Estos días hechos
hecho un maratón familiar y hemos visto en tres sesiones los 8 capítulos de la
nueva temporada de La Casa de Papel. Habíamos visto las tres temporadas
anteriores a finales de enero, coincidiendo con una pasa de gripe familiar, quedamos
completamente enganchados a la serie, con sus luces y sus sombras.
Lo que me sorprende
de la serie es la capacidad que tiene de construir un relato por encima de la
historia que cuenta. Construir un relato responde a la habilidad de los
guionistas y del director de poder ir dando vueltas de tuerca, algunas
absolutamente imposibles, con naturalidad.
La capacidad de
construir relatos se constata cuando una propuesta absolutamente descabellada
entra armónicamente sin que el lector o espectador la critique. Encajan las
piezas de modo imposible porque tienes absolutamente fidelizada a tu audiencia,
que no sólo lo metaboliza todo, sino que incluso llega a celebrar cada golpe de
tuerca como si fuera la obra de un genio. Qué importante es tener fidelizada a
la tropa con credibilidad y con fascinación.
No quiero desvelar
ningún secreto (spoilers no), hay una escena para mi genial en la que un
escuadrón de policías nacionales introducen en el Banco de España una docena de
paellas, botellines de cerveza y botellas de vino a ritmo de pasodoble. Es una
larga escena hecha en contrapicado en una maravillosa mañana de marzo fría en
Madrid, en la zona de Nuevos Ministerios, que es donde han rodado los
exteriores de la serie.
Boccaccio también
tiene un dominio absoluto del relato, más allá de la originalidad de cada
novela. Va dando vueltas de tuerca de sus breves relatos y, aunque terminan
girando todos sobre temas y personajes muy parecidos, consigue con cada
revuelta dejar al lector con ganas de leer el siguiente.
El relato de hoy es
de los que juega con el lector, no sé si Passolini lo utilizó en su versión
abreviada, pero las escenas que describe merecerían una película.
De nuevo cuenta la
historia de un fraile lascivo, enamorado en secreto de la esposa de un burgués
de la toscana, un hombre rico, pero muy primario y celoso.
La víctima del
fraile, el rico Ferondo, acude a confesarse a la abadía, es tal la confianza
que tiene en el abada, que goza de prestigio por sus virtudes y sabiduría, que
acude con regularidad acompañado de su esposa.
El fraile,
aprovechando la confesión de su amada, urde un plan para convencerla de que su
marido está en peligro de ir al infierno dada su tosquedad y sus celos. Le dice
que tiene la manera de conseguir que el ingenuo Ferondo pueda librarse del
infierno y, a la vez, corregir su desconfianza conyugal. Lo que le propone el
fraile es drogar a Ferondo para que parezca que ha muerto, enterrarle incluso y
después, clandestinamente, llevarle a uno de los sótanos de la abadía para que
crea que está en el purgatorio, donde recibirá las instrucciones para expiar
sus pecados y, a la vez, poder regresar al mundo de los vivos.
Como recompensa a
su descabellada propuesta, el fraile confiesa su amor carnal y le propone
mantener relaciones durante el tiempo que Ferondo está en el purgatorio. Para
terminar de quebrantar el ánimo de su amada, le entrega algunas joyas y le
promete más dádivas si afloja sus dudas y su ropa interior.
El fraile da a
beber una pócima a Ferondo, que queda sumergido en un sueño profundo que sus
vecinos confunden con la muerte. Es enterrado y, clandestinamente, es sacado de
su tumba por el fraile y por un colega sardo tan golfo como él.
Ferondo es
encerrado en las mazmorras del convento, ajeno al mundo. Al despertar le
convencen de que está en el purgatorio, donde el colega sardo le va contando
que él también está condenado en el purgatorio y que dará de comer y de beber a
Ferondo con las limosnas y misas que su viuda está ofreciendo por su alma.
Tras cada momento
de deleite en el purgatorio, Ferondo come y bebe a placer, recibe tremendas
palizas de su compañero de recogimiento, palizas que se justifican como medio
para ser perdonado de sus pecados.
Durante 10 meses
Ferondo vive recluido, convencido de estar purgando todos sus errores,
mostrándose contrito, criticando la tacañería de su viuda que con sus óvolos no
ofrece los mejores vinos de su bodega.
Durante esos meses
el fraile y la viuda coyuntan cuanto pueden, el fraile acude todas las noches
con las ropas de Ferondo, como si fuera un fantasma. Tanto va el cántaro a la
fuente que al final la viuda queda embarazada y se ven en la complicada
circunstancia de resucitar a Ferondo, a que advierten que dejó embarazada a su
mujer antes de morir y que cuando resucite tendrá un hijo, al que llamará
Benedeto, en honor del abad.
Ferondo es de nuevo
narcotizado, trasladado a la tumba y resucitado poco después. Regresa a su
casa, ha demostrado su propósito de enmienda, deja de acosar y agobiar a su
mujer y retorna al mundo de los vivos bajo la intercesión del abad, que
incrementa su fama de sabio y de santo.
La historia termina
con Ferondo manso y feliz, el fraile santo y bien reconfortado en sus pasiones,
ya que acude a placer a los brazos de su amada cuando lo desea.
Cuando Ferondo
preguntó dónde estaba el purgatorio, el abad le respondió que «a millas de más bien-la-cagueremos».
Es una pena que
nuestro gobierno no cuente con la habilidad de dominar el relato, eso haría que
sus decisiones, fueran las que fueran, no levantaran las ampollas y suspicacias
que generan porque ahora la capacidad del relato la tienen los que no arriesgan
gran cosa.
Para hoy elijo una
receta de las de fondo de armario de la Marquesa. Una mermelada de naranja.
Hay que elegir
naranjas de corteza gruesa y rugosa. Naranjas hermosas. Hay que cocerlas
durante 15 minutos (medio litro de agua por cada naranja). Se sabe que están a
punto cuando pinchadas con una aguja la piel no ofrece resistencia.
Cuando terminan de
cocer se sumergen en agua fría para que rompa la temperatura de golpe. Hay que
dejarlas en agua fría durante 2 días.
Esta receta es
cómoda para hacer durante el confinamiento, hay tiempo.
Pasadas las 48 horas,
se escurren bien y se pesan. La divina marquesa indica que hay que utilizar la
misma cantidad de azúcar que de naranjas ya remojadas.
Se cortan las
naranjas en cuartos, se reserva la parte naranja de la piel y se aspa para
quitar la parte blanca (que amarga), también las pepitas.
Estas operaciones
conviene hacerlas sobre un plato hondo para que el zumo de las naranjas no se
pierda.
Se termina de
cortar la naranja, ya limpia en tiras, la piel también. En tiras finas.
Se coloca en una
cacerola grande 6 decilitros de agua (un poco más de medio litro, equivalente a
dos vasos de nocilla colmados). Se añade el azúcar y se cuece hasta que el agua
reduzca y quede un almíbar denso, hay que evitar que se tueste y caramelice.
Cuando el almíbar
inicie un leve cambio de color, se añaden las naranjas y se remueve bien. Fuego
bajo, que rompa a hervir suavemente. Tiene que cocer durante 50 minutos, una hora máximo. Removiendo con
una cuchara de madera para que no se pegue. Ha de quedar denso y viscoso, que
no se escurra o desparrame cuando se pone en un plato.
La mermelada se
guarda en botes de cristal, de 250 cc cada uno. Resisten bastante bien. Si se
cierra el bote al vacío aguantan mucho más.
Cuando volvamos a
la normalidad habrá que evitar, durante un tiempo, las aglomeraciones, así nos
lo recuerda Hopper.
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