domingo, 13 de octubre de 2019

Capítulo CDLXXXVII.- Tocinillos de cielo y la anormal normalidad.

Los fines de semana me despisto a la hora de ir a comprar y paro en una pastelería para tomar un café y una ensaimada de crema. Soy goloso, qué le vamos a hacer, y busco la paz de los obradores para obtener mi dosis semanal de azúcar mientras le doy un vistazo al periódico.
Cuando la necesidad de dulce es superior a la normal, busco otras emociones y, con ellas, algún escarmiento al que no termino de acostumbrarme. Esta mañana, sin ir más lejos, se me ha antojado lo que ellos llaman un flan chino, que en realidad es un tocinillo de cielo, su tamaño es la mitad de una cajetilla de tabaco, es decir, 4 centímetros de diámetro y seis de altura. Me ha dado un sobresalto al descubrir que mi capricho costaba 3’80 €. Ya me había tomado el bocado, por lo tanto, no había opción de devolverlo. Me lo había tomado sin saborearlo, sin ser consciente del palo que me iban a dar, de haberlo sabido puede que hubiera estado durante horas comiendo el tocinillo en porciones ínfimas, deleitándome con cada pequeño mordisco.
La dependienta ha debido ver mi cara de sobresalto y me ha dicho que era el precio normal, que hacía mucho tiempo que no subían el precio de los flanes chinos. En definitiva, que no debía enfadarme por algo que era habitual.
He hecho un cálculo a vuela pluma. Una docena de huevos cuesta en el supermercado 1’95 €, un kilo de azúcar 0’79 €, un limón 0’15 €. Sobre precio de supermercado hacer 25 tocinillos de cielo cuesta 1’9 €. Un céntimo más si tenemos en cuenta que el tocinillo se presenta sobre una bandejilla de papel. El coste de un tocinillo de cielo sería, en lo que se refiere a los ingredientes usados, de 0’08 €.
Entiendo que una pastelería haya de aplicar un porcentaje por el coste del gas necesario para la cocción de los tocinillos, más los prorrateos correspondientes del alquiler del local, amortización de maquinaria, sueldo del pastelero y de los dependientes, impuestos y otros gastos varios. Aún y así en una pastelería en la que los tocinillos de cielo no son el producto estrella, ni mucho menos, creo que a cada tocinillo le sacan un beneficio neto de 3 €, puede que más. No soy experto economista, supongo que los profesionales del obrador conseguirán las materias primas más baratas de lo que a mí me sale el mercado.
Lo que me molesta no es el precio, al fin y al cabo es un capricho, sino que nos digan que tenemos que acostumbrarnos a que eso es normal.
Después de tomarme mi tocinillo de oro, he ido a poner gasolina, el viernes se encendió la luz del depósito y tocaba llenarlo. Cuando he llegado a la estación había una cola kilométrica, había mucho taxista nervioso esperando, también algún coche de cabify y otros servicios alternativos, también muchos vehículos normales. Mientras hacía tiempo para repostar he caído en que la semana que viene se anuncian movilizaciones en Barcelona y puede ocurrir que se dificulte el suministro de carburante en la ciudad. No sé hasta qué punto tengo que acostumbrarme a que eso sea lo normal, aunque en mi ciudad, Barcelona, nos hemos instalado en esa anormal normalidad desde hace casi 3 años.
El viernes en el mercado los encargados de los puestos estaban encantados con el alto grado de compras y de consumo, la gente estaba haciendo acopio de carne y de pescado, también de fruta y de verdura por lo que pudiera acontecer, porque dicen que van a bloquear las vías de acceso a la ciudad y será difícil que lleguen los camiones con suministros. También he visto anormalmente vacíos los anaqueles de los supermercados. También debe ser normal.
Soy de natural optimista, creo que los problemas al final se resuelven de manera razonable, pero lo cierto es que llevamos muchos meses, más de lo que sería conveniente, asumiendo que lo excepcional termina por ser normal.
Yo no sé todavía si mis hijos podrán ir con normalidad al colegio, tampoco sé si será fácil que regresen en transporte público o si tendrán que regresar andando. Creo que puede haber dificultades para moverse en vehículos particulares.
