martes, 29 de junio de 2021

Capítulo DLXIX.- Mirazur o la búsqueda.

Mañana empiezo unas minivacaciones (4 días) aprovechando que los niños se han ido de campamento. Saldremos a mediodía, rumbo a Francia. Viajamos en coche, destino final Menton, el último pueblo de la costa azul, en el límite con Italia. He conseguido una reserva en Mirazur, elegido el mejor restaurante del mundo meses antes de la alarma sanitaria. Partimos sin prisa, con la idea de podernos detener en la Provenza, dormiremos en un pueblito cerca de Ais de la Provenza. No hay un plan preconcebido, en cuanto podamos saldremos de la autopista y empezaremos a buscar carreteras secundarias. De regreso queríamos perdernos por los pueblos de interior cercanos a Niza. Querríamos ver el museo Matisse y la fundación Maeght, pero podemos alterar la ruta en cualquier momento. Probablemente hagamos más de 1.500 kilómetros, pero con la idea de que no pesen. Creo que desde el restaurante Mirazur se puede ir caminando a Italia. El responsable de la cocina del Mirazur es Mauro Colagreco, un cocinero argentino con raíces italianas y formación francesa (estuvo algún tiempo con Passard en el Arpege de Paris). Tengo cierta curiosidad, también cierto miedo por saber qué nos deparará el Mirazur, que sigue manteniendo la referencia de mejor restaurante del mundo porque el año pasado se suspendió la calificación y este año se demora el anuncio hasta la primera semana de octubre de 2021. Sé que estas listas tienen poco valor, que hay mucha labor comercial y muchos factores subjetivos. ¿Qué buscar?¿Qué esperar? He tenido la suerte de poder comer o cenar en restaurantes espectaculares. Es difícil que me sorprenda un cocinero después de haber cenado en el Bulli en nueve ocasiones, cinco en el celler de Can Roca y dos en el Asador de Etxebarri, la última de ellas hace unas semanas. Españoles los he probado casi todos. Intento seguir las referencias clásicas y modernas francesas e italianas. Me interesa menos lo que ocurre en Norteamérica, reviso reportajes y documentales de cocinas exóticas. En cuanto a la llamada cocina de producto, es difícil que nos puedan llevar a territorios nuevos. La competición por el mejor marisco, la mejor carne, el pescado más fino o la fruta o verdura más fresca tiene poco recorrido si tenemos en cuenta que España es la despensa de Europa. El Bulli marcó un hito en cuanto a técnicas arriesgadas, los epígonos de Adriá han superado a Françoise Vatel en cuanto a sofisticación y tecnología. Poco más se puede decir en cuanto a la cocina tecnoemocional. Los recursos de la alta cocina clásica, de raíz francesa, también los he disfrutado, puede que haya restaurantes del interior de Francia que puedan ofrecer el repertorio tradicional. De Italia me queda la visita a Bottura, pero he leído tanto sobre él que incluso sueño con sus recetas. La cocina oriental no me emociona, es verdad que pueden descubrir sabores nuevos, pero en un mundo globalizado la brizna más exótica, el pescado más raro puede llegar a mi mesa en unas horas. Ya he pasado por la cocina de los insectos, larvas y sabores extremos. He disfrutado de los picantes más intensos, de los ceviches llenos de matices avinagrados. Cuando uno decide hacer el esfuerzo de comer en un restaurante estratosférico ha de tener claras sus expectativas. Mi economía no permite instalarme en el lujo hueco de las estrellas Michelin de modo permanente. Cada decisión obliga a planificar gastos y evitar que un capricho se convierta en un terremoto que vaya más allá de mi capacidad. Voy guardando billetes de cinco euros en una caja hasta conseguir llegar a uno de mis objetivos gastronómicos. El Mirazur es uno de ellos. Hay muchos factores que pueden incidir en las expectativas, el primero de ellos el propio viaje. El camino hasta Menton puede ayudar a generar ese clima de placidez previo a un festín. Recuerdo el camino hacia el Bulli, la llegada al hotel Almadraba en Rosas, el baño en la playa, la ensalada y las sardinas en un chiringuito a mediodía. La siesta y un gin tonic suave que atemperara el alma. Mirazur es principalmente