miércoles, 29 de abril de 2020

Capítulo DXLIII.- DIez Jornadas (5.8.) El infierno de los amantes crueles.

La octava novela de la quinta jornada del Decamerón es la historia de Nastagio Degli Onesti, una de los relatos más conocido del libro de Boccaccio ya que fue inmortalizada por Sandro Botticelli en los cuatro cuadros que explicaban gráficamente la leyenda también conocida como el Infierno de los Amantes Crueles.
Le robo a la guía virtual del museo del Prado (https://www.museodelprado.es/aprende/enciclopedia/voz/historia-de-nastagio-degli-onesti-botticelli/a97a1a4d-0e29-4a71-b00a-51164ba45110)  «El relato, contado por Filomena, cuenta la historia de Nastagio, un joven noble de Rávena rechazado por la hija de Paolo Traversari, de linaje más alto que el suyo. Nastagio, despechado, empezó a dilapidar su fortuna, de forma que sus amigos decidieron llevarlo a Chiassi, un pinar a las afueras de Rávena. El primer panel, que contiene tres escenas, muestra a Nastagio despidiéndose de sus amigos e internándose para meditar en un pinar (1), donde ve a una bella mujer atacada por mastines y perseguida por un jinete (2). Nastagio trata de ayudarla pero el caballero, Guido degli Anastagi, le disuade tras contarle su historia (3). Como Nastagio, también él amó a una joven que no le correspondía y cuyo rechazo le llevó al suicidio. Su muerte no conmovió a la joven, quien al morir fue condenada al infierno por su indiferencia. Allí se castigó a ambos con la persecución que Nastagio había presenciado, que debía repetirse cada viernes durante tantos años como meses ella le había ignorado. Cada vez que Guido alcanzaba a la joven abría su costado y arrojaba a los perros su corazón, antaño insensible tanto al amor como a la conmiseración. En el segundo panel, también con tres escenas, Nastagio huye asustado al presenciar cómo Guido extrae el corazón de la joven (1) que devoran los mastines (2) mientras al fondo se reinicia la persecución (3). Tras la repulsa inicial, Nastagio pensó sacar provecho de la historia e invitó a cenar a su amada con sus familiares. El tercer panel (con dos episodios) muestra la reacción ante los acontecimientos de los invitados, distribuidos por ­sexos en dos mesas (1), y cómo la amada de Nastagio le hace saber, mediante una anciana criada, que accede a sus demandas, a la derecha del espectador (2). Nastagio quedó muy contento, pero alegando que su placer no debía poner en peligro el buen nombre de ella, le pide que se casen. La cuarta tabla representa el banquete nupcial, no descrito por Boccaccio, quien acababa su relato afirmando que las mujeres de Rávena quedaron tan amedrentadas con lo sucedido, que en adelante fueron más complacientes con los placeres de los hombres».
Es curioso que en el siglo XIII se hiciera ya una primera prueba sobre el “día de la marmota”, la escena que se repite constantemente como penitencia hasta expiar los pecados. Una sensación que vivimos ahora.
No sé si son los tiempos, pero muchos días siento que es ese día de la marmota. Como muestra la página web de La Vanguardia en la que consulto diariamente los datos de evolución del Covid-19 (https://www.lavanguardia.com/vida/20200323/4850693664/numeros-contagiados-muertos-coronavirus-spana-mundo.html). Todas las mañanas cuando abro la página me da un sobresalto el corazón porque desde hace muchos días arranca con la misma frase: «España entra en la segunda semana de confinamiento entre cifras que hacen al país como uno de los más afectados por la pandemia del coronavirus en el mundo.» Actualizan los datos, pero no el encabezamiento de la noticia, por lo que pienso que todavía es 30 de marzo, cuando estábamos escalando.
La historia de hoy de Boccaccio merece una receta clásica, el Plum-cake.
         Se necesitan 250 gramos de harina, la misma cantidad en peso de mantequilla, la misma cantidad de azúcar moreno (incluso un poco menos), 125 gramos de pasas de corinto y otros 125 gramos de pasas sultanas, 125 gramos de fruta confitada (piel de naranja y limón es suficiente). 4 huevos, 2 cucharaditas de levadura en polvo royal, un par de copitas de ron, Más mantequilla para untar el molde de plum-cake y papel de cocina satinado.
Hay que poner las pasas (sin pepitas ni rabillos) y la fruta confitada en remojo con el licor. Dejar que maceren unas horas.
Se engrasa el molde del bizcocho y se cubre de papel satinado.
En un lebrillo se pone la mantequilla en pomada, se bate con una cuchara hasta que empiece a espumar. Se añade el azúcar y vuelve a batirse un rato hasta que empiece a espumar de nuevo.
Se van incorporando uno por uno los huevos, batiendo con unas varillas, para que coja más aire la masa.
Después se pone tamizada previamente la harina, mezclada con la levadura en polvo.
Es el momento de escurrir las pasas y la fruta cortada en trocitos pequeños. Se añade a la masa y se distribuye, intentando que no queden en el fondo.
Se vierte el preparado en el molde, se encaja bien la masa dando un golpe y se coloca en la parte baja del horno, a 150º. Se cuecen lentamente, más de 40 minutos. Mejor que suba poco a poco, que se tueste bien (cuidando que no se queme la parte superior). Se sabe si está hecho si al pinchar con la punta de un cuchillo queda limpia la hoja.
Cuando esté bien cocida (cada horno es un misterio). Se deja reposar en una rejilla y directa a la mesa, para el desayuno o la merienda.

Hopper se descuelga con un lánguido apunte de un desnudo femenino. Nada que envidiar en sensualidad a Botticelli.
Reclining Nude, 1924 - Edward Hopperjosephluzzi.files.wordpress.com/2013/08/500px-n...

martes, 28 de abril de 2020

Capítulo DXLII.- Diez Jornadas (5-7) Veneno o hierro.

