domingo, 18 de mayo de 2025
Capítulo DCXVII.- El Rojo y el Negro (Riso Rosso)
«En esos cuatrocientos milisegundos que transcurren entre que fijamos la vista en una obra de arte y empezamos a darnos cuenta y pensar sobre ella, han pasado ya muchísimas cosas en el cerebro. Se han desencadenado múltiples mecanismos implícitos, automáticos, con los que el sistema visual inunda la imagen con patrones y mecanismos para extraer información. Estos mecanismos, identificados y compartidos por el artista, nos permiten percibir lo que vemos como si fuese verdad, aunque sepamos que no lo es. Nos atraen lo suficiente para hacer una suspensión transitoria de la realidad. Una vez ahí, podemos ya empezar a pensar, recordar y escuchar para comprender mejor lo que vemos, pero sin darnos cuenta el cerebro ha hecho ya mucho trabajo por nosotros. En esos primeros instantes se junta nuestra historia biológica, la evolución, la Historia con mayúsculas y nuestra historia personal. Es posible que este sea el momento en el que el artista logre vicariamente la inmortalidad.»
Esta cita, sacada de un ensayo de Fernando Giráldez, titulado Un Neurocientífico en el Museo del Prado (Editorial Paidós) resume en un párrafo final lo que sucede en la cabeza de una persona durante menos de un segundo, el tiempo que tarda en tomar contacto visual con un cuadro, con una obra de arte. En menos de medio segundo la mente humana, más rápido que un relámpago, activa una red de neuronas que permiten en el observador una impresión, definen el gusto o disgusto ante lo que contempla.
Una reacción similar, a la misma velocidad y con la misma intensidad, se desencadena cuando se percibe un olor, el instante suficiente para llevarte a otro lugar, al de los recuerdos, viejos o por venir, ya que el celebro está en permanente construcción de paraísos o infiernos pretéritos o futuros. No todos esos espacios terminan siendo conscientemente útiles, pero todas esas fracciones infinitesimales de tiempo conforman la personalidad.
Pongamos que en una hora muerta de una de estas mañanas del mes de mayo, soleada, tímidamente calurosa, me escapo unos minutos a la fundación Thyssen, a la colección permanente. He aprendido que hay una entrada estrecha que me lleva casi directamente al Mata Mua, allí paso un rato en el que conecto con parte de mi infancia, con mi madre. No quiero permanecer mucho rato allí, porque sé las reacciones que se desencadenan. Camino buscando los cuadros posteriores a Gauguin y esta vez llego a un cuadro de Rothko, Black, Red and Black (lo colgaré en Instagram, en mi cuenta de #undiletanteenlacocina).
Me paro unos instantes, más allá de los cuatrocientos milisegundos en los que se condensa esa primera impresión.
Me gusta Rothko, no a todo el mundo le pasa lo mismo, pero a mí esos impactos de color, no del todo limpios, me obligan a pensar el camino que ha seguido el pintor para llegar a aquel refugio.
El Rojo y el Negro, enseguida llega el recuerdo de la novela de Stendhal, la leí hace muchísimos años, en una edición básica, de una colección semanal de Bruguera, con tapas duras, de color rojo, y hojas rugosas, ásperas. Seguro que mi edición está ya amarillenta, llena de marcas y de notas que dejé en una adolescencia cada vez más lejana, cada vez más presente.
No me he atrevido a leer de nuevo la novela, puede que viva de esa renta desde hace más de cuarenta años. Cuantas veces no habré acudido a la cita sobre la felicidad: «Como la señora de Rênal nunca había leído novelas, todos los matices de su felicidad eran nuevos para ella. Ninguna amarga realidad, ni siquiera el espectro del porvenir, venía a ensombrecerla. Creía que dentro de diez años sería tan feliz como en aquel momento. Incluso la idea de la virtud y de la felicidad jurada al señor de Renal, que días atrás la había inquietado, compareció en vano y fue rechazada como un huésped inoportuno.»
Apunto en mi lista de tareas pendientes la de releer El Rojo y el Negro, aun a riesgo de que no me impacte como me impactó la aventura, un tanto arribista, de Julian Sorel
Como soy un tipo disperso, un diletante, enseguida abandono esas referencias más o menos cultas, puede que esté cerca la hora de comer y esa fracción de segundo que me lleva de Rothko a Stendhal termina por depositarme en una orilla más mundana. Pienso en las opciones de cocinar un arroz negro y otro rojo, tarea fácil. El arroz negro es una receta habitual, gracias a la tinta de unos calamares o de una sepia sucia. El arroz rojo también podría ser sencillo, bastaría con acogerme a un arroz con tomate frito.
Pero quiero complicarme un poco más la vida diletante.
Termino mi paseo por el museo, he escapado unos minutos, entre reunión y reunión, pero la semilla de una receta más complicada en la que el arroz se tiña de rojo queda en la memoria.
