sábado, 18 de abril de 2020

Capítulo DXXXIII.- Diez jornadas (4.8) Retrayendo en sí los espíritus.

«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquellos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya».
Así empieza La Familia de Pascual Duarte, novela de Camilo José Cela publicada en 1942. Ha llovido.
El alegato del pobre Pascual no debe ser muy distinto del pliego de descargos que estos días hayan podido articular cientos de personas que han sido detenidas y sancionadas por quebrantar el confinamiento. Nadie es malo, aunque todos tendríamos motivos para serlo.
Yo no he sido sancionado, soy un ciudadano respetuoso con las normas, tampoco soy malo, pero soy goloso, muy goloso, de una goluzmería tremenda. Me encantan las pastelerías, sueño con el día en el que abran la que está en la plaza junto a mi casa, donde los fines de semana me tomo una ensaimada de crema.
Estos días cuando bajo a por el pan compro magdalenas, cocas de panadero, croissants rellenos de chocolate y, los días que toca, incluso un chucho. Mis compras son siempre moderadas, sin caer en la glotonería. Administro mi necesidad de azúcar con el cuidado de un adicto que agota sus últimas dosis.
Las panaderías que están abiertas son un consuelo, pero no son lo mismo que las pastelerías con sus macarons, con sus pasteles cubiertos de yema tostada, con sus merengues que parecen blondas de ropa interior. Los pasteles de San Marcos. Las lionesas. La tarta Sara y la Sacher…
Los panaderos hacen lo que pueden, pero no es lo mismo. Andan saturados y apenas sacan unas palmeras glaseadas, tal vez un bizcocho que venden al peso y los miércoles chuchos de crema que se agotan antes de las ocho.
Yo, que no soy malo, quebrantaría todas las normas del confinamiento por un buen confite. Por asaltar el obrador de un pastelero que estuviera preparando tartaletas de limón o volcanes de cacao.
En casa, donde no tengo horno, preparo cada semana tandas de flanes que devoran los niños, alguna natilla, para el viernes santo torrijas, pero no es lo mismo, no tengo la habilidad lujuriosa del pastelero, no domino las técnicas del glaseado, mis bizcochos no quedan con el punto mórbido de los reposteros. Cuando intento hacer hilos de caramelo me queda una mamarrachada y mis merengues los pobres pierden fuelle enseguida.
Por no hablar de la nata, el chantilly, la crema inglesa… Todo eso queda en la memoria.
Ninguno de mis caprichos/necesidades son productos de primera necesidad. Todo un problema si se ponen a interpretar de modo estricto el Real Decreto sobre el estado de alarma. Sólo puedo salir a buscar alimentos de primera necesidad.
Giovani Boccaccio sigue con sus relatos truculentos, amores imposibles que terminan en muerte. Los amantes mueren, primero Girólamo: «recordando en un solo pensamiento el largo amor que le había tenido y su presente dureza y la perdida esperanza, se dispuso a no vivir más y retrayendo en sí los espíritus, sin decir palabra, cerrados los puños junto a ella se quedó muerto». Días después Salvestra.
Sigo con las trufas de la marquesa de Parabere, la de hoy, de chocolate y avellana, no necesita nata, la sustituye una clara a punto de nieve.
Se necesitan 125 gramos de chocolate (siempre superior), 125 gramos de avellanas tostadas y 125 gramos de azúcar glas.
Se ralla primero el chocolate. Se majan las avellanas en el mortero.
Se mezclan las avellanas machacadas con el chocolate rallado, el azúcar y una clara de huevo batido a punto de nueve. Cuando la mezcla esté compacta se confeccionan las bolitas, del tamaño de una nuez y se espolvorea un poco de cacao por encima. Se conservan en la nevera, sobre una bandeja.
No soy el único que acude a Hopper estos días, circula por la red un vídeo muy chulo sobre Hopper como artista de la soledad y la alienación (https://www.youtube.com/watch?v=sWFewI_bfDA).

Los sábados Hopper nos deja tomar un poco el aire.
Wall Art: Edward Hopper - Four Lane Road - Oil Painting ...

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