jueves, 9 de abril de 2020

Capítulo DXXIV.- DIez jornadas (3.9). Un golpe repentino de memoria.

Jugando ayer a la brisca con los niños me vino a la memoria el recuerdo de un confinamiento que nada tiene que ver con la actual. Tendría yo trece o catorces años, por lo tanto, he de situarme en el año 1980 o 1981, puede que en 1979, hace una eternidad.
A las puertas del verano mis hermanos fueron cayendo con una hepatitis vírica, justo a final del curso, a duras penas pudieron terminar las clases. Fuimos cayendo todos con el virus y al final los cuatro estábamos amarillos como un limón.
El médico advirtió a mis padres que aquella enfermedad era muy contagiosa y que debían aislarnos, no podríamos tener contacto con nadie y mucho menos con otros niños.
Desde finales de junio quedamos confinados, primero en casa, en Palma de Mallorca, después de un apartamento de verano que mis padres tenían alquilado en la costa, a poco más de una hora de casa. Mi madre no nos dejaba salir, nos tenía todo el día encerrados en el salón del piso, ajenos al mundo, todo el día en pijama.
Entonces había solo dos cadenas de televisión y creo que todavía no se había puesto en marcha la televisión matinal; no había video, ni redes sociales, ni ordenadores, ni nada parecido. No había grandes opciones de entretenimiento, nos encontrábamos bien de salud y, en la guerra contra las transaminasas, no quedaba otra opción que la paciencia y el reposo. En casa era vital que nos recuperáramos antes de que empezara el nuevo curso.
Estuvimos confinados casi tres meses, 90 días. No hizo falta ningún Real Decreto, mi madre ejercía su autoridad con mano de hierro y, sobre todo durante las primeras semanas, no había excepciones.
No recuerdo que el médico indagara sobre el origen de la enfermedad, no buscó el paciente 0, ni le preocupó gran cosa que pudiera haber otros niños contagiados. Su única recomendación era reposo absoluto y dieta blanda.
En pocos días nos encontrábamos bien de salud, llenos de energía, sin embargo, las reglas de la cuarentena eran severas. No abandonaríamos el aislamiento hasta que el último de nosotros no bajara las dichosas transaminasas.
Supongo que nos peleamos como leoncillos preadolescentes, discutimos por cualquier tontería, corrimos pasillo arriba, pasillo abajo para aplacar nuestras energías… No tengo recuerdos precisos de malos momentos o tensiones, sólo me vienen a la memoria las largas partidas de cartas que hacíamos entorno a un bote metálico en el que íbamos guardando las pesetas que nos daba mi madre. Quien ganara los juegos, quien llegara a determinados tanteos se llevaba el contenido de la lata, treinta o cuarenta pesetas, no mucho más.
Empezamos con las siete y media, después con la brisca, pasamos al tute en todas sus modalidades y, finalmente, al póker. Durante aquella cuarentena se fijaron los lazos de nuestra relación fraternal, se limaron asperezas arrastradas de la infancia y forjamos finalmente una amistad estrecha, profunda y limpia, que no quería grandes complicaciones. Con esa relación seguimos, ahora en la distancia.
Llegó el mes de agosto y nos marchamos a la playa. La regla de confinamiento era la misma, no podíamos relacionarnos con nadie, de hecho, los padres de nuestros amigos establecieron también una rígida fórmula que evitaba todo contacto, no querían que la hepatitis se contagiara. Recuerdo que teníamos el apartamento en un séptimo piso y los amigos paseaban por las tardes para saludarnos desde la calle, sin atreverse a subir. Sólo los más osados franquearon las fronteras y, a hurtadillas, se asomaban de tarde en tarde a vernos y a jugar a las cartas.
No íbamos a la playa, bajábamos al restaurante del edificio (era una España pop en la que los edificios de veraneo tenían un restaurante en la planta principal y un pequeño supermercado en los bajos) a comer, situados en una mesa a parte, ajena al resto de vecinos.
