martes, 21 de abril de 2020

Capítulo DXXXVI.- Diez Jornadas (5.1.) Manías cinematrográficas.

Hay manías que uno adquiere de niño y las arrastra durante toda la vida. Manías que pueden parecer absurdas, pero que uno termina por alimentar y convertirlas en manías de adulto.
Creo que fue en la infancia cuando le cogí manía a una tipología de padre muy particular, era el padre obsesionado por las fotografías y los videos. El padre “motivao” según la terminología de mis hijos.
Recuerdo una excursión que hicimos hace muchísimos años a Menorca. Un grupo de amigos de mis padres convenció a unos pescadores para que nos llevaran a Menorca a un grupo de padres y niños muy heterogéneos. Salimos a primera hora de la mañana, nos dejaron de amanecida en Ciudadela, si no recuerdo mal, nos dejaron libres a los niños, a nuestro aire, mientras los adultos dieron un paseo por la ciudad, fueron a la playa y supongo que se comerían una caldereta de langosta mientras que los niños nos conformamos con unos bocadillos. No termino de tener claros los recuerdos de nuestra estancia en la isla durante horas, pero sí me acuerdo del viaje de vuelta.
Estábamos fundidos, muy cansados. Debía ser media tarde, habíamos estado haciendo la cabra todo el día y estábamos reventados.
El barco de pescadores no tenía muchas comodidades (hay que situarse a mediados de los años 80 del siglo pasado). Teníamos que ir tirados en la cubierta, apoyando la cabeza sobre toallas ya húmedas y trajinadas.
El cuarto de baño era un cuartucho mínimo sin puertas. Había mar gruesa y entre mareos, sed y otras incomodidades el baño estaba impracticable. Hubo quien vomitaba por babor, quien hacía pis por estribor…
Los niños, que éramos de granito, no hacíamos otra cosa que reír a carcajadas mientras los adultos iban cayendo como chinche, el que no devolvía hasta el último trozo de langosta, le reventaba la vejiga porque no conseguía orinar ni a barlovento, ni a sotavento, ni en la sentina…
En todo aquél pandemónium había un sujeto ya entrado en años, con unas bermudas de color rojo y una camisa de hilo que estaba, a esas alturas del día, ajada como un estropajo, que no hacía otra cosa que tomar fotografías y rodar videos. Adoptaba posturas imposibles, se encaramaba a cualquier punto elevado, incluido el palo mayor. Se retorcía como un orangután en la selva amazónica, sujetando la cámara de fotografía o de video con una pericia inusitada.
Llevaba al hombro un zurrón en el que iba depositando lentes y aparejos que combinaba con una lógica superior a nuestra capacidad. Tenemos que ponernos en la tecnología de hace cuarenta años para imaginarse el volumen de artilugios que manejaba aquel tipo.
Estaba yo tirado en la cubierta junto a mis hermanos, burlándonos de aquel tipo al de decidimos llamar El Kubrick y con ese mote se quedó para el resto de los días.
Muchos años después, viviendo yo en Barcelona, la casualidad ha querido que tenga cierta relación, por cierto muy cordial, con el Kubrick, a quien veo con cierta frecuencia y trato con todo el cariño y respeto que no le tenía de niño.
Nunca me he atrevido a pedirle al Kubrick que me enseñara las fotografías y videos de aquella travesía, supongo que si los viera ahora me haría muchísima ilusión ver aquel tiempo, recordar la imagen de mis padres y de mis hermanos hace poco menos de cuarenta años.
Pero hoy no toca ejercicio de nostalgia. A partir de aquella travesía cualquier padre que cogiera una cámara de hacer fotos para empezar cualquier reportaje pasaba a ser automáticamente un Kubrick.
No sé si aquella anécdota tiene que ver con mi manía de no hacer fotografías y de evitar salir en cualquier fotografía o película de video casero.