un jardín, se ha terminado por convertir en un restaurante escondido en un jardín. Colagreco, a diferencia de los cocineros españoles, es poco dado a regalar recetas y técnicas en la red, son pocas las referencias concretas a sus platos. Mucho foto bonita, mucho plato minimalista con una iluminación propia de una película de Coppola, pero poco dato útil para un cocinilla. Las fotos me llevan a viejos libros de Michel Bras, no es mala referencia. No pude probar su cocina. Me queda Passard y Bottura, espero visitarlos en los próximos años. Si Colagreco conecta con Bras, conecta con la naturaleza y con los sabores primarios seré feliz. Si el día 1 de julio amanece una mañana luminosa que permita confundir mar y cielo. Si podemos pasear por el jardín y por el huerto, incluso descalzarnos para sentir los terrones de tierra en el que se cultivan patatas, colinabos o zanahorias seré mucho más feliz. Y el servicio no es muy apremiante, si saben mantener cierta distancia, convertirse en impreceptibles, la cena irá bien. No necesito a un camarero con la botella siempre a punto para rellenar la copa. Temblaré de terror cuando revise la carta de vinos, ya he temblado en otros restaurantes franceses y no precisamente de emoción. Si todo va bien y el bolsillo lo permite, optaré por un Petit Verdot, una uva que es difícil de encontrar en España. Espero un vino ligero, con estructura pero sin maderaza. Espero que las mesas estén suficientemente separadas como para no distraerme con ninguna conversación. Que prohíban la entrada a horteras y nuevos ricos. No me desagradaría que hubiera una mínima música de fondo. Espero que nos permitan hacer alguna fotografía discreta. En definitiva, espero que se detenga el tiempo durante unas horas. Ingravidez, sabores bien perfilados, salsas ligeras, verduras crujientes y sonrisas francas. He conseguido 4 o 5 recetas, de entre ellas la que más me ha gustado es la de unos sencillos espárragos verdes con una salsa de yogurt. Empieza con una vinagreta de limón: En una cazuela pequeña se mezcla el zumo de dos limones, una cucharada generosa de miel y una pizca de vaina de vainilla. A fuego lento se deja cocer hasta que el líquido se reduzca en 2/3. Se deja enfriar y cuando esté templado se añade un chorro de aceite de oliva que se bate para que emulsione. La segunda salsa tiene como base la ralladura de cítricos y un yogurt que imagino será griego. Se rallar la piel de los limones, la naranja y la toronja y luego picar finamente. En un bol mezclar el yogur con las ralladuras, luego diluir con un poco de zumo de limón y sazonar con la flor de sal. Toca escaldar unos espárragos verdes gruesos. Pelar los espárragos, quitando las partes inferiores duras. Escaldar durante 30 segundos en agua hirviendo con sal. Los espárragos deben quedar muy al dente. Enfriar inmediatamente en agua helada. El plato se prepara y presenta al estilo de Bras, con pequeños puntos de color y sabor. Prepare varias hojas pequeñas de menta y pamplina. Picar finamente la cebolleta. Reserva un poco de ralladura de limón. Crea virutas de espárragos morados con una mandolina o un pelador de verduras. Corta la manzana verde en rodajas finas. Tome cuatro secciones de pomelo rosada y corte cada sección en tres pedazos. Para llevar a la mesa En el centro de un plato redondo, coloca una cucharada de la salsa de yogur, acomoda los espárragos cortados en tres trozos a su alrededor. Agregue tres rodajas de manzana, espolvoree con cebolleta picada, un poco de ralladura de limón y los tres trozos de pomelo rosado. Acomodar los espárragos verdes escaldados y las hierbas. Condimente con aceite de oliva y flor de sal. Agrega un chorrito de vinagreta de limón alrededor del plato. Servir inmediatamente. (Receta sacada de la web www.finedininglovers.com). He dudado en cuanto a la imagen entre un retrato de Pierre Matisse hecho por su padre (esperamos poder visitar la fundación y ver allí la exposición organizada en torno al hijo de Matisse, que era un reputado marchante), o un cuadro de Marc Chagall. En unos días espero contar cómo ha sido la experiencia.