Ayer fui incapaz de escribir mi capítulo del Diletante, nada grave, después de un mes y medio escribiendo todos los días, ayer no tenía nada que contarme, por lo tanto no tenía nada que contar.
A veces ocurre, te quedas seco, no hay ningún hilo, por ligero que sea, que permita tirar aunque fuera unos milímetros. Ni un cuadro, ni una lectura, ni una receta, ni una anécdota. Estuve trabajando todo el día, quizá algo disperso, pero trabajando bien, incluso tuve una videoreunión larga con compañeros. Pensaba que tendría tiempo de leerme el capítulo del Decamerón y encontrar una brizna a la que agarrarme, no la encontré.
Puede que sea uno de los efectos de la “desecalada”, un palabro horrible, como es horrible el conjunto de eufemismos inventados para la ocasión, creo que es un error. Nuestro idioma tiene palabras preciosas y precisas para la vuelta escalonada, gradual a la realidad. La realidad no es nueva, ni vieja, la realidad lo que tiene es que es real. Ninguna realidad se parece a la anterior, todas tienen sus matices y sus diferencias. Yo prefiero hablar de regreso gradual a la normalidad.
Mi regreso a la normalidad seguramente me llevará a la rutina de escribir más espaciado, elaborar más las historias y las recetas, aunque me gustaría poder terminarme de leer el Decamerón capítulo a capítulo, uno por día.
Yo creo que no empezaré a volver a la normalidad hasta que no pueda ir al mercado. Estos días no he bajado a ningún mercado, para mi eran espacios de socialización, de charla relajada con los dependientes, de peleas con las pescateras. No me adapto a la visita aséptica con guantes de latex y miedo al fin del mundo, así no se pueden comprar unas cocochas de merluza.
El Boccaccio de hoy sigue por la línea truculenta, esta vez un embarazo involuntario de una adolescente. De nuevo un padre severo dispuesto a matar al mancillador “veneno o hierro, toma la que quieras de estas dos muertes”. En el último párrafo la tragedia se salva, casi por los pelos, y los amantes se casan y viven por siempre felices, con el padre arrepentido.
Hoy de la marquesa elijo la torta de nueves y avellanas. Una especie de pastel de Santiago para el que se necesitan 125 gramos de nueces ralladas, 125 gramos de avellanas también en polvo, azúcar (la Marquesa dice que 150 gramos, pero con 75 hay de sobra), 100 gramos de harina, 100 de mantequilla, 6 huevos, una copita de licor (ron o coñac), tres o cuatro cucharadas de mermelada de albaricoque y poco más.
Para hacer la torta se necesita un molde de bizcocho alto, que se engrasa y enharina.
Se empieza por los frutos secos picados, se añade el azúcar, las yemas de huevo y el licor. Hay que mezclar bien, batiendo con brío para que espume bien la yema. Se tamiza la harina y se añade a la mezcla sin dejar de batir, para que la masa quede bien empastada. Hay que batir con fuerza para que la masa vaya cogiendo aire.
Se baten aparte las claras, hasta dejarlas a punto de nieve. Primero se incorpora ¼ de las claras y, cuando se integre en la masa, se añade el resto, con cuidado, para no pierda fuelle.
Se llena el molde y se cuece a horno suave (120º) 40 minutos.
Cuando esté cocida, se deja enfriar sobre una rejilla y, antes de servir, se cubre con la mermelada de albaricoque y un poco de avellana espolvoreada.

Hoy Michael Robinson ha cruzado el puente, una pena. Sería injusto reducir su figura a simple comentarista de deportes, creo que era un grandísimo comunicador capaz de transmitir la misma pasión y el mismo encanto pícaro hablara de lo que hablara. Descanse en paz.
The Bridge Of Art, 1907 - Edward Hopper

domingo, 26 de abril de 2020

Capítulo DXLI.- Diez Jornadas (5.6) el inquietante rostro de la muerte

Siento que el título pueda resultar un oscuro. No quiero hablar de los miles de muertos que llevamos con la pandemia, aunque veo que salvo la muerte de alguna celebridad, los periódicos y noticiarios que sigo hace días que han dejado de contar las historias de muchos de los fallecidos de estas semanas.
Quiero hablar del libro de Fernando Savater titulado la Peor Parte, un recuerdo emocionado y emocionante de la muerte de su mujer y de la sensación de vacío que está viviendo.
Lo empecé ayer por la tarde, hacía meses que lo había comprado y la semana pasada, en un momento que pasé por casa, lo recuperé del estante de libros por leer. Acumulo muchísimos libros por leer y me cuesta descargar ese anaquel. Por cada libro que sale de ese aparador entran dos o tres.
Nunca he sido un lector disciplinado de filosofía, me disperso mucho con el pensamiento abstracto. Leo al Savater periodista, sobre todo cuando escribe o escribía de cosas frívolas, como su afición por las carreras de caballos en Inglaterra, sobre novela negra o sobre viejas películas; también sus libros de viajes (tiene un libro fabuloso sobre los lugares y literatura que compartía con su esposa). También me gustan algunas de sus ideas políticas, su defensa del estado laico y ajeno a nacionalismos, aunque no compartamos voto (ese es otro cantar).
Me interesó desde el principio el libro de Savater sobre la muerte de su mujer, tenía curiosidad por saber cómo se enfrentaba un tipo inteligente sobre la pérdida de un ser querido. Me sorprende ese desmoronamiento completo que describe con emoción en las primeras páginas que he leído.
Aunque es mi función hacer una crítica literaria. La cuestión sobre la que escribo es mucho más mundana, la inquietud que me produce ver la cara de los muertos. EL libro tiene una sobreportada con un retrato de la mujer de Savater (la llamaban Pelo Cohete) y en la contraportada una fotografía de la pareja. He tenido que quitar esa sobreportada y guardarla en la mochila en la que acumulo los libros que he traído al confinamiento.
Tampoco podré revisar el bloque de fotografías que se incorpora a las páginas finales. Me produce una inquietud muy profunda. Prefiero leer sobre la vida de Savater, su maravillosa historia de amor, su profundo desasosiego por el sufrimiento y la pérdida. Creo que prefiero ir construyéndome una imagen ideal de aquella mujer, disfruto más con esa descripción física y psicológica, no habría resistido ver cada tarde, durante el rato que le dedico a la lectura, las fotografías de Pelo Cohete.
Quizás por eso no me gusta ver los telediarios, por lo menos no los veo en cuanto dejan de dar datos.
Recuerdo la lectura de hace un par de años, los comentarios de John Berger a casi quinientos cuadros. Empezaba con los enigmáticos retratos de Faiyum, del Siglo I antes de Cristo. Muchos de estos retratos podrían ser la imagen de muchos de los muertos anónimos de estos días.
Sigo leyendo a Boccaccio, en una franja horaria distinta, sumergido en historias truculentas de amantes que son sorprendidos desnudos y expuestos al escarnio público en la plaza principal de Palermo y todo por un “quítame allá un polvo”. Menos mal que se han impuesto para los relatos de esta quinta jornada finales felices.
Sigo también leyendo las recetas de la Marquesa, estas a media mañana, en pequeños parones que me tomo entre distintas tareas (en la franja de noche he empezado el Berta Isla de Marías, si leyera por la noche a Savater me dormiría con el corazón encogido).
Hoy elijo la receta de las galletas María, las auténticas galletas María, que necesitan llevar la inscripción.
Se necesita un kilo y medio de harina de fuerza, 500 gramos de mantequilla, 500 más de azúcar, 3 huevos, una cucharadita de bicarbonato y un poco de leche, la necesaria para que la masa quede fina.
Se tamiza la harina sobre una mesa de mármol, formando un volcán. En el centro se añaden todos los ingredientes (la mantequilla muy blandita, casi pomada). Se mezcla bien y, cuando esté bien mezclado, se añade poco a poco leche tibia, amasando para que la masa quede fina (se sabe que la masa está afinada cuando no se pegue a las manos cuando se apelotona). Hay que amasar con las manos, con vigor, dándole puñetazos a la masa para que gane flexibilidad.
Cuando esté bien amasada, se deja reposar media hora en un sitio templado. Se limpia bien la mesa de obrador, se espolvorea un poco de harina para que no se pegue y se extiende bien, hasta que quede una plancha uniforme muy fina, de poco más del canto de un euro (la Marquesa habla de duros). Una vez extendida se van formando las galletas con un molde (puede hacerse con la boca de un vaso de cristal). Si se dispone de un molde específico se pueden firmar las galletas con el nombre de María, Fermina, Jacinto o Diletante.
Con los recortes que sobren se forma otra bola que se extiende para hacer otra tanda.
Se colocan las galletas sobre papel de horno satinado, para que no se peguen. 150º grados, pocos minutos, 10 ó 12 minutos, quizá un poco menos. Han de quedar tostadas sin quebrarse ni arrebatarse.
Se retiran rápido y se dejan enfriar fuera del horno. Han de quedar bien secas.