Llega el domingo, por fin en casa, con la familia. Este fin de semana hay Fórmula 1 en Italia, en Imola. Los Ferrari han hecho una muy mala calificación, lo tienen bien merecido, Alonso y Sainz han tenido mejor suerte, salen por delante de las balas rojas y, si todo va bien, puede que incluso aspiren al podio en sus coches verde y azul.
Voy a preparar un riso rosso. Un risotto que teñiré del color de una remolacha. Si sale bien, buscaré el modo de colgar alguna fotografía sin filtro.
Riso al coniglio rosso con vermouth.
Compré un conejo que me partieron en dieciséis bocados. Lo he rehogado con una pella de grasa de cerdo y un golpe de aceite de oliva. Salpimenté las piezas de conejo, les añadí un poco de comino en polvo y dejé que se doraran.
Mientras la carne va tomando color, he picado media cebolla, un puerro, media zanahoria, un poco de apio, una pizca de pimiento rojo y una remolacha pelada. Una hoja de laurel
Primero la carne se va dorando, pegándose ligeramente en el culo de una cazuela amplia. Dejo que pasen 20 minutos y luego voy añadiendo ceremoniosamente las verduras. Removiendo para que se vayan integrando y atontando.
Se va levantando un velo de vapor, la cocina empieza a oler a guisado. No son olores muy intensos, pero invitan ya a abrir las ventanas.
Subo un poco el fuego antes de castigar el estofado con un vaso generoso de vermut rojo, que enseguida desprende aromas más dulzones. Se evapora el alcohol en tres o cuatro minutos, vuelvo a bajar el fuego, remover la verdura, integrarla con las piezas de carne y e incorporar dos litros y medio de agua, cantidad suficiente como para que el conejo quede sumergido.
No tengo prisa, he empezado a cocinar pronto, necesito que el estofado se asiente sin violencias, que la carne quede melosa, que pueda desprenderse del hueso con el empuje mínimo de la punta del cuchillo.
Dejo que cueza durante 20 minutos. Pongo la tapa y apago el fuego.
En breve llegará la hora de comer. Comeremos pronto para ver la carrera, que empieza a las tres. En Imola es muy difícil adelantar, por lo que pasadas las cinco primeras vueltas podré descabezar un sueño antes de que hagan la parada en el pit lane.
Sobre las 13 horas volveré a la cocina. Picaré una cebolla y media, en briznas pequeñas.
Pondré 200 gramos de mantequilla en la cazuela, un golpe de aceite de oliva, una cucharada de pimienta negra molida, otra de comino. Dejaré que se tuesten un poco antes de pochar la cebolla.
Cuando esté casi transparente añadiré dos cucharadas de remolacha en polvo – le dará el color borgoña que espero que consiga sin necesidad de añadirle vino tinto, que mediatizaría el sabor del plato.
El estofado de conejo reposa con el caldo todavía caliente. El caldo en el que flota el guiso es cercano ya al rojo que quiero conseguir.
Remuevo parsimoniosamente la cebolla. Salo un poco el sofrito y voy integrando el polvo de remolacha. Me gusta el color que va tomando.
Una taza colmada de arroz por cada comensal. Canerolli.
El fuego está al mínimo. La cebolla no debe dorarse, el arroz se nacara hasta quedar transparente, no conviene que se tueste.
Enciendo el fuego para que el caldo del estofado recupere una ligera ebullición.
El ritual del risotto es fantástico. Fuego bajo, cucharón de madera, caldo caliente. Voy meneando sin sobresaltos. Me gustaría que el risotto dejara el aroma del vermut, de los cominos… Dudo con el queso. Tengo un pecorino trufado, pero la trufa puede tomar el mando del guiso. Descarto el pecorino y voy a un grana padano curado. Pero todavía queda tiempo.
Cucharada a cucharada el arroz va absorbiendo el caldo, sin perder el color rojizo. Cuando el grano de arroz está en su punto, dejando una leve resistencia, una minúscula perla central, apago el fuego. Utilicé 250 gramos de grana padano curado y rallado. Lo incorporé en varias veces al guiso, ya meloso. Tapé durante dos minutos. Luego pasé el arroz a una bandeja. Sobre la colina de arroz dejé las piezas de conejo y fui corriendo a la mesa.
Terminaremos de comer antes de que se inicie la carrera. He comprado una coca de Llavaneras (hojaldre, crema pastelera y piñones). Puede que abra una buena botella de vino, aunque sea para tomar una sola copa.
Si todo va bien, Ferrari caerá humillada en su propia casa por dos conductores españoles que, en su día fueron despreciados por el Cavallino Rampante. Una vez se consume la venganza, me reconciliaré con Ferrari y su aura, pero hoy el Riso Rosso lo cocino para disfrutar de esa fracción de segundo en la que descubres algo que te conduce a la felicidad.
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