domingo, 20 de junio de 2021

Capítulo DLXVIII.- A vueltas con una tarta de queso.

Esta semana escuchaba la radio al cantante que aseguraba que quien cocina y, además, le gusta el arte tiene muy avanzada la felicidad. Explicaba así cómo había gestionado así los días más duros del confinamiento. Con la excusa de esa entrevista he recuperado los cuadros de una pintora finlandesa, a caballo entre el siglo XIX y el XX, Helene Schjerfbeck. Empezó como pintora realista, pero enseguida derivó hacía figuras espectrales, cercanas al expresionismo, aunque con los colores más suaves, retratos fantasmagóricos y, a la vez, resignados. Rostros pálidos de mirada esquiva (https://poramoralarte-exposito.blogspot.com/2018/10/helene-schjerfbeck-1862-1946.html). El cuadro que he elegido, lo colgaré en Instagram porque sigo sin resolver mis problemas de enganche de imágenes en el blog. Los tonos encajan muy bien con la receta que he elegido, una tarta de queso. Hace algunos años (2013, http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/03/capccxxx-tartas-de-queso-y-paris-una.html) trabajé una receta de tarta de queso, aunque ya advertía que siempre me había dado un poco de fatiga esta receta, seguramente porque recordaba aquellas tartas de queso de hace treinta años que tenían un toque agrio, ayogurado, de las recetas que usaban y abusaban del queso Philadelphia, un procesado que nunca me gustó, qué se le va a hacer. Hice una tarta de queso hace unas semanas, funcioné de modo intuitivo, combinando recetas leídas y vistas en mil sitios. La proporción es de un huevo por cada 200 gramos de queso. Tenía claro que no quería utilizar philadelphias o asociados, tampoco quería que la tarta tuviera una base de masa quebrada, galleta o asimilados. Guardaba la memoria de la tarta de queso de Zuberoa, la que había enamorado a Bruce Springsteen. Una receta disponible en las redes, aunque creo que el bueno de Arbelaitz guarda algún gato en la gatera, porque recuerdo que sabía a queso idiazábal, pero en las recetas recomiendan un queso azul. Mi primera decisión fue la de traicionar los cánones tradicionales, busqué una combinación de quesos un tanto extraña: 200 gramos de ricota salada. 200 gramos de mascarpone. 200 gramos de nata para montar. 100 gramos de queso manchego curado. 100 gramos de queso idiazábal semicurado. 6 huevos. 2 cucharadas soperas de azúcar. Una pizca de sal. Dos cucharadas de almidón de patata (se puede sustituir por maicena). Se enciende el horno a 220 grados. Mientras el horno toma temperatura se colocan en un bol grande (o en la thermomix) el queso manchego y el idiázabal, la pizca de sal y el azúcar. Y se machacan o cuartean hasta que queden compactados (estos dos quesos son un poco arenosos y si no se pican bien quedarán grumos en la tarta). Cuando estén bien picados se reservan. Toca ahora batir la nata, los quesos más cremosos y los huevos. Si se utiliza el procesador (velocidad para montar), incluso pueden ponerse la mariposa. Se baten con cuidado, para que la masa tome aire, se añaden las dos cucharadas de la harina, que hará que la tarta no se desmorone, y los huevos uno a uno (si nos ponemos en plan virtuoso, primero se pueden añadir las yemas y, una vez batidas, añadir las claras). Se pasa toda la parte cremosa a un bol y allí se añade poco a poco la parte de los quesos más sabrosos y secos. Movimientos envolventes para que se mantenga el aire de la masa. No hay que dejar que repose mucho. Se engrasa bien un molde redondo con capacidad suficiente para albergar la mezcla (mantequilla en pomada y harina van bien), pero también se puede utilizar papel de hornear. Se moja ligeramente la base del molde y así el papel queda bien adherido. Se incorpora la masa con cuidado, distribuyéndola homogéneamente por toda la superficie. Se hornea 30 minutos, aunque la referencia precisa tiene que ver con el tostado ligero, acaramelado. Se apaga el horno, se deja entreabierta la puerta para que pierda temperatura con más rapidez (el truco de poner un paño doblado de tope). La tarta termina de cuajar, pero el interior queda cremoso, al cortar la tarta un poco de crema ha de deslizarse sobre el plato, sin perder casi consistencia. La tarta suele servirse templada, acompañada con una cucharada de mermelada de fresa, de arándanos o frutos rojos. No conviene que la mermelada sea muy potente porque apagará los matices de los quesos. Yo, que no soy muy de tartas de quesos, he de decir que ésta me gusta especialmente, me recuerda la visita a Zuberoa y me aleja del sabor agrio de las tartas que había probado años atrás.