante en verano. Superado el ferroagosto, las vírgenes de agosto, el aniversario de la muerte de Elvis (46 años ya. Cada vez canta mejor), el horrible atentado de las Ramblas en Barcelona…
Viajamos a Burdeos, largo camino en coche. A medida que avanzaban los días avanzaba en mi ignorancia, cada vez sé menos. Puede parecer una provocación, pero no me gustó especialmente el vino de Burdeos o, por ser más preciso, no tuve la ocasión de encontrar un vino en Burdeos que me gustara de verdad. Viajar con niños con propicia grandes experiencias ni gastronómicas ni enológicas, además, el vino por aquellos territorios llega a tener precios prohibitivos. Cada vez que entraba en una tienda o en el vial de un supermercado tenía la sensación de que me estaban engañando. Comprar un vino por debajo de los 10 euros en la Gironda/Dordoña sólo puede llevar al fracaso, vinos con un punto ácido, mal calibrados, sin personalidad ni encanto.
Descubrí que no sabía prácticamente nada de los vinos de Burdeos, del modo en el que se construyeron. Tampoco sabía gran cosa de Leonor de Aquitania.
Visitamos una bodega cerca de la casa en la que estábamos. Un chateau impresionante, escondido en medio de un bosque. Varias generaciones de vinateros de origen alemán que todavía residían en la mansión. La guía un tanto apresurada, sin especial encanto, pese a esforzarse. Aprendí mucho sobre la dificultad de construir un buen vino. El que probamos en la cata no lo era o, por lo menos, no me lo pareció, pese a todas sus laureadas plasmadas en la etiqueta. No tuvieron el detalle de sacarnos un poco de queso o de embutido para ennoblecer lo poco que bebimos. Tuvimos que robar algunas piezas de una cata anterior.
He de decir que la compañía de la visita a las bodegas no era la idónea. Con nosotros caminaba una pareja joven que había llegado en moto desde Andorra (más de 350 kilómetros a pleno sol) y dos matrimonios de edad madura y cara de haber triunfado en esta y en otras vidas, dispuestos a comprar tres o cuatro cajas de vino antes de haberse mojado los labios. La cuestión era poder llegar a Barcelona y después a Menorca alardeando de haber comprado el “mejor de los vinos de burdeos”, pese a que lo que compraron no superaba los 20 euros la botella.
Nos dieron a probar un rosado que no servía ni para lavarse los pies, un tinto joven ácido como una carga de napalm y la cosecha del 2020, anodina, como un funcionario público francés de una ciudad de provincias.
En los anaqueles reposaban añadas gloriosas a precios prohibitivos. Puede que al contratar un tour de baratillo nos sacaran los saldos.
En todo caso, fue de agradecer la explicación técnica del complejo proceso de coupaje del vino en función de los años y la meteorología.
Al final, el mejor de los vinos probados en la zona de Burdeos fue un rosado de intenso olor floral tomado casi helado en una barraca de la zona de Cap Ferret, acompañado por un inmenso e intenso plato de ostras, mirando a la bahía una mediatarde húmeda y soleada. Mientras el mundo dormía la siesta nosotros nos bebimos un par de copas y docena y media de ostras. Incrementando nuestra ignorancia, pues poco sabía de la historia y tradición de los vinos de la zona, menos sabía de la nomenclatura y clasificación de los bivalvos. Sólo puedo decir que el rosado me supo a gloria y que las ostras tomadas en el puertecillo, junto a los viveros, con un golpe de limón, pan negro y mantequilla, las disfrutamos.
Lo mejor del viaje a Burdeos han sido las ganas de regresar a la zona en otro tiempo y en otra circunstancia. También una casa de comidas destartalada, a pie de carretera, cerca de Saint Emilión, donde tomamos una crema de puerros y un confit de pato bastante potable (el vino de la casa, pese a estar enclavado en lo más lujoso del terruño de Saint Emilión, era digno de la mejor de las gaseosas (también es verdad que el menú cerrado no superaba los 14 euros)).
Queda para el siguiente viaje el estar en disposición de probar algún vino que me reconcilie con Burdeos, poder comer tranquilamente en alguno de los restaurantes que aparecen en las guías más selectas o poder investigar a cerca del lugar donde quedó escondida la cabeza de Francisco de Goya, puesto que nos lo devolvieron decapitado cuando reivindicamos su cuerpo doscientos años atrás. También es verdad que en España no tenemos la tradición de los panteones de figuras ilustres y que, salvo los reyes, que terminan en el pudridero de El Escorial, es resto de españoles ilustres yacen olvidados en cementerios sin ningún encanto, por lo que casi es mejor que Goya siga reposando en Burdeos.
Estando de ruta por el sur de Francia pensé en escribir algo sobre la salsa bordalesa, sin recordar que muchos años atrás (en 2012) ya había hecho mis pinitos con aquella salsa (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/12/cap-ccx-introduccion-la-cocina-epilogo.html). Aquel descubrimiento frustró mis expectativas sobre el Diletante paseando por los viñedos del Medoc. Para llegar a la salsa bordalesa primero tenía que dorar al horno unos huesos de ternera, después hacer un caldo largo con los huesos, verduras y una pieza de magro; desgrasarlo, filtrarlo y dejarlo reposar. Con aquel caldo hacer una semiglasa rehogándola con una nuez de mantequilla, una cucharada de harina y dos chalotas picadas. Añadir el caldo y dejar que redujera a más de la mitad, para conseguir una salsa densa y oscura, una salsa española, que serviría de base para la bordalesa con el vino de la zona. Todo para conseguir un hilo, una base mínima sobre la que colocar una pieza jugosa de ternera pasada por la plancha (tal vez por el horno).
Tras la visita a Francia regresé con nuevas dudas: Apenas hay recetas con pasta. Tampoco he encontrado platos reseñables con arroz. Es verdad que las patatas y las verduras son estupendas, pero no haber incorporado con normalidad el arroz o la pasta creo que es un error. Eso sí, sólo por sus patatillas de un solo bocado y su mantequilla aderezada con cristales de mar merece la pena el afrancesamiento.
Regresamos a España vía Burgos, con parada incluida para que los niños pudieran ver de cerca la catedral. La visita a la ciudad no nos llevó ni al cordero asado ni a los vinos de la zona. Todavía quedaban muchos kilómetros hasta nuestro destino y un lechazo unido a una buena botella de vino de la ribera nos habría noqueado (aunque yo me tomé, también de menú, un plato de pochas con sus sacramentos y un bocado de morcilla del lugar).
Avanzan los días de agosto sin un hilo conductor claro, sin un relato que estructure estas primeras semanas, sólo latigazos que apuntan caminos que no se podido o no he sabido explorar.
Quedan, pues, tareas pendientes por el sur de Francia, también por la Castilla más profunda. Rutas y viajes pendientes que espero poder retomar.
Hicimos parada en Madrid, casi desierta, lleva de turistas y de asfalto a punto de derretir. Madrid, pese a todo y pese a todos, es una parada grata, aunque sólo sea por poder dar un trago de su agua y visitar un museo (esta vez el Sorolla, en un paseo fugaz), un espectáculo de magia, largos paseos por avenidas incandescentes y tiempo para pensar, quizás en elefantes.
En los latigazos de lectura de estos días he descubierto (Sigo profundizando en mi ignorancia) que hay elefantes que mueren de pie y que pueden pasar hasta diez días a pie firme antes de caer derrumbados sus más de 70 toneladas de pesada vitalidad. Leí ese comentario en una crítica (más bien una evocación) de una vieja película de la que casi nadie se acuerda, París-Texas. En su momento aquella película desértica parecía un tótem cultural, llamada a marcar la historia del cine, ahora sólo la recordamos nostálgicos de más de cuarenta años.
Descubrir que los elefantes pueden permanecer en pie durante varios días después de muertos me generó cierta inquietud, también alguna frustración ya que era de los que creía (marcado por el cine de aventuras añejo) que los elefantes viejos caminaban solos a los cementerios de elefantes, lugares mitológicos en los que se amontonaban huesos y colmillos, convirtiendo los valles en los que descansaban en codiciadas minas de riqueza. Mis lecturas veraniegas además de servir para reflexionar sobre la muerte y la apariencia de la muerte, para descarrilar el mito de la infancia sobre expediciones a la búsqueda de los cementerios de paquidermos, me llevaron a un documental de National Geografic en el que explica, con más detalle del necesario, lo que sucede y a quien alimentan 70 toneladas de carne paquidérmica en descomposición. Pese a mis esfuerzos, lo cierto es que no he encontrado ninguna receta hecha con carne de elefante digna de este blog.
Descartadas las salsas bordalesas y los guisos de paquidermos, mis opciones gastronómicas quedaban reducidas ya que cualquier manipulación de las ostras puede considerarse un sacrilegio (aunque barajé escribir sobre lo bien que combina la carne de la ostra con el tocino, o el juego de los bivalvos con cítricos y hierbas mentolada). Los dulces del sur de Francia no me sedujeron (ni el canelé ni las galletas macarons que no probé). Podría haberme lanzado a algún plato con foie o un guiso de pato, al final descartados.
En el último instante encontré la solución a este latigazo del verano, un bocado afrancesado, sencillo, sabroso, dulce. Unas galletas moscovitas, originarias de Asturias (Pastelería Gayoso).
Para hacer las moscovitas se necesita:
100 g. de almendra Marcona cruda y picada
100 g. de azúcar glas.
100 g. de nata o crema de leche para montar.
20 g. de harina de trigo
150 g. de chocolate (preferiblemente en virutas, preferiblemente más de un 65% de cacao).
Papel de horno.
Ponemos en un cazo al fuego, llama muy baja. Incorporamos la nata y el azúcar, sin parar de remover y evitando que hierva la nata. Cuando el azúcar se disuelva añadimos las almendras picadas y la harina tamizada.
Seguimos removiendo hasta que se integren todos los ingredientes (si removemos con unas varillas la masa tomará algo de aire y eso ayudará a que la galleta quede más esponjosa).
Distribuimos pequeñas porciones de masa sobre papel de horno. Una cucharada para cada galleta, aprovechamos la misma cuchara para aplanarlas un poco, han de formar una superficie redonda y plana. Mantenemos distancia entre galleta y galleta ya que cada pieza se extenderá unos centímetros con la cocción.
Ponemos el horno a 170º. Ocho minutos bastarán para que se cuezan las galletas. Antes de sacarlas, todavía calientes, esparcimos las pepitas de chocolate, que quedarán adheridas a la superficie. Dejamos enfriar en un lugar seco (la galleta terminará de secarse, la gracia es que sea un bocado crujiente).
Acompaño la receta con un golpe fresco de Sorolla, un buqué de flores que podrían pasar por francesas (Instagram: #undiletanteenlacocina).
Poco más para este latigazo de mediados de agosto.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-1789704647214781442023-08-07T14:29:00.002+02:002023-08-07T14:29:14.561+02:00Capítulo DXCIX.- Verano a latigazos.El verano avanza a latigazos. Se suceden días extremadamente calurosos con jornadas en las que baja diez o doce grados el termómetro, el día permanece encapotado y parece que vaya a llegar una tormenta que no termina de romper. Lejos quedan aquellos veranos en los que el sol se instalaba en el cielo el 24 de junio y permanecía inamovible hasta finales de agosto, encadenando días despejados y radiantes.
Se acercan el ferragosto, los días centrales del mes en los que las ciudades grandes quedan abandonadas, a merced de turistas despistados. Calles desiertas, tiendas cerradas a cal y canto. He de decir que la tercera semana de agosto siempre me ha seducido, aunque me pillara fuera de casa, durante unas horas era capaz de instalarme en la calma chicha del ferragosto más plomizo, abstraerme del mundanal ruido. 15 y 16 de agosto, como el sábado de Gloria y la mañana temprana del 1 de enero son espacios en los que el tiempo se detiene, en los que parece que no quedara un alma sobre la superficie de alguna de las zonas habitadas del planeta.
Esos espacios de no-tiempo son ideales para recargar pilas, para pensar en el futuro, o simplemente para afrontar tareas absolutamente absurdas y personales, esas que nadie quiere entender, por eso no suelo compartirlas.
Como aperitivo a estos días del próximo ferragosto he leído el artículo de Marta D. Riezu titulado Diario de Agosto (https://www.elle.com/es/living/ocio-cultura/a44731130/diario-de-agosto-marta-d-riezu-4-agosto/), muy recomendable para diletantes que aprovechan las tardes de verano para revisar a Éric Rohmer o alguna comedia de Bertolucci (alguna intentó, sin mucho éxito).
Ferragosto es el momento ideal para tareas destinadas al fracaso, como la de intentar ordenar y sistematizar los cientos de recetas de este blog (he conseguido un Excel con poco más de doscientas, voy a latigazos, como los de este verano), o intentar pasar a limpio las notas que tomé durante el viaje del año pasado a la costas oeste norteamericana (un cuaderno de tapas duras lleno de frases inconexas), o empeñarme en comprar un mapa grande de Grecia y de sus islas para situar sobre el terreno la larguísima relación de tropas que organizó Agamenón para la Guerra de Troya (Canto II de la Iliada, que empieza enumerando a Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio, que capitaneaban a los beocios… Y así hasta más de mil naves que, a 50 soldados en cada nave, da un contingente de más de 50.000 guerreros).
Sobre la mesa del salón ordeno los libros que querría leerme durante este mes de agosto, algunos están ya muy avanzados, otros todavía por desempaquetar. Leo a latigazos, sin mucho orden, sólo por placer, contagiado con la Euforia de disponer de tiempo libre y la Euforia, que es el poemario último de Carlos Marzal, donde recuerda, no sé si preocupado o feliz, que va a cumplir sesenta años sin haber llegado todavía a los dieciocho.
Igual que amontono libros, acumulo recetas, tanto las hechas como las que espero poder hacer en algún momento.
La cuestión es poder aprovechar este tiempo de transición, este no-tiempo del mes de agosto que sirve igual para ver y reírme con el nuevo capítulo de la guerra de sexos que propone Barbie, como para bucear en películas viejas en las que mis hijos se desesperan por la falta de ritmo.
Estos últimos días he recalado en una no-receta, en la pelea por conseguir una salsa casera que pueda competir con la salsa industrial que acompaña a las ensaladas cesar de los restaurantes.
He conseguido que en casa aprecien la sencilla combinación de ingredientes que llevan a una salsa Cesar casi de las que venden prefabricadas en los supermercados.
Los ingredientes son sencillos, yo he hecho algún pequeño ajuste.
El punto de partida es una mayonesa muy clara. Para la mayonesa yo utilizo un huevo a temperatura ambiente, 250 gramos de aceite (50% oliva, 50% girasol), una cucharada de mostaza en grano, una cucharadita de wasabi, una pizca de sal y la ralladura en esta ocasión de una lima, en vez de un limón.
Hecha la base de la mayonesa (si añado un huevo más saldrá más cremosa, más clarita), pico cuatro anchoas en aceite, un golpe de salsa perrins, 40 gramos de queso parmesano rallado y otro golpe de pimienta blanca reciente molida. Termino de envolver estos ingredientes e integrarlos en mi mayonesa, con eso consigo que mis hijos prefieran las ensaladas cesar caseras (con eso, con poca lechuga, mucho costrón de pan, mucha lámina de queso parmesano suplementaria y una pechuga hermosa de pollo hecha a la brasa por cabeza).
Así celebro la proximidad del ferragosto, con algo de desorden, cierta querencia al «fare niente» y un cuadro de Diaz Olano titulado Agosto, que colgaré en Instagram (#undiletanteenlacocina)UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-57062199170784347332023-08-03T12:13:00.002+02:002023-08-03T12:13:26.667+02:00Capítulo DXCVIII.- El Bulli/Miramar. Julio 2023.Aseguran las malas lenguas que el pasado 12 de julio, a una hora impropia para
un probo funcionario, un sujeto de más que mediana edad, entrado en kilos y
aparentemente feliz, se estaba bañando desnudo en una playa del Alto Ampurdán.
No puedo asegurar que fuera el diletante, tampoco puedo negarlo, sólo cabe
afirmar que se encadenaron una serie de acontecimientos climáticos y emocionales
que fácilmente podrían llevar al más recto de los profesionales del derecho a
despojarse de todas y cada una de las prendas de vestir para zambullirse durante
unos instantes en la cálida y cristalina costa cercana al Cabo de Creus. Dejarse
llevar durante unos instantes por el ritmo cansino de las olas y asumir que las
duchas no funcionarán (restricciones de agua) y puede llegar a ser incómoda su
osadía. De nuevo toca hablar de pequeñas transgresiones que sirven para
neutralizar crisis de más envergadura. Aquel miércoles tenía reserva para
visitar el museo del Bulli, la #bullifundation. Había decidido ir solo, tenía
miedo de que la experiencia me defraudara. He pasado momentos muy especiales
entorno al Bulli, alguno lo he contado en este blog, otros muchos quedan en la
memoria, a la espera de que se den las circunstancias narrativas para contarlo.
Hace un par de años regresé a la cala Montjoi, el edificio estaba todavía en
obras, era un espacio sin forma definida, un proyecto con más sombras que luces.
Recuerdo que fuimos paseando por el camino de ronda, que nos bañamos desnudos en
calas minúsculas, entre erizos y rocas. Era un día de calor, de principios de
julio. Paseamos hasta el final de la playa y tomamos unas sardinas a la brasa
con una ensalada en un chiringuito, con vistas al Bulli. Nos dimos otro chapuzón
y luego descabezamos un sueño a la sombra de unos tamarindos. En esta ocasión
regresé solo, inquieto, pensando que visitar el museo me sabría a poco. Cuesta
pensar que en el espacio ocupado por el que fue durante años el mejor
restaurante del mundo ahora sólo hay un par de máquinas de vending para comprar
una bolsa de patatas, unas galletas o una bebida fría. Paseé por las
instalaciones, más por nostalgia que por curiosidad. Disfruté de las fotos
viejas, de los recuerdos de las primeras brigadas, de los primeros menús, me
quedé absorto ante los vídeos, escuché con más o menos atención la audioguía,
hice alguna instantánea con el móvil, me paré frente a los expositores en los
que descansaban platos, vasos y cuberterías de todo tipo. Supongo que cada
visitante que acuda al nuevo Bulli buscará y encontrará cosas distintas.
Superado el ruido de la inauguración, creo que será difícil que alguien decida
ir exprofeso al museo, salvo algún romántico como yo. Lo normal es que las
instalaciones se conviertan en uno de los hitos recomendados a turistas de la
zona, gente a la que cada vez el Bulli le pilla más lejos. Encaja mal el
turisteo de chancla y sangría de la zona con la clientela habitual del
restaurante, sobre todo en sus últimos años. Me cuesta creer que la
Bullifundation se convierta en un santuario de la liturgia foody. No dudo que
haya muchas personas, yo entre ellos, dispuesto a recorrer medio mundo para
disfrutar de un menú degustación en el rincón más apartado del universo, pero me
cuesta más pensar que esos mismos peregrinos se animen a recorrer carreteras
sinuosas para encontrarse con una fría máquina expendedora de fruslerías
envasadas. Resulta divertido que tres o cuatro de los viejos camareros del
restaurante se ocupen ahora de vigilar las salas y te ofrezcan un vaso de agua
con gas, no muy fría, a la salida. Pero no me quiero poner gruñón, crítico o
cascarrabias; siguen siendo muchas las anécdotas y aventuras en torno al Bulli,
alguna de ellas propias, otras ajenas pero incorporadas ya a mis recuerdos. El
Bulli y su entorno fueron algo más que un mero restaurante, algo más que una
moda más o menos pija. Cuando pienso en el Bulli pienso en un proceso creativo
complejo, en la culminación de un camino iniciado mucho tiempo antes. Es el
esfuerzo por integrar la comida y la gastronomía la cultura de una civilización,
un esfuerzo por convertir la comida en algo más que una necesidad fisiológica.
Ya sé que hay mucha gente que considera que comer es una necesidad que debe
satisfacerse de modo rutinario, sin prestarle mayor atención. Respeto a quien
piensa o siente así, como respeto a quien visita una ciudad y decide no entrar
en ningún museo, son opciones personales. Quien no disfrute de la comida o de
según qué tipos de alimentos seguramente pensará que el Bulli no es sino un gran
ejercicio de publicidad, una experiencia frívola sujeta a una campaña de
marqueting apabullante. Yo soy de los que creo que la comida, cualquier comida,
por sencilla o poco elaborada que parezca, responde a un sistema de codificación
social, económico y cultural muy complejo. Creo que uno de los elementos que
determinó el salto de los homínidos al hombre fue la necesidad/habilidad de
manipular los alimentos. La civilización empieza cuando el primer mono decide
manipular una pieza de fruta, una verdura o una presa de caza sometiéndola al
frío del agua fresca o al calor de un fuego improvisado. Manipular los
alimentos, condimentarlos, combinar unos con otros, aunque fuera de forma muy
rudimentaria, fue un paso tan importante como el de codificar los primeros
sonidos y conseguir que, a partir de sonidos guturales, se fuera organizando un
sistema organizado de comunicación. Del mismo modo que el lenguaje ha
evolucionado, ha ido incorporando herramientas, construyendo frases complejas
para expresar conceptos o sensaciones complejas, la cocina y la comida han
seguido un camino similar. No diré yo que la cocina sea una de las bellas artes
(aunque hay argumentos sólidos para defender que la cocina y la comida se ha
integrado históricamente en el mundo del arte y de la cultura), pero sí que
defiendo firmemente que detrás de cualquier comida, incluso de la que pudiera
afrontar alguien a quien no le gustara la comida más allá de la mera
supervivencia, es un ejercicio de creación o reflexión complejo, repleto de
factores sociales, económicos y culturales acumulados durante siglos de
experiencia colectiva. Una decisión tan maquinal como la de tomar un huevo y
decidir si lo batimos para preparar una tortilla o un revuelto, si lo cascamos
para freírlo sobre un medio graso y caliente, o si lo hervimos para que se
solidifiquen con mayor o menor intensidad sus fluidos viscosos, o si lo tomamos
crudo. Si lo aderezamos con sal, pimienta, comino, hierbas de cualquier tipo; lo
mezclamos con trocitos de jamón, con unas patatas, con verdura de cualquier tipo
picada, dejamos que se fundan unos dados de queso, o lo endulzamos con una pizca
de azúcar o con canela. Esa decisión de qué hacer con un huevo supone un árbol
de decisiones que creemos tomar inconscientemente, pero que, más allá de las
apetencias instantáneas en el momento de abrir la nevera, responde a todo tipo
de factores preestablecidos, conscientes o subconscientes que nos sitúan en un
momento y en un lugar muy determinado. Ese proceso creativo, esa estructura
compleja de toma de decisiones pasará desaparecida para el común de los
mortales, puede que incluso haya quien piense legítimamente que es una solemne
tontería, puede concluir con el ejercicio mecánico de freír un huevo para
aplacar el hambre a mediodía, o puede convertirse en un momento o bocado
especial. Todo es cuestión de gustos, de perspectivas… Creo que el Bulli y sus
impulsores han sido capaces de codificar de manera más o menos ordenada ese
proceso creativo, ese conjunto de decisiones tomadas durante siglos, hasta
catalogar 1846 recetas, 1846 platillos o bocados creados, en muchas ocasiones, a
partir de un juego simple e intuitivo de mezclar sabores o de provocar
sensaciones, pero, sobre todo en el tramo final del restaurante, como ejercicio
más o menos intelectualizado de creación no sólo gustativa, sino también visual.
Mi visita al museo del Bulli especialmente un reencuentro con ese proceso de
creación; no fue sólo un ejercicio de nostalgia más o menos pija, sino la
oportunidad de poder ordenar sensaciones y emociones entorno a una mesa y a lo
que significa sentar a varias personas entorno a una mesa. Por eso lo que más me
gustó, lo que más me emocionó fue ver el comedor vacío, con las sillas y mesas
preparadas como si en unas horas el lugar pudiera volver a ser un restaurante.
