miércoles, 8 de abril de 2020

Capítulo DXXIII.- Diez Jornadas (3.8). Sobre la necesidad de dominar el relato.

Estos días hechos hecho un maratón familiar y hemos visto en tres sesiones los 8 capítulos de la nueva temporada de La Casa de Papel. Habíamos visto las tres temporadas anteriores a finales de enero, coincidiendo con una pasa de gripe familiar, quedamos completamente enganchados a la serie, con sus luces y sus sombras.
Lo que me sorprende de la serie es la capacidad que tiene de construir un relato por encima de la historia que cuenta. Construir un relato responde a la habilidad de los guionistas y del director de poder ir dando vueltas de tuerca, algunas absolutamente imposibles, con naturalidad.
La capacidad de construir relatos se constata cuando una propuesta absolutamente descabellada entra armónicamente sin que el lector o espectador la critique. Encajan las piezas de modo imposible porque tienes absolutamente fidelizada a tu audiencia, que no sólo lo metaboliza todo, sino que incluso llega a celebrar cada golpe de tuerca como si fuera la obra de un genio. Qué importante es tener fidelizada a la tropa con credibilidad y con fascinación.
No quiero desvelar ningún secreto (spoilers no), hay una escena para mi genial en la que un escuadrón de policías nacionales introducen en el Banco de España una docena de paellas, botellines de cerveza y botellas de vino a ritmo de pasodoble. Es una larga escena hecha en contrapicado en una maravillosa mañana de marzo fría en Madrid, en la zona de Nuevos Ministerios, que es donde han rodado los exteriores de la serie.
Boccaccio también tiene un dominio absoluto del relato, más allá de la originalidad de cada novela. Va dando vueltas de tuerca de sus breves relatos y, aunque terminan girando todos sobre temas y personajes muy parecidos, consigue con cada revuelta dejar al lector con ganas de leer el siguiente.
El relato de hoy es de los que juega con el lector, no sé si Passolini lo utilizó en su versión abreviada, pero las escenas que describe merecerían una película.
De nuevo cuenta la historia de un fraile lascivo, enamorado en secreto de la esposa de un burgués de la toscana, un hombre rico, pero muy primario y celoso.
La víctima del fraile, el rico Ferondo, acude a confesarse a la abadía, es tal la confianza que tiene en el abada, que goza de prestigio por sus virtudes y sabiduría, que acude con regularidad acompañado de su esposa.
El fraile, aprovechando la confesión de su amada, urde un plan para convencerla de que su marido está en peligro de ir al infierno dada su tosquedad y sus celos. Le dice que tiene la manera de conseguir que el ingenuo Ferondo pueda librarse del infierno y, a la vez, corregir su desconfianza conyugal. Lo que le propone el fraile es drogar a Ferondo para que parezca que ha muerto, enterrarle incluso y después, clandestinamente, llevarle a uno de los sótanos de la abadía para que crea que está en el purgatorio, donde recibirá las instrucciones para expiar sus pecados y, a la vez, poder regresar al mundo de los vivos.
Como recompensa a su descabellada propuesta, el fraile confiesa su amor carnal y le propone mantener relaciones durante el tiempo que Ferondo está en el purgatorio. Para terminar de quebrantar el ánimo de su amada, le entrega algunas joyas y le promete más dádivas si afloja sus dudas y su ropa interior.
El fraile da a beber una pócima a Ferondo, que queda sumergido en un sueño profundo que sus vecinos confunden con la muerte. Es enterrado y, clandestinamente, es sacado de su tumba por el fraile y por un colega sardo tan golfo como él.
Ferondo es encerrado en las mazmorras del convento, ajeno al mundo. Al despertar le convencen de que está en el purgatorio, donde el colega sardo le va contando que él también está condenado en el purgatorio y que dará de comer y de beber a Ferondo con las limosnas y misas que su viuda está ofreciendo por su alma.
Tras cada momento de deleite en el purgatorio, Ferondo come y bebe a placer, recibe tremendas palizas de su compañero de recogimiento, palizas que se justifican como medio para ser perdonado de sus pecados.
Durante 10 meses Ferondo vive recluido, convencido de estar purgando todos sus errores, mostrándose contrito, criticando la tacañería de su viuda que con sus óvolos no ofrece los mejores vinos de su bodega.
Durante esos meses el fraile y la viuda coyuntan cuanto pueden, el fraile acude todas las noches con las ropas de Ferondo, como si fuera un fantasma. Tanto va el cántaro a la fuente que al final la viuda queda embarazada y se ven en la complicada circunstancia de resucitar a Ferondo, a que advierten que dejó embarazada a su mujer antes de morir y que cuando resucite tendrá un hijo, al que llamará Benedeto, en honor del abad.
Ferondo es de nuevo narcotizado, trasladado a la tumba y resucitado poco después. Regresa a su casa, ha demostrado su propósito de enmienda, deja de acosar y agobiar a su mujer y retorna al mundo de los vivos bajo la intercesión del abad, que incrementa su fama de sabio y de santo.
La historia termina con Ferondo manso y feliz, el fraile santo y bien reconfortado en sus pasiones, ya que acude a placer a los brazos de su amada cuando lo desea.
Cuando Ferondo preguntó dónde estaba el purgatorio, el abad le respondió que «a millas de más bien-la-cagueremos».
Es una pena que nuestro gobierno no cuente con la habilidad de dominar el relato, eso haría que sus decisiones, fueran las que fueran, no levantaran las ampollas y suspicacias que generan porque ahora la capacidad del relato la tienen los que no arriesgan gran cosa.
Para hoy elijo una receta de las de fondo de armario de la Marquesa. Una mermelada de naranja.
Hay que elegir naranjas de corteza gruesa y rugosa. Naranjas hermosas. Hay que cocerlas durante 15 minutos (medio litro de agua por cada naranja). Se sabe que están a punto cuando pinchadas con una aguja la piel no ofrece resistencia.
Cuando terminan de cocer se sumergen en agua fría para que rompa la temperatura de golpe. Hay que dejarlas en agua fría durante 2 días.
Esta receta es cómoda para hacer durante el confinamiento, hay tiempo.
Pasadas las 48 horas, se escurren bien y se pesan. La divina marquesa indica que hay que utilizar la misma cantidad de azúcar que de naranjas ya remojadas.
Se cortan las naranjas en cuartos, se reserva la parte naranja de la piel y se aspa para quitar la parte blanca (que amarga), también las pepitas.
Estas operaciones conviene hacerlas sobre un plato hondo para que el zumo de las naranjas no se pierda.
Se termina de cortar la naranja, ya limpia en tiras, la piel también. En tiras finas.
Se coloca en una cacerola grande 6 decilitros de agua (un poco más de medio litro, equivalente a dos vasos de nocilla colmados). Se añade el azúcar y se cuece hasta que el agua reduzca y quede un almíbar denso, hay que evitar que se tueste y caramelice.
Cuando el almíbar inicie un leve cambio de color, se añaden las naranjas y se remueve bien. Fuego bajo, que rompa a hervir suavemente. Tiene que cocer durante  50 minutos, una hora máximo. Removiendo con una cuchara de madera para que no se pegue. Ha de quedar denso y viscoso, que no se escurra o desparrame cuando se pone en un plato.
La mermelada se guarda en botes de cristal, de 250 cc cada uno. Resisten bastante bien. Si se cierra el bote al vacío aguantan mucho más.

Cuando volvamos a la normalidad habrá que evitar, durante un tiempo, las aglomeraciones, así nos lo recuerda Hopper.
Edward Hopper - Wikipedia

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