Hoy combino a Hopper, tiempo de lectura, con uno de los rostros de Fayum.
Edward Hopper: Checking In - The Magazine AntiquesImágenes de ultratumba: los retratos del Fayum

Capítulo DXL.- Diez Jornadas (5.5) Amigos.

Sábado, veinticinco de abril. Nuevo capítulo del Decamerón, quinta novela de la quinta jornada. De nuevo una historia de enredo, jóvenes amantes que se buscan en la noche sin mucha fortuna.
Hoy he cocinado para los amigos un pollo al curry. Desde hace años un grupo de amigos empezamos a salir, más allá del trabajo. Organizamos algunas comidas y cenas, a veces con niños otras sin ellos. No es un grupo muy rígido, tampoco es especialmente disciplinado. El único elemento que lo define como grupo es el wasap.
Podría ser un grupo más, de los que se forman alrededor del trabajo, pero tenemos la suerte de contar con gente excepcional, nuestras parejas, que consiguen sacarnos de la rutina y hacer cosas especiales. Entre ellos tenemos un amigo que durante estos años nos ha permitido vivir momentos muy especiales entorno a una mesa, disfrutando de la comida, probando los guisos de cocineros clandestinos que harían las delicias del más exigente de los gourmet.
Es una suerte tener amigos especiales, que se preocupan por el bienestar y por el humor de todos, amigos discretos, que quieren que todo el mundo esté contento, compartir su felicidad, sus experiencias. Gente que sabe escuchar, que nos obliga a salir de nuestras zonas de confort (término de moda). A veces es la propuesta de ir a un karaoke un miércoles por la noche (lo tenemos pendiente), o acudir a la terraza de un pescador de la costa a disfrutar de las mejores grandes del mundo, organizan pizzas para que coman los niños, dejan sus terrazas para que podamos tomar gintonics hasta que anochece (porque los padres de familia ya mayores soportamos mejor el alcohol de mediodía que el de medianoche).
Estas semanas nos conformamos con vernos por Zoom, los sábados a media mañana, antes hemos intercambiado mensajes, listas de la compra y recomendaciones sobre cómo arrancar uno u otro guiso. Cuenta un poco conseguir que lleguen los enlaces, se entrecorta la voz o la imagen cuando llevamos un rato de charla. Todo son voces y risas, algunas cervezas que se abren mientras picamos cebolla o rehogamos un pollo.
Unos se rezagan, otros van más avanzados. Todos nos apelotonamos al hablar, hasta el punto de que alguien corta las voces para que se pueda oír bien al cocinero.
Esos espacios de encuentro alimentan más que el plato que preparamos. Aprovechamos para preguntar por la salud de uno o de otro, preocuparnos por los que no han podido conectar.
Escribo ya cuando el sábado se ha convertido en domingo. Reviso lo que redacté hace unas horas. Busco en el recetario de la marquesa una propuesta fácil, tiene más de 300 postres, mucho tendría que durar el confinamiento para agotarlos todos.
Hoy elijo unos sencillos buñuelos de fruta.
Se necesitan 500 gramos de fruta (peso neto), cualquier fruta vale. Aunque la receta no dice nada, creo que es preferible hacer los buñuelos con una sola fruta, no combinarlas.
Se necesitan también 300 gramos de azúcar (yo los reduciría a la mitad), una naranja, un poco de canela o de vainilla, un huevo, un poquito de vino blanco (preferiblemente dulce) y harina.
Se pela la fruta, se retiran las pepitas, si tiene, se pone en un cazo con el azúcar y el zumo exprimido de una naranja. Se remueve de vez en cuando para que no se pegue (fuego bajo). Ha de quedar una pasta uniforme que ha de dejarse enfriar. La pasta ha de tener cierto cuerpo para que pueda amasarse después. Si queda muy diluida se puede añadir una cucharada de almendra picada para que espese.
Mientras tanto se disuelve una cucharada colmada de harina en un vaso pequeño de vino blanco y un huevo batido.
Con ayuda de dos cucharas se preparan pequeñas bolas de la pasta de fruta. Se pasan por la mezcla de harina, huevo y vino. Sin solución de continuidad se fríen a fuego vivo, con el aceite caliente, que chisporrotee. Hay que tener cuidado porque se doran enseguida.
Se sacan y escurre, dejándolas sobre papel absorbente para desgrasarlas.
Una vez frías, se espolvorea un poco de canela, de azúcar glas o de vainilla en polvo y ser sirven.