Creo que Adriá cierra, no sé si de modo consciente o inconsciente, un circulo
temporal e intelectual muy complejo. Del mismo modo que sorprendió que cuando el
Bulli fue invitado a una de las ferias de arte más importantes del mundo (el
Documenta XII de Kassel) y decidió que su aportación al evento era trasladar a
dos visitantes desde el pabellón de la exposición en Alemania al restaurante en
el Ampordá; ahora el último giro de tuerca es visitar lo que crees que es un
restaurante y que, en realidad, es un museo extraño en la que nada se puede
comer. Puede que incluso en los amplios jardines que rodean el recinto se
termine permitiendo que la gente traiga picnics en tupper desde sus casas,
consiguiendo que El Bulli termine siendo territorio de tortillas de patata,
filetes empanados o pasta fría. Como sabía que la visita a la Bullifundation me
dejaría una sensación extraña, frustrante pese a todos los pesares, esa misma
mañana había reservado para comer en LLançá, en el Miramar de Paco Pérez. Uno de
los restaurantes que más me ha gustado y sorprendido en los últimos años. Deudor
de El Bulli (como otros cientos de restaurantes alrededor del mundo), pero a la
vez capaz de aportar algo más. Antes de las dos de la tarde había aparcado a las
afueras de Llançá y caminaba decidido hasta la sala principal del Miramar. El
Miramar tiene una de las salas más elegantes que conozco, un comedor clásico,
con vistas a la playa. Es fabuloso ver a la gente transitar por el paseo
marítimo con sus chanclas, la sombrilla al hombro, arrastrando niños y
resoplidos. La orilla llena de colchonetas y flotadores. Matrimonios mayores
untándose con desgana crema solar (a partir de una edad extender crema solar por
una espalda ajena no debe generar ninguna inquietud erótica). El pez desde la
pecera disfruta de los visitantes. Miramar alcanza todos mis placeres, por lo
menos los de aquel martes de mediados de julio, caluroso y plomizo. Disfruté de
beber sin beber, me explico, la noche anterior había dormido poco, acumulaba
muchos días de cansancio y más de dos horas de trayecto hasta mis destinos, más
otras tantas horas de regreso. Pese a que contaba con descabezar un sueño en la
playa para diluir cualquier resto de cansancio que pudiera poner en riesgo mi
jornada especial, lo cierto es que no me apetecía beber mucho, pero no
renunciaba a comer con vino. Expliqué mis contradicciones al sumiller, que
comprendió enseguida mis deseos. Quería oler los vinos, removerlos
tranquilamente sobre una copa amplia, volver a olisquearlos y acercar los labios
a la boca de la copa, para mojarme la punta de la lengua como un niño pillo.
Empecé no bebiendo una manzanilla muy fría, después una garnacha ligera del alto
Ampurdán, un ull de llebre que me sorprendió menos y, con los postres, una
malvasía. Todos de la zona. Todos aspirados más que bebidos. Los panes un vicio,
capaces de arruinar la comida. No habían empezado a llegar los platos cuando ya
había devorado dos piezas. Especialmente sabrosa una focaccia casera recién
horneada. El servicio impecable. Chicos y chicas muy jóvenes, vestidos como si
fueran acomodadores de la ópera de París. Sobrios, discretos, algo rígidos, pero
atentos (no era difícil pues aquella mañana sólo se ocuparon 3 mesas). Todos
formados en las reglas clásicas del servicio más tradicional, sigilosos, cada
uno en su papel. Sumados cada uno de los pases, incluidos los bocados que
acompañaban al café, creo que probé cerca de treinta bocados, casi todos del mar
y de su entorno (no solo pescado y marisco, también algas y vegetales de su
entorno). Platos en apariencia sencillos, pero de elaboración tan sofisticada
que creo que tardaría semanas en poder reproducirlos. El ceremonial impecable.
Un camarero colocaba primero los cubiertos, otro traía el plato y un tercero lo
presentaba con una descripción escueta pero completa. En tres o cuatro bocados
que consideraron principales vinieron desde la cocina los ejecutores para
explicar el guiso y su elaboración. Hice fotos de todos los pases, excepto del
que trajo el propio Paco Pérez, pero son imágenes para consumo propio, no quiero
colgarlas. Me gustó mucho el bocado de arroz con láminas de pulpo, una esponja
de algas sobre las que depositaron frutos de mar, un bao de buey de mar o el
curry de camarón y zanahoria. No me importaría volver a repetir menú. Me
sorprendió la alegría con la que encararon los postres, vino una repostera muy
joven, más que mi hija, para presentarlos. Mientras que los platos salados eran
ligeros y equilibrados, con los postres llegó un delirio controlado de azúcares,
algo que a un goloso como yo le hace recuperar su fe en el género humano. Por
fin una cocina moderna que no demoniza el azúcar. De entre los bocados
golismeros, ganó todas las medallas un homenaje al café capuchino. El plato era
sencillo, lleno de ilusión infantil. Vi como en la cocina se peleaban con una
nube de algodón dulce que hilaron instantes antes de traerla a la mesa,
consiguieron convertir la madeja de azúcar en una empanadilla minúscula y
compacta que rellenaron con una mantequilla de café. La presentación en la mesa
proponía un juego, había que mojar el triángulo relleno de crema de café en una
espuma de leche, para después impregnar la punta en un polvo de cacao que
formaba el tatuaje de un corazón. Para finalizar el juego había un grano de café
que, en realidad, era un minúsculo bombón de praliné y café. He pasado unos días
recopilando información sobre la mantequilla de café, una combinación que, pese
a mi pretendida experiencia, no conocía, pese a ser un básico de la repostería.
Tomo la receta de una web llamada bavette
(https://www.bavette.es/tartas-y-pasteles/10091-crema-francesa-de-mantequilla/
), donde se explican los antecedentes de la receta y sus ingredientes. Se
necesitan: 150 gramos de Yemas de huevo (7-8 yemas) 250 gramos Azúcar granulado
100 gramos Agua 250 gramos Mantequilla sin sal, blanda Una cucharadita de café
liofilizada (nescafé). Todos los ingredientes conviene que estén a temperatura
ambiente. La receta empieza poniendo el azúcar con el agua en un cazo para que
calienten hasta formar un almíbar (no se trata de hacer caramelo, sino un fluido
espeso y trasparente). Mientras el almíbar sigue su curso se baten las yemas
para que espumen, doblen su volumen y terminen blanqueando. Puede hacerse con
batidora para que el brazo no quede derrengado. Cuando las yemas lleguen a la
textura y volumen marcado, se añade poco a poco el hilo de almíbar (mejor si no
está muy caliente, para que no cuajen rápido las yemas). Sin dejar de batir la
mezcla, agotado el almíbar, se añade la mantequilla en pequeños cubos, sin dejar
de batir. Se convertirá en una crema brillante. La crema está casi hecha, sólo
queda incorporar el extracto de café, en función de los gustos. No conviene que
quede muy amargo. Bastará una cucharadita de café, incluso menos. Esa crema de
mantequilla y café es la que se pone en una manga pastelera para rellenar el
ravioli de azúcar hilado. En un viaje reciente a Munich descubrí en una pequeña
galería a un pintor (Michael Lauterjung) que pinta sencillos elementos de
vajilla, utiliza maderas viejas, apenas tratadas, como lienzo. Creo que el
Miramar podría comprar alguno de los cuadros de Lauterjung para decorar la sala.
La imagen elegida está mi instagram (#undiletanteenlacocina).<a href="https://www.instagram.com/undiletante/?hl=es"></a>
Así termina mi escapada al Bulli/Miramar, espero que no sea la última vez que
ensayo esta combinación.UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-10075577469455101762023-07-11T21:01:00.002+02:002023-07-11T21:03:15.465+02:00Capítulo DXCVII.- Una Vida no tan Simple.Pequeñas transgresiones.
Ayer por la noche, lunes, fui al cine, a las diez. Estaba solo, absolutamente solo. Era la última sesión en la última de las salas. En la nevera de los helados quedaba un cucurucho de nata y fresa que no pasaba por su mejor momento. Pese a mis ansias de helado no me atreví a pedírselo al chico que gerenciaba las ocho salas desiertas y olvidadas. Imagino que le daría rabia tener que esperar hasta medianoche, no poder cerrar el local.
Casi nadie va al cine un lunes por la noche, no hay descuento alguno, ni los más golfos se plantean salir por Barcelona un lunes de julio por la noche, y menos para ver una película española.
Mi otra opción era ver el debate entre Feijoó y Sánchez. Una película, cualquier película era mejor alternativa.
Fui a ver “Una Vida no tan Simple”, de Félix Viscarret. Mi mujer está en Alemania, uno de los niños está en un campamento de surf en Cantabria y el otro duerme en casa de su abuela porque trabaja durante la semana y prefiere estar lo más cerca posible del despacho (vivimos a la otra punta de la ciudad).
Una Vida no tan Simple era la mejor de las opciones. Una película española fuera de los circuitos, con críticas moderadamente positivas. Una comedia costumbrista de gente a la que le cuesta hacerse mayor. Ya no se hacen comedias para adultos, ni aquí ni en casi ningún sitio, excepto en Francia, donde de vez en cuando consiguen construir una comedia que no sea infantil, ni noña.
La película me gustó, me gustó mucho, tal vez porque la vi solo y pude reír, hablar conmigo mismo y con los personajes. Moverme a gusto en mi asiento, beber agua sin temer molestar a nadie.
Las salas de cine, incluso las más pequeñas, tienen el encanto de los cuartos oscuros, la magia de las pantallas. La televisión, por grande que sea, no deja de ser televisión, aunque veas la mejor de las películas.
Me gustó la película, me gustaron los personajes peleándose por intentar dejar a un lado la vulgaridad y la monotonía. Me gustaron los pequeños enredos sentimentales que se tejían entre los protagonistas. La trama era mucho más leve que la de las películas de Çesc Gay, sus personajes no eran tan grandielocuentes.
A su manera Una Vida no tan Simple es una película de niños, no en el sentido de las comedias de y para niños del último Santiago Segura (un clásico en mi casa), sino una comedia de adultos en la que los niños juegan, muy a su pesar, un papel capital, juegan como lastre o como boya, en función del momento vital de cada personaje.
Mientras veía la película chateé con un amigo, un compañero de universidad. Ambos estamos más cerca de los 60 que de los 50, así que la película nos coge un poco lejos. Para bien o para mal ya hemos pasado o evitado esas crisis vitales que niños pequeños, responsabilidades familiares asumidas a regañadientes y pequeñas crisis emocionales. Ver la trama de la película con cierta distancia ayuda a metabolizarla mucho mejor.
No creo que sea una película menor, por lo menos no es mucho menor que cualquiera de las películas que he visto durante los últimos años. Me gustó más que cualquiera de las que hace unos meses ganó los premios Goya.
Fue una pena que el proyeccionista no cuidara un poco mejor la proyección, las imágenes se veían sin mucho brillo, como sumidas en una neblina que creo que no era intencionada (aunque la película se rodó en Bilbao el director había elegido días y espacios luminosos).
Me gustó la pequeña transgresión de ir al cine una noche de lunes del mes de julio, no tener que consensuar con nadie la película, tampoco la hora. Dejar que se apagaran las luces y que me contaran una historia no muy cercana, por lo menos en el tiempo. Me hubiera quedado dos horas más si el director y guionista hubiera querido contarme alguna cosa más de sus personajes, sin necesidad de que se embarcaran en grandes aventuras, sólo sobreviviendo, sosteniendo el juego de planos y contraplanos que en muchas ocasiones hacían que los diálogos fueran casi monólogos, porque el director no era muy dado a los contrapuntos, era difícil conseguir capturar cual era la reacción de los personajes a las reflexiones que recibían de sus contrarios.
Una buena comedia suele ser una comedia de amor, va bien que tenga algo de enredo, algún gag visual y alguna situación patética. Todo eso lo atesora discretamente Una Vida no tan Simple, que podría llamarse Una Película no tan Simple, porque la aparente sencillez de la historia esconde algunas capas más profundas sobre lo complicados que podemos llegar a ser pese a las aparentes rutinas.
Los personajes secundarios son fantásticos, medidos al milímetro. Casi todos ellos tienen un punto estrambótico que podría convertirlos en ingobernables, sobre todo por la aparente normalidad y estabilidad de la pareja principal, que es un ejemplo de aparente equilibrio.
En el guion hay horas de estudio, guiños muy sutiles a películas de Wilder, de Lubitsch, a las películas de la Nouvelle Vague, también a Trueba. Pero no pretende ser una película culta ni culterana. De hecho, se ve como una comedia romántica de tono costrumbristas, sin estridencias. Incluso con un ligero hilo de conflicto intergeneracional, con una pizca de mala leche, porque se cumple con el rito de que cada generación parece que defraude a la anterior.
No es una película perfecta, no existen las películas perfectas, pero sí que resultó ser la película adecuada para una calurosa noche de lunes del mes de julio en Barcelona.
Volviendo para casa, dando un paseo por el trópico nada utópico de la ciudad asfixiada, llegué a la conclusión de que, si la pareja protagonista hubiera cuidado un poco más las comidas, sus tensiones y dudas se hubieran disipado o, cuanto menos, dulcificado, porque en la película se come mal, francamente mal, algo sorprendente cuando se descubre que fue rodada en Bilbao. Los protagonistas viven en una casa sumida en el caos, marcada por unas mesas centrales llenas de migas, de platos y vasos vacíos, sin ningún encanto. Nada apunta a que se interesen por la buena comida, pese a que sí tienen preocupaciones estéticas, educativas, sanitarias, filosóficas, éticas … Sólo en un instante, mientras dan de cenar a los niños, se ven unos filetes empanados en un tupper y una ensalada que tiene toda la pinta de haber dormido durante días en una bolsa de plástico.
Si Isaías y Ainhoa hubieran dedicado media hora a la cocina habrían podido salvar algún que otro mueble emocional. Bastaba con que hubieran dedicado unos minutos a preparar una focaccia que llenara la casa de olor a tomillo, a romero, a un buen aceite de oliva, a tomates secos y panceta cortada a daditos. La focaccia hubiera encajado a la perfección en la historia de encuentros y desencuentros, porque es una masa efímera, de las que hay que disfrutar al instante, evitar la fermentación larga.
Para hacer la masa de una focaccia (un pariente rústico de la pizza) se necesitan dos tipos de harina: 200 gramos de harina de fuerza y 300 de harina común (la de fuerza tiene más gluten y aguanta mejor la fermentación, también las grasas). Más 25 gramos de levadura de panadería. 50 gramos de un buen aceite de oliva y 300 gramos de agua templada. Una cucharadita de sal y otra de azúcar.
Con estos ingredientes se hace la masa, que queda muy líquida, casi como un fluido pegajoso que parece que no amalgama.
No hay que amasarla mucho, sólo mezclar los ingredientes (arrancando con el agua tibia y la levadura prensada para que se deshagan bien).
Cuando están bien mezclados los ingredientes se deja reposar la masa en un bol, durante 20 minutos (conviene que el bol sea grande y que la masa repose con holgura ya que tiene que duplicar su volumen). Queda muy líquida y cavernosa. No hay que preocuparse.
Mientras la masa disfruta de la primera fermentación (bol cubierto con film), se engrasa bien una bandeja de paredes altas, a poder ser cuadrada. Se engrasa con aceite de oliva (no hay que reparar en gastos).
Da tiempo a preparar un sofrito a base de panceta cortada en dados, cebolla picada, tomates secos y rehidratados contados en tiras, sal, romero, tomillo y una pizca de orégano. No hace falta que se rehoguen del todo, ya que el compango se colocará a su debido tiempo sobre la masa y se horneará.
Una vez la masa haya duplicado su volumen, se vuelca sobre la bandeja engrasada de paredes altas. Se distribuye bien la masa y se vuelve a cubrir con film durante 15 minutos más, para que la fermentación se recupere del meneo del primer vuelco.
Pasado los diez minutos hay que pringarse los dedos con aceite y presionar sobre la masa para que queden pequeños huequecillos y cráteres, como si fueran la orografía irregular de la arena de la playa. Sobre esa superficie irregular se distribuye el sofrito con la panceta. No hay que sobrecargarlo mucho; se esparce la carne y la verdura dejando pequeños espacios sin tapar. Pueden ponerse unas pizcas de queso para fundir (mozzarella) y añadir un poco más de romero, tomillo y orégano. Se serpentea una aceitera para dejar un nuevo rastro de aceite sobre la masa.
Todo ha de volver a reposar cubierto durante 15 minutos más. Así la fermentación sigue con sus vaivenes.
Mientras tanto, el horno ha de estar a 220 grados. La masa ha de cocer al descubierto durante 20 minutos (conviene vigilarla ya que el punto de cocción es fundamental, la masa ha de quedar hecha, pero esponjosa). Se puede clavar la punta de un cuchillo en el centro para comprobar que no quedan restos de masa harinosa en el filo. Si la superficie se tuesta mucho, los últimos minutos pueden ser de horneo cubierto con papel de horno o de aluminio.
No hay que sacar la masa de golpe del horno. Se puede dejar entreabierto y apagado para que pierda poco a poco el calor sin derrumbarse la masa.
La cocina, la casa entera olerán a romero, a tomillo, a aceite de oliva, a miga horneada y a grasa de cerdo tostada.
Se come caliente, cortando la focaccia en porciones cuadradas del tamaño de un damero. Una receta no tan simple para una historia no tan simple.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-845056070363122632023-06-25T09:10:00.002+02:002023-06-25T09:10:54.005+02:00CApítulo DXCVI.- Ya he pasado por esto en otras ocasiones.Ya he pasado por esta circunstancia en otras ocasiones. Fin de mes, nevera languideciendo, en un tupper quedan restos de una partida de garbanzos hervidos, un poco más arriba una plancha de alitas de pollo que quedaron sin cocinar. En las neveras de las casas con niños siempre suele haber olvidada en una esquina una bandeja de poliespan con pechugas, con filetes de lomo de cerdo o con dados de babilla de ternera que pueden salvarte de una situación comprometida. También suele haber huevos, mantequilla o piezas de verdura al límite del consumo.
Todos esos pecios pueden salvar la comida de un domingo, aunque sea a golpe de rutina. Hay días en los que uno se pone la casaca de gran cocinero laureado, pero otros hay que contentarse con sobrevivir con dignidad.
Cuando estoy a punto de perpetrar el penúltimo guiso de aprovechamiento de sobras, a poner aceite de oliva en una sartén grande para rehogar las alitas, decido darle un giro inesperado a la comida. Mantengo la sartén grande, de paredes altas, pero pongo un par de nueces de mantequilla en vez del aceite de oliva. Rebusco en el cajón de las especias hasta encontrar unas semillas de comino, unas bolitas de pimienta y dos clavos de olor.
El fuego tiene que estar bajo para que las especias empiecen a destilar sus sabores, también sus aromas, una pizca de sal y un golpe de curry terminan de completar la grasa en la que sofreiré las alitas.
Parto cada alita en tres piezas, aprovechando la punta del alón, que no tiene casi carne, pero guarda todo el sabor y todo el colágeno. Subo un poco el fuego para que la piel del pollo se dore bien.
Mientras la carne sufre el primer golpe de calor, pico una cebolla en una juliana muy fina, casi en briznas. También pelo y pico una zanahoria olvidada al fondo del cajón de la nevera y unas ramas de apio que no pasaban por su mejor momento, incluso me atrevo con los restos de un pimiento rojo. Todo bien picado.
Retiro las piezas más carnosas de las alitas, quedan solo las puntas. Vuelvo a bajar el fuego y añado de golpe toda la verdura para que empiece a sudar. La grasa del pollo y la mantequilla deshecha han formado una base cremosa de color anaranjado, gracias al curry. Las verduras se integran, enseguida empiezan a eliminar humedad para ir conformando una mermelada olorosa.
Sé que quedó olvidada una bolsa con restos de almendra picada de alguna receta anterior, subo el fuego, añado una cucharada generosa de la almendra en polvo y empiezo a remover el guiso para formar una roux, le doy un golpe de vermut blanco y dejo que evapore el alcohol.
Hay una lata de leche de coco en la nevera, sustituirá al caldo de carne para engordar la salsa. Añado poco a poco la leche de coco, no conviene pasarse, dejo que se integre para formar una salsa sabrosa. Picaré unas hojas de cilantro, otras de albahaca y un chorritín de nada de salsa de soja. He puesto a cocer en el caldo dos huevos, cuando pasen 11 minutos y estén duros los salvaré del hervor.
Sé que en las tinieblas del congelador puede haber unos langostinos congelados, de los de batalla. Van también al guiso, se descongelan muy rápido bandeando las corrientes que forma la salsa. Cuando estén descongelados los sacaré y los pelaré, aunque me escalde los dedos. Chafaré un poco las cabezas para que suelten los últimos jugos.
En poco menos de una hora el guiso está a punto. Sólo queda recuperar el tupper con garbanzos para que reciban el último calentón, las alitas de pollo y los langostinos pelados.
Pruebo la salsa para comprobar si hay que rectificar el punto de sal. Ha quedado un poco fuerte, no hay problema, queda leche de coco en el bote, mejor añadirla al guiso que dejarla de nuevo olvidada en un recodo ciego de la nevera.
Me olvidaba de los huevos cocidos. Quito las cáscaras y los lamino, la yema cuajada terminará de engordar la salsa
Mientras reposa y se asienta la comida hiervo un poco de arroz bastmati. Lo he lavado primero varias veces y reposa en una cazuela en la que está terminando de aposentarse el almidón. Suelo hervirlo con unas semillas de cardamomo, cáscara de naranja, cáscara de limón y un par de clavos, 12 minutos en agua abundante son suficientes.
El salvado la comida, la mañana de domingo de fin de mes y la galbana de los calores intensos de final de junio. A mediodía la casa olerá a coco, a cilantro y a pasta de curri.
Creo que buscaré un cuadro de Isabel Quintanilla para acompañar a este guiso de salvamento, lo colgaré en Instagram #undiletanteenlacocina.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-74106209827442286682023-05-01T17:34:00.002+02:002023-05-01T17:34:22.791+02:00Capítulo DXCV.- Sobre las gallinas, la felicidad y JW Goethe.Uno de mayo. Fiesta global, pero en mi barrio hay algún comercio abierto, supermercados llamados de cortesía donde se puede encontrar casi de todo. Cuenta la leyenda que los empleados de estos locales de cortesía duermen en los almacenes de la tienda, desde donde suena de modo permanente el diálogo de una telenovela pakistaní, turca o caribeña.
Me desperté muy pronto, como siempre, dispuesto a terminar tareas pendientes. Mi catálogo de tareas pendientes es infinito. Me preparo un té, abro las persianas para notar que amanece y empiezo a trabajar relajadamente.
A eso de las nueve de la mañana, cuando la familia empieza a ponerse en marcha, decido preparar un pastel de manzanas para el postre de hoy. Comeremos las sobras del resto de semana y quiero que el postre tenga algo de festivo. Hoy es una de las pocas fiestas paganas que celebramos, o puede que todas las fiestas fueran inicialmente paganas y expropiadas por el clero.
Mi reto es preparar un pastel que me cueste menos de seis euros.
Bajo a por el periódico, a tomarme un café y un bocadillo pequeño a un bar que siempre permanece de guardia, incluso hoy, día del trabajo. También está abierto el estanco, con la excusa de gestionar los paquetes de Amazon. Compruebo que me han tocado 3’75 euros del Euro-millón y el reintegro de la lotería, excusa más que suficiente como para reinvertir las ganancias (y una pizca más) en los azares semanales.
El super a primera hora de la mañana está casi desierto, casi tan desierto como podría estar la frontera de Pakistán con Afganistán, aunque suena al fondo de un almacén oscuro un culebrón en urdú, intuyo grandes pasiones, grandes tragedias y voces engoladas de actores que no soy capaz de distinguir.
Conozco bien el territorio, sé dónde está la mantequilla, la masa de hojaldre, la nata para montar, las manzanas y los huevos. Mantequilla para forrar el molde, hojaldre para estructurar el pastel, nata y huevos para la crema inglesa (300 gramos de nata y cuatro yemas de huevo), una manzana y media en láminas para decorar la superficie del pastel, azúcar y un chorrito de limón, para que no se oxide la manzana. Poco más, poco menos.
En el pasillo de los huevos me enfrento de nuevo a un dilema que arrastro desde tiempo inmemorial, he de elegir el tipo de huevo que me dará paz.
Recuerdo cuando era niño, hace más de cincuenta años. Mi madre me mandaba a hacer los recados más sencillos. En función de su humor podía aspirar a quedarme con las vueltas o a poder comprar alguna chuchería. Bastaba con escuchar la relación de compras pendientes para deslizar al final de su lista un Yyyyy que prolongaba para sondear si era posible contar con algo más, en retribución de mis servicios. Ella sonreía y me decía que podría comprar un Yyyy, siempre y cuando fuera moderado en el uso de la conjunción copulativa.
En aquellos tiempos remotos cuando uno iba a comprar huevos compraba huevos, sin mayor preocupación. Los huevos se compraban por docenas o por medias docenas.
No tardó en evolucionar la industria del huevo para identificar tres tamaños (grandes, medianos o pequeños). En casa fuimos siempre de huevo grande, aunque mi madre no era muy dada a la repostería.
