Jugando ayer a la
brisca con los niños me vino a la memoria el recuerdo de un confinamiento que
nada tiene que ver con la actual. Tendría yo trece o catorces años, por lo
tanto, he de situarme en el año 1980 o 1981, puede que en 1979, hace una
eternidad.
A las puertas del
verano mis hermanos fueron cayendo con una hepatitis vírica, justo a final del
curso, a duras penas pudieron terminar las clases. Fuimos cayendo todos con el
virus y al final los cuatro estábamos amarillos como un limón.
El médico advirtió
a mis padres que aquella enfermedad era muy contagiosa y que debían aislarnos,
no podríamos tener contacto con nadie y mucho menos con otros niños.
Desde finales de
junio quedamos confinados, primero en casa, en Palma de Mallorca, después de un
apartamento de verano que mis padres tenían alquilado en la costa, a poco más
de una hora de casa. Mi madre no nos dejaba salir, nos tenía todo el día
encerrados en el salón del piso, ajenos al mundo, todo el día en pijama.
Entonces había solo
dos cadenas de televisión y creo que todavía no se había puesto en marcha la
televisión matinal; no había video, ni redes sociales, ni ordenadores, ni nada
parecido. No había grandes opciones de entretenimiento, nos encontrábamos bien
de salud y, en la guerra contra las transaminasas, no quedaba otra opción que
la paciencia y el reposo. En casa era vital que nos recuperáramos antes de que
empezara el nuevo curso.
Estuvimos
confinados casi tres meses, 90 días. No hizo falta ningún Real Decreto, mi
madre ejercía su autoridad con mano de hierro y, sobre todo durante las
primeras semanas, no había excepciones.
No recuerdo que el
médico indagara sobre el origen de la enfermedad, no buscó el paciente 0, ni le
preocupó gran cosa que pudiera haber otros niños contagiados. Su única
recomendación era reposo absoluto y dieta blanda.
En pocos días nos
encontrábamos bien de salud, llenos de energía, sin embargo, las reglas de la
cuarentena eran severas. No abandonaríamos el aislamiento hasta que el último
de nosotros no bajara las dichosas transaminasas.
Supongo que nos
peleamos como leoncillos preadolescentes, discutimos por cualquier tontería,
corrimos pasillo arriba, pasillo abajo para aplacar nuestras energías… No tengo
recuerdos precisos de malos momentos o tensiones, sólo me vienen a la memoria
las largas partidas de cartas que hacíamos entorno a un bote metálico en el que
íbamos guardando las pesetas que nos daba mi madre. Quien ganara los juegos,
quien llegara a determinados tanteos se llevaba el contenido de la lata,
treinta o cuarenta pesetas, no mucho más.
Empezamos con las
siete y media, después con la brisca, pasamos al tute en todas sus modalidades
y, finalmente, al póker. Durante aquella cuarentena se fijaron los lazos de
nuestra relación fraternal, se limaron asperezas arrastradas de la infancia y
forjamos finalmente una amistad estrecha, profunda y limpia, que no quería
grandes complicaciones. Con esa relación seguimos, ahora en la distancia.
Llegó el mes de
agosto y nos marchamos a la playa. La regla de confinamiento era la misma, no
podíamos relacionarnos con nadie, de hecho, los padres de nuestros amigos
establecieron también una rígida fórmula que evitaba todo contacto, no querían
que la hepatitis se contagiara. Recuerdo que teníamos el apartamento en un
séptimo piso y los amigos paseaban por las tardes para saludarnos desde la
calle, sin atreverse a subir. Sólo los más osados franquearon las fronteras y,
a hurtadillas, se asomaban de tarde en tarde a vernos y a jugar a las cartas.
No íbamos a la
playa, bajábamos al restaurante del edificio (era una España pop en la que los
edificios de veraneo tenían un restaurante en la planta principal y un pequeño
supermercado en los bajos) a comer, situados en una mesa a parte, ajena al
resto de vecinos.