Viendo este cuadro de Hopper pienso que hay días que uno se siente como se hubiera caído de la cama en plena noche.
Summer Interior, 1909 - Edward Hopper

viernes, 24 de abril de 2020

Capítulo DXXXIX.- Diez Jornadas (5.4) Un ruiseñor entre los dedos.

Uno de mis hijos tiene que escribir un cuento para su “amiga lectora”, una niña de su escuela, de siete años, que durante todo este curso ha estado bajo la “tutela literaria” de mi hijo, que le va recomendando libros que le gustaron cuando tenía su edad, ha hecho lecturas conjuntas y ahora, para Sant Jordi, tenía que escribirle un cuento.
Por lo que me cuentan otros padres, estos días hay niños que se están refugiando en la imaginación para gestionar la crisis, crean mundos paralelos en los que están más seguros. Hay otros niños a los que, por el contrario, les cuesta la ficción, son incapaces, supongo que la situación que están viviendo es tan extraña que no necesitan refugiarse en mundos paralelos, hay tantos factores distorsionantes que no necesitan construir ninguno por encima de ellos.
Mis hijos están en esta segunda categoría, se les hace muy cuesta arriba lo de fabular, ya les agobiaba antes y ahora ni se lo plantean. Prefieren que les pongan unos problemas de matemáticas, la más complicadas ecuaciones antes que tener que escribir una poesía.
He tenido que echarle una mano para que arrancara su historia. Después de tres días dándole vueltas a su cuento, al final esta tarde nos hemos sentado y le he dado el primer empujón.
Le propuse que escribiera sobre una niña que, en esta situación de confinamiento, viaja a través del tiempo escondiéndose en un armario de su casa (como la película inglesa que reseñé hace unos días). A mi hijo no ha terminado de gustarle, decía que si escribía sobre el confinamiento la niña se iba a poner triste. Ha optado por un día de lluvia, una niña a la que no le gustan los días de lluvia y juega al escondite por su casa, con su hermana pequeña.
Se esconde en un armario que estaba en la habitación de su abuela, donde hay un viejo armario, muy señorial, que su abuela había comprado en uno de sus viajes por el mundo. Mi hijo, con el arranque inicial, ha preferido que la niña no viaje en el tiempo (no quiere disrupciones), sino en el espacio, por eso amanece en Tailandia, donde, por lo visto, habían vivido sus abuelos. Allí se ha quedado, mañana tiene que darle salida a la historia, espero que no tenga que darle un empujón final.
Boccaccio retoma el tono juguetón, vuelve con sus amoríos lúbricos. En este ocasión es una pareja, ella hija de un viejo abogado, él un vecino secretamente enamorado de la chica. Los padres sobreprotegen a la chica, por lo que la protagonista finge tener mucho calor, no soportar los sofocos de la noche en la Romaña. Tras mucho insistir, le dejaron dormir en una galería al aire libre, le montan una cama con un doselete al final del jardín, donde acude su amante a retozar. La chica le había dicho a sus padres que lo que más le apetecía en el mundo era despertar escuchando los ruiseñores y así despierta, con un ruiseñor entre las manos.
         «Luego de muchos besos se acostaron juntos y durante toda la noche tomaron uno del otro deleite y placer, haciendo muchas veces cantar al ruiseñor. Y siendo las noches cortas y el placer grande, y ya cercano el día (lo que no pensaban), caldeados tanto por el tiempo como por el jugueteo, sin tener nada encima se quedaron dormidos, teniendo Caterina con el brazo derecho abrazado a
Ricciardo bajo el cuello y cogiéndole con la mano izquierda por esa cosa que vosotras mucho os avergonzáis de nombrar cuando estáis entre hombres.»
Y con el ruiseñor entre las manos, fueron los amantes sorprendidos a la mañana siguiente por los padres de la chica, que saldan el entuerto casándoles allá mismo, sin opción siquiera de vestirse para la ocasión.
El cuento de Boccaccio, que abandona la capa y espada para volver a sus escenas más divertidas, me anima a una receta de la Marquesa que se llama Delicias, unos bombones de pistachos y almendra que son una delicia.
         Se necesitan 100 gramos de almendra, 100 gramos de pistachos molidos, 200 gramos de azúcar glas y una cucharada más de azúcar avainillado (opcional), 2 cucharadas de licor, claras de huevo para batir (las necesarias según la divina Maquesa), más unas gotas de colorante natural verde.
Se ponen los pistachos, las almendras, todo el azúcar y dos cucharadas de licor (kirsch para la Marquesa). Se machacan bien hasta que quede una pasta muy fina.
Se pasa la mezcla a un bol, se agregan las claras batidas previamente a punto de nieve y se sigue batiendo hasta que quede una masa consistente. Se le añaden las gotitas de colorante para que las delicias luzcan verdes.
Se forman bolitas redondas y alargadas, no muy grandes, y se cuecen con el horno a 130º, colocadas sobre papel de horno satinado. Cuando queden duras y ligerísimamente tostadas se sacan y se espolvorea azúcar glas.
Hay que despegar las delicias con la punta de un cuchillo y dejarlas sobre papel de seda o rizado, en una cajita abierta.

Le robo a Hopper un dibujo de sus inicios, un niño frente al mar. No sé cuantos días tardaremos en volver a ver el mar con los niños.
A Review of 'Edward Hopper: Early Nautical Scenes' - The New York ...

jueves, 23 de abril de 2020

Capítulo DXXXVIII.- Diez Jornadas (5.3) Cocina non Stop.

