No nos gusta el
gobierno.
La frase no es mía,
la leí hace unos días en un artículo de Richard Ford, un escritor norteamericano,
nacido en Jackson, Mississippi. La frase completa es « No nos gusta el Gobierno (a mí, personalmente, no me
molesta). Y, sin embargo, todos queremos que el Gobierno arregle las cosas
cuando las estropeamos». La cita aparece
en un pequeño relato escrito específicamente para describir cómo se siente
estos días (https://elpais.com/cultura/2020/03/25/babelia/1585137147_853464.html). Hubo un tiempo en el que Richard Ford, Sam Shepard y
Raymond Carver estaban de moda, no sé si ahora se siguen leyendo o han quedado
como una reliquia.
Los italianos son
muy gráficos con su opinión sobre el gobierno: «Piove, porco governo».
Hoy llueve, lleva
lloviendo muchos días. Hace frio, las mañanas y las tardes son muy
desapacibles. Las gotas convierten el agua de la piscina en una galerna. Tengo
la infinita suerte de ver desde la ventana un pinar y una porción muy grande de
montaña y de cielo.
Boccaccio cada vez
está más desaforado, hoy ha encerrado a un joven campesino en un convento de
monjas de clausura. El hortelano se ha hecho pasar por mudo y, poco a poco, las
monjas y la propia madre abadesa. La primera de las sorelinas que se atrevió a
asaltarlo aseguraba: « muchas veces he oído
decir a muchas mujeres que han venido a vernos que todas las dulzuras del mundo
son una broma con relación a aquella de unirse la mujer al hombre. Por lo que
muchas veces me ha venido al ánimo, puesto que con otro no puedo, probar con
este mudo si es así, y éste es lo mejor del mundo para ello porque, aunque
quisiera, no podría ni sabría contarlo».
Y el labriego, que
de tonto no tenía un pelo, fue resistiendo los asaltos de todas y cada una de
las cláusuradas, incluida la priora que, como aseguraba Boccaccio: « Lo cual mirando la señora y viéndose
sola, cayó en aquel mismo apetito en que habían caído sus monjitas; y
despertando a Masetto, a su alcoba se lo llevó, donde varios días, con gran
quejumbre de las monjas porque el hortelano no venía a labrar el huerto, lo
tuvo, probando y volviendo a probar aquella dulzura que antes solía censurar
ante las otras».
Tan desgastado
estaba el pobre Masetto que decidió abandonar su mudez para ver si así las
monjas le dejaban un poco de respiro, pensando que sería expulsado con cajas
destempladas y condenado a los fuegos del infierno. Aseguraba a la abadesa: « Señora, he oído que un gallo basta a
diez gallinas, pero que diez hombres pueden mal y con trabajo satisfacer a una
mujer, y yo que tengo que servir a nueve; en lo que por nada del mundo podré
aguantarlo, pues que he venido a tal, por lo que hasta ahora he hecho, que no
puedo hacer ni poco ni mucho; y por ello, o me dejáis irme con Dios o le
encontráis un arreglo a esto».
Y, cuando pensaba
que Boccaccio le daría el giro moral al relato, resulta que el bueno de
Giovanni, que ya llevaba escritos 20 relatos e iniciaba la tercera de las 10
jornadas de cuentos, opta por el final libertino que hizo que se me escapara
una sonrisa que enderezó la tarde y las tardes sucesivas de lluvia que puedan
quedar:
«Y habiendo por
aquellos días muerto el mayordomo, de común acuerdo, haciéndose manifiesto en
todas lo que a espaldas de todas se había estado haciendo, con placer de
Masetto hicieron de manera que las gentes de los alrededores creyeran que por
sus oraciones y por los méritos del santo a quien estaba dedicado el
monasterio, a Masetto, que había sido mudo largo tiempo, le había sido
restituida el habla, y le hicieron mayordomo; y de tal modo se repartieron sus
trabajos que pudo soportarlos. Y en ellos bastantes monaguillos engendró pero
con tal discreción se procedió en esto que nada llegó a saberse hasta después
de la muerte de la abadesa, estando ya Masetto viejo y deseoso de volver rico a
su casa; lo que, cuando se supo, fácilmente lo consiguió. Así, pues, Masetto,
viejo, padre y rico, sin tener el trabajo de alimentar a sus hijos ni pagar sus
gastos, por su astucia habiendo sabido bien proveer a su juventud, al lugar de
donde había salido con una segur al hombro, volvió, afirmando que así trataba
Cristo a quien le ponía los cuernos sobre la guirnalda».
Richard Ford, sin duda un gran
escritor, no tiene entre sus relatos el toque crápula de mi viejo acompañante
italiano.
Con el buen sabor de boca de la
historieta de hoy, busco en los recetarios de la Marquesa, algo sencillo, fácil
de hacer. Abro el libro por el capítulo que dedica a los bizcocho para el café.
Los que elijo se conocen como bizcochos españoles, imagino que para compensar
la gripe, que también era española.
Para hacer los
bizcochuelos se necesitan 375 gramos de harina de fuerza, 375 gramos de azúcar glas,
9 huevos y una pizca de bicarbonato (decido salirme de la disciplina de la
divina para añadir ralladura de un limón, porque estos bizcochos no dejan de
ser unos melindros).
Se baten en un bol
las yemas y el azúcar. Hay que dedicarle un buen rato al batido, puede que la
mitad del disco de los Raconteurs, que sigo escuchando machaconamente.
Se añade la harina,
tamizada, como siempre, y la pizca de bicarbonato. Se mezcla con las yemas ya
espumadas.
A parte se baten a
punto de nieve las claras y se incorporan a la masa, moviéndolas despacio para
que no decaigan (es la marquesa la que quiere que la masa no decaiga). Va bien
si se reserva un poco de las claras batidas para un truquillo que la marquesa
no utiliza en esta receta, pero que le da elegancia al soletillas que vamos a
preparar.
Se extiende un
papel satinado de horno y se va extendiendo la masa en pequeños montoncitos
alargados, no muy grandes. Hay que distanciarlos porque crecen un poco.
Antes de meter la
bandeja al horno (precalentado, 180º) se añaden tres cucharadas de azúcar glas
a las claras a punto de nieve, se baten con cuidado para hacer un merengue
ligero, no importa que decaiga un poco. Se unta cada una de las porciones de
masa con un poco del merengue, como si fuera un lengüetazo.
8 ó 10 minutos al
horno, en función del tamaño y grosor final de las porciones de masa, y los
bizcochos españoles estarán a punto. Quedan duros enseguida pero son muy
agradecidos si se mojan en café o en chocolate. Una receta que bien podrían
preparar las monjitas lujuriosas soñadas por Boccaccio, recluidas en un
monasterio que el escritor no quiso identificar con precisión, porque era muy
famoso por su santidad y que no quiso nombrar para no disminuir su fama.
Hoy toca un
labriego de Hopper, más cercano a Richard Ford que a Boccaccio.
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