Tras los calibres llegó ya una encrucijada más compleja, la de elegir entre huevos blancos o morenos. Esa decisión solía ir acompañada de una reflexión sobre el alimento de las gallinas, sin ser conscientes de que detrás no había sino una hábil campaña comercial. Enseguida se decantaron las ciudades, las comarcas, y hubo localidades de huevo blanco, otras de huevo moreno. De igual manera, hubo ciudades de carne de pollo más blanquecina o más anaranjada.
Creo que fue ya en los albores del siglo XXI cuando avanzamos algún paso en la distinción ovocósmica, surgieron los primeros huevos ecológicos, huevos que competían con los huevos de campo, aquellos en los que el vendedor aseguraba que la gallina ponedora no estaba confinada en un cajón, con la luz permanentemente encendida, para desquiciarla y desquiciar así sus ciclos de desove.
Hasta ese momento no recordé que mi abuela paterna nos enviaba al corral a recoger huevos del gallinero, espantar a gallinas y gallos para conseguir dos o tres huevos todavía calientes. Si intentábamos llevar más de tres huevos alguno se desgraciaba por el camino.
Casi en paralelo empezaron a encontrarse en los mercados huevos de pato, de oca, incluso de avestruz, además de los consabidos huevos de codorniz, que, sorprendentemente, no iban ligados a la sobrasada. El huevo de codorniz conformaba un mundo aparte, un mundo que ingenuamente vinculaba a lo que consideraba la alta gastronomía, aquella que era capaz de encajar un huevecillo en el corazón de una alcachofa o freírlo ligeramente para suspenderlo sobre una tostada minúscula y una cama de embutido mallorquín.
Hubo un cisma en el gallineo ecológico, hasta el punto de distinguir huevos ecológicos, huevos de gallinas en semilibertad, huevos de gallinas alimentadas en tierra, huevos con omega tres… Y así llegamos a los huevos de gallinas felices, así anunciados, junto a una explicación sucinta, redactada en primera persona. Las gallinas aseguran: «Salimos a disfrutar del aire libre». Esa es la razón fundamental de su felicidad (https://pazodevilane.com/cronicas-gallinero/los-huevos-de-las-gallinas-felices/; https://www.ousroig.com/es/gallinas-felices/ ). Porque el compromiso de los productores de huevos con sus gallinas no es patrimonio exclusivo de un solo proveedor, al parecer se trata de una alianza de la parte más comprometida de la industria ovícola. Industrial que, sin embargo, no anuncia la felicidad de sus aves cuando las ofrece desplumadas en las bandejas del supermercado, porque puede que al comprar un muslo, una pechuga o un pollo entero, esa presunta felicidad pueda incomodar al cocinero y, en último término al comensal.
Cada vez que leo que los huevos los han puesto gallinas felices me acuerdo, indefectiblemente, de Goethe, que aseguraba, en una cita que no he sido capaz de volver a encontrar, que sólo había sido feliz durante quince horas en toda su vida, y eso que había vivido casi noventa años (87).
Las gallinas y yo hemos tenido más suerte que el ansioso, romántico y sesudo Goethe, JWG pasó la mayor parte de su vida anhelando una felicidad que no llegaba.
Sin embargo, la felicidad de las gallinas que han puesto los huevos que acabo de comprar me generan alguna inquietud, principalmente por lo que afirman las gallinas encuestadas, ya que, si salen a disfrutar del aire libre, intuyo que pasan una parte de sus gallinas vidas en cautividad, por lo que esa felicidad puede que sea relativa, vinculada simplemente a los minutos durante los que se liberan de su cautiverio.
Resulta muy difícil la definir la felicidad, saber si responde a un destello de inmensa satisfacción, producido por una sensación a veces simple (el primer sorbo de una cerveza fresca, los primeros compases de una melodía que trae buenos recuerdos, el olor a un croissant recién horneado …) o si se trata de una sensación más profunda, de plenitud.
Los alemanes disponen de dos palabras para identificar distintos tipos de felicidad: glücklchkeit felicidad sencilla humana y seligkeit, la bienaventuranza, un sentimiento arrebatador que inunda el sentido. Tengo dudas sobre el tipo de felicidad de mis gallinas felices y, aunque hablen en primera persona, creo que es difícil poder entablar con ellas una conversación que me permita establecer en qué ámbito de felicidad nos movemos.
He de decir que hay ocasiones en las que me cuesta diferenciar el sabor de los huevos en función del grado de plenitud existencial de las aves. Puede que en un huevo frito en abundante aceite de oliva una cata ciega pudiera permitir a un paladar cultivado identificar el grado de felicidad de las gallinas, pero cuando el huevo lo empleo para una receta la intensidad de la dicha del pájaro se diluye, como se diluyen la clara y la yema que combino para preparar una crema o un bizcocho.
Por eso, aunque la tentación es grande, intento evitar comprar huevos de gallinas que manifiesten sin ambages su felicidad, me da cierto respeto, incluyo me siento un profanador de proyectos de polluelos que sin duda compartirían la felicidad de sus progenitores. Me contento con comprar huevos de gallinas más modestas, incapaces de hablar de sí mismas en primera persona, sin autoconciencia. Prefiero de gallinas que simplemente anuncian que han vivido y comido en tierra, aunque a veces su publicidad habla de gallinas en libertad (https://pazodevilane.com/cronicas-gallinero/bienestar-animal/) , lo que podría llegar a confrontar libertad con felicidad, abriendo así una brecha ético/filosófica que podría llevarme al colapso en los fogones.
Pero hoy, sin duda por las complicaciones propias de un día festivo, no he podido acudir a mis proveedores habituales, en esos lugares de cortesía que son, en realidad, un atentado a los avances del moderno derecho sindical, me he contentado con media docena de huevos de gallinas felices, huevos con la cáscara mucho más fina y quebradiza que los de las gallinas cautivas y tristes.
Tenía que preparar una crema inglesa, una natilla no muy cuajada que he preparado en la thermomix utilizando cuatro yemas, 50 gramos de azúcar y 300 gramos de nata para montar. He colocado las mariposas (sin duda una buena compañía para las yemas de aves felices) y la temperatura constante a 80º. Durante 10 minutos la crema ha ido espesando a velocidad constante, sin parar de mover sus alas la mariposa del motor de la batidora.
Mientras tanto he engrasado con mantequilla una bandeja de cristal. He extendido una plancha de hojaldre, levantando ligeramente las paredes. He pinchado con un tenedor la superficie de la masa, para evitar que se inflara demasiado, y he esparcido unas judías secas que guardaba desde hacía muchos meses en un rincón olvidado del armario. Así he conseguido que la tendencia del hojaldre a tomar vuelo quedara reprimida por los finos y constantes agujeros del tenedor, así como del molesto peso de multitud de semillas secas extendidas a lo largo de toda la superficie del pastel.
Programé el horno 10 minutos, a 210º grados. Calor furioso para desatar las iras de la masa hojaldrada y enfrentarla a los contrapesos impuestos. Durante ese tiempo las natillas terminaban de cuajar, quedando una crema sedosa y dulce, gracias a la felicidad de los huevos comprados (no quiero decir mis huevos por cuanto no puedo considerarme una gallina feliz, aunque el pago del precio de los huevos, apenas un euro y medio, me convertía en dueño y señor de cada una de las piezas).
Aproveché ese tiempo muerto para pelar y cortar en finas rodajas una manzana Golden. Puse un poco de zumo de limón para evitar que se oxidara.
El horno me avisó con un pitido de que se habían agotado los diez minutos de cocción. La masa quedaba ligeramente tostada. Retiré con una pinza las judías, hasta que la superficie quedó completamente liberada.
Con mucho cuidado, para evitar que la crema inglesa rebosara los confines de la masa (la cocción había reducido un poco mi expectativa de contar con paredes de contención elevadas), extendí la natilla hasta cubrir completamente la completa extensión del hojaldre, calibrando justo hasta el borde. Coloqué primorosamente las rodajas de manzana a lo largo de la masa horneada, intentando que quedara una forma regular y constante de gajos de manzana entre los que sobresalían picos de crema. Espolvoreé un poco de azúcar glas sobre la completa extensión de mi pastel y, con el pulso de un neurocirujano, conduje lentamente la bandeja de nuevo al horno, que bajé a 180º para el tramo final de mi receta. Programé 12 minutos para que la crema quedara del todo cuajada, la masa del todo tostada y la manzana suavemente bronceada gracias al azúcar, caramelizado por el calor, para formar así una capa gelatinosa que daba brillo a la presentación.
En 20 minutos tenía preparado un postre seductor, barato, delicado. 20 minutos, tiempo suficiente para pensar en las gallinas, en la felicidad y en Goethe.
Como compañía para la receta creo que pocos pintores mejor que Jean Simeon Chardin, un pintor discreto, cotidiano, el último de los artesanos, o puede que el primero de los artistas. No sé si estas dos gallinas llegaron a ser felices antes de morir cocinadas en las cazuelas de algún castillo francés.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-27012480329466820372023-04-13T22:36:00.000+02:002023-04-13T22:36:03.725+02:00Capítulo DXCIV.- Caminar por Galicia.Hasta ahora me identificaba como caminante urbano, un «flâneur». Caminar por el campo no me producía especial emoción, puede que la irregularidad de los caminos, las subidas interminables o las pendientes pronunciadas y llenas de pedruscos me desalentaran. Sin embargo, la experiencia de caminar por Galicia, siguiendo el rastro del Camino de Santiago, ha sido especial.
Nunca fue persona de fe, una pena ya que me toca seguir buscando respuestas sin aceptar textos sagrados, pero he de reconocer que en el Camino hay un elemento espiritual, un factor de locura colectiva que lleva a miles de personas a transitar por el norte de España rumbo a Compostela. Seguramente el trabajo de las autoridades turísticas fomentando la ruta con todas sus comodidades ayuda al éxito de la ruta, pero ese factor emocional de búsqueda de un tiempo a ritmo distinto, marcado únicamente por pasos más cortos o más largos, según la edad y las ganas de los caminantes, va envolviéndote hasta no tener otra preocupación que la de llegar a destino.
Dicen que para hacer el Camino hay que marcarse un propósito. En mi caso, el único propósito era el de no perder paso ante mis hijos y mi mujer, mucho más jóvenes, mucho más livianos y mucho más en forma que yo. El objetivo era no perderlos de vista en las cuestas, hay que decir que ellos, cortésmente, me esperaban cuando los remontes eran más pronunciados. Por lo demás, fueron más importantes los despropósitos que los propósitos. La tarea de despojarse de prejuicios, ver como pasaba el tiempo, como superábamos los hitos que puntualmente nos avisaban de los kilómetros hasta Santiago.
120 kilómetros en total, aunque mi marcador de pasos, que estaba un tanto desacompasado, aseguraba que había caminado más de 150 kilómetros, puede que así reconociera que mi esfuerzo era mayor.
El éxito de esta caminata de más de cien kilómetros estuvo en la organización, en la comodidad de saber que no había que arrastrar mochilas sobrecargadas y que al final de la jornada nos esperaba el mejor de los hoteles posible, con una buena ducha, espacio e intimidad para derrumbarse sin tener que darse codazos con otros peregrinos. Ya dije que podían llamarnos pijigrinos o turigrinos, acepto encantado el apelativo.
También ayudó el tiempo. La primavera se había asentado ya en Galicia. Salvo los primeros días en los que lloviznó en algún tramo, el resto de jornadas fueron de sol deslumbrante, cielos despejados e incluso calor, hasta el punto de que alguna mañana nos descamisábamos a pocos minutos de la salida.
No hemos querido/podido/sabido entablar lazos de amistad con nadie, aunque cruzáramos algún salido cómplice con otros caminantes que seguían día a día nuestra ruta y nuestro ritmo. Como íbamos los cuatro con nuestras charlas, silencios, piques y chistes, no teníamos necesidad de compartir experiencia con nadie más.
Probablemente hablar del paisaje gallego obliga a acudir a una retahíla de lugares comunes casi tan transitados como el propio camino. En mi caso el factor determinante fue el agua, la presencia de agua en cualquier instante. A veces en forma de rio caudaloso encajonado entre viñas, rio de fondo oscuro que contrastaba con el verde intenso de las orillas. Otras veces riachuelos o hilillos de agua casi imperceptibles, alimentados por infinidad de fuentes que brotaban de cualquier recodo. Esa humedad permanente hacía que el suelo casi siempre estuviera mullido, cómodo de pisar. Al no llover mucho no había mucho barro, pero sí esa capa de tierra mojada, hierbajos, ramas, raíces e hojas caídas de todo tamaño y color.
Las cuatro primeras jornadas discurrieron entre bosques de castaños, robles, carballos y pinos. Los troncos de casi todos ellos quedaban forrados por una capa de musgo verde muy viva. Los eucaliptos, especie invasora y con menos encanto (a mi juicio), daban, sin embargo, más altura a algunos tramos del paseo y sus troncos, descascarillados, dejaban tramos completos cubiertos de cortezas finas y alargadas.
EL agua, la humedad, marcaba el resto del paisaje. Hacía llevadero el sol del mediodía y acogía todo tipo de pájaros. Yo, medio en broma medio en serio, decía a mis hijos que los sonidos del bosque eran, en realidad, una banda sonora que la junta de Galicia había encargado a Max Richter.
Al pasar por alguna de las aldeas, de las pequeñas concentraciones de casas rurales desperdigadas a lo largo del camino, el paisaje se domesticaba. Iniciado abril las camelias estaban desaforadas y dejaban el suelo lleno de capullos enteros de tonos rosáceos, bermellones, azulones y blancos. La camelia, una flor extraña en parajes más secos, allí campaba a sus anchas, convirtiéndose, junto a los arroyos, en el hilo conductor de cada caminata.
Las jornadas programadas no fueron muy largas. El día que más caminamos fueron 30 kilómetros, pero como los hacíamos casi del tirón llegábamos a los hoteles reventados, con la fuerza justa para descalzarnos y desarbolarnos sobre la cama. Yo todavía acopiaba restos de mis fuerzas para tomarme una cerveza, incluso algún gintonic de primera hora de la tarde para no desorientarme, porque el monte puede llegar a embrutecer; por eso creía indispensable pedir una copa de cerveza o de ginebra con algún fruto seco que me devolviera a mi ser urbano. Así podía absorber mejor las experiencias campestres de la mañana y asumir también los rigores del resto de la jornada.
Costaba incluso quitarse los calcetines y era necesario que pasara al menos una hora antes de plantearse entrar en la ducha. Era como si la mugre y los sudores del día fueran una especie de capa protectora que te mantuviera con vida. Esas horas de galbana eran las mejores para leer, aunque hay quien prefería revisar fotografías para subirlas a Instagram o, simplemente, dejarse seducir por los videos «random» del TikTok. Estábamos autorizados a descabezar algún sueño, revisar correos electrónicos, contestando sólo los más urgentes, o compartir algún comentario por wasap. Acciones básicas para no terminar de embrutecernos y salir de nuevo a caminar antes de que cayera la tarde.
Desayunábamos fuerte y por el camino casi no nos deteníamos. Llevábamos en las mochilas algún fruto seco, chocolate y poco más. Los días de más apetito podíamos parar a tomar un bocadillo al salto, pero nada de buscar mesones a mesa y mantel, eso quedaba para el destino.
Reservábamos a primerísima hora, casi como si fuéramos alemanes. En alguna ocasión nos tocó esperar a que abrieran la cocina. Cenábamos como leones hambrientos, pendientes de que no quedara en el plato ni una sola patata, porque, irremisiblemente, cualquiera de los bocados que pedíamos llevaban esas patatas gallegas que son una perdición. Fritas, hervidas, en tiras, en rodajas, aliñadas con aceite y pimentón, empapadas del guiso caldoso de carne o de pescado, en tortilla o en puré, la patata reinaba allí donde llegábamos. Casi todas las patatas que probamos superaron la prueba de sabor y de textura casi perfecta. Casi todas ellas conservaban el toque ligero a turba, a cámaras sin luz, a terrones de barro y arcillas, a corteza de árbol húmeda. Patata, siempre patata, con pulpo, con ternera hervida, con lomo de cerdo adobado, con pescado.
Nadie discute que Galicia tiene el mejor pescado, marisco insuperable, carnes tiernas y sabrosas, verdura de ensueño, pero al final lo que queda en el inconsciente es la pelea por el último trozo de patata que quedaba en la bandeja. Chafarlo bien para que absorbiera los restos de una salsa o de cualquier grasa.
Las patatas y el pan. Patatas y pan compensaban cada paso dado en el camino, cada duda sobre si una rampa o remonte terminaría por retirarme de la aventura. Saber que en el pueblo me esperaba un cesto con los chuscos de pan recién cortados era suficiente para apretar los dientes y mantenerse en la ruta.
Probamos platos muy sabrosos, pero si tuviera que elegir uno para este capítulo del diletante elegiría sin duda el único que no probamos allí, la caldeirada gallega. Sé que fue un error no pedir una caldeirada, más que nada porque el producto y el agua de Galicia son casi imposibles de conseguir en otras tierras, donde el pescado no tiene la textura y el sabor de las piezas capturadas en la costa gallega y del norte de Portugal.
Al hablar con algún cocinero me decían que la caldeirada sólo necesita tres pescados, sin embargo, la receta en la que he trabajado, la de la Marquesa de Parabere, combina hasta cinco tipos distintos (imagino que la divina marquesa, que cocinaba para ricos, prefería la abundancia).
La receta que ofrece la Marquesa en su libro propone 250 gramos de rape, 250 de merluza, 200 de rata de mar, otros 200 gramos de mero y 225 de cabracho (pescado que durante años se conocía como polla de mar, sin que diera lugar a ningún chiste). Parece claro que si los pescados son frescos y de la costa gallega el éxito está asegurado. Utilizar pescados de otras latitudes puede generar melancolía.
Con esa materia prima, los condimentos no son complicados: 3 decilitros de aceite de oliva (lo que viene siendo un chorro generoso), 250 gramos de cebolla (una pieza hermosa), 30 gramos de harina (una cucharada sopera cumplida), 3 dientes de ajo,2 ramas de perejil, media hoja de laurel, pan, sal, pimienta y una cucharada de vinagre.
La marquesa inicia la receta, muy escueta, desescamando y limpiando el pescado, hasta quedar las piezas impolutas. Recomienda poner el pescado, la cebolla picada, los dientes de ajo cortados en láminas finas, las hojas de perejil, el laurel, la sal, la pimienta, la harina y el vinagre macerando durante una hora y media, para luego poner un litro y medio de agua fría. Llevar la olla a ebullición y dejar que todo cueza durante 20 minutos (una vez rompe a hervir). Para luego separar las piezas de pescado y servirlas sobre el caldo y unas rodajas de pan.
Con todo el respeto a la Marquesa y todo el cariño que le tengo, creo que el plato exigía algo más de trabajo, aún a riesgo de abandonar la receta canónica, si es que la hay.
Como complemento al plato, que responde a las lógicas de cualquier guiso de pescado blanco, creo que primero salpimentaría las piezas de pescado y las pasaría por la cazuela, con una cucharada de aceite. Daría vuelta y vuelta a cada pieza de pescado, menos de un minuto.
Picaría cebolla, ajo y perejil para empezar a gestionar un sofrito ligero. Un poco más de aceite y cuando empiece a chisporrotear al reaccionar a los restos líquidos del pescado iría sofriendo el ajo, la cebolla y el perejil, a fuego suave.
Mientras tanto, en un cazo hondo, improvisaría un caldo rápido de pescado con las cabezas, las espinas y barbas de los pescados que irían a la caldeirada. Media cebolla, un puerro, dos zanahorias y la hoja de laurel. Poco más. Con 25 minutos de cocción tendríamos un caldo muy aparente. Se pueden hervir en ese caldo dos o tres patatas que luego podrían ir al guiso.
Una vez estuviera rehogada la cebolla con su compañía, pasaría a tostar la cucharada de harina y, cuando la harina estuviera tostada, añadiría la cucharada de vinagre (incluso podría sustituirla por una copita de vino blanco gallego, o puede que un jerez). Removería bien para que la mezcla quedara sedosa. Añadiría las tajadas de pescado y, de inmediato, el litro y medio de caldo de pescado.
Creo que los 20 minutos que propone la marquesa son más que suficientes para que el caldo trabe bien y el pescado termine de hacerse. Lo llevaría a la mesa con las patatas hervidas en vez del pan. Rodajas generosas de patata bien empapadas en la salsa. Un golpecillo de nada de pimentón justo después de servir las raciones en el plato y una botella de albariño para que el pescado no navegue solo.
Es complicado encontrar un pintor gallego, pero en mi buceo por la red he descubierto a un pintor de Betanzos, José Seijo Rubio, que tiene un cuadro de un sanatorio marítimo en Oza que bien valdría una caldeirada. Todo un descubrimiento, como caminar por Galicia.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-16263513598230451672023-03-29T21:06:00.001+02:002023-03-29T21:06:13.738+02:00Capítulo DXCIII.- Camino a Santiago.En unas horas marcharemos tomaremos un vuelo para Santiago de Compostela. El viernes a primera hora de la mañana iniciamos un tramo del camino de Santiago. 120 kilómetros. El tramo mínimo para que convaliden la peregrinación.
No soy hombre de fe. No me recuerdo con fe y poco o nada espero en ese sentido de la ruta que iniciaremos. Me parece mucho más importante pasar ocho días sin el ordenador (queda en casa) y con el teléfono móvil perdido en el fondo de la mochila.
A las 11 de la mañana nos recogerá en el aeropuerto de Santiago una furgoneta que nos dejará en Sarria. Calculamos etapas de 20/25 kilómetros, no mucho más. El equipaje viajará por su cuenta de hotel en hotel para no hacer muy pesada la marcha. Algún amigo que ha hecho el camino del derecho y del revés, desde Francia, Extremadura, Inglaterra, Barcelona y más allá, sólo o acompañado, distintos tramos del camino, me llama, con sorna, “turigrino”. Tiene razón en tomarme el pelo. Mi falta de fe hace que cualquier sacrificio que supere lo razonable quede excluido. Nada de albergues masificados, duchas colectivas, misas reparadoras o reflexiones con extraños. A lo sumo cruzaré un saludo o una sonrisa cuando me cruce con algún guiri que camine tan despistado como yo.
No me preocupa lo de caminar. Muchos días, casi sin querer, hago quince quilómetros caminando a buen ritmo por la ciudad. Es cuestión de no agobiarse, disfrutar de la ruta. No creo que vaya a batir ningún record pendiente, ni he hecho promesa o propósito alguno para llegar a la meta. Sólo desconectar, disfrutar del lujo de la desconexión, acompañado por la familia más cercana, que espero que no quede embargada de ningún tipo de misticismo.
Ahora en casa estamos en pleno zafarrancho de maletas. Intentando no olvidar las tiritas de la mejor calidad, todo tipo de analgésicos y calcetines sin costuras. Lo demás es prescindible.
La cocina huele a tortilla de patatas, la cena de hoy. La que sobre irá a bocadillos para mañana. Están desperdigadas por la mesa barquetas con frutos secos y chocolatines.
He seleccionado ya las lecturas para las horas muertas, llevamos referencia para poder cenar correctamente en cada una de las paradas. La idea es desayunar con fundamento, empezar a caminar antes de las 10 y evitar paradas largas a mitad de cada etapa. Llegar a destino con tiempo de descansar, ducharse y cenar pronto, como si fuéramos alemanes.
En cinco días cumpliremos con el objetivo de entrar en Santiago a pie, conseguir la última certificación, la que nos convierta formalmente en turigrinos por la mínima, y alquilar un coche rumbo a Fisterra, donde pasaremos tres días más, ya sin las botas de montaña, paseando por el punto en el que durante muchos siglos acababa el mundo.
En mi mochila llevo una biografía de Juli Soler, quiero también terminar un libro que cuenta la historia de los principales falsificadores de arte del mundo, un libro muy entretenido que empieza recordando que el cuarenta por ciento de las obras de arte del Met de Nueva York son falsas y que de los tres mil cuadros que pinto Camile Corot, cinco mil están colgados en paredes públicas y privadas de Estados Unidos. He guardado también una novela de un escritor argentino, criado en Suecia que escribe en inglés sobre los millonarios que causaron el crack del 29. Una combinación explosiva.
Llevo más de una semana escuchando compulsivamente la Trinchera Pop de Iván Ferreiro, me tiene completamente hipnotizada su voz nasal, sus letras rebuscadas, llenas de citas y referencias que sólo nos hacen sonreír a los que tenemos más ya hemos cumplido los cincuenta años. Yo, como él, vivo rodeado de fantasmas elegantes que dicen lo que sienten y me hacen pensar.