Tampoco sé si esta semana podré trabajar con normalidad, no sólo porque dificulten la movilidad de los transportes públicos, sino porque puede ser que bloqueen el acceso a determinadas oficinas de funcionarios públicos (hace unos meses aparecieron algunas dependencias llenas de estiércol por cortesía de amables ciudadanos indignados).
Nunca se me ha ocurrido poner en mi casa símbolos que identifiquen mi ideología o mis preferencias patrióticas, no llevo pegatinas, pines, lazos o consignas visibles de ningún tipo, aunque vio en una ciudad en la que hay una sobredosis de patriotismos en la que en dependencias públicas se hace gala de determinadas opciones políticas, legítimas sin duda pero desmedidas en su expresión exterior.
Tengo amigos que en privado me dicen que están cansados de tanta tensión, pero en sus manifestaciones públicas siguen expresándose con mucha intolerancia y poco sentido común.
Creo en la libertad de expresión, en la libertad de opinión, en la libertad política, en la libertad de manifestación. Mi trabajo es defender al máximo las libertades de quien me rodea, lo hago encantado, pero me cuesta mucho aceptar que lo que está ocurriendo y puede ocurrir sea normal. Me pasa con esto como con el precio de los tocinillos de cielo, si no hay más remedio, sonrío a la dependienta y le digo que están muy buenos, que son los mejores, pero en mi fuero interno empiezo a estar incómodo con tanta normalidad anormal.
Acepto gustoso a los que piensan distinto de lo que pienso yo, creo que además me aportan mucho más de los que piensan como yo porque en la discrepancia está la base de la convivencia y el avance de las sociedades complejas. Lo que no acepto son lecciones y mucho menos de democracia.
Todo el mundo tiene derecho a expresar su malestar, si oposición, su discrepancia, su anhelo, pero sin dar lecciones y, sobre todo, sin imponer ese estado de crispación como algo normal, más que nada por lo que se empobrece y se ha empobrecido la vida en la ciudad.
Quien me lea verá que estoy muy cansado de la escalada de precios del tocinillo de cielo, puede que a lo largo de la semana, si abren con normalidad los mercados, prepare varias bandejas de tocinillos de cielo para garantizar mi deleite y el de mis amigos. Estoy dispuesto a invitar a tocinillos de cielo a quienes ven en mi un adversario, un advenedizo o un rival, siempre y cuando no vengan con maximalismos ni imposiciones.
Decía Dylan que los tiempos estaban cambiando, quien sabe. Al final parte de lo que mueve a unos y a otros entronca con lo más rancio de nuestro modo de ser. En este sentido, la receta de los tocinillos puede que no sea sino una receta viejuna.
En tiempos convulsos suele surgir el talento, no en vano fue antes de la primera guerra mundial cuando el arte rompió definitivamente con la realidad y nació el arte abstracto. En 1911 Kandisky pinto la composición que convencionalmente hizo que naciera el arte abstracto, en realidad fue una pintora sueca la que pocos años antes (en 1906) pintó el primer cuadro oficialmente abstracto, una composición hecha a partir de la espiritualidad. Lo que sí que es cierto es que Kandisky fue el primero en teorizar sobre la abstracción escribiendo un pequeño ensayo.
Me gusta el arte abstracto, me gusta ver los equilibrios y las armonías en un aparente caos. Me gusta Kandisky, es un pintor sobre el que intento informarme, tengo curiosidad por sus decisiones. Leí hace años que Kandisky era un jurista brillante especializado en derecho mercantil que fue a Munich a estudiar, su pasión por el derecho no debía ser muy fuerte ya que terminó por dedicarse a la pintura y olvidó las leyes, quien sabe si hubiera podido explotar su genio en el mundo del derecho.
En todo caso, el cuadro que he elegido para escribir sobre tocinillos y normalidad es de Hilma af Klimt, la primera pintora abstracta. El primer cuadro abstracto se titulaba Chaos nº 2, lo que permite pensar que había un Chaos nº 1.
No aspiro a poner orden o sentido a la situación de normal anormalidad que arrastramos aquí durante años, pero sí a dar una receta de los tocinillos para quien haya tenido la paz y el ánimo de llegar hasta el final.