Ya al final del
verano, mi madre relajó las normas de la cuarentena, me dejaba bajar al colmado
a comprar algunas cosas que necesitábamos para la cena. Por las tardes, cuando
la piscina comunitaria quedaba vacía, porque los turistas marchaban a dar el
paseo, nos dejaba, durante media hora, hasta que caía el sol, bajar a bañarnos,
a hacer el borrico y jugar a lanzarnos a la carrera formando tremendas batallas
de agua que dejaban el solario empapado de agua.
Salvo el momento
del chapuzón, el resto del día se reducía a jugar a las cartas y asomarnos a la
terraza, desde la que en las jornadas más diáfanas, se veía Menorca. Creo que
dediqué más tiempo a mirar el mar abierto y la bocana del puerto que la
televisión.
La primera semana
de septiembre nos repitieron los análisis y nos alzaron el cautiverio, aunque
los padres de nuestros amigos les obligaron a mantener las distancias hasta que
empezó el colegio.
Todos estos
recuerdos han venido de repente, después de enseñar a mis hijos a jugar a la
brisca una tarde de abril, aprovechando el sol tibio de la tarde.
Esta historia puede
que sea más ñoña que la de Boccaccio, que hoy ha tejido una historia de amor
imposible en el que brilla, sobre todos los personajes la inteligente Giletta,
la protagonista del relato, una chica que aprende medicina de su padre y
gracias a su conocimiento puede casarse con el hijo del rey, que primero la
desprecia y, finalmente, cae rendido ante una entretenida celada.
A la Marquesa le
robo hoy otra receta de mermelada, otra fórmula básica. Mermelada de fresas. Se
necesita un kilo de fresas y 600 gramos de azúcar (yo, por mi cuenta,
recomiendo que se añada medio limón bien pelado y despepitado, que no tenga
nada de piel, ni de la parte blanca y amarga).
Se quitan los rabos
de las fresas, se lavan en agua fresca y se escurren muy bien, deben quedar
bien secas para que se cuezan mejor.
Se van colocando
las fresas en una cazuela, si puede ser de barro, se colocan las fresas por capas, unos gajos
de limón y, entre capa y capa, se espolvorea un poco de azúcar. La marquesa
aconseja que la primera y la última capa sean de azúcar.
Se deja reposando
la cazuela en lugar fresco durante 24 horas.
Pasado el período
de reposo, se sacan y escurren las fresas, se reservan en un bol, un tupper u
otro recipiente que pueda cubrirse bien, recogiendo el juguillo que han
soltado, que es un jarabe pringoso y rosáceo que sirve como base para el
almíbar.
Se tiene que
preparar un almíbar muy clarito, que no caramelice (si queda poco jarabe porque
las fresas sean de las de invernadero se puede añadir un vaso de agua).
Cuando esté
preparado el almíbar, se deja reposar un rato y luego se derrama sobre las
fresas. Hay que dejar reposando las fresas con ese almíbar durante 24 horas
más, en infusión.
Se repite de nuevo
la operación, escurriendo y reservando las fresas, retirando el almíbar con el
jugo renovado de las fresas y el limón.
Se pone a hervir
otra vez el almíbar, hasta que rompa a hervir. Cuando rompa a hervir el almíbar
se añaden las fresas, que estarán muy manoseadas, casi como una jalea. Se
mantiene la mezcla al fuego durante cuatro o cinco minutos (más tiempo si se
quiere que no se noten los trozos de fresa muy enteros).
Se mueve la mezcla
con cuidado, con ayuda de una cuchara de madera. Se retira del fuego y se deja
templar la mermelada, ya casi terminada, durante unos minutos antes de ir
pasándola a un bote de cristal.
Hay que dejar los
botes reposando fuera de la nevera 24 horas antes de poderlas guardar en el
refrigerador.
Hoy Hopper me
recuerda lo que añoro ver el mar abierto.
Grande, muy grande!
ResponderEliminarJamón dulce, mermelada y pan Bimbo.
Nosotros ya estamos entrenados.