Reviso un libro de recetas de Jamie Oliver que me acaban de reglar, se titula Uno y lo dedica a recetas sencillas. Sueño con llegar a Galicia por reencontrarme con las patatas, con los huevos, con las berzas y las masa hojaldradas de las empanadas. Hay bocados mucho más nobles o selectos, pero menos sorprendentes.
Estaré más de una semana en la que probablemente no podré cocinar, aunque pienso cargarme de ideas para un futuro, sea el que sea. De momento, me he enredado con una receta que podría ser, sin problemas, la de un potaje de cuaresma a la que dos o tres pequeños detalles convierten en un plato exótico. El potaje de cuaresma lleva garbanzo, berza o espinaca y bacalao. Es un guiso sobre el que he escrito en otras ocasiones.
El nuevo plato es una shashuka de garbanzos, un plato que imagino que es de corte indio. Se necesitan 30 gramos de anacardos sin sal, un manojo de cebolletas, dos cucharitas de pasta de curri, una cucharada de leche de coco, 100 gramos de espinaca tierna, 4 huevos y 2 cucharadas de yogur natural. Además de 400 gramos de garbanzo cocido. Añado de mi cosecha una cucharada de cominos en grano y aceite de oliva.
La receta la compila Jamie Oliver. Empieza tostando los anacardos en una sartén. Yo los tostaría con un poco de aceite y un golpe de sal. Mientras toman color se limpian y cortan en juliana las cebolletas (un manojo suele llevar tres o cuarto, conviene aprovechar una parte del tallo verde). Se limpian también las espinacas, si son tiernas, no hace falta cortarlas.
Se añade la verdura a la sartén y se rehoga a fuego bajo. Cuando la cebolleta quede transparente se incorpora la pasta de curri y la crema/leche de coco. Si queremos que quede caldoso puede ponerse más de una cucharada.
Si los garbanzos están previamente cocidos, se pueden incorporar en cuanto la verdura esté suficientemente atontada. Se dejan cociendo a fuego bajo tres o cuatro minutos, no mucho más (Oliver recomienda chafar algunos garbanzos para que el plato tome un poco de cuerpo).
Es el momento de tomar los huevos, pueden estar duros o sólo pochados, en función de cómo apetezca disfrutar de la yema. Las dos cucharadas de yogur se deshacen en el guiso. Se rectifica de sal y pimienta y pueden llevarse a la mesa.
Puestos a mistificar, he elegido un cuadro de Corot, de esos que no sé muy bien si son buenos o falsos.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-62430388648397820562023-03-07T08:41:00.001+01:002023-03-07T08:41:24.957+01:00Capítulo DXCII.- Comer solo/Sólo comer.Comer solo. Sólo comer.
Parece que regresa la discusión académica sobre la necesidad de acentuar en algunas ocasiones la palabra solo, en función de que se utilice como adverbio o como adjetivo. Hace algunos años la RAE decidió que dejara de acentuarse en cualquier caso y, por lo que indican los diarios, ahora vuelve a acentuarse en algunos casos.
He de decir que, en mi caso, ajeno a peleas, había seguido con las tildes en los términos que aprendí en la escuela, más que nada por inercia y, con la misma inercia, seguiré con mis acentos, asumiendo que nunca terminé de curar mi dislexia infantil, entre otras razones porque en mis tiempos de escuela no se había diagnosticado la dislexia, éramos simplemente del pelotón de los torpes o despistados.
Creo que ya he tenido la oportunidad de escribir sobre el placer de comer solo, tanto en casa como fuera de ella. Comer solo es un placer del que no conviene abusar porque, si se convierte en hábito, deja de ser un placer y se convierte en rutina.
A los que nos gusta comer la comida tiene una indudable dimensión social. Reunir entorno a una mesa a un grupo de amigos, a la familia o a simples conocidos para que disfruten de un buen menú, de buenos vinos y de un rato de tertulia es una satisfacción grande, puede que de las más grandes. Pero despistarse algún día para terminar sentado y solo para tomar un nuevo plato o para volver a enfrentarse a una receta soñada, elegir el vino sin tener que preguntar a nadie y dejar que transcurra el tiempo frente a un plato también puede dar alegría.
Conozco a mucha gente a la que le incomoda comer solo, amigos y familiares que cuando llegan a casa y no tienen con quien compartir la mesa convierten el momento de la comida o la cena en una rutina triste, se contentan con lo primero que pillan en la nevera, encienden la televisión para que les acompañe cualquier ruido o revisan maquinalmente las redes sociales mientras apuran un platillo pocho y normalmente frio.
No es mi caso, comer solo no es nunca sólo comer. En alguna ocasión voy al mercado para elegir la mejor pieza de carne o pescado, me preparo un arroz a mi gusto, elijo los mejores quesos y no me genera ningún remordimiento buscar en la bodega la última de las botellas de un vino que me satisfaga.
Tampoco tengo problema en reservar en un buen restaurante, mesa para uno (lo hago sobre todo cuando me toca viajar). Me siento tranquilamente, reviso la carta y dejo que mis caprichos gastronómicos, los más íntimos, se hagan realidad.
Hace unas semanas pude reservar en un restaurante clásico de mi ciudad (no tengo el hábito de dar nombres, no soy un crítico gastronómico ni me gano la vida como influenciante).
A principios de febrero terminaba la temporada de caza y se reducían las opciones de tomarme una liebre a la royal, uno de mis bocados preferidos. Hay en Barcelona algún restaurante que anuncia la royal de liebre, pocos, suele ser un plato del menú restaurantes cercanos a zonas de caza y probarlo ha sido en ocasiones un peregrinaje.
Reservé para un viernes a mediodía, aprovechando que mi mujer estaba de viaje. Llamé antes para confirmar que quedaba liebre, me dijeron que todavía tenían en carta unos raviolis rellenos de la royal, noticia más que suficiente para empezar a salivar.
Reservé pronto, horario casi europeo, a la una y media. Dejé mi teléfono como referencia y, poco antes de la hora prevista, me presenté en el restaurante. Yo también había regresado esa misma mañana de viaje y no había podido deshacerme de la mochila cargada con todos mis pertrechos.
No soy habitual de ese restaurante, por lo que no supieron muy bien si era un turista o un crítico gastronómico camuflado. Los comedores solitarios generan inquietud en muchos restaurantes, sobre todo si llegan pronto y se dedican a contemplar los más mínimos detalles.
No suelo quejarme cuando salgo a comer o a cenar fuera, pero me molesta mucho si, como comedor solitario, me colocan en una mesita apartada, cercana a la cocina o a los baños, como si fuera una presencia incómoda. En esta ocasión tuve suerte, me colocaron en la sala principal, en una esquina desde la que dominaba una gran parte del resto de mesas.
Elegí un restaurante clásico de mesas amplias, sillas pesadas, maderas nobles en las paredes, manteles y servilletas de hilo, luz natural (el restaurante tiene un patio ajardinado que estaba en obras. Durante la comida los operarios siguieron trabajando, lo que llevó a que hubiera más ruido del deseable, compensado con la excelsa imagen de un orondo albañil en cuclilla permanente, intentando fijar unas losas modernistas en el suelo de la terraza a base de martillazos y lija; en su posición semiinclinada ofrecía a la clientela del restaurante una visión nada salaz de sus lorzas y del canal de acceso a la zona del nalgamen, señalizado con algo de vellosidad que quedaba expuesta dado que la camiseta no terminaba de cubrir la franja de frontera entre la espalda y lo que dejaba de ser espalda. Toda la pretendida elegancia burguesa del restaurante quedaba frustrada por aquella visión perturbadora del trabajador manual. Como no tenía otra cosa que hacer, fui controlando sus maniobras y mirando de reojo a los comensales que iban llegando al salón y que, como en mi caso, no podían apartar su atención del canal de la mancha).
Estuve un buen rato solo. Llegué a pensar que el restaurante había pasado de moda y que sería el único cliente de aquel soleado viernes de febrero. Pedí una cerveza pequeña y me identifiqué, era el de la liebre royal que había llamado a media mañana. Me trajeron la carta, unas patatas fritas (cuatro o cinco en un bol) y unas aceitunas gruesas muy bien aliñadas.
Una de las ventajas de la soledad en esos momentos es que no hay ninguna cortapisa a la hora de elegir. No hay que compartir plazos, ni escrutar precios, ni buscar equilibrios de ningún tipo. Podía elegir los raviolis de liebre como primer plato y buscar un segundo más suculento o al revés, dejarme la liebre como plato principal y encontrar un entrante de mi gusto.
Le di varias vueltas a la carta antes de elegir. Viernes a mediodía, hambriento y solo. Mediodía luminoso, templado. Sala llena de contrastes. Camareros correctos y atentos a mis requerimientos, no tenían otra cosa que hacer hasta ese momento.
Pedí como entrante una crema de erizos, era también temporada, y pregunté sobre el tamaño de la ración de la liebre royal, tres raviolis con su salsa, un pequeño bocado para un tragón.
Después de la crema de erizo vino el ravioli, también como primer plato, me dejé como plato principal unos pies de cerdo rellenos de boniato.
Llegó el sommelier con la carta de vinos. Aunque suelo ser pantagruélico, moderé mis impulsos (más que nada porque a media tarde tenía que llevar a uno de los niños a un partido de baloncesto y no quería quedarme dormido y babeante en la grada). Me ofrecieron vino por copas y opté por un borgoña tinto, el precio de la copa rozaba lo prohibitivo, pero no había nadie para discutir conmigo. Tuve, además, la suerte de que abrieran la botella para mí. El responsable del vino, todo un profesional, trajo dos copas, la primera para la cata inicial y la segunda, de borgoña (como mandan los cánones) para disfrutar de aquel vino de estructura perfecta.
Mientras llegaba mi comanda me pusieron, detalle de la casa, un vasito con una crema de verduras (mandaba el puerro y la chirivía), coronada con perlas de aceite.
La copa de borgoña me acompañó con los dos primeros bocados, para los pies de cerdo llamé de nuevo al sommelier y le pedí que me pusiera una copa de Aalto, un vino de la ribera del Duero con un poco más de cuerpo y más intensidad. De nuevo me acompañaron los hados y empecé botella.
Los ravioli de liebre royal eran correctos, una pena que hubieran tenido que congelar las piezas para conservarlas durante días y quedara en la carne guisada ese rastro aguado de viudo triste que guardan los guisotes cuando pasan con el congelador. La salsa que cubría la pasta era una salsa española de las de pedir pan para no dejar rastro en el plato.
Los pies de cerdo deshuesados y rellenos eran maravillosos, perfectos. Los acompañaban con una pieza pequeña de boniato braseado. El Aalto y los pies de cerdo guisados se entienden a las mil maravillas, yo dejé que se armonizaran.
Empezó a llegar gente al restaurante. Las primeras conversaciones robadas, las primeras discusiones sobre la elección del vino o sobre la necesidad/oportunidad de compartir los primeros. Aquel viernes el restaurante estaba poblado de parejas entradas en años (los viernes ya no hay comidas de negocio). Alguna pareja se quejó del ruido de la obra.
De mi evaluación precipitada del contexto de aquellas parejas puedo asegurar que pocos se aventuraban a llevar al amante a un local consolidado y frecuentado por la cada vez más agotada burguesía catalana. Todo parejas estables, no muy ruidosas, nada de arrumacos o de besos que anuncian tardes más carnales.
Quedaba un poco de vino en mi copa y ese último trago marcó mi opción de postre. Primero una combinación de tres quesos, el primero de lo que llaman “del país”, el segundo un francés y de cierre un inglés contundente, a mi juicio el mejor. El vino no sólo superó su partida con los pies de cerdo, sino también con el Stilton.
Todavía me quedaba hueco para un sorbete de naranja sanguina y para un café.
Molesté de nuevo al responsable de vinos y licores. Dejé que me cantara la propuesta de espirituosos. Opté por un whisky escocés con un punto ahumado. Por suerte con los licores no fueron tan generosos como con los vinos y eso evitó que llegara perjudicado a casa.
Pedí la cuenta y pagué con la misma diligencia y satisfacción que había comido. Dejando en el restaurante la duda de si era, en realidad, un inspector camuflado de una guía de prestigio.
Caminé hacia la boca del metro, todavía no habían dado las tres de la tarde. Podría descabezar un sueño y recuperarme para la sesión deportiva.
Pensaba que como receta de referencia de este capítulo de mi diletancia solitaria escribiría sobre los pies de cerdo, pero al salir de la boca del metro me encontré con el mercado todavía abierto y en uno de los puestos de pescado unas relucientes huevas de merluza. No pude evitar la tentación y entré en casa con mis huevas de merluza. Al día siguiente prepararía una ensaladilla.
En casa la hueva de merluza no genera ni pasiones ni emociones, por lo que podría disfrutar de ellas de nuevo solo.
Guardé las huevas en la nevera, me quité el abrigo y me derrumbé en el sofá, con una vieja película en marcha de las que hacen compañía sin molestar. Descabecé un sueño de casi cincuenta minutos y desperté en perfecto estado de revista.
A la mañana siguiente saqué las huevas de la nevera, dejé que se atemperaran unos minutos antes de escaldarlas en el agua en la que había hervido poco antes unas judías verdes. El agua tenía una pizca de sal, las hebras de las judías, unas bolas de pimienta y un par de hojas de laurel.
Apenas estuvieron las huevas tres minutos en el agua hirviendo. Rápidamente las saqué y las sumergí en agua con hielo. Después las escurrí y las sequé bien.
En un bol piqué una zanahoria pelada, en pequeños dados, media cebolleta, unas aceitunas carnosas, un puñado de alcaparras gruesas, unas tiras de tomate seco y unas ramitas blancas de apio. Quedaba un resto generoso de mayonesa casera que ligó, con un poco de sal y un golpe de eneldo, las huevas en rodajas no muy gruesas y una lata de cangrejo (del bueno) para terminar de rematar.
Preparada la ensaladilla para mí, dejé también preparada la comida para el resto de la familia y así pasó aquel fin de semana, plácido y tranquilo, con el recuerdo de mi comida solo, no que no había sido sólo una comida.
Había elegido inicialmente el cuadro para acompañar mi experiencia en alguna esquina olvidada de mi memoria, en concreto, había elegido un bodegón de Helena Sofia Schjerfbeck, parece una artista costumbrista, pero de mirada borrosa, a un paso corto de la abstracción sin estridencias. Pero en el último momento he cambiado de opinión (capricho de un comedor solitario) y he encontrado un paisaje urbano de Fidelia Bridges, una pintora norteamericana a caballo entre el siglo XIX y el XX. Ligera y sensible, reina de las flores y ramas quebradizas.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-19653133953132523252023-01-17T16:57:00.001+01:002023-01-17T16:57:16.915+01:00Capítulo DXCI.- Impresión. Sol naciente.Vivo en una zona alta de la ciudad. Madrugo mucho (quien haya seguido mínimamente esta bitácora lo sabrá). Entre semana llevo a los niños al colegio. Sobre las siete y media salimos en coche camino a la escuela. A mediados de enero este trayecto coincide con el amanecer. Hay un momento, poco después de haberlos dejado y cuando empiezo a bajar hacia el despacho, en el que la línea que forman los edificios de esa parte de la ciudad con el cielo amaneciendo pueden ofrecer un espectáculo de luces increíble. La explosión de colores dura unos segundos y, además, no siempre es posible disfrutarla. Si el día es muy claro o si se levanta muy nublado las opciones cromáticas se reducen sensiblemente, pero, si se conjuran los meteoros y la luz, si hay alguna nube algodonosa en el horizonte, sin encapotar el cielo, y el sol empieza a perfilarse entre los edificios más altos, se puede vivir un instante en el que llegan a distinguirse casi todos los matices del amarillo al rojo, pasando por naranjas, magentas, limas y pomelos, combinados con azules de la más amplia gama, terminando en un cian metálico cercano al ajeno.
No siempre es posible que se den tantas casualidades en un mismo segundo. Los días son caprichosos, el sol sigue sus ciclos y las nubes no dependen de algoritmos, por eso es imposible programar ese momento singular. Ese es su principal encanto.
Seguro que los físicos tienen una explicación racional a ese desmadre de colores. El efecto prisma que descompone la luz solar al topar con las nubes, la neblina casi imperceptible de las ciudades cercanas al mar, los rayos limpios del invierno cuando entra el viento del norte … Los científicos tienen explicaciones para todo, pero no para la casualidad de que alguien que circula en coche justo en ese momento pueda detener un instante la mirada.
Esos días me entran ganas de no ir a trabajar, de seguir circulando en coche a la búsqueda del volcán del que nacen aquellas llamas, o de la isla exótica en la que se inician los arcoíris.
A veces no es necesario embarcarse hacia los mares del sur, basta con pequeños actos de sumisión, como el de pasar durante un par de horas por la oficina, para que comprueben que existes, hacerse ver y apagar cualquier conato de incendio. A media mañana, cuando la calma reina en mis dominios laborales, salir con cualquier pretexto o escabullirse sin dar grandes explicaciones, dejando la luz encendida y la pantalla del ordenador en marcha. Salir por la puerta principal, hacia la calle, para tomarse un chocolate con churros que sirve una mujer muy malhumorada que se instala los inviernos frente al edificio en el que trabajo. Es tan desagradable aquella señora que sólo el ansia absoluta de churro y chocolate justifica el bíblico sacrificio de enfrentarse a su cara de vinagre.
Después de los churros encaminar los pasos hacia Montjuic, caminar sin prisa, nadie me espera, nadie me echará de menos hasta bien entrada la tarde. Hay una exposición de Paul Klee en la Fundación Miró, no muchos cuadros, no muy grandes. La mayor parte bocetos, cuadernos y notas manuscritas.
Ha quedado una media mañana despejada. Sol de enero, frio, pero resplandeciente. Con las primeras rampas de la montaña me sobra el abrigo. Camino casi una hora hasta llegar a mi destino. De regreso será un poco menos porque es cuesta abajo.
A primera hora de la tarde pasaré por el despacho para apagar el ordenador. Ya no queda casi nadie en el edificio. Recuperaré el coche y volveré a casa.
Pero la aventura no acaba. Pasaré antes por la carnicería para comprar algo de carne. Quiero preparar para la noche una milanesa en consonancia con mis visiones del amanecer. Escalope, escalopa, cachopo, cordón bleu, sanjacobo o, sencillamente, carne empanada. Los puristas aseguran que cada palabra entraña un matiz, que no todas las recetas o métodos son iguales. Yo adopto el término escalope milanesa, que es el que gusta a mis hijos.
Para un buen escalope milanesa no es necesario que la pieza de carne sea excepcional. Yo prefiero hacerlo con ternera, una pieza de batalla (tapa, tapilla, aguja, culata, cantero de espaldilla o rabillo de cadera). Le pedí a la carnicera que quería la carne para escalope, que le diera algún golpe para deshacer los nudos de nervios y músculos. Pensaba que sacaría un mazo, pero le dio varios golpes firmes a los filetes con una palmeta metálica que sonaba, al impactar con la carne, como si azotaran unas nalgas desnudas (un momento bondage en la carnicería no va mal). Las piezas (6 para tres comensales) quedaron aplanadas y extendidas, con el tamaño del mapa de un continente (cada pieza de un continente distinto). No en vano, hay sitios en los que a la carne previamente golpeada y empanada la llaman oreja de elefante.
Al llegar a casa todavía tuve el ánimo de pasar un rodillo de amasar por encima del paquete de carne para que terminara de desentumecerse.
No habían llegado todavía los niños, pude descabezar un sueñecillo antes de ponerme a trajinar en la cocina. No conviene meter la carne en la nevera para que no se contraiga. Una de las gracias del plato es que los escalopes sean inabarcables. También dejé fuera de la nevera los huevos. En ningún caso y bajo ninguna circunstancia conviene que cojan frio.
A eso de las siete de la tarde saqué un plato grande, casi una bandeja, en la que casqué tres huevos que empecé a batir con brío, para que doblaran su volumen y espumara. En otra bandeja con menos fondo, pero no menos grande, abrí un paquete de 300 gramos de pan rallado mezclado con briznas de ajo y de perejil.
Encendí el horno, lo puse a 100 grados.
Busqué en el cajón una de las sartenes más grandes, una capaz de albergar sin estrecheces mis escalopas.
Prendí la llama, a fuego medio, y empecé a echar aceite de oliva como si no hubiera un mañana. Un escalope milanés que se precie exige que la pieza se fría cómodamente en aceite, que nade a su antojo.
Lancé unas miguitas de pan para constatar que el aceite iba tomando temperatura. Sin arrebatos, pero a temperatura lo suficientemente alta como para que quede una superficie de pan rallado consistente.
Salpimenté los filetes. Tuve que utilizar las dos manos bien extendidas para abarcar toda la superficie de carne. Pasé la primera pieza por la bandeja del huevo. Me pringué bien los dedos para asegurarme que se empapaba bien.
Sin escurrirla demasiado, pasé la carne a la segunda bandeja. Dejé en reposo el filete por uno de los lados, después por el otro. Comprobé que toda la extensión carnívora quedaba invadida por el pan.
El aceite pedía ya acción. Volví a desplegar las manos para sumergir toda la carne en toda su extensión, sin pliegues, en los suplicios de la grasa hirviendo. El chisporroteo no puede ser violento, no debe arrebatarse el rebozo. Alegra ver como borbotonea suavemente el aceite en los intersticios de la pieza.
Cuando los bordes de la carne empiezan a tostarse conviene dar la vuelta. La primera cara exige dos o tres minutos de exposición al calor, el envés requiere menos tiempo. El justo para que se tueste uniformemente el rebozo.
Ayudándome de una gran espumadera rescaté el primer escalope del escaldado. Lo dejé suspendido unos segundos para que goteara el exceso de grasa, reposé la pieza sobre papel absorbente un segundo más y, después, a la bandeja del horno, para que no se enfriaran ya que hay que hacer los filetes de uno en uno (algo se adelanta si mientras una pieza se fríe, otra está bañándose en huevo y otra más sometida a los suplicios del rebozo).
Cuando terminaba de hacerse la última de las 6 piezas di una voz para que la tropa pusiera la mesa. Plato llano, grande, y el mejor mantel.
Pasé la espumadera por el aceite hirviendo, así retiré algunas impurezas, ya que en ese mar caliente freí tres huevos de pato.
Tenía preparado del día anterior un bote de tomate en sofrito (con zanahoria, pimiento, apio y albahaca fresca).
Cuando los tres huevos estaban ya fritos fui a la mesa con la bandeja de los escalopes.
Coloqué un filete sobre cada uno de los platos, dos cucharadas generosas de tomate frito, unas bolas de mozzarella y, coronando el plato, el huevo frito en todo su esplendor.
La carne crujiente. Con las esquinas en las que predomina el pan. Carne jugosa. Tomate rico, huevo cremoso. Patatas fritas de bolsa para empapar.
Después de un amanecer con centellas, un anochecer a su altura.
Con estos antecedentes, la elección del cuadro era sencilla: Impresión, sol naciente, Monet.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-43214959560686820852023-01-06T08:59:00.001+01:002023-01-06T08:59:28.915+01:00Capítulo DXC.- La navidad como bucle (una nueva mañana de reyes).Mañana de reyes. Me he levantado pronto, como casi todos los días del año. Hoy tocaba sacar la masa de roscón de la nevera para que se atempere. Otros años había horneado el roscón días antes y lo había congelado; en esas ocasiones aprovechaba el madrugón para sacar el roscón del congelador y que fuera recuperando vida.
Este año, a diferencia de otros anteriores, he podido levantarme y atrincherarme en el salón, con la luz apagada, entre las sombras de los paquetes de regalos. Cuando los niños eran pequeños teníamos que esperarnos en la cama, atentos a sus movimientos, hasta que no se levantaban no podíamos acercarnos al cuarto de estar. Nos gustaba que los niños fueran los primeros en descubrir los sillones, la mesa y la alfombra cubierta de regalos. Había veces que tenían tanto miedo, tantos nervios, que pasaban primero por nuestro cuarto para que les guiáramos al salón; en otras ocasiones corrían directamente por el pasillo para darse de bruces con los juguetes.
Los juguetes poco a poco fueron remitiendo, los niños se van haciendo mayores y han empezado a pedir ropa o cachivaches electrónicos. Saben que siempre les va a tocar un libro y algún sobre con una propuesta más o menos sorpresiva.
Estoy en el salón, en penumbra; he hecho un hueco entre los paquetes que, de momento, no son sino sombras pendientes de que empiece a amanecer.