Se necesita un huevo entero (clara y yema) y 9 yemas adicionales, 300 gramos de azúcar y dos tiras de corteza de limón para aromatizar. La receta es de la Marquesa de Parabere.
Se pone el azúcar en un cazo y se añade un vasito de agua fría y las cortezas de limón (puede sustituirse la corteza por unas raspaduras de la corteza). Se enciende el fuego para que cueza la mezcla y se forme un almíbar espeso que se dore muy poquito, pero que no llegue a ser un caramelo oscuro. Salvo que se quiera que el tocinillo tenga la cobertura más parda.
Obtenido el almíbar, se cubre un recipiente metálico liso (puede ser grande y rectangular, para hacer un tocinillo grande; o moldes individuales, pequeñas flaneras). Cubierto el recipiente con una leve capa de almíbar, se recupera el resto y se deja en la cazuela apartada ya del fuego.
El almíbar líquido ha de cubrir todo el molde, no sólo el fondo, también las paredes.
Tenemos el almíbar en la cazuela, enfriándose poco a poco, sin perder su color, sigue líquido y espeso. No puede estar a una temperatura muy elevada para que no cuajen las yemas.
Se casca el huevo y se añaden las 9 yemas en un bol grande, se baten poco a poco con un par de tenedores, para que vaya cogiendo aire. A medida que la masa va tomando cuerpo, que se van ligando las yemas, se va añadiendo el almíbar en un hilo, que se va integrando en la mezcla, por lo que no hay que dejar de batir.
Cuando se haya mezclado todo el almíbar que quedaba en las yemas y queda un líquido naranja y brillante, se pasa al molde o moldes ya preparados.
EL tocinillo de cielo tiene que cocerse al baño maría, puede hacerse tanto a fuego vivo como en el horno. Yo prefiero hacerlo al horno, lo pongo a 110º, con una bandeja alta llena de agua hasta la mitad. Coloco el molde con cuidado dentro de la bandeja, es importante que el agua no rebose y entre dentro de los moldes, calculando que puede haber pequeños borbotones cuando el agua empiece a hervir.
Hay que dejarlo unos 25 minutos con el horno cerrado para que cuaje (si se usa un solo molde grande, 15 minutos si se usan moldes de ración individual).
La marquesa recomienda que los moldes queden cubiertos en su parte superior, no sólo para evitar que salpique el agua, también para garantizar que los tocinos cuajen bien.
Pasados los 25 minutos, se apaga el horno y se deja que los tocinos reposen y terminen de cuajar.
Cuando esté frio el molde se saca del horno. Yo suelo dejarlo todavía una hora fuera, sobre la mesa, a temperatura ambiente, cubierto, para que se termine de atemperar. Después lo llevo a la nevera. Estos dulces están mejor si duermen una noche en la nevera y terminan de asentarse.
La divina marquesa propone cubrir los tocinillos con una capa de merengue. Yo me conformo con el tocinillo desmoldado sobre un plato de porcelana, ayudándome con la punta de un cuchillo para que se desmolde bien y se vuelque sobre el plato, dejando un pequeño charco de almíbar suavemente tostado. El tocinillo tiene una presencia frágil, se bambolea ligeramente si se mueve la mesa. La meterle la cuchara (siempre pequeña, para garantizar bocados breves) queda unos instantes adherida al dulce, hay que dar un mínimo tironcillo para que se despegue.

A ver si los tocinillos nos devuelven a la normalidad.

viernes, 4 de octubre de 2019

Capítulo CDLXXXVI.- Mea culpa

Es imperdonable, he cumplido 54 años, más de medio siglo, y no conocía Lisboa. Cien mil razones y factures han producido esa situación, imperdonable, como digo. Está tan cerca que durante años he ido aplazando la posibilidad de ir, además mi mujer ha ido en varias ocasiones y es una ciudad que conoce bien, por lo que siempre aparecía como segunda o tercera opción a la hora de viajar.
Por fin hace una semana se rompió el maleficio y marché a Lisboa como acompañante a un congreso. La posición de acompañante es maravillosa, no genera ninguna tensión, basta con sonreír y saludar, como los pingüinos de Madagascar.
