jueves, 23 de abril de 2020

Capítulo DXXXVIII.- Diez Jornadas (5.3) Cocina non Stop.

Boccaccio sigue con sus novelas de capa y espada. Esta vez una pareja es asaltada y separada en un bosque a las afueras de Roma.
Aunque al principio era un poco más disciplinado e intentaba adelantar alguna de las lecturas del Decamerón, con el paso de los días me he acostumbrado a ir leyendo al salto. Busco un hueco a una hora extraña para mi ración de Renacimiento y de aventuras galantes. En estas jornadas intermedias Boccaccio es mucho menos lúbrico, pero siempre tiene un destello que despierta una sonrisa.
Hace unos días una amiga pensaba que el Diletante confinado estaría feliz todo el día cocinando. Es verdad que el Diletante está feliz, pero no en términos convencionales.
Llevo más de un mes fuera de casa, fuera de mis trastos, de mi horno, del cajón de las especias. Sometido a una cocina non stop que funciona como reloj real dentro de una vida virtual, sometida a los caprichos de las redes.
Cocinar se ha convertido en una especie de metrónomo para devolverme al tiempo real entre pantallas de ordenador, de tabletas, teléfonos y televisores.
La cocina non stop no permite muchas filigranas, aunque siempre intento que en cada comida, en cada plato haya un toque que lo haga especial, divertido o distinto. Cada día hay que pensar en comida y cena, sin olvidar el desayuno, el bocado de media mañana, la merienda y el resopón de antes de acostarse. Son los hitos palpables que marcan el ritmo del día, por eso estoy feliz como diletante, pero esos momentos puntuales son los que me aferran a la realidad.
Para un Diletante non stop los días empiezan pronto, a las cinco y media de la mañana, a las seis, como muy tarde, estoy en marcha (salvo golpe de insomnio). Me preparo un té y dejo en el fuego una cafetera para la primera que se levanta.
Trabajo normalmente hasta las siete, siete y media, que despierta mi mujer, ya con el café preparado (tarea de Diletante). Organizamos un poco la jornada, comentamos las noticias del día sin mucho agobio, puede que sea el único instante de intimidad efectiva de todo el día. Es el momento de ir consensuando menús y diseñando la compra de la semana, que es toda una aventura.
A las ocho y media hay que levantar a los niños, que a las nueve empiezan las clases. Hay que tener preparado el desayuno, que no es muy complicado, pero hay que hacerlo. Leche templada (45 segundos de micro para uno, 30 para el otro), el colacao, miel y nocilla. A los niños les gusta tomarse una crepe o dos para desayunar (el mayor gruesas, el pequeño finas). Cada tres o cuatro días he de preparar la masa de las crepes, si preparo más cantidad, para más días, corro el riesgo de que se agríe la leche y haya que tirarlas, por eso dos días a la semana antes de que se levanten los niños organizo el ritual de batidoras para la masa de crepes.
Ese primer break de realidad del día continúa con la escapada a por el pan, el periódico y los olvidos de última hora que soluciona el paquistaní que hay junto al kiosko.
A las nueve y cuarto vuelvo al teclado y a la pantalla. A veces para trabajar, otras para contestar correos o actualizar los datos del día. Yo podría estar frente a la pantalla durante horas, pero a partir de las once la tropa se inquieta, me da un golpecito en el hombro y me recuerda que toca almorzar. Es verdad que podrían hacérselo ellos (los niños son ya mayores), pero me gusta esa interrupción para preparar un sándwich caliente o un bocadillo de pan de barra con un chorrito de aceite.
Vuelvo a la pantalla hasta las doce del mediodía, puede que media hora más, en función del plato del día. No siempre se encuentran los ingredientes que requieren los platos. Los supermercados a veces fallan y no encuentras justo en elemento con el que has pensado redondear el guiso. No hay posibilidades reales de deambular por las calles hasta encontrar la tienda en la que venden esa pizca soñada, aunque el paquistaní no suele fallarme.
Como mis hijos son de buen comer, hay que pensar en dos platos más postre, o en un plato único que permita incorporar abundante patata, arroz o pasta, aunque haya que compensar con mucha verdura debidamente camuflada. Los días de pescado suele haber alguna crítica.
Me gusta hacer platos con salsa, de los que permitan mojar. Tienen que reposar aunque sea unos minutos, el tiempo necesario para hacer la llamada que se ha quedado colgada, el correo urgente o el párrafo que ha de redondear un trabajo.
Comemos pronto, si es posible antes de las dos.
Intentamos hacer un parón breve a mediodía, pero el telediario y los magacines de sobremesa terminan poniéndome de mala leche, por eso prefiero sentarme rápido delante de la pantalla. Hoy he podido leer a Boccaccio antes de asistir a una clase que dan varios jueces europeos para explicar cómo se está gestionando la justicia estos días en distintos países.
Los niños a las cinco quieren ya merendar. Nada complicado, un vaso de leche y unas galletas, un poco de chocolate, frutos secos… Lo que pillen por la nevera. Hay que estar pendiente de que no se agoten las galletas en el primer momento.
A las seis y media o siete vuelvo a levantar la cabeza para dar un paseo, si no es posible, para jugar a las cartas o para cualquier actividad con las fieras, que ya están rugiendo (no ven prácticamente la televisión durante el día).
A las siete y media organizamos cena, intentando que sea un poco más ligera, pero siempre con algo de sartén, o de brasa, porque con el frio hemos tirado de parrillas, cenizas y derivados.
Me gusta darle un repaso a los correos y cerrar asuntos pendientes después de cenar, aunque sea media hora, mientras el telediario desgrana las cifras del día.
Sobre las nueve y media el pequeño da orden de apagar los móviles, poner la casa en penumbra y buscar el capítulo que toca de la serie que estamos viendo (This is Us).
A las once menos cuatro toca calentar de nuevo leche para el resopón de antes de acostarse. Los niños hay días que salen a litro de leche por cabeza.
Un poco de literatura de ficción para terminar de desconectar y caer rendido, pensando ya en que no será necesario que suene el despertador, que pasadas las cinco de la mañana me pondré en marcha pensando en lo qué falta en la nevera, en el guiso que requiere un proceso un poco más complicado. Cocina diletante non stop.
Sigo recordando que ninguno de los postres que pido prestados a la Marquesa de Parabere lo puedo preparar en realidad (excepto las torrijas). Hoy unas manzanas a la Bar Le-Duc, una compota de manzana con mermelada de grosellas.
Se necesitan 4 manzanas hermosas, 3 decilitros (un vaso de los de nocilla) de almíbar avainillado y 3 cucharadas de mermelada de fresa o grosella.
El almíbar se perpara con 300 gramos de azúcar, un litro de agua y media vaina de vainilla.
Se pelan las manzanas, se cortan en trozos regulares y se ponen a cocer en el almíbar hasta que queden blandas, sin deshacerse. Se escurren bien y se dejan sobre un plato. Antes de servir las manzanas se ponen las cucharadas de mermelada por encima.
Un consejo que no es de la Parabere, si se conserva el almíbar y se deja reposar. La manzana segrega una encima que hace que cuaje un poco, convirtiendo el almíbar en una crema gelatinosa que puede servir para endulzar otro plato.

He encontrado un Hopper casi juvenil, mucho más vivo en los colores. Un regalo para el día de Sant Jordi.

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