Terminan las navidades. La sensación queda a medio camino entre el alivio y la pena. Todavía no hemos agotado las últimas escenas cuando ya estamos pensando en las navidades siguientes, lo que queremos que se repita y lo que esperamos que cambie.
Seguramente las navidades responden a la necesidad de organizar bucles en la vida, procesos que se repiten indefinidamente. La navidad como rutina secular puede ser una maldición o el reto.
La Real Academia de la Lengua ha incorporado ya como significado de bucle el referido a una serie de instrucciones que se repiten indefinidamente mientras no se cumpla una condición previamente establecida. No se sale del bucle hasta que no se cumple esa condición, lo que convierte la rutina en un camino hacia la perfección, o hacia el abismo.
Esta mañana, como otras mañanas similares de años anteriores, me he puesto en marcha pensando en el roscón. Hace por lo menos 10 años que empecé a cocinarlo, Indolencia Rosconiana se llamaba el capítulo del Diletante (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/12/capccxcviii-indolencia-rosconiana.html). Mi receta de roscón, que no es del todo mía, obliga a tres fermentaciones, lo que convierte la preparación en un ritual de tres días o, por ser más preciso, de tres rutinas concretas y puntuales durante tres jornadas.
Las navidades, como todo bucle narrativo que se precie, permite hacer pequeños ajustes o variaciones. Cada diez o doce años impone un cambio de papel. La narrativa de las fiestas suele ser siempre la misma, año tras año, siglo tras siglo, pero el paso del tiempo impone cambios de rol. Empieza uno siendo niño, mitificando o aborreciendo estas fechas, según los casos; después llega la adolescencia, indolente, como mi roscón, o rebelde, con más o menos causas. La navidad de la madurez viene acompañada de grandes pasiones, de grandes emociones y de lo que pueden parecer, a simple vista, rupturas, que no dejan de ser cambio de una rutina por otra. En función de las opciones suelen llegar los hijos, que obligan a un cambio de papel, dejas de ser un sujeto pasivo de la navidad, que todo lo recibe, y pasas a convertirte en un sujeto activo que asume la tarea de cocinar, de comprar regalos o de idear planes apasionantes para que los días sean un poco más livianos. Supongo que en poco tiempo los niños terminarán de volar y llegarán navidades de nuevo solitarias en las que, en el mejor de los casos, podrás disfrutar de uno o dos días de jolgorio familiar. Navidades en las que sea posible revisar de nuevo el ciclo completo de El Padrino en vez de ver ordenadas la docena larga de películas del ciclo de Star Wars o la sesión cronológica de la saga de Marvel. Yo este año, como aperitivo, he programado revisar la trilogía de Linklater del “Before” (antes del amanecer, antes del atardecer, antes del anochecer). Todavía no he terminado la primera de ellas. La veo a ratos muertos, cuando no hay nadie en el salón. Las películas han quedado un tanto viejunas y me da miedo que en casa les aburra la trama, si es que esa serie tiene una verdadera trama y no es, en realidad, una digresión.
Este año la navidad lleva con coda. La mañana de reyes cae en viernes y después queda un fin de semana que puede servir como reflexión/inflexión navideña.
Los días han sido soleados, poco navideños, hubo mañanas en las que se pudo pasear en mangas de camisa, como si se tratara de un arranque de primavera. Si el cambio climático sigue por su senda a largo plazo tendrá que cambiar la iconografía de este bucle y poner a los reyes magos con ropa de entretiempo, abandonar las nieves y establecer un paisaje de almendros florecidos.
Asumiendo que la navidad es un bucle, similar al del Día de la Marmota, cuento con la suerte de hacer pequeños ajustes, cambios que me permitan, siguiendo la metodología de prueba/error, modular futuras navidades.
He recorrido durante estos años casi todo el abanico de las recetas canónicas, alternando, según los gustos, asados, rellenos, caldos, pescados, cremas, mariscos o caza. Estos días he revisado mi blog para reproducir algunas recetas, para hacer también algunos ajustes con medidas o ingredientes. Al final mi blog creo que me resulta mucho más útil a mí, como guía o recuerdo, que a terceros. Así, además de poder recordar con precisión todos y cada uno de los pasos del roscón, incluyendo temperaturas, he vuelto a descubrir que mi dislexia latente sigue cometiendo gazapos al establecer la numeración de los capítulos, sigo bailando la numeración romana y las dos últimas entradas contienen errores. El capítulo de hoy es, en realidad, el DXC (590), casi el 600 porque, revisando entradas, veo que hay alguna repetida. No sé si en el futuro algún compilador o comentarista (si lo hubiere) podrá dar razón de mis despistes numerales.
Encendí el horno hace unos minutos. Las levaduras empiezan a fermentar y la masa sube en su tercera sesión. Hace tiempo que las mañanas de reyes no las dedicamos a montar Legos imposibles o a descifrar precipitadamente las instrucciones de un juego de mesa, pero la cocina empieza a oler a ralladura de naranja y de limón, a agua de azahar.
Recupero para el diletante a una pintora norteamericana de la primera mitad del ya lejano siglo XX, hace casi 100 años, Florine Stettheimer, una precursora del pop, con un punto muy näif a la que se llevó por delante la solemnidad del expresionismo abstracto. Florine Stettheimer fue una pintora afamada que viajó a París y se emborrachó de Cézanne, Manet, Van Gogh, Morisot y Matisse. Como era de familia adinerada nunca le preocupó vender sus cuadros, que quedaron almacenados en los sótanos de los museos de Nueva York hasta que hace unos pocos años alguien pudo recuperarla y, recuperando a la Stettheimer, recuperar algo de la alegría insensata de los años veinte del siglo pasado. Dejo para Instagram su recreación de Asbury Park (https://es.wikipedia.org/wiki/Florine_Stettheimer#/media/Archivo:Florine_Stettheimer._Asbury_Park_South,_1920.jpg).
Mientras la masa sube lentamente (hasta pasadas las nueve no la voy a hornear), voy cerrando los menús del fin de semana, la resaca de esta navidad, la última vuelta al bucle. He comprado unos salmonetes, que prepararé a la plancha con mantequilla, almendra laminada (la que sobró del adorno del roscón) y ralladura de limón.
Quiero hacer un risotto especial, un quiebro a la rutina, un arroz con calamares y limón. Espero conseguir que salga cremoso sin necesidad de queso, tampoco voy a poner crema de leche (anatema para los risottianos canónicos).
Para mi risotto de calamares y limón picaré dos cebollas hermosas. Mientras las voy picando pondré en una cazuela alta 200 gramos de mantequilla con un golpe de aceite. Cuando la mantequilla se haya deshecho añadiré las cebollas picadas, a fuego muy suave, para que se atonten sin llegar a dorarse. Puede que pique muy fina una zanahoria y una rama de apio de las más pálidas, más que nada para darle color al guiso y evitar que el blanco del arroz, la cebolla y el calamar amuermen el plato.
Removeré con un cucharón de madera, recuerdo de la aventura contada en mi última entrada. Antes de que la cebolla quede del todo transparente salpimentaré el rehogado, buscaré una botella de vermut blanco para aromatizar un poco las verduras, subiré un punto la llama para que evapore el alcohol, apenas un minuto será suficiente.
Llega el turno del arroz, 300 gramos de arroz arborio, grano largo. Lo mezclaré bien con el compango hasta que empiece a brillar.
Habré picado en briznas un par de calamares de potera, bien limpios. Seguiré removiendo con suavidad.
En uno fogón cercano estará borboteando plácidamente un litro y medio de caldo de verduras (no quiero que mi arroz sea de sabor fuerte, no quiero que solape el juego del limón, las hierbas y los calamares). Sigo removiendo y añadiendo pacientemente el caldo a pequeños cazos que el arroz absorbe hasta ir tomando la textura cremosa del risotto.
El risotto requiere mimo, paciencia. Irá tomando cuerpo. Persisto en mi idea de evitar el queso.
He picado abundante perejil, cebollino y albahaca fresca (puede que también unas hojas de cilantro). El arroz está casi a punto, lo mezclo bien con las hierbas. Queda muy poco, sólo la ralladura de un limón. No puedo ser rácano con la piel del limón, ha de quedar integrada en el guiso.
Apagaré el fuego antes de incorporar la ralladura de limón. Mezclo bien y tapo la cazuela un minuto, antes de llevarla, humeante a la mesa.
No sé muy bien si seré capaz de conseguir un plato redondo. Todo un reto que voy tejiendo en mi cabeza a la espera de que se levanten los niños. Ya no les atenaza la pasión nerviosa de otros días de reyes anteriores. Pueden dormir plácidamente, cada vez son más difíciles las sorpresas.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-89949214346806237992022-12-24T06:15:00.003+01:002022-12-24T06:15:29.739+01:00CApítulo LDXXXIX.- Cocinar para extraños y entre extraños (Helplessly hoping)A veces para empezar a cocinar, para que los ingredientes se pongan en orden, necesito que suene una canción, unas notas que me sirvan para arrancar los fogones. No hay un patrón indeterminado, no hay un cantante o un grupo preferido, basta una intuición, como el día que quise guisar escuchando a Rachmaninov.
Llevo días sin escribir, puede que agotado o agotadas las ideas, no tanto literarias, sino las que me sirven para arrancar el blog, no siempre un plato o una receta cuenta con el beneplácito de los “dioses” para ser contada. Las musas de los fogones no siempre van de la mano de la literatura, aunque sea literatura de andar por casa.
Pero hoy sí que creo que hay una historia digna de ser contada, una aventura que todavía debe quedar marcada por un halo de cierto secreto, un reto.
Durante semanas ha retumbado en mi cabeza una vieja canción escrita en 1969, cantada por tres tipos en apariencia duros, con sus bigotones y el pelo largo, enfundados en chaquetas vaqueras. Pese a su apariencia dura, sus voces eran atipladas, con algo de falsete; melancólicos y tristes cantaban “Esperando impotente”, cantada en español sueña cursi, pero en inglés “helplessly hoping” remonta el vuelo.
No solía oír a Crosby, Stills & Nash. De joven, hace ya muchos años, me sonaban viejunos y, paradojas de la vida, ahora que voy haciéndome mayor me ha dado por escucharlos. Me gustan sobre todo en las grabaciones en directo, ganan un punto cuando se incorpora el eléctrico y arisco Neil Young. Ahora son cuatro ancianos que siguen cantando, alguno de ellos ha cumplido los ochenta años, sus voces están más rotas, las guitarras un poco más afiladas.
“Helplessly hoping” me ha acompañado obsesivamente las últimas semanas, puede que la haya escuchado un centenar de veces. Ha dado vueltas en mi cabeza hasta terminar encajando.
“Esperando impotente, su arlequín se cierne cerca esperando una palabra…”
Sin ese toque dramático, lo cierto es que estos días me toca esperar, puede que impotente, esperando noticias.
Hace unos días me plantearon un reto, algo nuevo para el diletante. Hasta ahora había cocinado para familiares y amigos, siempre en entornos amables, sabiendo de antemano que lo que preparara iba a gustar; incluso aunque no fuera un guiso redondo, recibiría una palabra amable, agradecida.
Sin embargo, hace unas semanas me anunciaron que debía cocinar para extraños y cocinar ante extraños. Primero debía llevar un plato que me definiera. Dudé, primero pensaba preparar un brioche y un paté de campaña, pero la logística era complicada ya que el plato tenía que presentarlo lejos de casa, lejos de mis fogones.
Al final opté por un escabeche suave de pollo con un falso cuscús de coliflor. El escabeche suena tan viejuno como Crosby, Stills & Nash, lo sé, pero un escabeche “suave” puede esconder algunas modernidades.
La logística del plato era complicada. Debía cocinarlo días antes (no es un problema para el escabeche, al contrario). Con las navidades a las puertas y la agenda cargada de compromisos profesionales debía encontrar los momentos de calma para seleccionar los mejores ingredientes y abrir una ventana en mis rutinas cotidianas para empezar a guisar.
Escabeche suave/Helplessly hoping. Al final no me atreví a titular mi plato como la vieja canción de los CS&N; sin embargo, la canción no ha parado de sonar en mi cabeza estos días.
Para mi “helplessly escabeche” (no hay una palabra específica en inglés para definir escabeche y la más cercana, “marinade”, queda a años luz de lo que supone cocinar un escabeche) necesitaba unas pechugas de pollo de corral. Pechugas con piel, un poco más grandes de las de los pollos de granja. El escabeche se conforma a partir de una cebolla grande, que he de picar en juliana (elegí una cebolleta tierna, que es un poco más dulce), un par de zanahorias, tres dientes de ajo, una rama de apio (una rama lo más blanca posible, que no sea muy leñosa) y medio pimiento rojo.
Según el diccionario etimológico de Joan Corominas “escabechar” es un verbo que tiene su origen en la lengua arábigo/persa, proviene de la palabra Sikbâg, cocinar con vinagre. Por lo tanto, un escabeche ha de llevar entre sus ingredientes algo de vinagre. Mi escabeche, suave/falso, llevaba el zumo de una naranja y piel de naranja cortada en juliana, de ahí su suavidad.
Fui a la compra un lunes, este lunes pasado. Desde el domingo estaba con un fuerte resfriado así que había perdido el olfato y mi paladar era de hojalata. Todo un problema para cocinar para extraños.
No tenía tiempo para agobios. El lunes a medio día sumergí mis pechugas de pollo de corral con su piel en una salmuera en la que combiné litro y medio de agua con 150 gramos de sal gruesa (1 gramo de sal por cada 10 gramos de líquido). Mientras descabezaba un sueño la salmuera tenía que empezar a surtir efecto. La carne quedó una hora larga embalsamada.
A eso de las cuatro de la tarde rescaté las piezas de pollo, las sequé bien y las aderecé con un toque de comino en polvo y un golpe de pimienta negra.
En una sartén grande puse un trozo generoso de mantequilla (casi 100 gramos) y un chorrito de aceite de oliva. El fuego no muy fuerte, no quería que la mantequilla se arrebatase. Cuando la grasa quedó bien disuelta y empezaba a chisporrotear, coloqué las dos pechugas, con la cara de la piel tocando la superficie caliente de la plancha. Subí un pelín la intensidad del fuego para que la piel quedara ligeramente tostada. En dos minutos conseguí el efecto deseado. Retiré las pechugas a un plato hondo, bajé la llama y añadí los tres dientes de ajo partidos por la mitad, cuatro o cinco bolitas de pimienta negra y un poco de comino en grano (el que cabe en una cucharilla de café sin colmar).
Sin solución de continuidad piqué en juliana la cebolleta (como eran bulbos pequeños tuve que emplear dos). Añadí un chorrito complementario de aceite de oliva y repartí las lascas de cebolla para que empezaran a pocharse.
Mientras la cebolla se atontaba (la cebolla es fácil de atontar), pelé y corté en finas rodajas la zanahoria, que fue de inmediato al fuego. También corté la rama de apio y el medio pimiento rojo, que partí en arandelas. Subí un pelín el fuego, salé la verdura y busqué un exprimidor.
El guiso empezaba a exhalar sus vapores, pero nada olía. Añadí un hatillo de especias secas (el bouquet grani francés con sus hojas de laurel, tomillo, perejil, romero, orégano y un pico de estragón).
Con ayuda de un pelapatatas corté diez o doce tiras de piel de la naranja y las piqué en briznas finas que añadí a la sartén humeante. Removí un poco, porque si se tuesta mucho la verdura el escabeche se malbarata.
Exprimí la naranja, su zumo era una de las bases principales del escabeche. El vinagre de jerez iba en la misma cantidad que el jugo de la naranja (medido todo a ojo, aprovechando el recipiente del exprimidor) y una cantidad pareja de agua.
Subí un poco más el fuego para que evaporara rápido el exceso de líquido.
No merecía la pena que probara el sofrito, mi paladar era un erial y nada olía.
Calculo que desde que arrancó el fuego con las pechugas hasta que apagué la llama pasarían 25 minutos, no más tiempo. Dejé que la verdura reposara en la sartén.
Mientras se atemperaban los ingredientes, saqué dos bolsas de cocción a baja temperatura. Recuperé la máquina de sellado para terminar de cocinar las pechugas.
Cada pieza de carne fue a su bolsita individual, añadí un par de cucharadas de la verdura escabechada (con el cocinado al vacío no hay que ser codicioso, hay que acertar con el tamaño de las bolsas – la pieza ha de quedar holgada – y no rebosar).
Puse en marcha el Thermomix con dos litros de agua, a 65 grados.
Mientras el agua llegaba a la temperatura marcada sellé las bolsas, comprobé que no quedaba ningún poro ni fisura antes de depositarlas en el baño caliente. Cuando consulté en internet los tiempos y temperaturas de cocción caí en la cuenta de que todas las referencias se referían a pollos de granja y a pechugas de tamaño normal (unos 200 gramos), mis pechugas pesaban 450 gramos cada una y la carne era un poco más tersa. Programé la cocción 70 minutos y mantuve los 65 grados constantes durante todo el proceso.
Mientras terminaba mi receta preparé unos macarrones para mis hijos (el mundo no paraba) y trabajé un rato.
Cumplido el tiempo, saqué las bolsas y, sin abrirla, la guardé en un tupper sobre el mármol de la cocina, esperando a que enfriaran. Las pechugas habían sudado lo suyo y la salsa se había engrosado. Vacié la sartén con los restos de verdura en otro recipiente hermético que también fue a la cocina.
El lunes a última hora de la tarde estaba preparado mi plato.
El martes lo pasé entero fuera de casa, regresamos pasadas las once de la noche. Poco pude hacer útil en la cocina aquel día.
El miércoles fue día de trabajo. A mediodía compré una coliflor y, ayudándome con un rallador y un cuchillo, fui rascando hasta formar una arenisca de coliflor con la textura del grano de cuscús. Sometí mi arena de coliflor a un golpe corto de vapor (4 minutos), sequé bien el falso grano y lo guardé en un bote hermético.
Tenía que presentar el plato lejos de casa, a más de 300 kilómetros. Las vísperas de navidad son malas fechas para viajar. No quedaban billetes de tren, así que tuve que ir en coche. Cargué en una bolsa mis tuppers, más el instrumental para presentar el plato (un cuchillo grande y afilado, una cucharilla, un tenedor, las pinzas para colocar “bonitas” las verduras, dos platos instagrameables, un mantelito mono y un salvamantel, así como un botecillo con pimentón rojo dulce y otro con comino en polvo para rematar).
Embarqué a mi familia en el coche a media tarde y llegamos a destino al anochecer. Vacié el minibar del hotel para acomodar mis recipientes y fuimos a cenar a un restaurante cercano.
A primera hora de la mañana tocaba presentar el plato. Me enfrentaba a casi cien cocinillas que desembarcaron en un gran salón impersonal con sus preparaciones. Nos acreditamos, recibimos las indicaciones oportunas y dispusimos de media hora para montar nuestras propuestas. No había fogones, inducciones u hornos para dar un golpe final.
En mi cabeza seguía sonando CS&N, “esperando en vano”. En 10 minutos había terminado mis tareas. Abrí una de las bolsas de cocción al vacío, la pechuga parecía en su punto, la salsa gelatinosa y brillante. Coloqué en un plato hondo negro una base de la verdura escabechada, sobre el otro plato dejé la pechuga que corté en filetes no muy gruesos que fui depositando sobre la verdura (la pinza era innecesaria, bastaba con el tenedor, pero pensé que quedaba elegante que me manejara como un cirujano). Cinco lonchas de pechuga descansaban sobre el escabeche. De nuevo las pinzas me sirvieron para coronar el plato con unas tiras de cebolla, unos aros de pimiento y unas rodajitas de zanahoria. Abrí el tarro de la coliflor (casi se me olvidaba) y coloqué dos pequeñas montañitas de mi falso cuscús. Añadí un poco de la salsilla del escabeche para dar brillo a la presentación, un golpe de comino en polvo y otro de pimentón sobre las bolillas de coliflor, un paso atrás y a esperar el veredicto del jurado.
Había traído un librillo para matar el tiempo muerto. Mientras el resto de compañeros se afanaban en hacer fotografías para colgar en las redes, yo tuve tiempo para leer un rato, había guardado en mi hatillo un ensayo de una periodista alemana sobre el tiempo y la espera, muy entretenido, lo había empezado en un viaje anterior.
No me había atrevido a probar mi guiso, seguía sin paladar y sin olfato, conteniendo a duras penas los secos golpes de tos.
A última hora de la mañana pasé la evaluación. De los casi 100 cocinillas seleccionaron a 20, yo entre ellos. Se relajó el ambiente y nos dejaron pasear entre las mesas para probar las preparaciones ajenas. Había verdaderas maravillas, también alguna majadería. Yo probé un brioche de centolla que merecía todas las haleluyas del cielo, unos baos con carne guisada al estilo de Cádiz, un tartar de solomillo que se dejaba querer, un bocado de calamar a la mallorquina que tenía detrás una historia frívola y divertida, alguna albóndiga tristona, una tosta de encurtidos murcianos con guacamole y salmorejo, carne de potro guisada con vino… En definitiva, un festival de sabores, de sonrisas y de batallitas compartidas. Los descartados empezaron a recoger sus presentaciones, platos sucios, restos deslucidos, trapos con lamparones de grasa, mandiles doblados con malas trazas … Muchos de los descartados intentaban contener su frustración, alguna lágrima y la duda de si habían elegido de verdad a los mejores. La duda, siempre queda la duda y es preferible pensar que un amaño o una decisión injusta ha desequilibrado la balanza.
Los elegidos recibimos instrucciones. Disponíamos de una hora libre antes de volver a guisar. La siguiente prueba era más arriesgada, nos darían 45 minutos para preparar, en una cocina improvisada, un plato sorpresa. Tendríamos que elegir los ingredientes y organizar el trasteo completo (incluida la presentación) en menos de una hora.
Yo salí a buscar a mi familia, caminamos un rato, yo no tenía hambre después de mi picoteo desordenado. Había probado casi todos los platos, menos el mío, que seguía suspendido en la duda del punto de la carne y el riesgo de que el vinagre hubiera remontado.
Poco antes de la convocatoria entré en un museo cercano al hotel, había una exposición de Julio González. Nadie en la sala. Pude pasear durante poco más de un cuarto de hora. Una vigilante entusiasta se me acercó para contarme algún detalle de la muestra, me habló de Julio González, de su vida, de su historia, de la escultura preparara para la exposición universal en plena Guerra Civil. Una obra suya y el Gernika de Picasso representaban a la república española.
Charlamos un rato de lo divino y lo humano, del arte, de los artistas y de los riesgos del olvido. Hice algunas fotografías y me quedé con el recuerdo de la mujer ante el espejo, una escultura estilizada, sensual. Aquella mujer ante el espejo tendría casi cien años, el tiempo pasado desde su primera exposición. Colgaré la fotografía en Instagram.
Regresé a la disciplina del hotel. Nos aguardaban en el hall a los 20 elegidos. Nos dividieron en grupos para cocinar. Instrucciones de todo tipo. Bajamos de nuevo a un salón, nos colocamos frente a una placa de inducción con nuestros mandiles, sin otro dato o referencia que unas estanterías llenas de ingredientes y condimentos diversos, cazos, sartenes e instrumental vario de cocina.
Recibimos las instrucciones finales y nos mostraron la pieza a cocinar. Sonreí, de nuevo un pollo, más pequeñito que el que había cocinado para la sesión de la mañana. Miré a la cocinera que había revisado mi primer guiso. Una chica hermética que horas antes había probado mi escabeche. Hice una ligera mueca y le dije que podría preparar otro escabeche, se le escapó una carcajada. El cronómetro se puso en marcha y me tocó seleccionar los ingredientes.
Tuve alguna duda, pero al final no hice un nuevo escabeche, cociné el pollo con una salsa de verduras y oporto, con un cuscús de verdad, con frutos y frutas secas, mucho comino y ralladura de piel de naranja.
Durante la jornada siguió resonando en mi cabeza la vieja canción de CS&N. Ningún nervio durante las horas de espera, ningún nervio durante las evaluaciones. No me jugaba nada, sólo la diversión y el vértigo de lo desconocido. Jugar, sólo jugar.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-49241862765271418992022-10-21T07:53:00.003+02:002022-10-21T07:54:30.686+02:00CAPITULO LDXXXVIII.- La vida secreta de las cosas.He pasado algunas semanas intentando centrarme. Terminaron ya las obras de casa, que todo lo trastocan, y también van acabando las obras interiores, que alteran mucho más. Lo cierto es que cuando se producen o anuncian cambios cuesta poner en orden las cosas, parece que tengan vida propia, seguramente la tienen.
