«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos
para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin
embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si
fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la
muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las
flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de
las chumberas. Aquellos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad
sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura
y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre
adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después
nadie ha de borrar ya».
Así empieza La
Familia de Pascual Duarte, novela de Camilo José Cela publicada en 1942. Ha
llovido.
El alegato del
pobre Pascual no debe ser muy distinto del pliego de descargos que estos días
hayan podido articular cientos de personas que han sido detenidas y sancionadas
por quebrantar el confinamiento. Nadie es malo, aunque todos tendríamos motivos
para serlo.
Yo no he sido
sancionado, soy un ciudadano respetuoso con las normas, tampoco soy malo, pero
soy goloso, muy goloso, de una goluzmería tremenda. Me encantan las
pastelerías, sueño con el día en el que abran la que está en la plaza junto a
mi casa, donde los fines de semana me tomo una ensaimada de crema.
Estos días cuando
bajo a por el pan compro magdalenas, cocas de panadero, croissants rellenos de
chocolate y, los días que toca, incluso un chucho. Mis compras son siempre moderadas,
sin caer en la glotonería. Administro mi necesidad de azúcar con el cuidado de
un adicto que agota sus últimas dosis.
Las panaderías que
están abiertas son un consuelo, pero no son lo mismo que las pastelerías con
sus macarons, con sus pasteles cubiertos de yema tostada, con sus merengues que
parecen blondas de ropa interior. Los pasteles de San Marcos. Las lionesas. La
tarta Sara y la Sacher…
Los panaderos hacen
lo que pueden, pero no es lo mismo. Andan saturados y apenas sacan unas
palmeras glaseadas, tal vez un bizcocho que venden al peso y los miércoles
chuchos de crema que se agotan antes de las ocho.
Yo, que no soy
malo, quebrantaría todas las normas del confinamiento por un buen confite. Por
asaltar el obrador de un pastelero que estuviera preparando tartaletas de limón
o volcanes de cacao.
En casa, donde no
tengo horno, preparo cada semana tandas de flanes que devoran los niños, alguna
natilla, para el viernes santo torrijas, pero no es lo mismo, no tengo la
habilidad lujuriosa del pastelero, no domino las técnicas del glaseado, mis
bizcochos no quedan con el punto mórbido de los reposteros. Cuando intento
hacer hilos de caramelo me queda una mamarrachada y mis merengues los pobres
pierden fuelle enseguida.
Por no hablar de la
nata, el chantilly, la crema inglesa… Todo eso queda en la memoria.
Ninguno de mis
caprichos/necesidades son productos de primera necesidad. Todo un problema si
se ponen a interpretar de modo estricto el Real Decreto sobre el estado de alarma.
Sólo puedo salir a buscar alimentos de primera necesidad.
Giovani Boccaccio
sigue con sus relatos truculentos, amores imposibles que terminan en muerte.
Los amantes mueren, primero Girólamo: «recordando
en un solo pensamiento el largo amor que le había tenido y su presente dureza y
la perdida esperanza, se dispuso a no vivir más y retrayendo en sí los
espíritus, sin decir palabra, cerrados los puños junto a ella se quedó muerto».
Días después Salvestra.
Sigo con las trufas
de la marquesa de Parabere, la de hoy, de chocolate y avellana, no necesita
nata, la sustituye una clara a punto de nieve.
Se necesitan 125
gramos de chocolate (siempre superior), 125 gramos de avellanas tostadas y 125
gramos de azúcar glas.
Se ralla primero el
chocolate. Se majan las avellanas en el mortero.
Se mezclan las
avellanas machacadas con el chocolate rallado, el azúcar y una clara de huevo
batido a punto de nueve. Cuando la mezcla esté compacta se confeccionan las
bolitas, del tamaño de una nuez y se espolvorea un poco de cacao por encima. Se
conservan en la nevera, sobre una bandeja.
No soy el único que
acude a Hopper estos días, circula por la red un vídeo muy chulo sobre Hopper
como artista de la soledad y la alienación (https://www.youtube.com/watch?v=sWFewI_bfDA).
Los sábados Hopper
nos deja tomar un poco el aire.
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