Boccaccio sigue con sus novelas de capa y espada. Esta vez una pareja es asaltada y separada en un bosque a las afueras de Roma.
Aunque al principio era un poco más disciplinado e intentaba adelantar alguna de las lecturas del Decamerón, con el paso de los días me he acostumbrado a ir leyendo al salto. Busco un hueco a una hora extraña para mi ración de Renacimiento y de aventuras galantes. En estas jornadas intermedias Boccaccio es mucho menos lúbrico, pero siempre tiene un destello que despierta una sonrisa.
Hace unos días una amiga pensaba que el Diletante confinado estaría feliz todo el día cocinando. Es verdad que el Diletante está feliz, pero no en términos convencionales.
Llevo más de un mes fuera de casa, fuera de mis trastos, de mi horno, del cajón de las especias. Sometido a una cocina non stop que funciona como reloj real dentro de una vida virtual, sometida a los caprichos de las redes.
Cocinar se ha convertido en una especie de metrónomo para devolverme al tiempo real entre pantallas de ordenador, de tabletas, teléfonos y televisores.
La cocina non stop no permite muchas filigranas, aunque siempre intento que en cada comida, en cada plato haya un toque que lo haga especial, divertido o distinto. Cada día hay que pensar en comida y cena, sin olvidar el desayuno, el bocado de media mañana, la merienda y el resopón de antes de acostarse. Son los hitos palpables que marcan el ritmo del día, por eso estoy feliz como diletante, pero esos momentos puntuales son los que me aferran a la realidad.
Para un Diletante non stop los días empiezan pronto, a las cinco y media de la mañana, a las seis, como muy tarde, estoy en marcha (salvo golpe de insomnio). Me preparo un té y dejo en el fuego una cafetera para la primera que se levanta.
Trabajo normalmente hasta las siete, siete y media, que despierta mi mujer, ya con el café preparado (tarea de Diletante). Organizamos un poco la jornada, comentamos las noticias del día sin mucho agobio, puede que sea el único instante de intimidad efectiva de todo el día. Es el momento de ir consensuando menús y diseñando la compra de la semana, que es toda una aventura.
A las ocho y media hay que levantar a los niños, que a las nueve empiezan las clases. Hay que tener preparado el desayuno, que no es muy complicado, pero hay que hacerlo. Leche templada (45 segundos de micro para uno, 30 para el otro), el colacao, miel y nocilla. A los niños les gusta tomarse una crepe o dos para desayunar (el mayor gruesas, el pequeño finas). Cada tres o cuatro días he de preparar la masa de las crepes, si preparo más cantidad, para más días, corro el riesgo de que se agríe la leche y haya que tirarlas, por eso dos días a la semana antes de que se levanten los niños organizo el ritual de batidoras para la masa de crepes.
Ese primer break de realidad del día continúa con la escapada a por el pan, el periódico y los olvidos de última hora que soluciona el paquistaní que hay junto al kiosko.
A las nueve y cuarto vuelvo al teclado y a la pantalla. A veces para trabajar, otras para contestar correos o actualizar los datos del día. Yo podría estar frente a la pantalla durante horas, pero a partir de las once la tropa se inquieta, me da un golpecito en el hombro y me recuerda que toca almorzar. Es verdad que podrían hacérselo ellos (los niños son ya mayores), pero me gusta esa interrupción para preparar un sándwich caliente o un bocadillo de pan de barra con un chorrito de aceite.
Vuelvo a la pantalla hasta las doce del mediodía, puede que media hora más, en función del plato del día. No siempre se encuentran los ingredientes que requieren los platos. Los supermercados a veces fallan y no encuentras justo en elemento con el que has pensado redondear el guiso. No hay posibilidades reales de deambular por las calles hasta encontrar la tienda en la que venden esa pizca soñada, aunque el paquistaní no suele fallarme.
Como mis hijos son de buen comer, hay que pensar en dos platos más postre, o en un plato único que permita incorporar abundante patata, arroz o pasta, aunque haya que compensar con mucha verdura debidamente camuflada. Los días de pescado suele haber alguna crítica.
Me gusta hacer platos con salsa, de los que permitan mojar. Tienen que reposar aunque sea unos minutos, el tiempo necesario para hacer la llamada que se ha quedado colgada, el correo urgente o el párrafo que ha de redondear un trabajo.
Comemos pronto, si es posible antes de las dos.
Intentamos hacer un parón breve a mediodía, pero el telediario y los magacines de sobremesa terminan poniéndome de mala leche, por eso prefiero sentarme rápido delante de la pantalla. Hoy he podido leer a Boccaccio antes de asistir a una clase que dan varios jueces europeos para explicar cómo se está gestionando la justicia estos días en distintos países.
Los niños a las cinco quieren ya merendar. Nada complicado, un vaso de leche y unas galletas, un poco de chocolate, frutos secos… Lo que pillen por la nevera. Hay que estar pendiente de que no se agoten las galletas en el primer momento.
A las seis y media o siete vuelvo a levantar la cabeza para dar un paseo, si no es posible, para jugar a las cartas o para cualquier actividad con las fieras, que ya están rugiendo (no ven prácticamente la televisión durante el día).
A las siete y media organizamos cena, intentando que sea un poco más ligera, pero siempre con algo de sartén, o de brasa, porque con el frio hemos tirado de parrillas, cenizas y derivados.
Me gusta darle un repaso a los correos y cerrar asuntos pendientes después de cenar, aunque sea media hora, mientras el telediario desgrana las cifras del día.
Sobre las nueve y media el pequeño da orden de apagar los móviles, poner la casa en penumbra y buscar el capítulo que toca de la serie que estamos viendo (This is Us).
A las once menos cuatro toca calentar de nuevo leche para el resopón de antes de acostarse. Los niños hay días que salen a litro de leche por cabeza.
Un poco de literatura de ficción para terminar de desconectar y caer rendido, pensando ya en que no será necesario que suene el despertador, que pasadas las cinco de la mañana me pondré en marcha pensando en lo qué falta en la nevera, en el guiso que requiere un proceso un poco más complicado. Cocina diletante non stop.
Sigo recordando que ninguno de los postres que pido prestados a la Marquesa de Parabere lo puedo preparar en realidad (excepto las torrijas). Hoy unas manzanas a la Bar Le-Duc, una compota de manzana con mermelada de grosellas.
Se necesitan 4 manzanas hermosas, 3 decilitros (un vaso de los de nocilla) de almíbar avainillado y 3 cucharadas de mermelada de fresa o grosella.
El almíbar se perpara con 300 gramos de azúcar, un litro de agua y media vaina de vainilla.
Se pelan las manzanas, se cortan en trozos regulares y se ponen a cocer en el almíbar hasta que queden blandas, sin deshacerse. Se escurren bien y se dejan sobre un plato. Antes de servir las manzanas se ponen las cucharadas de mermelada por encima.
Un consejo que no es de la Parabere, si se conserva el almíbar y se deja reposar. La manzana segrega una encima que hace que cuaje un poco, convirtiendo el almíbar en una crema gelatinosa que puede servir para endulzar otro plato.

He encontrado un Hopper casi juvenil, mucho más vivo en los colores. Un regalo para el día de Sant Jordi.

miércoles, 22 de abril de 2020

Capítulo DXXXVII.- Diez Jornadas (5.2.) mareando la perdiz.

