miércoles, 1 de abril de 2020

Capítulo DXVI.- Diez jornadas (3.1.). No nos gusta el gobierno.

No nos gusta el gobierno.
La frase no es mía, la leí hace unos días en un artículo de Richard Ford, un escritor norteamericano, nacido en Jackson, Mississippi. La frase completa es « No nos gusta el Gobierno (a mí, personalmente, no me molesta). Y, sin embargo, todos queremos que el Gobierno arregle las cosas cuando las estropeamos». La cita aparece en un pequeño relato escrito específicamente para describir cómo se siente estos días (https://elpais.com/cultura/2020/03/25/babelia/1585137147_853464.html). Hubo un tiempo en el que Richard Ford, Sam Shepard y Raymond Carver estaban de moda, no sé si ahora se siguen leyendo o han quedado como una reliquia.
Los italianos son muy gráficos con su opinión sobre el gobierno: «Piove, porco governo».
Hoy llueve, lleva lloviendo muchos días. Hace frio, las mañanas y las tardes son muy desapacibles. Las gotas convierten el agua de la piscina en una galerna. Tengo la infinita suerte de ver desde la ventana un pinar y una porción muy grande de montaña y de cielo.
Boccaccio cada vez está más desaforado, hoy ha encerrado a un joven campesino en un convento de monjas de clausura. El hortelano se ha hecho pasar por mudo y, poco a poco, las monjas y la propia madre abadesa. La primera de las sorelinas que se atrevió a asaltarlo aseguraba: « muchas veces he oído decir a muchas mujeres que han venido a vernos que todas las dulzuras del mundo son una broma con relación a aquella de unirse la mujer al hombre. Por lo que muchas veces me ha venido al ánimo, puesto que con otro no puedo, probar con este mudo si es así, y éste es lo mejor del mundo para ello porque, aunque quisiera, no podría ni sabría contarlo».
Y el labriego, que de tonto no tenía un pelo, fue resistiendo los asaltos de todas y cada una de las cláusuradas, incluida la priora que, como aseguraba Boccaccio: « Lo cual mirando la señora y viéndose sola, cayó en aquel mismo apetito en que habían caído sus monjitas; y despertando a Masetto, a su alcoba se lo llevó, donde varios días, con gran quejumbre de las monjas porque el hortelano no venía a labrar el huerto, lo tuvo, probando y volviendo a probar aquella dulzura que antes solía censurar ante las otras».
Tan desgastado estaba el pobre Masetto que decidió abandonar su mudez para ver si así las monjas le dejaban un poco de respiro, pensando que sería expulsado con cajas destempladas y condenado a los fuegos del infierno. Aseguraba a la abadesa: « Señora, he oído que un gallo basta a diez gallinas, pero que diez hombres pueden mal y con trabajo satisfacer a una mujer, y yo que tengo que servir a nueve; en lo que por nada del mundo podré aguantarlo, pues que he venido a tal, por lo que hasta ahora he hecho, que no puedo hacer ni poco ni mucho; y por ello, o me dejáis irme con Dios o le encontráis un arreglo a esto».
Y, cuando pensaba que Boccaccio le daría el giro moral al relato, resulta que el bueno de Giovanni, que ya llevaba escritos 20 relatos e iniciaba la tercera de las 10 jornadas de cuentos, opta por el final libertino que hizo que se me escapara una sonrisa que enderezó la tarde y las tardes sucesivas de lluvia que puedan quedar:
         «Y habiendo por aquellos días muerto el mayordomo, de común acuerdo, haciéndose manifiesto en todas lo que a espaldas de todas se había estado haciendo, con placer de Masetto hicieron de manera que las gentes de los alrededores creyeran que por sus oraciones y por los méritos del santo a quien estaba dedicado el monasterio, a Masetto, que había sido mudo largo tiempo, le había sido restituida el habla, y le hicieron mayordomo; y de tal modo se repartieron sus trabajos que pudo soportarlos. Y en ellos bastantes monaguillos engendró pero con tal discreción se procedió en esto que nada llegó a saberse hasta después de la muerte de la abadesa, estando ya Masetto viejo y deseoso de volver rico a su casa; lo que, cuando se supo, fácilmente lo consiguió. Así, pues, Masetto, viejo, padre y rico, sin tener el trabajo de alimentar a sus hijos ni pagar sus gastos, por su astucia habiendo sabido bien proveer a su juventud, al lugar de donde había salido con una segur al hombro, volvió, afirmando que así trataba Cristo a quien le ponía los cuernos sobre la guirnalda».
         Richard Ford, sin duda un gran escritor, no tiene entre sus relatos el toque crápula de mi viejo acompañante italiano.
         Con el buen sabor de boca de la historieta de hoy, busco en los recetarios de la Marquesa, algo sencillo, fácil de hacer. Abro el libro por el capítulo que dedica a los bizcocho para el café. Los que elijo se conocen como bizcochos españoles, imagino que para compensar la gripe, que también era española.
Para hacer los bizcochuelos se necesitan 375 gramos de harina de fuerza, 375 gramos de azúcar glas, 9 huevos y una pizca de bicarbonato (decido salirme de la disciplina de la divina para añadir ralladura de un limón, porque estos bizcochos no dejan de ser unos melindros).
Se baten en un bol las yemas y el azúcar. Hay que dedicarle un buen rato al batido, puede que la mitad del disco de los Raconteurs, que sigo escuchando machaconamente.
Se añade la harina, tamizada, como siempre, y la pizca de bicarbonato. Se mezcla con las yemas ya espumadas.
A parte se baten a punto de nieve las claras y se incorporan a la masa, moviéndolas despacio para que no decaigan (es la marquesa la que quiere que la masa no decaiga). Va bien si se reserva un poco de las claras batidas para un truquillo que la marquesa no utiliza en esta receta, pero que le da elegancia al soletillas que vamos a preparar.
Se extiende un papel satinado de horno y se va extendiendo la masa en pequeños montoncitos alargados, no muy grandes. Hay que distanciarlos porque crecen un poco.
Antes de meter la bandeja al horno (precalentado, 180º) se añaden tres cucharadas de azúcar glas a las claras a punto de nieve, se baten con cuidado para hacer un merengue ligero, no importa que decaiga un poco. Se unta cada una de las porciones de masa con un poco del merengue, como si fuera un lengüetazo.
8 ó 10 minutos al horno, en función del tamaño y grosor final de las porciones de masa, y los bizcochos españoles estarán a punto. Quedan duros enseguida pero son muy agradecidos si se mojan en café o en chocolate. Una receta que bien podrían preparar las monjitas lujuriosas soñadas por Boccaccio, recluidas en un monasterio que el escritor no quiso identificar con precisión, porque era muy famoso por su santidad y que no quiso nombrar para no disminuir su fama.

Hoy toca un labriego de Hopper, más cercano a Richard Ford que a Boccaccio.
Edward Hopper - Clamdigger 1935 | Edward hopper paintings, Hopper ...

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