Con los años empecé a ir al cine, me convertí en una rata de filmoteca. Disfruté con los elegantes planos lejanos de John Ford, con el mítico plano secuencia de Welles en Sed de Mal, con los experimentos de Hitchcock, que era un maestro del plano medio y del juego de profundidades de plano. Me encantaba la planificación de secuencias de Howard Hawks. Los contraplanos de Minelli. De los directores modernos me quedé con Truffaut. Algunos juegos eléctricos con rupturas espacio/temporales de Godard. La parsimonia de Rommer. Después vinieron Coppola, Scorsese. Spielberg me ha parecido un genio de la cámara y del montaje, aunque sus películas puedan parecer un poco ñoñas (me pelearé con quien haga falta defendiendo la maestría de Spielberg, por encima de cualquier pesado finlandés o noruego). Incluso a Woddy Allen le encuentro cierta elegancia dirigiendo… No puedo evitarlo, cuando veo una película, cualquier película, me coloco instintivamente en la posición del director y voy siguiendo la lógica y el ritmo de su narración, de su punto de vista. Disfruto de una mala película bien dirigida y un solo plano, si es brillante, hace que merezca la pena el film más aburrido. Puede que mi vocación frustrada, una de mis vocaciones frustradas sea la de director de cine (recuerdo que hace mil años le mandé un correo electrónico a Francis Ford Coppola invitándole a que interviniera en un curso sobre justicia y cine, un correo que jamás contestó y aún y así sigo siendo un devoto de Coppola, incluso del peor de los Coppola).
Con estos antecedentes, comprenderá el lector que lo esté pasando francamente mal durante el actual pandemónium, cada vez que tengo que hacer un video o visualizar un video de los que me mandan. Cada vez que hay que organizar una video llamada entro en crisis. Me gustaría tener la capacidad de organizar un plano/contra/plano de los que dibujaba Win Wenders en Paris-Texas, el diálogo entre Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski, o la dureza con la que Forest Whitaker cogía un teléfono en Bird, de Clint Easwood.
Por desgracia, ninguna de mis videollamadas consigue transmitir la habilidad de un storyboard. Son imágenes planas, desenfocadas, con contraluces que distorsionan las siluetas. Los diálogos son cansinos. Según cómo coloque la cámara se me ve la papada. Se marcan las ojeras, balbuceo al hablar, utilizo muletillas… Un desastre, vamos.
Cada vez que recibo una invitación para unirme al Skype, al Team, al Zoom o asimilados entro en crisis, pienso que alguien habrá que esté haciendo virguerías con su móvil durante la confinación, no es mi caso.
Por cierto, Win Wenders tiene un proyecto maravilloso entorno a Edward Hopper, una película en 3D, sobre el pintor americano, apoyada por la Fundación Beyeler (https://www.fondationbeyeler.ch/en/exhibitions/edward-hopper). Hubo un tiempo en el que creí que Wenders era dios, luego cambié por Coppola y he seguido dando tumbos buscando dioses efímeros hasta que llegué a Grecia y los encontré todos en cabo Sunion.
Hoy Hopper le presta un anochecer a Howard Hawks.
Edward Hopper: fascinación por un mundo congelado | La Esfera de Papel
Boccaccio sigue desbocado, aunque hemos cambiado de jornadas, sigue con aventuras de amores imposibles, secuestros de damas enamoradas a punto de malcasarse. En la historia de hoy viajamos a Creta, Chipre y Rodas en una novela de capa y espada, con final feliz, porque las novelillas de la quinta jornada han de tener final feliz.
La Marquesa nos deja una receta sencilla de un pan para desayuno o para té. Podría especiarse.
Se necesitan 700 gramos de harina de fuerza, 170 gramos de azúcar (puede ponerse un poco menos), 8 gramos de levadura en polvo, 30 gramos de mantequilla, 6 huevos y 400 cc de leche, más una pizca de sal.
En un lebrillo se cascan los huevos y se baten con brío hasta que espumen bien. Se les añade poco a poco la leche, que no esté muy frio, y la mantequilla derretida.
Cuando esté bien batido todo se añade el azúcar, mezclándola bien, la pizca de sal, la harina tamizada y la levadura.
Se mezcla y amasa bien, durante 5 minutos, quizá alguno más. Se pone la masa en un molde grande o en dos pequeños, que previamente hay que tener bien engrasada con mantequilla.
En el momento de amasar se puede decidir se añadir pasas, algunas especias o frutos secos (con moderación, no más de 150 gramos en total).
Se deja reposar durante una hora en lugar templado y se cuece en el horno precalentado (120º) durante 18 minutos, luego se pone un poco más fuerte (150º) a temperatura más elevada (150º).
Minutos antes de sacarlo del horno se puede pintar un poco la cobertura con una yema de huevo batida en leche, eso permitirá que quede dorado y brillante.

Se saca del horno, se deja enfriar unos minutos y se corta en rebanadas. Lujurioso.

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