Hay manías que uno
adquiere de niño y las arrastra durante toda la vida. Manías que pueden parecer
absurdas, pero que uno termina por alimentar y convertirlas en manías de
adulto.
Creo que fue en la
infancia cuando le cogí manía a una tipología de padre muy particular, era el
padre obsesionado por las fotografías y los videos. El padre “motivao” según la terminología de mis
hijos.
Recuerdo una
excursión que hicimos hace muchísimos años a Menorca. Un grupo de amigos de mis
padres convenció a unos pescadores para que nos llevaran a Menorca a un grupo
de padres y niños muy heterogéneos. Salimos a primera hora de la mañana, nos
dejaron de amanecida en Ciudadela, si no recuerdo mal, nos dejaron libres a los
niños, a nuestro aire, mientras los adultos dieron un paseo por la ciudad,
fueron a la playa y supongo que se comerían una caldereta de langosta mientras
que los niños nos conformamos con unos bocadillos. No termino de tener claros
los recuerdos de nuestra estancia en la isla durante horas, pero sí me acuerdo
del viaje de vuelta.
Estábamos fundidos,
muy cansados. Debía ser media tarde, habíamos estado haciendo la cabra todo el
día y estábamos reventados.
El barco de
pescadores no tenía muchas comodidades (hay que situarse a mediados de los años
80 del siglo pasado). Teníamos que ir tirados en la cubierta, apoyando la
cabeza sobre toallas ya húmedas y trajinadas.
El cuarto de baño
era un cuartucho mínimo sin puertas. Había mar gruesa y entre mareos, sed y
otras incomodidades el baño estaba impracticable. Hubo quien vomitaba por
babor, quien hacía pis por estribor…
Los niños, que
éramos de granito, no hacíamos otra cosa que reír a carcajadas mientras los
adultos iban cayendo como chinche, el que no devolvía hasta el último trozo de
langosta, le reventaba la vejiga porque no conseguía orinar ni a barlovento, ni
a sotavento, ni en la sentina…
En todo aquél pandemónium
había un sujeto ya entrado en años, con unas bermudas de color rojo y una
camisa de hilo que estaba, a esas alturas del día, ajada como un estropajo, que
no hacía otra cosa que tomar fotografías y rodar videos. Adoptaba posturas
imposibles, se encaramaba a cualquier punto elevado, incluido el palo mayor. Se
retorcía como un orangután en la selva amazónica, sujetando la cámara de
fotografía o de video con una pericia inusitada.
Llevaba al hombro
un zurrón en el que iba depositando lentes y aparejos que combinaba con una
lógica superior a nuestra capacidad. Tenemos que ponernos en la tecnología de
hace cuarenta años para imaginarse el volumen de artilugios que manejaba aquel
tipo.
Estaba yo tirado en
la cubierta junto a mis hermanos, burlándonos de aquel tipo al de decidimos
llamar El Kubrick y con ese mote se quedó para el resto de los días.
Muchos años
después, viviendo yo en Barcelona, la casualidad ha querido que tenga cierta
relación, por cierto muy cordial, con el Kubrick, a quien veo con cierta
frecuencia y trato con todo el cariño y respeto que no le tenía de niño.
Nunca me he
atrevido a pedirle al Kubrick que me enseñara las fotografías y videos de
aquella travesía, supongo que si los viera ahora me haría muchísima ilusión ver
aquel tiempo, recordar la imagen de mis padres y de mis hermanos hace poco
menos de cuarenta años.
Pero hoy no toca
ejercicio de nostalgia. A partir de aquella travesía cualquier padre que
cogiera una cámara de hacer fotos para empezar cualquier reportaje pasaba a ser
automáticamente un Kubrick.
No sé si aquella
anécdota tiene que ver con mi manía de no hacer fotografías y de evitar salir
en cualquier fotografía o película de video casero.