En casa hemos hecho reformas en la entrada, salón y cocina, las estancias en las que pasamos gran parte del día. Hemos tirado tabiques, cambiamos la distribución de una parte importante del salón, quedaron fuera muebles, sustituidos por estanterías. La televisión cambió de sitio y hace diez días llegó un gran sofá, en forma de L que se ha convertido en el centro estratégico de la casa.
Tuvimos que sacar una parte importante de los muebles, también libros, cuadros, vajillas, cristalerías, adornos varios. A medida que avanzaban las obras en nuestra cabeza y en la realidad íbamos buscando acomodo a cosas que hasta ahora pensábamos que eran imprescindibles, buscando espacios para otras que creíamos que encajarían en la nueva estructura de la casa. Libros grandes, casi todos los míos de cocina, catálogos de pintura y de pintores que he ido coleccionando durante años, cuadros, esculturas… Al final nos hemos dado cuenta de que muchos de aquellos objetos que creíamos imprescindibles han terminado olvidados en el fondo de un armario, incluso en algún contenedor. Otros, sin embargo, han ganado protagonismo, han ido reivindicando espacios, han recuperado su trono.
Creo que las cosas tienen vida secreta, que toman decisiones, se esconden o se ubican en función de lógicas que nos superan.
No descubro nada nuevo. Desde que era niño me he acostumbrado a ver en los dibujos animados que los objetos más anodinos tienen vida propia, autónoma e independiente de sus dueños, se rebelan, te acogen, te rechazan o juegan sin malicia o con toda su maldad. Cuantas veces no nos hemos desesperado buscando algo que sabíamos perfectamente que habíamos dejado en un lugar determinado.
Las tazas de “La Bella y la Bestia”, las escobas del “Aprendiz de Brujo”, los juguetes de “Toy Story”… Se han convertido en seres animados y con personalidad propia. Puede que los objetos protesten cuando se hacen obras sin consultarles, cuando se perturba su paz, cuando cambia la iluminación o cuando se los coloca en junto a otros objetos con los que se llevan mal. No es sólo una cuestión estética, sino ética. No sabemos cuáles son los códigos éticos de objetos que apreciamos, como mi tocadiscos, un regalo de hace años que estaba cómodamente guardado en el fondo de un cajón, ajeno al mundo y a los ruidos. Ese tocadiscos que tiene un toque pop y que no estaba acostumbrado a ser utilizado. Sin embargo, los discos están muy contentos, en varias ocasiones han estado al borde de terminar en el mercadillo o en un contenedor, pero, de repente han vuelto a ser hermosos y útiles. He de decir que hay canciones que sólo podría escuchar en un tocadiscos de aguja, no en spotify.
Cuando terminó la obra recolocamos adornos y ajuar conforme a un plan predeterminado en casa, siguiendo una pauta estética que creíamos irreprochable, pero pronto nos dimos cuenta que la vida propia de los objetos imponía lógicas estéticas distintas, que entre ellos formaban alianzas que nos resultaban extrañas y que, de repente, una fotografía que creíamos maravillosa se ha convertido en una imagen sin tono ni belleza.
Creo que, terminadas las obras de casa y a punto de terminar otros cambios, es bueno que dejemos que las cosas recobren su equilibrio, se reubiquen y dejen de protestar.
Eso me ha pasado en la cocina. Los meses de cambio hicieron que la cocina fuera un espacio poco acogedor. Aparentemente le hemos quitado una parte que ha pasado a ser una tierra ambigua, a medio camino entre la entrada y el salón. Cambiamos luz y suelo para que un espacio hasta ahora desaprovechado se convierta de repente en un rincón acogedor. Pero mi cocina, que es terca como una mula, ha conseguido integrar ese nuevo espacio en una parte distinta, pero útil del devenir culinario. En las nuevas repisas de mármol he conseguido que reposen masa, que aguarden bandejas con fiambres, que se acumulen frutas y verduras. Incluso los libros de cocina han ganado mucha más presencia, sobre todo los que marcaban el ritmo de mis guisos: El imperial Ducasse, el imprescindible Bocusse, la práctica Parabere… Han ganado en jerarquía ya que no tienen que compartir espacios con recetarios de cocinas étnicas o de técnicas ya desfasadas.
Aprendí mucho de la vida secreta de las cosas viendo dibujos animados. Tuve la inmensa suerte de seguir viendo dibujos hasta hace bien poco, porque hasta hace poco tiempo mis hijos seguían embobados viendo Bob Esponja, que no deja de ser un objeto absurdo con vida e inquietudes propias.
También aprendí sobre esa vida y esas palabras ocultas de las cosas contemplando bodegones en apariencia fríos.
En este tiempo de cambios he hecho viajes, casi todos increíbles, en todos me he ido fijando en pequeños detalles, en pequeñas cosas. Hace poco estuve/estuvimos en Bolonia, allí, por sorpresa, descubrimos un museo dedicado casi por completo a Giorgio Morandi. En el Museo de Arte Moderno de Bolonia (MamBo) pudimos disfrutar de varias salas dedicadas a las frías rutinas de Morandi, a sus botellas de tonos apagados, sus jarrones alargados, sus vasos y copas sin lustre… Morandi sí que tuvo la capacidad y la paciencia de comprender a los objetos inanimados, dialogar con ellos.
Yo también intento aprender. Dejo sobre la nueva encimera de madera todos los ingredientes de los platos que voy a preparar. Los ordeno en muchas ocasiones por criterios estéticos, respeto sus jerarquías, los separo y doy dos pasos atrás para ver cómo van encajando. Intentar escuchar cómo hablan entre ellos y como imponen rutinas distintas de las que yo pudiera tener pensada.
Empeñado en esta nueva tarea de comprender la vida secreta de las cosas, hoy por la tarde tendré que ponerme a cocinar, mañana vienen unos buenos amigos a conocer de primera mano los cambios y queremos prepararles una buena cena, algo especial, aunque no sea especialmente novedoso. Cocinando quiero transmitir lo mucho que aprecio a mis amigos. Eligiendo un vino que sé que les puede gustar o sorprender, dándole un punto a la cocción que les haga sonreír con el primer bocado.
Ahora todavía no ha amanecido. Marcho en tren hacia Madrid, a media tarde estaré en casa, de regreso. Cuando llegue tendré que preparar rabo de ternera. Las piezas de carne las compré ayer, las dejé macerando en un buen vino, especiadas sin abusar.
Esta tarde tendré que rehogar la carne, dejarla al punto meloso que me permita deshilacharlas para hacer unos canelones de rabo de ternera con puré de boniato, plato principal.
Estuve tentado de preparar la carne a la baja temperatura, envasarla al vacío y dejar que, durante horas, muchas horas, fuera sudando y aflojándose. La cocina al vacío da unos resultados fantásticos, aunque a veces tengo la sensación de que en realidad no cocino.
Después de darle alguna vuelta, he optado por una técnica radicalmente distinta, la de la cocotte. Justo lo contrario de lo inicialmente pensado. En ese diálogo entre ingredientes, me parece que llenar la cocina de olores recios a guiso de toda la vida puede ser mucho más divertido que meter ingredientes anodinos en una bolsa hermética sumergida en agua tibia.
Tengo una cocotte fantástica, de color rojo intenso. Un cacharro pesado, contundente, volcánico. Espero colocarlo en la encimera nada más llegar, para que marque el territorio.
Mientras el horno calienta (180º), rehogaré en una sartén ancha las piezas del rabo de ternera. Estarán ya escurridas y secas, oscuras, porque el vino del bierzo ha tenido sus tejidos. Pondré un chorro generoso de aceite de oliva y dejaré que caliente hasta empezar a chisporrotear. Doraré las piezas a ese fuego vivo para que queden mucho más pardas, para que queden enganchadas briznas de carne sobre la superficie caliente de la sartén.
Habré pelado dos o tres cebollas (en función del tamaño), las habré picado en juliana y, cuando retire el rabo de la sartén, esparciré las hebras de cebolla, bajaré el fuego y dejaré que se rehoguen mientras pelo y pico tres zanahorias tersas, también incorporaré el blanco de un puerro en juliana y los tallos más tiernos de un apio, más una cucharada cumplida de salsa de tomate.
Toca el turno de las verduras, que exigen temperaturas menos violentas que la carne. He de salpimentarlas, creo que si añado la cáscara picada de una naranja conseguiré darle un toque elegante al guiso. Parte del éxito de la receta parte del diálogo entre el reposo del vino, la pizca de canela en la que maceró la carne, la pimienta blanca, un golpe de comino y la peladura de naranja. La gelatina que va destilando la carne mezclada con la verdura pochada y las especias irán creando un magma sabroso.
Abriré la tapa de la cocotte, allí quedará depositada primer la carne, por encima la verdura pochada casi hasta el límite. Sobre la sartén pringada todavía añadiré un chorrito de vino y un poco de caldo de pollo. Rascaré bien con la cuchara para que toda la sustancia se despegue de las paredes de la sartén, dejaré que reduzca un poco antes de bañar la carne, cerrar la cocotte y sepultarla en los ardores del horno durante tres horas. El tiempo necesario para que la carne termine de hacerse.
Reposará con el horno apagado toda noche, intentando que la temperatura no se quiebre de golpe, dejando que gradualmente se atempere.
La mañana del sábado, a primera hora, será el momento ideal para deshilachar la carne y dejarla reservada en un tupper junto a la verdura que estará ya caramelizada, gelatinosa, densa, en ese punto enigmático que consigue la carne cuando se cocina a conciencia.
Probablemente para poder montar los canelones por la noche tendré que preparar un poco más de sofrito que mezclaré con la carne.
He comprado unas láminas de pasta fresca para hacer el canelón grande, inabarcable. El Thermomix prepara una bechamel ligera rica y de preparación fácil. El golpe de bechamel casi al final, puede que incluso ya en la mesa, para que no empapuce el plato, más una cucharada de puré de boniato, zanahoria y calabaza. Poco más.
Espero que esta me permita reconciliarme con la cocina y con su vida secreta.
Colgaré en Instagram el cuadro de Morandi.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-49815638397566475842022-08-31T13:46:00.002+02:002022-08-31T13:54:53.057+02:00Capítulo DLXXXVI.- Desde/hacia el Oeste.El día 29, por la noche, regresamos de vacaciones. Tres semanas fuera de casa. 6 vuelos más uno en avioneta, casi 4500 kilómetros en coche cruzando desiertos y parques nacionales. Tres estados y dos países. Más de 20 horas Para volver.
Cuando entramos la casa seguía manga por hombro, casi peor de cómo la habíamos dejado. Las obras no avanzaron casi nada durante nuestra ausencia y, además, el gas estaba cortado, los fogones de la cocina desmontados, los pasillos colapsados por listones sobrantes, cajas destartaladas y una gruesa capa de polvo cubriendo cada rincón.
Nosotros, que pensábamos que la misma noche de llegada podríamos hervir unas judías verdes y preparar unas pechugas a la plancha, tuvimos que marchar en busca de una pizzería de guardia para aplacar el apetito voraz después de casi un día de aviones, enlaces y tránsitos.
Pasadas 48 horas de nuestra llegada la casa poco a poco vuelve a la normalidad. Quedan todavía algún fleco, en unos días llegarán los muebles y, acabados los múltiples flecos, puede que a final de mes podamos dar por buena la aventura de la obra. Puede que la verdadera gesta del verano.
Hemos estado tres semanas conduciendo por el oeste de los Estados Unidos, un recorrido que empezamos en Las Vegas y terminamos en Los Ángeles, con muchas idas y venidas para intentar exprimir al máximo el tiempo programado. Los cuatro días finales los pasamos en la Baja California, en México, intentando descansar en la playa.
La sensación del regreso ha sido contradictoria. Hemos visto mucho, pero ha quedado mucho por ver. Hay momentos en los que parece que puedas comprender la mentalidad y el modo de vida americano, pero rápidamente me doy cuenta de que es una sensación un tanto superficial, un primer contacto con mundos en apariencia cercanos, llenos de referencias comunes, pero con diferencias abismales en el modo de enfrentarse al día a día. Cuanto más viajo más dudas me asaltan, menos seguro estoy de todo lo que sé, de todo lo que pienso. Tengo la suerte de que, al viajar en familia, los asideros y las complicidades son firmes, lo que me permite enfrentarme a las novedades con mucha tranquilidad.
Como ya me ha sucedido en otras ocasiones, esta vez tampoco hemos buscado/tenido grandes emociones culinarias, aunque el bufet del hotel de México y sus restaurantes temáticos estaban razonablemente bien. La cocina Mexicana necesitaría un viaje destinado única y exclusivamente a descubrir toda la riqueza y todos los matices de sus fogones, de las combinaciones que desde fuera parecen imposibles. Espero disponer de tiempo, de fuerza y de dinero suficiente como para regresar a México sólo para comer y beber.
Si tuviera que elegir tres momentos de estos últimos días seguramente me decantaría por la llegada a Monument Valley, no me defraudó en absoluto, el paseo por el Bosque de Muir, en San Francisco, y un whisky que me tomé en la terraza del hotel, viendo romper las olas del Mar de Cortez. Solo por esos tres ratos de calma merece la pena todo el viaje.
En lo que afecta a la comida puedo corroborar que los norteamericanos por regla general comen fatal. Que lo que ellos llaman comida “gourmet” (un término que cada vez me molesta más), es excesivamente cara y pretenciosa. Una comida que en Europa sería normalita se convierte en USA en una experiencia obscenamente cara y pretenciosa.
En ninguna de las mesas faltaba el kétchup, una salsa omnipresente que me genera sensaciones contradictorias. He de reconocer que una patata frita puede llegar a otra dimensión sólo con una gota de esa salsa.
Creo que nadie en su sano juicio se plantea reproducir este tipo de salsas. Nuestro paladar está tan acostumbrado a ese mejunje industrial que cualquier intento de salsa casera que lo emule estaría condenado al fracaso. Sin ayuda de la química más obscena resulta complicado reproducir la textura casi gomosa de ese derivado del tomate. Conseguir el color entre rojo y bermellón, el reluciente contraluz espero de la salsa colocada sobre la mesa, dispuesta a disimular cualquier mala pieza de carne o cualquier patata congelada.
El kétchup puede servir indistintamente para describir el sueño y la pesadilla americana, las historias de éxito rutilante, también los fracasos más ruidosos. Cada una de las historias con las que nos hemos cruzado estos días podría acompañarse de una botellita o una tacita con esta salsa. Cada vez que mis hijos veían un cochazo deportivo o una casa colgada de un acantilado, frente al mar, les recordaba que por cada persona de éxito suele haber cien personas que han fracasado y que han terminado trabajando (normalmente siendo explotadas) por el triunfador. La marca más famosa de Kétchup produce al año 650 millones de botellas, casi doscientas mil toneladas de ese magma pringoso y seductor.
El kétchup no deja de ser una salsa de tomate frito, endulzada con miel y azúcar, por lo tanto, el punto de partida es siempre el tomate.
Después de consultar diversas recetas creo haber dado con una fórmula que podría aproximarse en sabor y en textura al kétchup. En cuanto recupere el domino de mi cocina haré los ensayos pertinentes, con la esperanza de poder convencer a mis hijos, consumidores expertos de kétchup.
El punto de partida son tomates maduros, 750 gramos de tomates cortados en cuartos. Sirve el tomate de pera, conviene elegir una modalidad que no tenga mucha pepita y que no sea muy acuosa. Creo que podría sustituir los tomates frescos por un buen preparado de tomate natural, una casata italiana podría servir.
Hay pocos detalles sobre las verduras que acompañan al sofrito de tomate. Todos los recetarios coinciden en que la receta lleva 50 gramos de pimento rojo y un poco menos de cebolla (35 gramos). Yo creo que la base mejorará sustancialmente si sofrío una cebolla hermosa (casi 100 gramos), soy un poco más generoso con el pimiento (75 gramos) y añado un diente de ajo, dos zanahorias y una rama de apio que no sea muy fibrosa.
Descarto casi por completo que los norteamericanos utilicen aceite de oliva para el sofrito. Yo no pienso renuncia a él.
Así las cosas, enciendo los fogones, pico la cebolla, el pimiento, el diente de ajo, las dos zanahorias peladas y el apio. Arranco el sofrito con un chorro generoso de aceite de oliva. Fuego medio/bajo y dejo pochando la primera tanda de verduras.
Cuando la cebolla empiece a estar transparente incorporo los tomates (o el concentrado de tomate). Mezclo bien y cuando se asumen los primeros borbotones afronto el reto de las especias. Dos pizcas de sal, un golpe de pimienta negra, también una ramita de canela para dar sabor, más dos clavos de sal (tanto la canela como la sal conviene retirarlas pasados los primeros 15 minutos de cocción). Yo no estoy dispuesto a renunciar a darle un golpe de comino, incluso otro de orégano.
Una de las claves del éxito del kétchup es su textura, para conseguirla es necesario que evapore bien el agua, sin prisas ni estridencias, manteniendo una temperatura media, removiendo con frecuencia para que no se pegue la salsa y no empiecen a aparecer ribetes pardos.
En función de los recetarios consultados la siguiente encrucijada es la del vino blanco (hay quien lo sustituye por vinagre). La cantidad recomendada es de 40 gramos (una copita). Yo creo que para evitar dudas y conseguir cierto toque elegante le pondré un jerez o un oloroso, prescindiré del vinagre y de cualquier vino peleón que queden en la nevera. Un buen jerez puede servir, incluso un coñac.
Con la llegada del alcohol conviene subir un poco la llama para favorecer que evapore rápido.
Cuando la salsa haya absorbido el vino bajaré la temperatura casi al mínimo y añadiré la miel (20 gramos) y el azúcar moreno (otros 20 gramos). En función del grado de dulzor que tenga la salsa previamente ajustaré el dulce, puede que incluso lo reduzca casi a la mitad.
Toca ahora remover bien, dejar que la salsa termine de ligar y vaya espesando. Si las verduras no se deshicieran del todo convendría pasar la salsa por la batidora o por un chino.
Utilizaré algún bote de kétchup vacío para conservar mi salsa. Puede ser bueno que la salsa repose 24 horas, primero fuera de la nevera, hasta que quede a temperatura ambiente, después en el refrigerador.
A partir de la salsa kétchup podrá animarme con otras salsas americanas, como la barbacoa, pero eso dará para otro capítulo.
Como cuadro de contrapunto de la receta he encontrado una pintura de Sorolla, El Pie Herido, una acuarela playera que está expuesta en la Fundación Getty de Los Ángeles, uno de los museos que no he podido visitar. En esta ocasión no había programados museos y restaba complicada la negociación con los niños para destinar tres o cuatro horas al arte. En definitiva, quedaron muchas tareas pendientes que justifican que regrese al Oeste. La imagen, como siempre, en Instagram (#undiletanteenlacocina).
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-9946320272151671642022-08-04T07:33:00.003+02:002022-08-04T07:45:06.612+02:00Capítulo DLXXXV.- Obras.Los neurólogos aseguran que lo más peligroso para un enfermo mental es romper sus rutinas, cualquier alteración, por leve que sea, puede desatar una tormenta. Mover un jarrón, cambiar un cuadro de sitio, recoger la alfombra en verano… Puede parecer una tontería para una persona normal, pero en el frágil equilibrio de un convaleciente es la antelasa del caos. Puede que mi aversión a las obras sea el síntoma de una futura demencia senil, aunque creo que ya no se llama así a las demencias seniles.
Llevamos más de un mes de obras en casa. El plan era sencillo, largamente meditado, estudiado en sus más mínimos detalles, asesorado por profesionales y expertos. Se trataba de tirar un par de tabiques inútiles para dar un poco más de espacio al salón, reducir las dimensiones del recibidor, que es una pieza que ha perdido su prestigio en el mundo moderno. El reajuste afectaba también a la cocina, que pierde/gana terreno, en función de cómo se mire.
Mi cocina era un espacio funcional, estrecho, en forma de ele. Hace algunos años, cuando programamos la reforma, conseguí disponer de espacios amplios para manipular todo tipo de alimentos, para desplegar toda mi maquinaria con comodidad. Conseguí también colocar unas baldas para guardar casi todos mis libros de cocina, convirtiendo la parte no útil de la ele en una biblioteca de referencias vistosas, porque la mayor parte de los modernos libros de cocina son pequeñas obras del perdido arte de la edición. La dictadura de internet hace que las bibliotecas de cocina se hayan convertido en espacios de saber inútil, reliquias de un pasado glorioso. San Google recupera una receta en una décima de segundo, por complicada que sea, sin embargo, localizar la página del libro en la que recordaba que se explicaba la temperatura que necesita una pieza de carne para el asado puede ser una tarea para la que haya que invertir horas, sin certeza del éxito.
Las obras de casa afectaban/afectan también al salón, que no sólo gana espacio, sino que cambia su configuración. Mantenemos los dos ambientes, el destinado a comedor y la zona de estar, pero los metros se distribuyen de otra manera, con mayor sensación de amplitud pues desaparece el gran mueble vitrina, la televisión cambia de lugar, llega un nuevo sofá, quitamos el viejo y desgastado mármol, sustituido por suelo de madera en espiga, mucho más cálido.
Con las obras las incertidumbres vitales se convierten en abismos. Se instala la filosofía del yaque. Ya que modificamos el salón, se puede pintar toda la casa. Ya que entraran los operarios en breve, hemos de aprovechar para hacer limpieza de trastos viejos. Ya que hay que desmontar las baldas, podríamos … Y con los yaques llegan las incidencias, fatales durante el mes de julio, irreparables a medida que se aproxima el inicio de agosto. Si se retrasa la llegada del parqué del salón porque se ha producido un error en la elección del barnizado de la madera, o si los técnicos piensan que era poco operativo el suelo en espiga, se desencadenan una serie de fatalidades que hacen que el objetivo inicial de que la obra esté acabada para la primera semana de agosto se convierta en una quimera.
Una obra no es sólo una obra, es un ritual que puede durar meses en los que todo es provisional. Semanas antes de que entraran los operarios había que recoger libros, desmontar espacios que hasta ahora cumplían su función, perder de vista revistas que puede que nunca hubiera hojeado pero que aportaban su referencia zen apiladas junto al viejo sillón.
Una obra supone un traslado provisional porque durante unos días/semanas/puede que meses el olor a pintura o a barniz puede ser insano. Se instala una capa de polvo que invade cada rincón de la casa y que hace que el cuerpo entre en estado de irritación permanente, acentuado por las olas de calor que son inevitables cuando se inicia una obra. Es suelo está lleno de costrones de yeso o de pintura que parecen indelebles, hay eco en el pasillo, los enchufes han desaparecido y en su lugar quedan haces cables de colores, descubres que el techo era falso, que los viejos puntos de luz son ahora zonas umbrías. Tienes la secreta esperanza de que todo vuelva a su ser, no el viejo ser, ya desterrado, sino un ser nuevo, mucho más confortable.
Una parte importante de los muebles reposan en un almacén, quedarán allí desterrados esperando a un septiembre que parece lejano.
Yo he ido trasladando gran parte de mis aperos de cocina a la residencia provisional, cuando decidí llevarme el Thermomix asumí que la provisionalidad no era de unos pocos días, sino de un lapso más grande. Con la máquina viajó también el cajón de las especias.
Estas semanas/meses de provisionalidad colocan todas mis artes culinarias en posición defensiva, en modo supervivencia. Pasar por la plancha un lomo de pescado es mi máxima aspiración. Picar un poco de lechuga o aliñar una ensalada decentemente es mi máxima aspiración estival. Además, en unos días iniciamos un largo viaje, un viaje soñado durante años. Abriremos así un paréntesis de tres semanas en medio de nuestras incertidumbres actuales, nos darán igual nuestras dudas, incluso perdonaremos que el comercial que nos vendió el sofá nos avise de que la entrega se ha de demorar más allá de la primera quincena de septiembre.
Cuando regresemos una parte importante de los enseres de casa seguirán exiliados en un ignoto almacén, todavía no habremos decidido qué cuadros vestirán las relucientes paredes. A partir del martes que viene todo dará lo mismo. Nuestra casa estará vacía, desnuda.
Situado en modo supervivencia, me ha resultado muy complicado pensar en cocina. He cocinado todos estos días, pero con una sensación de interinidad que me ha dificultado el proceso de sedimentación que normalmente necesito para escribir sobre cocina.
Durante estos días he tenido que reconfigurar mi relación no sólo con los espacios de cocina, sino también con los tiempos. Se agolpaban las horas sin mucha armonía, todo lo que he pensado me ha parecido vulgar, he empezado algunos capítulos que, en pocos párrafos, han terminado en el cubo de basura virtual. Cada idea que durante un instante me parecía brillante o, por lo menos, interesante de compartir, ha caducado de inmediato. Me ha entrado el vértigo de no ser capaz de volver a escribir sobre cocina, de no volver a escribir, en general.