Llegamos a Lisboa el viernes a media mañana, tiempo estupendo y la ciudad atestada de turistas. Yo tenía una idea gris y decadente de la ciudad, puede que debido a las novelas de Muñoz Molina y la película de Win Wenders “dans le ville blanche” (por cierto, qué mal envejecen las películas de Wenders, que durante años era dios).
La ciudad ha vivido un cambio de fachada importante, casas rehabilitadas, calles llenas de patinetes (trotinetes en portugués) y el centro lleno de tiendas impersonales y restaurantes a la caza del guiri. Es uno de los peajes de la globalización, todo se estandariza y pasear por según qué zonas de cualquier ciudad del mundo se convierte en un ejercicio de repetición.
En todo caso, es muy egoísta querer que siga habiendo parques temáticos de tipismo en los que la vida sea más barata y cómoda. El turismo, que tiene muchas cosas negativas, sirve también para crear puestos de trabajo y generar riqueza. Es cierto que el riesgo de gentrificación (palabra infame y hortera donde las haya) pueda quebrar la estructura y la vida de muchos barrios, pero puede que la gentrificación sea una solución menos mala que la del deterioro absoluto de los cascos antiguos. Todo tiene su lado negativo.
En cualquier caso, la ciudad me pareció luminosa, con una claridad de luz que no tienen las ciudades del mediterráneo (supongo que si me toca ir en noviembre en plena borrasca la visión cambia), pero pasear por la orilla de la desembocadura del Tajo a 30 grados de temperatura es un placer.
Tiempo tuvimos de pasear por la plaza del Comercio y por las calles aledañas, estábamos en un hotelito correcto en un calle a pocos metros del mar. Subimos y bajamos por el Chiado (impecable, una bombonera para guiris) y por Alfama (más desordenado), largas caminatas a las que hemos sobrevivido a golpe de cerveza.
Viajábamos con unos amigos que conocían allí a una pareja (catalán y portuguesa) que vivían en Lisboa; eso nos ha permitido pasear y conocer sitios fuera de los circuitos, esos que hacen que uno deje de sentirse turista y empiece a sentirse viajero.
Quedamos a tomar una cerveza en el Pavellón Chinése (https://www.facebook.com/pavilhaochineslisboa), yo me tomé una caipiriña. El sitio merece una visita porque es un museo abigarrado de todos los objetos con los que sueña un coleccionista, también un Diógenes. Es un recinto de toque decadente, lleno de vitrinas en el que hay cascos de soldados de distintas guerras del Siglo XX, todo tipo de figuritas de plomo, maquetas de aeroplanos y naves de guerra, coches de hojalata, veleros de tres palos, caricaturas, billares…. Un delirio sin una mota de polvo.
De allí nos llevaron a cenar a un restaurante con terrazas en la calle, una tasca especializada en Bacalaos, de esas que si no conoces la pasas de largo (https://www.facebook.com/restauranteocaracol/). Tres tipos de bacalao para compartir, el primero al bras, el segundo lo llamaban de la casa y el tercero a la brasa. Espectaculares. Me gusta el bacalao y sus paradojas, los que probé allí de lo mejor que he comido en mi vida.
Los vinos portugueses muy pintureros, los que probamos con más cuerpo que los españoles. Tampoco nos metimos en aventuras, lo que bebimos nos gustó y no nos llevó a la ruina. Buenos vinos del Duero, con más matices que los zamoranos y leoneses habituales en España, los del Alentejo también tenían su encanto.
Buen aceite. Pescados, pulpos y carne cocinados un punto más que lo que suele ser habitual en España. Es una gozada que siga habiendo brasas en casi todos los restaurantes, en España la brasa se ha convertido en un lujo y hay mucho remilgo.
De entre todo lo comido yo me quedo con los pastelillos de nata, los originales, hechos en Belem, junto a los Jerónimos. Hicimos una cola caótica y terminamos comiendo los pastelillos recién hechos tirados en un parque público, con un café.
Hicimos un largo paseo hasta la embajada de España, subiendo por una avenida que da al Parque de Don Enrique, de allí a la fundación Calouse Gulbekian (https://gulbenkian.pt). Merece la pena ver la colección, que picotea desde la época Asiria hasta los impresionistas, un poquito de todo, con algunos Rembrandts, Turners y una sala de muerte con imágenes y caprichos de Venecia de Francesco Guardi, esa sala, por sí sola, merece la visita.