Dentro de 20 minutos empiezo una clase on line. Asumo que no soy Scorsese y me marcho a la cocina, que es el único punto de la casa en el que tengo garantizada cierta tranquilidad por la tarde. Al fin y al cabo, es mi territorio.
La cocina tiene poco glamour para un plano medio que va a durar casi dos horas. A mi espalda unos azulejos blancos y un trozo del mapa de España que utilizó uno de mis hijos para hacer una presentación en clase hace unos días.
Hemos convertido la cocina en nuestro estudio de televisión, a lo largo del día vamos buscando la paz de los fogones para dar o recibir las clases más largas, las que requieren cierta quietud.
Por las tardes el salón se convierte en territorio de relax familiar. Televisión a todo volumen, peleas por el mando y riesgo de caer en la monotonía. Es duro pasar del Todo es Mentira a los programas de la Sexta y acabar en el Sálvame. Parece que en este país se han olvidado de informar, por lo menos en televisión.
Podría ir a uno de los dormitorios, pero no tengo edad para buscar un plano o un contraplano recostado sobre la cama, en plan adolescente aburrido chafardeando con los amigos. No soy Alicie Silverston, ni nadie por el estilo para mostrar el edredón revuelto. No hay posters en las paredes y no se ven libros. Los dormitorios aquí están acuartelados porque en período normal rotan por la casa tres familias y media.
Así que sólo queda la cocina como set de emisión. Tendría que ser un Killer para dar la clase desde el cuarto de baño y la despensa es muy viejuna.
Cuando regrese el buen tiempo volveré a salir a la terraza, hablaré desde el jardín, como un viejo filósofo retirado del mundanal ruido. Entre las ruinas de mi inteligencia.
Hoy hace un frio que pela. He hecho una prueba en el porche, pero parecía que emitiera desde la estepa. El viento hacía ulular los parasoles y las palmeras se agitaban salvajemente, augurando otra tarde lluviosa.
Así que me refugio en la cocina. Me he puesto una camisa y un jersey apañado, para no parecerme a Robert De Niro en las escenas de residencia de ancianos del Irlandés. Las escenas en el geriátrico se verían hoy mucho más siniestras de lo que ya me parecieron cuando vi la película hace unas semanas, antes del confinamiento.
He encontrado un hueco para leer el capítulo de Boccaccio, una historia de inspiración homérica, sobre un héroe que busca la fortuna en el mar, naufraga y es apresado, terminando sus días en una cárcel de Túnez. Hasta allí llega su amada, de nuevo una historia de amores imposibles, de imposiciones matrimoniales, de tensiones entre la burguesía que aspira a ser rica y los trabajadores que aspiran únicamente a comer.
Por lo menos en este quinto ciclo Boccaccio garantiza un final feliz, aunque sea forzado.
Quedan 10 minutos para empezar la clase. Me atuso el pelo frente a la cámara. Encajo bien el cuello de la camisa y busco, de reojo, la receta de la Marquesa. Hoy unos mostachones pardos, un postre muy español, acorde con mi entorno.
Se necesita mucha azúcar, 250 gramos, la misma cantidad de harina y también de almendras, 9 yemas de huevos, canela en polvo y obleas. Más una clara de huevo.
He tenido que cambiar el set de emisión, hoy funciona mal la cobertura y he tenido que invadir el salón, desde la universidad me advierten que se escucha el serial de la TV que está viendo mi suegra.
Ya en el salón, reanudo la clase y mi tarea como profesor y diletante.
El mostachón pardo se llama así porque la canela lo oscurece. La receta no tiene complicaciones, se mezclan primero la harina tamizada, la almendra, finalmente se añaden las yemas de huevos, uno a uno, mezclándolas una a una.
Una vez está hecha la masa, se forman discos del tamaño pequeño tamaño, se unta la superficie con clara de huevo ligeramente batida y se colocan las obleas por encima. Se cuecen a horno suave (120º) 15 minutos.

El cuadro de Hopper, como mis alumnos, refleja una tropa agotada ante la expectativa de dos horas de clase on line.
Dentro de 20 minutos empiezo una clase on line. Asumo que no soy Scorsese y me marcho a la cocina, que es el único punto de la casa en el que tengo garantizada cierta tranquilidad por la tarde. Al fin y al cabo, es mi territorio.
La cocina tiene poco glamour para un plano medio que va a durar casi dos horas. A mi espalda unos azulejos blancos y un trozo del mapa de España que utilizó uno de mis hijos para hacer una presentación en clase hace unos días.
Hemos convertido la cocina en nuestro estudio de televisión, a lo largo del día vamos buscando la paz de los fogones para dar o recibir las clases más largas, las que requieren cierta quietud.
Por las tardes el salón se convierte en territorio de relax familiar. Televisión a todo volumen, peleas por el mando y riesgo de caer en la monotonía. Es duro pasar del Todo es Mentira a los programas de la Sexta y acabar en el Sálvame. Parece que en este país se han olvidado de informar, por lo menos en televisión.
Podría ir a uno de los dormitorios, pero no tengo edad para buscar un plano o un contraplano recostado sobre la cama, en plan adolescente aburrido chafardeando con los amigos. No soy Alicie Silverston, ni nadie por el estilo para mostrar el edredón revuelto. No hay posters en las paredes y no se ven libros. Los dormitorios aquí están acuartelados porque en período normal rotan por la casa tres familias y media.
Así que sólo queda la cocina como set de emisión. Tendría que ser un Killer para dar la clase desde el cuarto de baño y la despensa es muy viejuna.
Cuando regrese el buen tiempo volveré a salir a la terraza, hablaré desde el jardín, como un viejo filósofo retirado del mundanal ruido. Entre las ruinas de mi inteligencia.
Hoy hace un frio que pela. He hecho una prueba en el porche, pero parecía que emitiera desde la estepa. El viento hacía ulular los parasoles y las palmeras se agitaban salvajemente, augurando otra tarde lluviosa.
Así que me refugio en la cocina. Me he puesto una camisa y un jersey apañado, para no parecerme a Robert De Niro en las escenas de residencia de ancianos del Irlandés. Las escenas en el geriátrico se verían hoy mucho más siniestras de lo que ya me parecieron cuando vi la película hace unas semanas, antes del confinamiento.
He encontrado un hueco para leer el capítulo de Boccaccio, una historia de inspiración homérica, sobre un héroe que busca la fortuna en el mar, naufraga y es apresado, terminando sus días en una cárcel de Túnez. Hasta allí llega su amada, de nuevo una historia de amores imposibles, de imposiciones matrimoniales, de tensiones entre la burguesía que aspira a ser rica y los trabajadores que aspiran únicamente a comer.
Por lo menos en este quinto ciclo Boccaccio garantiza un final feliz, aunque sea forzado.
Quedan 10 minutos para empezar la clase. Me atuso el pelo frente a la cámara. Encajo bien el cuello de la camisa y busco, de reojo, la receta de la Marquesa. Hoy unos mostachones pardos, un postre muy español, acorde con mi entorno.
Se necesita mucha azúcar, 250 gramos, la misma cantidad de harina y también de almendras, 9 yemas de huevos, canela en polvo y obleas. Más una clara de huevo.
He tenido que cambiar el set de emisión, hoy funciona mal la cobertura y he tenido que invadir el salón, desde la universidad me advierten que se escucha el serial de la TV que está viendo mi suegra.
Ya en el salón, reanudo la clase y mi tarea como profesor y diletante.
El mostachón pardo se llama así porque la canela lo oscurece. La receta no tiene complicaciones, se mezclan primero la harina tamizada, la almendra, finalmente se añaden las yemas de huevos, uno a uno, mezclándolas una a una.
Una vez está hecha la masa, se forman discos del tamaño pequeño tamaño, se unta la superficie con clara de huevo ligeramente batida y se colocan las obleas por encima. Se cuecen a horno suave (120º) 15 minutos.
El cuadro de Hopper, como mis alumnos, refleja una tropa agotada ante la expectativa de dos horas de clase on line.
"Dawn Before Gettysburg" by Edward Hopper (1882-1967)