Sin embargo, a medida que se acerca el día del inicio de las verdaderas vacaciones, las piezas del puzzle han empezado a encajar de nuevo. Mientras despellejaba un limón buscando conseguir tiras de piel impolutas que me sirvieran para preparar una mayonesa me he dado cuenta de los cambios en el olor del limón. Al quedar desnudo, envuelto en una capa blanca, el cítrico desprende nuevos matices que se pierden enseguida ya que rápidamente se empieza a secar la superficie formando una nueva coraza porque el albedo (así se llama esa capa blanca y amarga) se endurece para asumir su nueva función de protección y evitar así que la pulpa se seque.
He conseguido hacer en varias ocasiones una mayonesa muy sabrosa a base de piel de limón, wassabi y mostaza de Dijón. La base principal de una futura ensaladilla rusa que me reconcilie con el mundo, después de haber sufrido los rigores de la ensaladilla rusa nefanda del bar del mercado.
También conseguí preparar una sopa fría de melón partiendo de una pieza de melón insípida que compré hace unos días en un supermercado. Pocos sabores hay más tristes que el de un melón apepinado, sin embargo, puede convertirse en la antesala de un gazpacho fresco y veraniego (asumiendo que hemos terminado por llamar gazpacho a cualquier sopa o crema fría, aunque no lleve tomate (aunque, por cierto, en el gazpacho original no hubiera rastro de tomate)).
Para una sopa fría de melón se necesita medio melón triste, sin dulzor; un primo cercano del pepino. Hay que despepitarlo bien (se podrían dejar al sol las pepitas y luego sofreirlas con un poco de sal para conseguir un aderezo de pipas de melón (es ingrata la tarea de secar las pepitas y pelarlas, pero las pipas de melón son sabrosas)).
Despepitado el melón, de corta en trozos no muy grandes, despreciando la piel. Se añade un diente de ajo previamente atontado durante 30 segundos en el microondas, abundante hoja de menta, una pizca de sal, la ralladura de la piel de medio limón y un chorro generoso de vinagre de jerez. Se procesa la mezcla con la batidora hasta que quede una sopa de ligero tono verdoso (gracias a la menta). A mí me gusta incorporar poco a poco el aceite de oliva, para que quede cremoso y espese un poco (si no se traba bien el melón con el aceite, la sopa queda un poco granulosa, mal integrada). Se rectifica del punto de sal y el del vinagre. Se busca el espesor deseado añadiendo un poco de agua o un poco más de aceite (el mundo de las texturas de las sopas frías es tan subjetivo que resulta imposible establecer un canon respetable (a mí me gustan las sopas frías cercanas a la textura del salmorejo y no me duelen prendas por añadir un poco de miga de pan de molde o incorporar el aceite a gotas, como para una mayonesa).
La sopa fría por definición debe servirse muy fría. La sal, el vinagre, la menta abundante, la ralladura de limón y el ajo han ennoblecido mi insípido melón. Unos taquitos de jamón y un manojo de pipas tostadas (si no hay paciencia para conseguir las pipas de melón, las de girasol o las de calabaza hacen su función) terminan de arreglar la receta.
Para mi primera entrada en varias semanas creo que nada mejor que un cuadro de Helene Schjerfbeck, una pintora finlandesa realista, pero marcada por los Istmos de finales del Siglo XIX. La obra que he elegido: El convaleciente. Como dirían mis hijos, “ahí lo dejo”. Como sigo sin poder colgar cuadros en el blog, los dejo en Instagram (#undiletanteenlacocina).
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-19113282963009183882022-06-03T19:35:00.004+02:002022-06-03T19:36:07.628+02:00Capítulo DLXXXIV.- ¿Qué ocurre dentro de una cocotte cuando está en el horno?Días inciertos. Primeros golpes de calor y cansancio acumulado. En dos o tres ocasiones me he puesto la máscara del diletante para empezar a escribir, pero cuesta. Pequeñas ciclotimias que pueden mitigarse a base de disciplina, sin agobios.
Cuando empiezan los calores en la cocina pasa como con el cambio de armarios, da cierta pereza ponerse en modo verano, olvidarse de los guisotes y de las sopas para pasar a las cremas frías y a las ensaladas. De hecho, mi primera intención fue la de escribir sobre la ensaladilla rusa, un punto de referencia habitual en mis entradas. Me gusta mucho la ensaladilla rusa aunque rara vez la hago en casa. Arranqué enfrentándome a la ensaladilla rusa como una especie de tensión entre lo ácido y lo básico, el yin y el yan concentrado en un solo plazo. Pero ayer me dio el bajonazo, a mediodía paré en un bar a tomar un tente en pie y probé una de las peores ensaladillas rusas del mundo, una catástrofe natural que pude haber evitado, pero eran tan grandes mis ansias de tomarme una cerveza bien fría que asumí el riesgo de ensaladillearme rusamente pidiendo media ración. Tan catastrófica fue la experiencia que seguramente en los próximos días, una vez recuperado del impacto, me anime a volver a filosofar sobre las virtudes de una buena ensaladilla rusa.
Las circunstancias me obligaban a cambiar de tercio. He dejado pasar algunas semanas y el diletante protestaba. Visto con la perspectiva de los años, creo que realmente escribo para mí, sin perjuicio de agradecer que amigos, conocidos y despistados puedan leer mis entradas.
Enfrascado en mis cuitas, intentando programas las semanas que quedan hasta el verano, ayer preparé unos codillos de cerdo en cocotte. Si dijera que los codillos los guisé a la cazuela seguramente quedaría menos glamuroso. Hace la friolera de 8 años incorporé una receta de codillo (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/02/cccvi-codillo-con-zanahorias-y-zumo-de.html ). Revisada aquella receta, la de hoy no queda tan lejos.
Hace un par de años la familia me regaló una cocotte de loza, una pieza de tamaño y peso considerable, con forma ovalada, un recipiente especialmente pesado para guisar pollos y otras aves. Mi cocotte es de color rojo intenso, terracota. Una pieza de loza compacta que va directamente al horno.
Cada vez que saco el recipiente para cocinar pienso en el infierno. He de poner el horno a 220 grados antes de introducir la cocotte cerrada. Seguramente podría hacer el mismo guiso en una cazuela de toda la vida, al fuego vivo de la cocina, o cocinarla en la olla express.
Puedo asegurar que con los codillos he jugado con toda clase de cocciones, desde las largas horas con envase al vacío y baja temperatura, a la escaramuza de la olla a presión, previo tostado o dorado de los codillos en sartén.
La cocotte tiene la virtud de aprovechar una parte de la técnica de cocción de las ollas express ya que su pesada tapa hace que se condensen sabores. La cocotte tiene una ventaja sobre la olla express ya que me permite cocinar sin tener que añadir agua al guiso. Las piezas de cerdo y la verdura exudan el suficiente líquido como para conseguir una salsa sabrosa sin líquido añadido.
Además la cocotte tiene la enorme ventaja de poderla dejar olvidada en el horno durante una hora larga, sin preocuparse en exceso de cómo va el punto de la carne y las verduras. Es un misterio lo que llega a suceder en el interior de una hermética cocotte de loza roja cuando queda sepultada en el horno.
Ayer, aprovechando una ventana de paz doméstica, preparé unos codillos de cerdo guisados en mi cazuela chic. Engrasé mínimamente la superficie de la cocotte con un chorrito mínimo de aceite de oliva. Piqué una cebolla, dos zanahorias que tenía despistadas en la nevera, dos manzanas Golden (a punto estuve de enloquecer y bajar a por unos cortes de piña, pero todavía me queda algo de sentido común). Salpimenté, añadí comino molido, la cáscara de una naranja cortada en tiras y un curry tailandés que había comprado esa misma tarde. Localicé una botella mediada de calvados y le di a la verdura un golpe suave de licor. En mi compra/capricho de ayer también cayeron unas nueces de macadamia que terminaron cocottizadas.
Mezclé las verduras con las manos para que quedaran bien empapadas y bien repartidas. Dejé reposando sobre las verduras los dos codillos partidos longitudinalmente. De haber sido previsor, tendría que haberlos dejado durante unas horas en salmuera, pero no me acordé de hacerlo por la mañana, así que mis codillos se contentaron con un golpe de sal. Mientras el horno terminaba de llegar a los anhelados 220º dejé la cazuela cerrada para que la carne aprovechara un poco la maceración de la verdura.
Cuando el marcador del horno llegó a la temperatura elegida sepulté la cocotte en la parte más profunda y regresé a mis ocupaciones más mundanas.
Ayer para cocinar elegí a un grupo fresco de chicas que se hace llamar Las Ginebras, tienen un punto punky, pero no olvidan las melodías chiclosas y letras con mala leche.
Dejé la cocotte del crematorio durante cincuenta minutos. Cuando sonó la alarma decidí, sin abrir el catafalco, que necesitaba veinte minutos más, mientras las Ginebras aseguraban que todas mis Ex tenían novio.
Cuando se acercó la hora de cenar abrí el horno para quitar la tapa de la cocotte y recibir un vahído que me permitió comprobar que los sabores se habían combinado con acierto. Aromas cítricos y tostados. Dejé el cacharro destapado en el horno 15 minutos con la temperatura alta para que se tostara la superficie de los codillos y se terminaran de marear el resto de ingredientes. La salsa que supuró el guiso me permitió acompañar el plato con un cuscús hecho con un poco más de piel de naranja y un curry más convencional.
Mi cocotte roja, ardiente y humeante pensaba que era la imagen viva del infierno. Las Ginebras sonaban a todo trapo mientras mis hijos se escaqueaban de poner la mesa.
Esta tarde revisando la Divina Comedia de Dante comprobé que el infierno de la gula para el divino no es ni mucho menos un lugar caluroso. El infierno de los glotones
« Era el círculo tercio; fría greva,
de eterna lluvia, habitación maldita,
dónde ninguna vida se renueva.
Grueso granizo allí se precipita,
y nieve y agua negra, en aire turbio,
pudre la tierra y todo lo marchita.»
Esos versos de Dante me llevan inevitablemente a mi experiencia fantasmagórica con la ensaladilla rusa del bar del mercado, una experiencia que dejo para la próxima entrada.
La excusa de Dante y de su infierno helado me sirve como imagen para la entrada de hoy. El retrato de Dante pintado por Botticelli puede llegar a ser tan enigmático como lo que sucede durante las horas en las que una cocotte está en el horno.
Como casi siempre, la imagen queda en el Instagram del Diletante #undiletanteenlacocina.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-78347637917540803642022-04-30T12:12:00.004+02:002022-04-30T12:12:43.093+02:00Capitulo DLXXXIII.- Viaggio a Napoles (lleno de paréntesis)Seguramente hay miles de imágenes, detalles o referencias destacadas de cualquier viaje que pudiera hacerse a la Campania italiana. La luz, los olores, el sabor, el ruido, la apariencia de caos minuciosamente organizado … Cien mil detalles. Sin embargo, de mi reciente viaje a Nápoles y a los pueblos cercanos si algo me ha llamado la atención es la “sosegada” presencia de la muerte en casi todos los rincones. Los muros y postes de toda la Campania están llenos de esquelas que recuerdan el fallecimiento de un vecino del lugar. Sucede tanto en los pueblos más pequeños como en la propia capital. A cada paso, junto a pintadas, grafitis o simples frases de protesta o de celebración (de todo hay), hay centenares de carteles que anuncian la muerte o el aniversario de la desaparición de personas de toda edad y condición.
Esas esquelas callejeras probablemente sustituyen a lo que en España organizamos por medio de obituarios o reseñas en algunos periódicos, sobre todo de provincias.
El anuncio de la muerte ha quedado en España como algo residual, un apartado ínfimo en un diario que es muy fácil de eludir (solo los viejos y los cotillas revisan/revisamos las necrológicas de personas no célebres en los periódicos). Sin embargo en Italia las calles están inundadas de carteles de un blanco inmaculado, de un tamaño medio, poco más de un folio, donde se anuncia la muerte o el aniversario de la muerte de cualquier vecino, detallando la edad, la fecha de la muerte (muchas son recuerdos o aniversarios) y la iglesia en la que se celebrarán las exequias o funerales.
No recuerdo ninguna cartela que adjuntara fotografía (costumbre que sí que existe en algunos pequeños pueblos andaluces y castellanos), pero sí la imagen de un angelote, de una virgen barroca o el retrato de un monje que suele repetirse con frecuencia y que se parece al Fray Leopoldo de las estampitas de Granada.
Esa presencia constante de la muerte en las paredes de la Campania no es, en absoluto, angustiosa; puede resultar, en cierta medida, armónica y sosegada, aunque la dejadez de los italianos del sur hace que algunas paredes soporten capas y capas de afiches mortuorios que imagino que podrían llegar a ser centenarios, puede que debajo de la última capa aparezca el recordatorio de un muerto anterior a la unificación italiana.
Tan impactado quedé por esa costumbre que llevo casi un folio escrito sobre mi reciente viaje napolitano en bucle. Durante mis días italianos estuve pendiente de sorprender a alguien que se ocupara de encolar y pegar los carteles, no lo vi. Me fijé en la fecha de algunos fallecimientos para comprobar si se trataba de una costumbre ya olvidada, de la que sólo quedaba el rastro indeleble de unos muros que no se han limpiado desde hace décadas (la imagen de Madarona es omnipresente, pese a que abandonó Nápoles hace casi 30 años). Probablemente un escritor de talento sería capaz de escribir un cuento que tuviera como protagonista a un empapelador necrológico, describir sus hábitos, pautar sus tomar de decisión sobre las paredes más adecuadas para anunciar la luctuosa noticia; negociar con la familia precio a partir del número de carteles que quisieran pegarse, eligiendo los rincones más destacados de la ciudad, en función de los hábitos del fallecido… No tendría por qué ser un cuento triste, ni morboso, al contrario, da para una comedia lleva de luces y de pillerías.
Imagino que serán las funerarias las que se ocuparan de los empapelados, que habrá tarifas en función de cientos de factores, aunque no me extrañaría que la Camorra hubiera asumido gratuitamente la tarea de anunciar el fallecimiento de sus parroquianos, incluso que esos carteles respondan a un código encriptado de una sociedad secreta.
Necesitaría una vida entera para descifrar los múltiples códigos que se reciben pasean por Nápoles, o por cualquiera de sus pueblos desde Pompeya hasta Salerno.
La presencia de la muerte como algo integrado en la cultura del sur no sólo se detecta por los cartelones encolados a media altura, sino también por los cientos de iglesias, capillas o imágenes sacras diseminadas por cualquier rincón o calleja (me divirtió especialmente una urna con la escultura de una santurrón en la calle dedicada a Palmiro Togliatti en barrio del Caballo de Bronce, que fue donde nos alojamos. No creo que se observe ninguna contradicción en un barrio residencial que tiene la práctica totalidad de sus calles a la beatería comunista de italiana (desde Benedetto Croze a Enrico Berlinguer, Pasando por Togliatti, Antonio Gramsci), a la vez, presenta iglesias abarrotadas y altares dedicados a todo tipo de santos, vírgenes y mártires, incluido Maradona, un icono a medio camino entre el redentor y Raffaela Carrá (la messimanía catalana de los mejores días del FC Barcelona es una ridiculez al compararla con la devoción maradoniana del napolitano medio).
Nápoles al fin y al cabo es la desmesura. Cualquier esquina, cualquier rincón se sitúa en los confines de lo cómico y de lo trágico. Es desesperante la suciedad, pero mucho más la normalidad con la que conviven la mayoría de los transeúntes, italianos o no, que terminan fotografiando los nidos de basura como una atracción más.
En cualquier pared se puede escribir una frase insultando al gobierno, amenazando a un rival o declarando un amor infinito a una “bella ragazza” o un “bello ragazzo” del barrio (en la parada del tren cercana a nuestra casa había una pintada en la que aseguraba que los dulces ojos de Verónica eran el desayuno diario de su enamorado – gli occhi de Veronica sono la mia colazzione -).
Pasamos tres noches en un apartamento en Pompeya y dos más cerca de Nápoles, en el barrio donde nació Massimo Troisi (el protagonista de El Cartero y Pablo Neruda). No quisimos alojarnos en el centro de la ciudad para evitar la sensación de agobio que tuve años atrás, la primera vez que visité Nápoles. Creo que fue un acierto huir del centro y movernos en transporte público, con todas sus ventajas y sus inconvenientes.
Sólo para hacer la ruta amalfitana, la “costiera”, alquilamos un coche, un cacharro minúsculo al que le rascaba el cambio de marcha. Conducir por la “costiera” entre limoneros y motorinos locas es una experiencia divertida en la que la sensación de catástrofe puede aparecer a la salida de cualquier curva. Los conductores de autobús napolitanos son mucho más precisos que el neurocirujano más diestro de Milán. En varias ocasiones quedamos a milímetros de la tragedia y, sin embargo, no puedo recordar ningún accidente durante esos días.
Tengo todavía gravado el “pit-pit” con el que los motoristas apartaban turistas por las callejas del barrio español de Nápoles. Ese pit-pit que esconde un código binario más sofisticado que el de cualquier programa de ordenador de Sillicon Valey. Dos toques cortos de bocina son un saludo, una advertencia, un anuncio de cualquier eventualidad. Un pit-pit permite al emisor la impunidad casi absoluta porque ya avisado de su presencia y de su voluntad de pasar por donde sea, aunque tengas que dar un salto y abandonar la acera porque un motorista tiene prisa por llegar a su casa. Quien emite el primer destello sonoro gana preferencia y esa preferencia le permite saltarse un stop o un semáforo en rojo.
El viaje a Nápoles quedó pendiente de antes del Covid (recuerdo que en Marzo de 2020, antes de que se derrumbara todo, estuvimos a punto de comprar los billetes de avión porque pensábamos que el Covid era un problema sólo de milaneses y bolonios). Queríamos ver las ruinas de Pompeya y Ercolano, también el museo arqueológico de Nápoles, que es donde de verdad están las maravillas sepultadas hace más de dos mil años, en Pompeya y Ercolano no quedan sino los muros de las casas, los jardines y las audioguías que indican lo que sólo puede verse si se tiene la paciencia de visitar en Nápoles el impresionante museo arqueológico en el que las esculturas de los farnesios compiten con la infinidad de detalles sepultados y conservados por la lava.
Como siempre que se viaja con niños, quedan muchos sitios pendientes de visitar, muchas tareas pendientes para un nuevo viaje que espero que no se demore. No pude visitar el gabinete secreto del museo arqueológico, donde conservan los frescos pornográficos y las esculturas procaces, las normas para visitar ese rincón son muy estrictas y aunque mis hijos son mayores, creo que es preferible que ellos y yo lo visitemos por nuestra cuenta.
También quedó en el tintero una excursión a Paestum, para seguir el rastro de los templos romanos y el fresco sobre la metáfora de la muerte que siempre me fascinó (sobre el que ya he escrito sin haberlo visitado -http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/01/ -). Subimos y bajamos al Capodimonte, pero no me vi con ánimo de someter a mis hijos a una visita al museo, después de haber estado toda la mañana en el arqueológico pensé que no aguantarían una sesión vespertina de Tizianos.
Una de las mañana, mientras se desperezaban los niños, hice una visita virtual al museo y me quedé durante unos minutos frente al retraso del Papa Pablo III y sus sobrinos, todo un tratado de psicología humana, de ambiciones, pasiones, agotamientos, miedos y secretos bajo esclavinas púrpuras. La mirada del viejo Pablo III, con aspecto de ser un pecador empedernido, pone de manifiesto que toda la maldad tiene su sentido si se canaliza adecuadamente. Seguro que hay por el mundo algún libro dedicado única y exclusivamente a retratos de papas y cardenales, desde los borgias y los farnesios, desde Tiziano a Bacon, pasando por Velázquez. Me quedo con las ganas de ver de verdad ese retrato para intentar descifrar la razón de la leve sonrisa de Pablo III cuando ya tenía un pie en el estribo y pocas necedades por abordar. De nuevo el rastro sosegado de la muerte en esta visita. (Dejaré en Instagram la referencia de este cuadro, en realidad, de los cuadros porque pocas personas tienen la suerte de ser retratados por Rafael y por Tiziano) (#undiletanteenlacocina).
La “maldad” de Pablo III debe ser proporcional a los logros de su vida ya que fue el papa que convocó el Concilio de Trento, el que favoreció la fundación de la Compañía de Jesús, elaboró la primera lista de libros prohibidos y sentó las bases de la inquisición, todo ello sin dejar de favorecer a su familia más allá de lo razonable, basta ver el palacio de los Farnesios en Nápoles para comprender su grandeza.
No todo fue suciedad y ruido. Para mí fue una sorpresa el paseo por Sorrento, un remanso de calma y orden en el caos amalfitano. En Sorrento descubrimos el hotel en el que Willy Wilder había rodado Avanti. El hotel se conservaba con la presencia, elegancia y decadencia que ya tenía en esa película, aunque creo que el pillo de Wilder indicaba que la película transcurría en la isla de Isquia, pero se rodó en realidad en la península de Sorrento, en ese hotel en el que todavía podría estar apurando negronis en su terraza, oliendo las flores de los limoneros. Hotel Victoria, no descarto volver para alojarme durante unos días como Jack Lemmon y Julia Mills. Nos costará encontrar un Carlucci a la altura del que aparece en la película, tan grande que el actor que lo representó era Neozelandes, no italiano, lo que demuestra que los italianos, como los bilbaínos, pueden nacer en cualquier sitio
Tan impactante fue el viaje que casi olvido los placeres culinarios que fueron muchos, empezando por las pizzas y siguiendo por las mozzarellas (todos los días pedí mozzarella para comer o para cenar, jurando que nunca más volvería a probar la mozzarella del Mercadona). La porosidad de las mozzarellas que hemos comido estos días merecerían un tratado, creo que estaría dispuesto a dedicar un año entero de mi vida a vagar por el sur de Italia buscando la mozzarella perfecta, una mozzarella que he tenido la suerte de probar varias veces en mi vida, en circunstancias siempre estrambóticas que espero poder tener tiempo de contar algún día (como las mozzarellas que conseguía mi amigo Antonio Serrano, las que comíamos nada más desembarcaban del vuelo de Nápoles, o la pizca de mozarrella que de vez en cuando incluían en los menús de El Bulli).
Pizza Margherita y Mozzarella son un universo en sí mismo, como podría serlo la pasta al frutti de Mare, o simplemente con almejas (vongoles) o con mejillones (cozze). Pero ni el jamón ni las gambas pueden competir con las españolas, por mucho que se empeñen los italianos.
Mis hijos podrían vivir a base de pasta y de pizza sin aburrirse jamás, yo también.
De los paseos por Nápoles guardo especial recuerdo de una caminata matinal por Chiaia, un barrio con ínfulas parisinas junto al mar. Si tuviera que sintetizar el placer gastronómico del viaje me quedaría con unos pulpitos a la Luciana, un plato que puede servirse acompañado de una pasta al dente que hace que el viaje merezca la pena.
Empiezo, como siempre, picando cebolla, como siempre, una cebolla, grande, puede que dos.
Mientras se sofríe la cebolla en aceite de oliva, se pela y lamina un diente de ajo. La receta canónica de los lucianos no lleva hinojo, pero creo que picar un poquito de bulbo de hinojo puede irle bien. La verdura debe sudar, ir formando una salsa viscosa y brillante.
Cuando la primera tanda de verduras queda atontada, añado unos tomates cherry de los de pera, las salsas salen mucho más sabrosas con estos tomates. Un kilo de tomates será suficiente.
Añado la sal, una pizca de pimienta negra recién molida, una hoja de laurel, perejil picado y remuevo.
Con las verduras no pongo cantidades, pero creo que conviene ser un poco exagerado, a la napolitana, para que quede una base del plato abundante.
Para darle contraste a la salsa que se va haciendo, pico un puñado de alcaparras (20 gramos) y 2 filetes de anchoa.
Cuando la cebolla haya quedado transparente y estén a punto de deshacerse, añado una copa de vino blanco, seco, subo un poco el fuego para que evapore. Después del vino, un poco de albahaca fresca (podría sustituirse por eneldo, sin problemas), también picada y un puñado de aceitunas negras de las que son un poco arrugadas.
Añado los pulpitos bien limpios. Si son pequeños puedo incorporarlos enteros. Un kilo y medio de pulpitos permite un estofado contundente. Dejamos que se hagan durante media hora a fuego bajo, vigilando de vez en cuando, dando un meneo de cuchara.
Se rectifica de sal y de pimienta y se llevan a la mesa.
