domingo, 20 de julio de 2025

Capítulo DCXIX.- Yo conocí y no conocí a la jueza de Marco

Yo conocí y no conocí a la jueza de Marco. Mariana era una abogada de éxito, afincada en Madrid, con una vida consolidada y, en apariencia, tranquila. Frisando los 40 años decidió darle un vuelvo a su vida, empezar casi de cero. Seguramente ayudó un fracaso matrimonial que dejó alguna traza de amargura. Recopiló sus méritos y decidió examinarse para juez, por el tercer turno, una vía no siembre bien considerada. Cerró casa y despacho en la capital para marchar a trabajar a un pueblecillo de Asturias, o puede que de Cantabria, la fachada norte, en todo caso. Y allí fue reorganizando su vida a golpe de discos de jazz, de amores más o menos equivocados y de asuntos profesionales que comentaba con pasión. Si mis cálculos no fallan, Mariana de Marco debería estar a punto de jubilarse. La perdí la pista hace poco más de tres años. Conocí y no conocí a Mariana de Marco porque era y es un personaje de ficción. Su autor José Mª Guelbenzu, escritor que falleció esta misma semana, a los 81 años. La jueza de Marco fue un personaje tardío, Guelbenzu llevaba treinta y tantos años escribiendo, era un escrito conocido y reconocido. El modo de investigar de la jueza de Marco es impensable en el sistema judicial español, impensable, creo, en cualquier sistema judicial, ni siquiera los jueces anglosajones tienen tanto margen para la instrucción y es también impensable que un juez pueda implicarse personalmente en los asuntos que tramita. Sin embargo, el modo en el que la jueza de Marco asumía su trabajo, su relación con la secretaria judicial, con los policías, con los periodistas de provincias que merodean en busca de una migaja de noticia, con los abogados más o menos turbios … Todo lo que rodeaba al trabajo de Mariana de Marco era bastante real y la parte de ficción siempre enganchaba. De Marco es la protagonista de 10 novelas, la última de 2022 (Asesinato en el Jardín Botánico), yo esperaba que hubiera al menos un capítulo más. Conocí y no conocí a José Mª Guelbenzu. En el año 1981, cuando yo tenía 16 años, escribió El Rio de la Luna, creo que fue premio de la crítica. Mi profesora de literatura del instituto estaba indignada, aseguraba que había más de cinco incorrecciones sintácticas en cada página. No dudé en comprarlo y en disfrutarlo, tanto que he estado tentado varias veces de releerlo, pero he tenido miedo de perder el buen sabor de boca que me dejó en su día. A raíz de aquel Rio de la Luna compré las novelas anteriores y he seguido comprando las posteriores, no sé si hasta alcanzar una biblioteca completa. Guelbenzu era un comprador habitual de la librería que había debajo de la casa de mis padres. Amigo del dueño de la librería, Chus Visor. Yo les veía charlar con frecuencia y pasar, sin solución de continuidad, al barito que había en la esquina de mi calle, al que llamábamos el Pombo, aunque era un lugar de mala muerte, pero Visor llenaba la barra de lo más florido de la literatura de finales del siglo pasado, más cercanos a la cerveza que al café. En más de una ocasión seguí el rastro de Guelbenzu, o de cualquier otro autor célebre de la época, para hojear los libros que ellos habían hojeado, incluso para comprarlos guiado por el criterio de la admiración. Así pude descubrir grandes novelas, grandes libros de poemas, también grandes tostones que quedaron escondidos a medio leer en las estanterías de casa. Tuve ocasión de hablar una vez con Guelbenzu, por medio de un amigo común conseguí el teléfono y le llamé para invitarle a participar en un curso de verano en el que quería tratar de la imagen que la judicatura proyectaba en la sociedad. Contacté con sociólogos, politólogos, directores de cine y escritores para cerrar el programa. Guelbenzu fue cortés, incluso simpático, declinó participar en el curso, estaba enfrascado en la segunda o tercera de las novelas de la serie de la jueza