Con los años empecé
a ir al cine, me convertí en una rata de filmoteca. Disfruté con los elegantes
planos lejanos de John Ford, con el mítico plano secuencia de Welles en Sed de
Mal, con los experimentos de Hitchcock, que era un maestro del plano medio y
del juego de profundidades de plano. Me encantaba la planificación de
secuencias de Howard Hawks. Los contraplanos de Minelli. De los directores
modernos me quedé con Truffaut. Algunos juegos eléctricos con rupturas
espacio/temporales de Godard. La parsimonia de Rommer. Después vinieron
Coppola, Scorsese. Spielberg me ha parecido un genio de la cámara y del
montaje, aunque sus películas puedan parecer un poco ñoñas (me pelearé con
quien haga falta defendiendo la maestría de Spielberg, por encima de cualquier
pesado finlandés o noruego). Incluso a Woddy Allen le encuentro cierta
elegancia dirigiendo… No puedo evitarlo, cuando veo una película, cualquier
película, me coloco instintivamente en la posición del director y voy siguiendo
la lógica y el ritmo de su narración, de su punto de vista. Disfruto de una
mala película bien dirigida y un solo plano, si es brillante, hace que merezca
la pena el film más aburrido. Puede que mi vocación frustrada, una de mis
vocaciones frustradas sea la de director de cine (recuerdo que hace mil años le
mandé un correo electrónico a Francis Ford Coppola invitándole a que
interviniera en un curso sobre justicia y cine, un correo que jamás contestó y
aún y así sigo siendo un devoto de Coppola, incluso del peor de los Coppola).
Con estos
antecedentes, comprenderá el lector que lo esté pasando francamente mal durante
el actual pandemónium, cada vez que tengo que hacer un video o visualizar un
video de los que me mandan. Cada vez que hay que organizar una video llamada
entro en crisis. Me gustaría tener la capacidad de organizar un
plano/contra/plano de los que dibujaba Win Wenders en Paris-Texas, el diálogo
entre Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski, o la dureza con la que Forest
Whitaker cogía un teléfono en Bird, de Clint Easwood.
Por desgracia,
ninguna de mis videollamadas consigue transmitir la habilidad de un storyboard.
Son imágenes planas, desenfocadas, con contraluces que distorsionan las
siluetas. Los diálogos son cansinos. Según cómo coloque la cámara se me ve la
papada. Se marcan las ojeras, balbuceo al hablar, utilizo muletillas… Un
desastre, vamos.
Cada vez que recibo
una invitación para unirme al Skype, al Team, al Zoom o asimilados entro en
crisis, pienso que alguien habrá que esté haciendo virguerías con su móvil durante
la confinación, no es mi caso.
Por cierto, Win
Wenders tiene un proyecto maravilloso entorno a Edward Hopper, una película en
3D, sobre el pintor americano, apoyada por la Fundación Beyeler (https://www.fondationbeyeler.ch/en/exhibitions/edward-hopper).
Hubo un tiempo en el que creí que Wenders era dios, luego cambié por Coppola y
he seguido dando tumbos buscando dioses efímeros hasta que llegué a Grecia y
los encontré todos en cabo Sunion.
Hoy Hopper le
presta un anochecer a Howard Hawks.
Boccaccio sigue
desbocado, aunque hemos cambiado de jornadas, sigue con aventuras de amores
imposibles, secuestros de damas enamoradas a punto de malcasarse. En la
historia de hoy viajamos a Creta, Chipre y Rodas en una novela de capa y
espada, con final feliz, porque las novelillas de la quinta jornada han de
tener final feliz.
La Marquesa nos
deja una receta sencilla de un pan para desayuno o para té. Podría especiarse.
Se necesitan 700
gramos de harina de fuerza, 170 gramos de azúcar (puede ponerse un poco menos),
8 gramos de levadura en polvo, 30 gramos de mantequilla, 6 huevos y 400 cc de
leche, más una pizca de sal.
En un lebrillo se
cascan los huevos y se baten con brío hasta que espumen bien. Se les añade poco
a poco la leche, que no esté muy frio, y la mantequilla derretida.
Cuando esté bien
batido todo se añade el azúcar, mezclándola bien, la pizca de sal, la harina
tamizada y la levadura.
Se mezcla y amasa
bien, durante 5 minutos, quizá alguno más. Se pone la masa en un molde grande o
en dos pequeños, que previamente hay que tener bien engrasada con mantequilla.
En el momento de
amasar se puede decidir se añadir pasas, algunas especias o frutos secos (con moderación,
no más de 150 gramos en total).
Se deja reposar
durante una hora en lugar templado y se cuece en el horno precalentado (120º)
durante 18 minutos, luego se pone un poco más fuerte (150º) a temperatura más
elevada (150º).
Minutos antes de
sacarlo del horno se puede pintar un poco la cobertura con una yema de huevo
batida en leche, eso permitirá que quede dorado y brillante.
Se saca del horno,
se deja enfriar unos minutos y se corta en rebanadas. Lujurioso.
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