Nosotros probamos los pulpitos a la Luciana en una trattoría muy sencilla del barrio español. Los tomé con pasta, bucatini. En el momento de llevarlos a la mesa espolvorearon un poco de albahaca fresca.
Como decía uno de los guías que nos atendieron: “ciò che è bello è bello, non più parole”, poco más se puede decir.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-38516326269266734232022-04-12T09:02:00.002+02:002022-04-12T09:02:31.088+02:00Capítulo DLXXXII.- Instrucciones para preparar una tortilla Francesa.«Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.» Así empiezan las Instrucciones para Subir una Escalera de Julio Cortázar, uno de los capítulos del libro Historias de Cronopios y de Famas (1962).
Leí aquel libro de adolescente. Debe estar perdido en algún rincón de mi desordenada biblioteca. Hace unos meses volví a revisar el libro, lo localicé en la red y lo imprimí en papel, apenas tiene sesenta páginas escritas como su fuera un dietario deshilachado. La mayoría de los capítulos se leen en seis o siete minutos, no más. Ese es el tiempo que mi ordenador tarda en arrancar.
Todas las mañanas mientras el ordenador se despereza yo leo unos minutos, primero fueron los Cronopios de Cortázar, ahora La Piel de Del Molino. El papel nunca falla, papel rugoso, anticuado pero infalible. Leo pacientemente, mirando de reojo la pantalla del ordenador para vigilar que la rutina de programas, algoritmos e instrucciones que configuran el sistema. Si algún día me cambian los equipos puede que pierda esos minutos de lectura en papel, por eso no tengo mucha prisa en que lleguen máquinas más modernas.
Durante los días que leí los Cronopios me entretenía en codificar algunas de sus frases en mis sentencias, un juego infantil que no suele llevarme a ninguna parte, pero me entretiene. A veces, cuando estoy dictando una sentencia introduzco clandestinamente una cita, una frase o un acróstico de un poema, de un cuento o de una obra de teatro. Alicia en el País de las Maravillas es la que utilizo más. De momento nadie ha descubierto mi chiste privado.
Releyendo las Instrucciones para Subir una Escalera se me ocurrió escribir esta entrada, porque en los más de 500 capítulos trabajados durante estos once años nunca expliqué como hacer una tortilla francesa, así que hoy, para celebrar el undécimo cumpleaños del diletante, he decidido desentrañar las instrucciones para preparar una tortilla francesa. Parece sencillo, pero puedo asegurar que durante años no supe hacer una tortilla, se me pegaba, quedaba seca, se quebraba antes de llevarla al plato… He invertido horas viendo tutoriales de los mejores cocineros explicando sus trucos para preparar la tortilla, hoy mismo he leído un artículo publicado en La Vanguardia.
Creo que era en la película Un Viaje de 10 Metros (Lasse Hallström) en la que había una escena en la que el protagonista preparaba una tortilla a las finas hierbas. También recuerdo un cuento erótico de Juan García Hortelano que giraba en torno a una tortilla francesa.
Una de las rutinas que me fascina es la de ver al cocinero de un hotel preparando tortillas para el desayuno. Me coloco disciplinadamente en la cola, con mi plato cogido por las dos manos, protegiéndolo sobre el pecho como si fuera un diario secreto, mientras disfruto de las maniobras del cocinero preparando decenas de tortillas con una sartén desportilladas. Prefiero los hoteles donde utilizan huevos de verdad, no cuencos llenos de huevina, porque me gusta ver como cascan los huevos maquinalmente sobre el plato, cómo lanzan una pizca de sal, cómo los baten con brío para luego depositar el fluido anaranjado sobre la sartén que previamente han engrasado con un golpe furioso de aceite.
Los tortilleros de hotel merecen todos sus respetos. Se manejan como bailarinas del Bolshoi, rodeados de pequeños boles con cebolla, pimiento o tomate picado, briznas de jamón de york, lascas de queso o tiras de panceta que crepitan ruidosamente sobre la plancha. No me importa hacer cola los minutos que haga falta, incluso hacer varios viajes para que mi familia desayune tortilla, porque en cada mínima maniobra del tortillero se desvelan infinitos secretos de la buena vida, también las infinitas miserias de los que deben cuidarse de nuestra buena vida, porque hay un perfil de tortillero cabreado con el mundo, que asume su función matinal como el más severo de los castigos. Tortilleros que se manejan con desdén, que otean enfadados la cola que se va formando de diletantes que esa mañana no tienen prisa, a los que se les ha antojado desayunar una tortilla. El tortillero contrariado de desayuno de hotel se encuentra frente a un precipicio porque nadie perdona una tortilla mal hecha por la mañana.
Una tortilla a la francesa debe tener las ondas, los matices y reflejos de un campo de trigo de Van Gogh, deben formarse los ribetes, cenefas y jaretones de un vestido de baile. Una tortilla perfecta debe tener el vuelo de un vals bailado en el salón de un palacete.
La tortilla perfecta ha de ser esponjosa, tener un punto de brillo y forma oblonga. Hay que huir de las tortillas redondas de perímetro perfecto, también evitar las que terminan teniendo la forma de un canuto apergaminado. La tortilla francesa, como un copo de nieve, debe tener una forma y estructura caprichosa e inimitable.
La tortilla responde a una de las reglas básicas de la alquimia en la cocina, la magina de convertir lo líquido en sólido partiendo de un huevo. Si ya es de por sí misterioso un huevo, convertir un huevo en tortilla puede que fuera considerado en el principio de los tiempos un acto de brujería.
No sé muy bien qué serie de casualidades o de decisiones arriesgadas llevaron al primer ser humano a cascar un huevo para comérselo. Imagino que sería el hambre, un hambre extrema, la que llevara a probar ese líquido mocoso escondido en el interior de un huevo.
Tampoco sé cuántas pruebas tuvieron que hacerse hasta conseguir preparar la primera tortilla francesa correcta. Seguro que hay algún estudioso que ha escrito una monografía sobre la historia de la tortilla.
Emulando a Cortázar, podría empezar diciendo que nadie habrá dejado de observar que con frecuencia si se deposita el interior viscoso de un huevo sobre una superficie suficientemente caliente las mucosidades que habitan en el interior del huevo terminan por solidificarse, tanto si la superficie exterior del huevo, que llamamos cáscara, es convenientemente quebrada, como si se coloca el huevo sin quebrar sobre esa misma superficie caliente, se produce la magia del paso de líquido a sólido. La temperatura que permite que obre la magia está entorno a los 60 grados centígrados, entre los 60 y los 70 grados la clara y la yema se empiezan a solidificar. Un experto en la materia debe tener en cuenta que el punto de solidificación es más bajo para la clara (entre 60º y 64º) que para la yema (65º-70º), lo que permite cierto juego de texturas cuando ambos componentes no se mezclan. Es importante advertir que los grados empleados sean centígrados, también llamados Celsius, porque si el tortillero está familiarizado con otras medidas de la temperatura (los grados Farenheit o los Kelvin) los resultados pueden ser nefastos.
Preparar una tortilla a la francesa obliga a tomar una serie de decisiones previas que en muchas ocasiones exigen una preparación de horas, incluso de días, porque una tortilla perfecta no puede prepararse si, previamente, no se dispone de la sartén adecuada. No todas las sartenes sirven para hacer una tortilla y elegir una al tuntún, abriendo si criterio el cajón de las sartenes, puede llevar al desastre. Por eso los grandes tortilleros suelen tener escondidas en el fondo de sus armarios sartenes exclusivamente destinadas al ritual tortilleros, sartenes que no pueden utilizarse para otra labor que no sea la sacrosanta de preparar un huevo en cualquiera de sus modalidades. Esa sartén especial para tortillas no tiene porqué ser la más cara, basta con ver las sartenes desvencijadas de las cocinas de los hoteles para saberlo. Lo importante es que el ejecutor de la tortilla crea y asuma que esa sartén es la adecuada por su diámetro (nunca muy grande, tampoco muy pequeña) y por su grosor permitirá esa tortilla soñada.
Es recomendable que los huevos no estén fríos (mal asunto el de los huevos fríos para cualquier manifestación de las debilidades y deseos humanos). Los huevos deben estar a temperatura ambiente, siempre que el ambiente no sea extremo. Una cocina que se encuentra a 16 o 18 grados (centígrados, no Farenheit) puede ser adecuada. Pero, ojo, el huevo es un arma peligrosa, no puede estar indefinidamente a la intemperie porque puede corromperse y convertir la tortilla en un arma letal que arrastre al comensal a vómitos y cagarrinas. Por eso la exposición del huevo a una temperatura exterior que jamás debe ser extrema no puede ser superior a una hora, a lo sumo dos.
No entraré en disquisiciones sobre la calidad y tamaño de los huevos, sobre todo en estos tiempos en los que los lineales de los supermercados llegan a albergar huevos de varios calibres y de varios tipos de gallinas, en función de las horas de libertad de las que dispongan. Yo utilizo una marca de huevos que asegura que sus gallinas son felices, no tengo datos que contrasten esta información, pero me conforta coger las hueveras de estas gallinas felices en el supermercado. Los días de fiesta puedo acercarme al mercado para buscar huevos de oca o de pato para tortillas de festín, pero preparar tortillas especiales con huevos no habituales rompe con una de las reglas básicas del tortillerismo militante. La tortilla debe ser en apariencia humilde, nada de dispendios.
Hay muchos partidarios de la tortilla “pizpireta”, de un solo huevo, yo prefiero una tortilla de más cuerpo, la de dos huevos, aunque todo dependerá de los tamaños. Una tortilla francesa de más de dos huevos puede llegar a ser inmanejable, su ejecución entraña riesgos que un tortillero ortodoxo no debería sumir.
Sobre el batido del huevo para la tortilla hay posiciones insalvables. Algunos cocineros aseguran que el huevo no tiene que batirse con virulencia, que basta con dos o tres golpes de tenedor para que se rompa la yema y se mezcle ligeramente con la clara, los defensores de esta tesis consiguen tortillas que esconden hebras más blanquecinas, exclusivamente clariles, con otras del naranja intenso de la yema impoluta. Sin embargo, los defensores de la tesis contraria aseguran que los huevos deben ser severamente batidos hasta conseguir que la mezcla espume y gane volumen, para conseguir así unos tonos ligeramente anaranjados y unas texturas muy esponjosas.
Yo me declaro defensor de la tesis del batido severo, incluso con varillas si fuera necesario, pero he de reconocer que la tortilla de huevo ligeramente agitado tiene cierto encanto.
Una tortilla a la francesa según los cánones debe llevar una pizca de sal previa al inicio de batido, pizca y media si se busca que sea un poco más sabrosa. Yo no soy partidario de pimientas en la tortilla.
La tortilla acepta casi cualquier combinación de sólidos suficientemente picados (desde hierbas a carnes, quesos o verduras) pero esas combinaciones nos llevan a dimensiones tortilleriles más sofisticadas que pueden conducir al fracaso si no están bien asentados los pilares de la perfecta ejecución de la tortilla.
Capítulo aparte merecen los defensores del golpe de leche o de nata en la tortilla, para conseguir que sea más cremosa. No atacaré a quien considere oportuno ese truco lácteo, pero deben asumir que es como hacer trampas al solitario, o comprarse una bici eléctrica. Una tortilla láctea puede ser sabrosa, incluso digna, pero deja de ser una tortilla canónica.
En mi caso, el proceso de batido me sirve para conseguir la temperatura adecuada de la sartén. Enciendo un fuego medio, coloco la sartén y, mientras calienta la superficie, caso y bato los dos huevos.
En España solemos engrasar las sartenes con aceite de oliva. Seguro que hay defensores del aceite de girasol, más neutro, para no profanar el sabor del huevo (mal negocio si los huevos son de gallinas infelices). A mí me gusta el punto ácido del chorrito de aceite de oliva virgen. Pero, ojo, la tortilla jamás debe flotar en aceite, la tortilla no se fríe. La grasa debe ser mínima, tres o cuatro gotas, un chorrito tacaño, nada más.
En ocasiones he preparado tortillas francesas con mantequilla, una mínima nuez que distribuyo por la sartén. La mantequilla, con un punto de ebullición más liviano que el aceite, tiene la ventaja de marcar con precisión el momento de lanzar el huevo sobre la superficie caliente, cuando empieza a espumar la mantequilla es el momento de empezar a cocinar.
Cuidado con la temperatura de la sartén. Si la superficie supera los 70 grados la tortilla quedará seca, apergaminada, no podrá doblarse ni formar ondas. Hay maestros tortilleros que comprueban la temperatura de la superficie aproximando el envés de la mano (la palma no, porque es menos sensible), y está el truco ancestral de lanzar la gota de huevo que queda suspendida en el tenedor con el que se han batido los huevos para comprobar si puede cuajar la mezcla.
Cuando se vierte la mezcla sobre la sartén caliente hay que actuar con precisión y convicción, no albergar dudas. Ya no es tiempo de rectificaciones. Cualquier error puede ser fatal. Mientras una mano conduce el plato hondo en el que está el huevo batido, la otra debe tener ya preparado el cucharón o la espátula con la que empezar a mezclar. Cucharón o espátula de madera o de silicona, nunca de metal.
El primer paso es obligado, hay que dejar que se extienda el huevo batido sobre toda la superficie de la sartén, escuchar un leve crepitar del contacto de la mezcla fría con la superficie engrasada. Yo levanto ligeramente la sartén, alejándola unos centímetros del fuego, haciendo un leve movimiento circular de muñeca para facilitar la extensión de la mezcla. A la vez, ayudándome con la espátula, empiezo a hacer movimientos circulares, ampulosos, recreándome en la formación de las primeras ondas, los primeros pliegues que se superponen de modo armonioso. Manejo con la mano izquierda la sartén, acercándola y alejándola del fuego, mientras, con la espátula, voy despegando las zonas que se van cuajando en los puntos cercanos a la pared de la sartén. Intento despegarlas con cuidado, sin que se rompa el ligero entelado sólido. Hay un instante en el que los fluidos más alejados del centro de la sartén son más sólidos que líquidos, es el momento de empezar los pliegues, como si se tratara de un pañuelo que quisiéramos colocarnos en el bolsillo de la chaqueta. Esos pliegues propios de un papirofléxico experto deben hacerse con el fuego al mínimo, incluso hay quien recomienda, con acierto, que se apague el fuero para ese plegado final. Se va inclinando la sartén ligeramente, facilitando así que el plisado tortillil caiga suavemente hacia una de las lindes.
Cada pliegue ayudará a esconder las ondas cremosas, las que consiguen estar en el límite entre lo sólido y lo líquido. Con cada pliegue comprobamos si la superficie que ha tenido contacto directo con el calor ha tomado un tono ligeramente tostado, un anaranjado más intenso. Esos mismos pliegues permitirán comprobar si la tortilla ha quedado con el brillo, con el lustre adecuado. El último de esos plisados debe cerrar sobre sí misma la tortilla, conseguir esa forma ovalada. No son muchos los pliegues a ejecutar, cinco, seis a lo sumo. Se inclina un poco la sartén para que la tortilla, ya ejecutada, repose unos instantes antes de depositarla en el plato, o sobre una rebanada de pan tostado. La tortilla sobre pan sí que admite una loncha de jamón o de queso cremoso como acompañante.
La tortilla debe consumirse de inmediato. La tortilla francesa fría es un sacrilegio.
Preparar una tortilla francesa un miércoles laborable permite afrontar el día con la ilusión de que no será una jornada miserable. Disponer de diez o doce minutos a las siete de la mañana para preparar una tortilla a la francesa conjura todas las maldiciones y endereza malos presagios. Cada uno debería ser capaz de redactar su propio protocolo para preparar una tortilla francesa. Estas son mis instrucciones, si al lector no le han gustado, no me importa, puedo darle otras igualmente válidas y eficaces.
En el Instagram del Diletante colgaré el cuadro de Van Gogh que define las ondas de una tortilla perfecta.
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4202243069294692009.post-7500571087246179442022-03-20T14:16:00.004+01:002022-03-20T14:16:35.122+01:00Capítulo DLXXXI.- De qué hablamos cuando hablamos de callos.De qué hablamos cuando hablamos de amor es un cuento de Raimond Carver, publicado en el año 1981, que cuenta la historia de dos parejas que empiezan una conversación sobre el amor mientras van bebiendo una botella de ginebra. Hacen referencia a amores pasados, amores tóxicos que marcaron su existencia. A medida que van bebiendo van mezclando el pasado de sus experiencias con el presente, se dispersan, pierden el hilo de la conversación, hasta el punto de reprocharse si están en realidad hablando del pasado o del presente.
Es un cuento triste, marcado por el alcoholismo de Carver, un problema que nunca ocultó y que terminó siendo uno de los motores de su literatura, la de los cuentos de borrachos.
Hoy casi nadie lee a Carver, sin embargo aquel título sigue utilizándose como muletilla verbal para empezar a hablar de cualquier cosa. Seguramente los que acuden a este título no han leído a Carver, no han leído su cuento, pero este título tan rítmico y sugerente les permite divagar sobre cualquier cuestión.
Eso me sucede a mí con los callos. Ya he escrito muchas veces sobre mi afición por los callos (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/03/cap-cxxx-ying-y-yang-entorno-un-plato.html) y mi “epifanía calleresca” en Florencia. Ya era un diletante hecho y derecho cuando descubrí la fascinación por los callos, sin embargo los callos estaban en mi vida desde siempre, como probablemente lo están en la mayoría de quienes vamos teniendo una edad. Los callos han estado siempre en los mostradores de los bares, cuajados en cazuelillas individuales de barro o embalsamados en bandejas metálicas en las que asoma, en un mar de rojos y de naranjas, pequeñas briznas cartilaginosas poco apetecibles.
Los callos, su afición o aversión, ha marcado largas conversaciones entre gastrónomos o simples comilones. Hay millones de argumentos contra los callos y muy pocos a su favor, pasa lo mismo con los caracoles o con los guisos sanguinolentos. Hablar de callos es hablar de la infancia, de la adolescencia, del sabor a pimentón, del debate eterno sobre lo que aporta el chorizo a los callos, sobre el asco de su textura, los escrúpulos sobre su origen... Quien más quien menos tiene una experiencia favorable o desfavorable con los callos a poco que haya acompañado a sus padres a tomar el aperitivo a un bar a finales de los años setenta. Incluso la legión de anticallistas han reconocido su disfrute al mojar una miga de pan en la salsa espesa o al pescar una rodaja de chorizo a hurtadillas.
Muchos de los que consideran el callo una aberración, disfrutan como posesos en cualquier restaurante oriental en el que les colocan un guiso gelatinoso y mórbido.
En mi caso, cuando hablo de callos hablo de todo lo que he escrito hasta ahora y de muchas cosas más. No creo que el callo “maride” bien con una botella de ginebra, aunque los modernos mixólogos serían capaces de obras el milagro, pero alrededor de una botella de vino tinto con algo de gracia (una uva bobal levantina, por ejemplo), sería capaz de divagar durante horas sobre los callos y sobre las encrucijadas en las que me coloca cualquier receta que quisiera afrontar. Sin tantas mis dudas que he tardado semanas en empezar a escribir esta entrada, pese a que fue a mediados de febrero la última vez que los cociné.
Cuando voy a comprar callos he de tomar rápidamente una decisión. La verdad es que nunca he hecho callos solos, siempre los he mezclado con otras carnes bizarras. La combinación tradicional es la de los callos con la cabeza de cerdo (el cap y pota catalán), yo también utilizo algo de chorizo o de chistorra (pequeñas cantidades), incluso taquitos de jamón. Mis callos son, por lo tanto, callos heterodoxos desde su inicio. Suelo comprar un kilo largo de tripa, un kilo corto de cabeza, 200 gramos de chorizo/chistorra y 200 gramos de jamón serrano en taquitos. Dado que no me conformo sólo con las tripas, cualquier intento de preparar callos en casa me obliga a utilizar la olla grande y preparar guiso para varios regimientos.
Los puristas del callo defienden la necesidad de que estas piezas de carne no queden solapadas con muchos ingredientes, mucho menos vegetales. Yo, sin embargo, suelo empezar el guiso con un sofrito de verduras bastante cumplido que arranca siempre picando un par de cebollas hermosas y dulces. No falta un puerro, una rama de apio, dos dientes de ajo, dos o tres zanahorias en dados y un pimiento rojo. Los corto en juliana fina y dejo que se rehoguen suavemente en aceite de oliva. Empiezo por los dientes de ajo, luego va la cebolla, después el puerro, la zanahoria, el apio y el pimiento. Dejo que se atonten bien, que se conviertan casi en un puré. Por descontado que con el arranque del guiso no pongo ni sal ni pimienta, pero la sal y la pimienta suelen terminar apareciendo cuando ya se está consumiendo el agüilla de las verduras.
Mientras el fuego hace de las suyas (siempre bajo, siempre con un ojo puesto para que no se arrebaten las verduras). Voy picando la parte carnal. Aquí se abre otra incertidumbre sobre el tamaño de las piezas. Sé que hay quien defiende que si la tripa no se corta en rectángulos o cuadrados que se distingan bien, del tamaño de una cajetilla de cerillas, el guiso no es de callos, sino de otra cosa. Yo casi siempre opto por cortar la tripa y la cabeza en tiras de un dedo meñique de largo (de mi dedo meñique, que mide 7 u 8 centímetros, porque hay muchos dedos meñiques). Mis tiras son estrechas, no llegan al centímetro. El jamón y el chorizo van en tacos muy pequeños, del tamaño de la uña de mi meñique (que es como una moneda de un céntimo de euro). La última vez le puse también un poco de butifarra negra al guiso.
Llega el momento del picante, aquí no tengo dudas, nada de wasabi ni de mostaza en polvo, en cuanto al picante acudo a las guindillas pequeñas, dos, y a una cucharada sopera pero rasa de pimentón de la Vera, pimentón del que llaman dulce. Mezclo bien. Puede que llegado a este punto decida empezar con la cerveza, con el vino o con el jerez.
Antes de añadir la carne me enfrento a una nueva duda existencial que tiene que ver con el alcohol que debe ayudar a rehogar bien la verdura. Sé que los cánones mandan añadir vivo blanco, pero yo a veces le pongo un poco de vino de jerez, o de vermut blanco. La última vez decidí que mis callos, más bien mis no/callos, llevarían coñac, un coñac bueno de los que saben y huelen a madera.
Fui generoso con el coñac, añadí un chorro largo, subí bien el fuego y dejé que me invadiera una bocanada de precallo, removí toco bien y dejé que durante un par de minutos el vapor colonizara la cocina. Después bajé el fuego al mínimo para añadir de golpe toda la carne (sé que podría haber iniciado el sofrito con el chorizo y el jamón, para que fueran colonizando con su sabor las verduras, pero preferí que las carnes viajaran todas juntas y todas juntas se empaparan el sabor alegre de mis verduras aderezadas.
Remuevo bien con el cucharón de madera. Tengo que hacer algo de fuerza porque la suma de cantidades va haciendo que el guiso sea monumental. Meneo los ingredientes para que sea imposible distinguir uno de otro. Calculo la salsa que podrá quedar, en función del líquido que hayan destilado las verduras y el que destila la tripa. Prefiero añadir el agua al principio, con mesura, para garantizar que mis callos estén bien salseados. Necesitan al menos una hora de amor de lumbre. Tiempo más que suficiente para terminarme el vino o la cerveza y decidir si mis callos los serviré viudos, como segundo plato, o si irán con garbanzos, incluso con arroz.
Los callos reposan, yo ya he hablado de los callos, de mis callos, con quien me quiera escuchar, puede que durante los preparativos me haya tomado más de una copa de vino y no sepa si estoy hablando de los callos del pasado, los del presente o los del futuro, pero sé que quien acuda a mi mesa va a disfrutar, incluso mis amigos más anticallistas han reconocido que mis callos juegan otras ligas y que están más cerca de un estofado de pobre que de los callos a la madrileña de las barras de los bares. Los anticallistas acérrimos prefieren que los acompañe con arroz o con garbanzos que sirva a parte, ellos se ocuparán de añadir la salsita sin tropezones para disfrutar del tacto pegajoso y denso de mi salsa de callos.
Creo que mis callos se parecen a uno de los cuadros en apariencia desordenados de Alfonso Albacete. Las apariencias engañas porque todo caos, incluso el de mi receta de callos, responde a cierta lógica del paladar y de los sentidos. Últimamente los cuadros sólo puedo colocarlos en mi Instagram (#Undiletanteenlacocina).
UN DILETANTE EN LA COCINAhttp://www.blogger.com/profile/14589231070211955825noreply@blogger.com0