martes, 21 de abril de 2020

Capítulo DXXXVI.- Diez Jornadas (5.1.) Manías cinematrográficas.

Hay manías que uno adquiere de niño y las arrastra durante toda la vida. Manías que pueden parecer absurdas, pero que uno termina por alimentar y convertirlas en manías de adulto.
Creo que fue en la infancia cuando le cogí manía a una tipología de padre muy particular, era el padre obsesionado por las fotografías y los videos. El padre “motivao” según la terminología de mis hijos.
Recuerdo una excursión que hicimos hace muchísimos años a Menorca. Un grupo de amigos de mis padres convenció a unos pescadores para que nos llevaran a Menorca a un grupo de padres y niños muy heterogéneos. Salimos a primera hora de la mañana, nos dejaron de amanecida en Ciudadela, si no recuerdo mal, nos dejaron libres a los niños, a nuestro aire, mientras los adultos dieron un paseo por la ciudad, fueron a la playa y supongo que se comerían una caldereta de langosta mientras que los niños nos conformamos con unos bocadillos. No termino de tener claros los recuerdos de nuestra estancia en la isla durante horas, pero sí me acuerdo del viaje de vuelta.
Estábamos fundidos, muy cansados. Debía ser media tarde, habíamos estado haciendo la cabra todo el día y estábamos reventados.
El barco de pescadores no tenía muchas comodidades (hay que situarse a mediados de los años 80 del siglo pasado). Teníamos que ir tirados en la cubierta, apoyando la cabeza sobre toallas ya húmedas y trajinadas.
El cuarto de baño era un cuartucho mínimo sin puertas. Había mar gruesa y entre mareos, sed y otras incomodidades el baño estaba impracticable. Hubo quien vomitaba por babor, quien hacía pis por estribor…
Los niños, que éramos de granito, no hacíamos otra cosa que reír a carcajadas mientras los adultos iban cayendo como chinche, el que no devolvía hasta el último trozo de langosta, le reventaba la vejiga porque no conseguía orinar ni a barlovento, ni a sotavento, ni en la sentina…
En todo aquél pandemónium había un sujeto ya entrado en años, con unas bermudas de color rojo y una camisa de hilo que estaba, a esas alturas del día, ajada como un estropajo, que no hacía otra cosa que tomar fotografías y rodar videos. Adoptaba posturas imposibles, se encaramaba a cualquier punto elevado, incluido el palo mayor. Se retorcía como un orangután en la selva amazónica, sujetando la cámara de fotografía o de video con una pericia inusitada.
Llevaba al hombro un zurrón en el que iba depositando lentes y aparejos que combinaba con una lógica superior a nuestra capacidad. Tenemos que ponernos en la tecnología de hace cuarenta años para imaginarse el volumen de artilugios que manejaba aquel tipo.
Estaba yo tirado en la cubierta junto a mis hermanos, burlándonos de aquel tipo al de decidimos llamar El Kubrick y con ese mote se quedó para el resto de los días.
Muchos años después, viviendo yo en Barcelona, la casualidad ha querido que tenga cierta relación, por cierto muy cordial, con el Kubrick, a quien veo con cierta frecuencia y trato con todo el cariño y respeto que no le tenía de niño.
Nunca me he atrevido a pedirle al Kubrick que me enseñara las fotografías y videos de aquella travesía, supongo que si los viera ahora me haría muchísima ilusión ver aquel tiempo, recordar la imagen de mis padres y de mis hermanos hace poco menos de cuarenta años.
Pero hoy no toca ejercicio de nostalgia. A partir de aquella travesía cualquier padre que cogiera una cámara de hacer fotos para empezar cualquier reportaje pasaba a ser automáticamente un Kubrick.
No sé si aquella anécdota tiene que ver con mi manía de no hacer fotografías y de evitar salir en cualquier fotografía o película de video casero.
Con los años empecé a ir al cine, me convertí en una rata de filmoteca. Disfruté con los elegantes planos lejanos de John Ford, con el mítico plano secuencia de Welles en Sed de Mal, con los experimentos de Hitchcock, que era un maestro del plano medio y del juego de profundidades de plano. Me encantaba la planificación de secuencias de Howard Hawks. Los contraplanos de Minelli. De los directores modernos me quedé con Truffaut. Algunos juegos eléctricos con rupturas espacio/temporales de Godard. La parsimonia de Rommer. Después vinieron Coppola, Scorsese. Spielberg me ha parecido un genio de la cámara y del montaje, aunque sus películas puedan parecer un poco ñoñas (me pelearé con quien haga falta defendiendo la maestría de Spielberg, por encima de cualquier pesado finlandés o noruego). Incluso a Woddy Allen le encuentro cierta elegancia dirigiendo… No puedo evitarlo, cuando veo una película, cualquier película, me coloco instintivamente en la posición del director y voy siguiendo la lógica y el ritmo de su narración, de su punto de vista. Disfruto de una mala película bien dirigida y un solo plano, si es brillante, hace que merezca la pena el film más aburrido. Puede que mi vocación frustrada, una de mis vocaciones frustradas sea la de director de cine (recuerdo que hace mil años le mandé un correo electrónico a Francis Ford Coppola invitándole a que interviniera en un curso sobre justicia y cine, un correo que jamás contestó y aún y así sigo siendo un devoto de Coppola, incluso del peor de los Coppola).
Con estos antecedentes, comprenderá el lector que lo esté pasando francamente mal durante el actual pandemónium, cada vez que tengo que hacer un video o visualizar un video de los que me mandan. Cada vez que hay que organizar una video llamada entro en crisis. Me gustaría tener la capacidad de organizar un plano/contra/plano de los que dibujaba Win Wenders en Paris-Texas, el diálogo entre Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski, o la dureza con la que Forest Whitaker cogía un teléfono en Bird, de Clint Easwood.
Por desgracia, ninguna de mis videollamadas consigue transmitir la habilidad de un storyboard. Son imágenes planas, desenfocadas, con contraluces que distorsionan las siluetas. Los diálogos son cansinos. Según cómo coloque la cámara se me ve la papada. Se marcan las ojeras, balbuceo al hablar, utilizo muletillas… Un desastre, vamos.
Cada vez que recibo una invitación para unirme al Skype, al Team, al Zoom o asimilados entro en crisis, pienso que alguien habrá que esté haciendo virguerías con su móvil durante la confinación, no es mi caso.
Por cierto, Win Wenders tiene un proyecto maravilloso entorno a Edward Hopper, una película en 3D, sobre el pintor americano, apoyada por la Fundación Beyeler (https://www.fondationbeyeler.ch/en/exhibitions/edward-hopper). Hubo un tiempo en el que creí que Wenders era dios, luego cambié por Coppola y he seguido dando tumbos buscando dioses efímeros hasta que llegué a Grecia y los encontré todos en cabo Sunion.
Hoy Hopper le presta un anochecer a Howard Hawks.
Edward Hopper: fascinación por un mundo congelado | La Esfera de Papel
Boccaccio sigue desbocado, aunque hemos cambiado de jornadas, sigue con aventuras de amores imposibles, secuestros de damas enamoradas a punto de malcasarse. En la historia de hoy viajamos a Creta, Chipre y Rodas en una novela de capa y espada, con final feliz, porque las novelillas de la quinta jornada han de tener final feliz.
La Marquesa nos deja una receta sencilla de un pan para desayuno o para té. Podría especiarse.
Se necesitan 700 gramos de harina de fuerza, 170 gramos de azúcar (puede ponerse un poco menos), 8 gramos de levadura en polvo, 30 gramos de mantequilla, 6 huevos y 400 cc de leche, más una pizca de sal.
En un lebrillo se cascan los huevos y se baten con brío hasta que espumen bien. Se les añade poco a poco la leche, que no esté muy frio, y la mantequilla derretida.
Cuando esté bien batido todo se añade el azúcar, mezclándola bien, la pizca de sal, la harina tamizada y la levadura.
Se mezcla y amasa bien, durante 5 minutos, quizá alguno más. Se pone la masa en un molde grande o en dos pequeños, que previamente hay que tener bien engrasada con mantequilla.
En el momento de amasar se puede decidir se añadir pasas, algunas especias o frutos secos (con moderación, no más de 150 gramos en total).
Se deja reposar durante una hora en lugar templado y se cuece en el horno precalentado (120º) durante 18 minutos, luego se pone un poco más fuerte (150º) a temperatura más elevada (150º).
Minutos antes de sacarlo del horno se puede pintar un poco la cobertura con una yema de huevo batida en leche, eso permitirá que quede dorado y brillante.