Los amigos de nuestros amigos nos llevaron al museo que guarda la fundación Berardo, en Belém, junto a los Jerónimos. El edificio es un poco mamotreto, pero en el interior hay una colección de pintura desde Picasso hasta happenings y performances de los años 90 del siglo pasado que merece la pena, incluidos unos chinos colgados de Juan Muñoz. Hay muestras de arte Pop inglés y americano, alguna brizna de pintores españoles de los 50 y 60. El museo exige dos o tres horas tranquilas para situarse en las tendencias del arte mundial de finales del siglo XX. Creo que en España no hay una colección pública o privada equivalente.
Tuvimos la enorme suerte de que la visita (museo casi vacío el domingo a las 12 de la mañana) nos la amenizó el amigo de nuestro amigo, un pintor catalán que pasa temporadas en Lisboa (Eduard Arbós), todo un sabio que nos fue hilando como quien no quiere la cosa obra tras obra, descubriendo la línea de conexión entre Mondrian y los pintores constructivistas. Salí convencido de lo mucho que me quedaba por aprender.
Lo visto y disfrutado en los dos museos de Lisboa me dará grandes tardes de gloria, espero.
Comimos razonablemente bien, sobre todo si tenemos en cuenta que no era un viaje “foodie”. Algún día escribiré sobre los pastelillos de nata recién hechos, todavía no estoy preparado para escribir sobre aquella gloria.
Hoy me conformo con escribir sobre el bacalao de la casa que nos sirvieron la noche del sábado. La cocina del bacalao condensa las contradicciones del mundo moderno, es un pescado que si no se salazona no vale gran cosa, es insípido, sin embargo cuando se conserva en sal pasa a convertirse en una gloria, llena de conflictos porque cuanto más intenso es el proceso de salazón, más cuidadoso ha de ser el trámite de rehidratación.
Las recetas de bacalao son la lucha constante entre el desecado y la rehidratación. Cuando se les elimina del todo el vestigio líquido y las carnes se convierten en hebras casi textiles, hay que empezar a hidratarlo y combinarlo con salsas que lo lleven al paraíso, yo soy un fanático del pil-pil pero he de decir que el bacalao a la braz (el que se amalgama con huevo y patatas fritas) puede competir con los pilpiles, es menos solemne, más juguetón y más cremoso (sobre todo si no se deja secar el huevo batido).
Los bacalaos portugueses suelen ser menos melindrosos que los vascos y catalanes. Una buena pieza de bacalao portugués aguanta mucho mejor los rigores del fuego vivo que los bacalaos españoles, que son más de pitiminí, con la piel quebradiza y poco estables frente a los carbones, enseguida se deshojan.
Creo que el secreto es que en Portugal el bacalao se sala en piezas más grandes, no en las supremas hispanas que quedan preciosas en los anaqueles pero que no aguantan un buen meneo. Además los bacalaos que probamos se salaban con la espina y muchos de ellos se presentaban en el plano con la espina. La espina supongo que conserva mucho más la memoria de la sal y de las sales minerales, lo que hace que la pieza quede más compacta.
Probamos ese bacalao de la casa, una pieza de la que sacamos seis bocados. El bacalao se desala con cuidado, no conseguí sacarle a Antonio, el patrón de la casa, el tiempo que quedaban en agua, la cocinera, su madre, se marchó antes del postre sin desvelarnos el secreto. Se pasa por las brasas para que la piel quede crujiente y luego se termina de guisar ligeramente en un caldo corto hecho con cebolla en juliana no muy fina y unos tomates en gajos, aceite, un vaso de vino blanco y otro de agua. Un minuto antes de sacar el bacalao a la mesa con un golpe de pimentón dulce para darle cierta gracia final a la salsa. Se pasa un minuto mal contado por el grill del horno para asentar el pescado y corriendo a la mesa para disfrutar como niños de ese bacalao sencillo.

Todo un placer, como lo fue conocer a Eduard y a Elisabeth, a los que esperamos recibir en Barcelona pronto. Dejo una obra de Eduard Arbós, creo que parte de una fotografía de los tejados de las casetas de las playas del atlántico, pero no lo sé a ciencia cierta. Seguiré investigando (www.eduardarbos.es).