de Marco y no estaba disponible en las fechas que le propuse. Sí me aseguró que en otra circunstancia aceptaría el reto. No hubo ocasión. Guelbenzu me ha acompañado durante más de cuarenta años, no ha sido la tormenta embriagadora de otros autores, pero sí una lluvia fina, un refugio habitual a lo largo de estos años. Hace unos días, muy pocos, terminé su última novela, Una Gota de Afecto, una historia de corte clásico, de poso malsano. La historia pivota sobre cuatro personajes del presente (cinco si se incluye la casona en la que pasan el verano), así como algún personaje del pasado. El protagonista, un hombre debía tener la edad que tenía Guelbenzu al escribir la historia, es tremendamente anacrónico, tremendamente actual, a la vez. También seguí sus crónicas literarias, sus críticas en algún suplemento cultural. Era un autor que formaba parte de mi paisaje emocional. No resulta difícil homenajearle, no solo releyendo sus novelas, que lo haré, aunque sin prisas, sino rememorando los discos que reseñaba en sus novelas (cantantes femeninas de Jazz) y alguna comida frente al mar. En la última novela en un par de ocasiones el protagonista como con un amigo en alguna taberna de alguna localidad no bien definida del cantábrico. Espero que a lo largo de las próximas semanas pueda organizar un menú en recuerdo de Guelbenzu, con unos camarones hervidos durante poco más de un minuto en agua del mar con laurel. Unas navajas de verdad a la plancha. Una ensalada de escarola, apio y ajo picado. De plato principal un besugo a la brasa. Y de postre un flan casero, Compraré un besugo de al menos dos quilos. Le diré a la pescadera que no lo desescame. Encenderá la parrilla a media mañana, la cargaré de troncos de encina, troncos grandes que tarden un par de horas en hacer brasas. Conviene provocar una gran hoguera para contar con unas brasas calmadas, de aquellas sobre las que puedes aproximar la palma de la mano casi unos centímetros sin arrebatarte. Pondré el besugo entero sobre una rejilla fina. 15 minutos sobre una cara, lo voltearé y dejaré que se tueste 12 minutos más sobre el otro lado. Retiraré la pieza entera, la pondré sobre una bandeja metálica y abriré en libro el pescado, dejando la espina sobre uno de los lados, pegada a la carne prieta del besugo, todavía sin cocinar del todo. Pondré la bandeja sobre las brasas, habré de utilizar un guante ignífugo para no abrasarme. Las brasas se están agotando lentamente. Buscaré una sartén de culo gordo. Picaré dos ajos y añadiré un buen chorro de aceite de oliva. Pondré también una guindilla y dejaré que los ajos se tuesten levemente, no quiero que amarguen. Si todo ha ido bien y el pescado es bueno, que lo será, cogeré con cuidado la bandeja y dejaré que el juguillo que desprende la pieza quede con el aceite. Mucho colágeno. Menearé la sartén con cuidado, para que todo ligue. La apartaré del fuego y añadiré un poco de zumo de limón exprimido. Seguiré meneando hasta que la salsilla, escasa, quede densa, gelatinosa. La Sierra de Cantabria tiene vinos excelentes. Buenos tintos que se pueden disfrutar, aunque no sean baratos. Buscaré uno de la Finca del Bosque. Lo atemperaré bien (debe estar poco más o menos a 15 grados), lo decantaré y llevaré el pescado a la mesa, con la salsa aparte. Puede que haya que sacar un poco de queso para apurar el vino. Guelbenzu merece un homenaje gastronómico clásico, sin complicaciones. Pondré a Julie Christie en Spotify y buscaré un cuadro para acompañar este recuerdo. Seguramente el de una pintora muy joven, Anna Weyant, expone en la Thysen. Sus cuadros son en apariencia inocentes, pero esconden aristas no muy ajenas a los de los personajes de Guelbenzu, basta con ampliar lo más posible el cuadro que reproduzco en Instagram (#undiletanteenlacocina) para encontrar a uno de los personajes que absorbían al novelista. Disfrutemos mientras podamos.

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