Ya al final del verano, mi madre relajó las normas de la cuarentena, me dejaba bajar al colmado a comprar algunas cosas que necesitábamos para la cena. Por las tardes, cuando la piscina comunitaria quedaba vacía, porque los turistas marchaban a dar el paseo, nos dejaba, durante media hora, hasta que caía el sol, bajar a bañarnos, a hacer el borrico y jugar a lanzarnos a la carrera formando tremendas batallas de agua que dejaban el solario empapado de agua.
Salvo el momento del chapuzón, el resto del día se reducía a jugar a las cartas y asomarnos a la terraza, desde la que en las jornadas más diáfanas, se veía Menorca. Creo que dediqué más tiempo a mirar el mar abierto y la bocana del puerto que la televisión.
La primera semana de septiembre nos repitieron los análisis y nos alzaron el cautiverio, aunque los padres de nuestros amigos les obligaron a mantener las distancias hasta que empezó el colegio.
Todos estos recuerdos han venido de repente, después de enseñar a mis hijos a jugar a la brisca una tarde de abril, aprovechando el sol tibio de la tarde.
Esta historia puede que sea más ñoña que la de Boccaccio, que hoy ha tejido una historia de amor imposible en el que brilla, sobre todos los personajes la inteligente Giletta, la protagonista del relato, una chica que aprende medicina de su padre y gracias a su conocimiento puede casarse con el hijo del rey, que primero la desprecia y, finalmente, cae rendido ante una entretenida celada.
A la Marquesa le robo hoy otra receta de mermelada, otra fórmula básica. Mermelada de fresas. Se necesita un kilo de fresas y 600 gramos de azúcar (yo, por mi cuenta, recomiendo que se añada medio limón bien pelado y despepitado, que no tenga nada de piel, ni de la parte blanca y amarga).
Se quitan los rabos de las fresas, se lavan en agua fresca y se escurren muy bien, deben quedar bien secas para que se cuezan mejor.
Se van colocando las fresas en una cazuela, si puede ser de barro,  se colocan las fresas por capas, unos gajos de limón y, entre capa y capa, se espolvorea un poco de azúcar. La marquesa aconseja que la primera y la última capa sean de azúcar.
Se deja reposando la cazuela en lugar fresco durante 24 horas.
Pasado el período de reposo, se sacan y escurren las fresas, se reservan en un bol, un tupper u otro recipiente que pueda cubrirse bien, recogiendo el juguillo que han soltado, que es un jarabe pringoso y rosáceo que sirve como base para el almíbar.
Se tiene que preparar un almíbar muy clarito, que no caramelice (si queda poco jarabe porque las fresas sean de las de invernadero se puede añadir un vaso de agua).
Cuando esté preparado el almíbar, se deja reposar un rato y luego se derrama sobre las fresas. Hay que dejar reposando las fresas con ese almíbar durante 24 horas más, en infusión.
Se repite de nuevo la operación, escurriendo y reservando las fresas, retirando el almíbar con el jugo renovado de las fresas y el limón.
Se pone a hervir otra vez el almíbar, hasta que rompa a hervir. Cuando rompa a hervir el almíbar se añaden las fresas, que estarán muy manoseadas, casi como una jalea. Se mantiene la mezcla al fuego durante cuatro o cinco minutos (más tiempo si se quiere que no se noten los trozos de fresa muy enteros).
Se mueve la mezcla con cuidado, con ayuda de una cuchara de madera. Se retira del fuego y se deja templar la mermelada, ya casi terminada, durante unos minutos antes de ir pasándola a un bote de cristal.
Hay que dejar los botes reposando fuera de la nevera 24 horas antes de poderlas guardar en el refrigerador.

Hoy Hopper me recuerda lo que añoro ver el mar abierto.
The Long Leg, c.1930 - Edward Hopper

1 comentario:

  1. Grande, muy grande!
    Jamón dulce, mermelada y pan Bimbo.
    Nosotros ya estamos entrenados.

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