Se saca del horno, se deja enfriar unos minutos y se corta en rebanadas. Lujurioso.

lunes, 20 de abril de 2020

Capítulo DXXXV.- Diez jornadas (4.10). Indolencia.

Tercer día de lluvia. Mañana anuncian también tormentas. Definitivamente nos instalamos en noviembre, no sé si del año pasado o del que viene.
Boccaccio agota el último relato de la cuarta jornada. Amores imposibles con final trágico. De nuevo una mujer joven que casa con un burgués mucho mayor, un médico que, a juicio de Boccaccio: « es verdad que ella la mayor parte del tiempo
estaba resfriada, como quien en la cama no estaba por el marido bien cubierta».
En esta ocasión el amante termina narcotizado y escondido en un baúl que roban unos usureros.
Los agoreros aseguran que bares y restaurantes serán los últimos en abrir, quizá un poco antes de los conciertos y grandes convocatorias. Un drama para el Atleti, que para un año que tenía opciones de ganar la Champions después de liquidar al Liverpool, va a resultar que se cancela el torneo. Este año, que había conseguido entradas para ver a Bryan Ferry y a Men at Work me voy a quedar con las ganas.
Estoy convencido de que volveremos a disfrutar de los bares y de los restaurantes. Que podremos acodarnos en la barra y pedir un pincho de tortilla, o reservar en un restaurante sofisticado para dejarnos seducir por un menú maravilloso, lleno de sorpresas.
Mientras llega ese día, nos queda cocinar en casa, como hacían las madres lionesas en el siglo XVIII, antes de que se abrieran los primeros restaurantes.
La tarde de hoy es una tarde anodina, de las que cuesta tomar decisiones, incluso las más ligeras.
Me animo con la receta de las galletas bretonas, unas pasta sencillas que se hacen con medio kilo de harina de fuerza, un cuarto de kilo de azúcar glas, otro cuarto de kilo de mantequilla en pomada, otro cuarto de kilo de fruta confitada (cortezas de limón y naranja van bien también), 125 gramos de almendras molidas y 3 huevos.
Se coloca la harina en el centro de una mesa de mármol, haciendo un pequeño volcán en el centro donde se pone el resto de ingredientes. Se van trabajando con fuerza hasta que quede una masa compacta (aunque la marquesa propone que se mezclen todos los ingredientes a la vez, es más operativo si primero se añade el azúcar, la fruta, la almendra picada, después los huevos y, finalmente, la mantequilla bien ablandada.
Se aplana la masa con ayuda de un rodillo y se corta en cuadrados o en discos pequeños.
Hay que cocer las galletas a temperatura fuerte, sobre papel satinado para que no se peguen.
A medio cocer se espolvorea un poco de azúcar glas para que queden lustrosas. Han de quedar bien tostadas.

Hoy Hopper anda con la galvana, deja unas escaleras, eso sí, de París.
Stairway at 48 rue de Lille Paris, 1906 - Edward Hopper