martes, 31 de marzo de 2020

Capítulo DXV.- Diez jornadas (2.10) Pequeños huertecillos.

Sigo con interés todos los reales decretos, las órdenes ministeriales y las resoluciones de todos y cada uno de los subsecretarios, pero siguen sin dar solución a las tribulaciones de los amantes furtivos, los novios recientes, las parejas apenas consolidadas. Por un problema legal quedan condenados al ostracismo, privados del contacto físico por una imprevisión del régimen legal.
Se suceden los consejos de ministros, las ruedas de prensa, las reuniones técnicas y las video llamadas entre altos mandatarios del estado o de los estadillos sin que nadie se atreva a abordar la cuestión de los amores clandestinos, que tanta vida da a la vida cotidiana y, lo que es más preocupante, es que en las ruedas de prensa que se dan por plasma, en las conexiones que los gobernantes hacen a los medios de comunicación, nadie pregunta por el régimen transitorio de los que quieren transitar. Muchos se contentan con establecer precios tasados a las morgues o fijar el número máximo de bolsas de pan de molde que puede comprar un ciudadano por vez.
Tampoco lo tienen mejor las parejas establecidas, las consolidadas, la convivencia es el mejor remedio contra la lujuria, la condena a la cotidianidad permanente ahoga muchos fuegos. Además está el problema de espacio, la falta de intimidad, la excesiva sensibilidad auditiva de los niños, los insomnios de la suegra que se queda viendo la tele entre cabezadas hasta bien entrada la noche.
Los amores ruidosos no tienen mucho espacio en la normativa vigente. El ministro de transporte, movilidad y agenda urbana no ha fijado servicios mínimos y el BOE no acompaña modelo de salvoconducto para el ayuntamiento carnal, para ningún tipo de ayuntamiento porque parece que se aplaza hasta el pago de la tasa del agua.
Con esta coyuntura legal sólo queda la pequeña licencia de unos amantes que llevan siéndolo muchos años, hasta el punto de haberse convertido en una pareja casi normal, dentro de lo complicado que es ser una pareja normal. La licencia que se toman estos amigos que, en un momento de locura, decidieron pasar sus confinamientos separados, ocupándose cada uno de sus cargas familiares, es verse a lo lejos en la pescadería de un gran almacén. Porque los grandes almacenes, incluso los más grandes, se han contentado con ser pescaderías o carnicerías a las que sólo puede accederse por las puertas laterales.
Estos amigos quedan de vez en cuando en la cola de la pescadería, cogen número y mantienen la distancia de seguridad, ese metro y medio que convierte las caricias o los arrumacos en material sancionable. Los grandes almacenes han clausurado los baños y aseos para evitar así tentaciones inesperadas. La zona de probadores es de acceso imposible y los encuentros terminan siendo una insinuación entre lenguados, besugos o pescadillas a las que, por favor, hay que quitarles las espinas para que puedan congelarse mejor.
Algunos amigos con hijos/hijas jóvenes en edad de festejar se ven en la tesitura de quebrantar las estrictas normas de la cuarentena y escapar en coche a altas horas de la noche para un encuentro furtivo, casi nunca a salvo de los focos de la guardia civil. Además, como somos gente mayoritariamente cumplidora, rápidamente hemos perdido el morbo de infringir las normas y nos conformamos con pensar y decir, aunque sea a las redes, lo que haremos el día que se levanten las restricciones.
En estas condiciones, tan severas, incluso los vicios solitarios son casi imposibles dado el tránsito en baños y alcobas. Sólo los que quedaron confinados sólo tienen verdadera opción a esas actividades en soledad, pero están tan solos y las comunicaciones funcionan tan mal que al tercer día de estado de alarma ya se habían apagado casi todas sus pulsiones.
Con esta coyuntura y a la espera de reales decretos que ordenen nuestras pulsiones más lubricas, veo que no se cumplirán las previsiones que se anuncian en la red, aquellas que aseguran que tras el confinamiento se producirá un sensible incremento de la natalidad. Difícil será que se confirmen esas predicciones que aseguran que en nueve o diez meses habrá niños y niñas a los que habrá que llamar Covid en vez de Kevin, en honor a las horas muertas, a las horas de solaz que nos da la normativa.
Ha sido Boccaccio el que me ha llevado de nuevo a este tema que ya había tratado. El último relato de la segunda jornada es todo un canto a los amoríos atípicos, una nueva victoria de los personajes femeninos porque Bartolomea Gualandi cabalga entre su rancio marido, Ricciardo de Chínzica, y un corsario monegasco que la secuetra, Paganín, con todo el encanto del mundo.
El esposo de Bartolomea es un juez pisano, lleno de puñetas y puñeterías, gestionó su casorio con la hija de un colega a la que, en palabras de Boccaccio «el juez, llevándola con grandísima fiesta a su casa, y celebrando unas bodas hermosas y magníficas, acertó la primera noche a tocarla una vez para consumar el matrimonio, y poco faltó para que hiciera tablas; el cual, luego por la mañana, como quien era magro y seco y de poco espíritu, tuvo que confortarse con garnacha y con dulces, y con otros remedios volverse a la vida».
El juez, gente de orden, viendo los riesgos de no quedan ni en tablas si se producían nuevos encuentros, estableció un restringido calendario de coyuntas en las que respetaba, santos, cuaresmas, lunas, témporas y vigilias. Por lo que «esta costumbre, no sin gran melancolía de la mujer, a quien tal vez tocaba una vez al mes, y apenas, por mucho tiempo mantuvo; siempre guardándola mucho, para que ningún otro fuera a enseñarle los días laborables tan bien como él le había enseñado las fiestas».
Así las cosas, en uno de los viajes que la pareja hizo por la costa italiana, fueron abordados por el corsario Paganín, que secuestró a Bartolomea, arrancándola de los brazos de su marido.
Paganín, que era pinturero, colmó de atenciones a su prisionera, que no tardó en caer seducida: «y de tal modo la consoló que, antes de que llegasen a Mónaco, el juez y sus leyes se le habían ido de la memoria y empezó a vivir con Paganín lo más alegremente del mundo; el cual, llevándola a Mónaco, además de los consuelos que de día y de noche le daba, honradamente como a su mujer la tenía».
El recto juez acudió a su rescate, bien es verdad que tardó un poco, e intentó negociar con el pirata, que le dijo que no estaba seguro de que su prisionera fuera la esposa del micer, por lo que propició que se encontraran.
Bartolomea negó en todo momento conocer o haber conocido al viejo Ricardo. Tal era su insistencia que Paganín propició un encuentro privado entre ambos, con el compromiso de que el magistrado no intentara forzarla.
Bartolomea, que no tenía ni un pelo de tonta, le contestó:
         «Bien sabéis que no soy tan desmemoriada que no sepa que sois micer Ricciardo de Chínzica, mi marido; pero mientras estuve con vos mostrasteis conocerme muy mal, porque si erais sabio o lo sois, como queréis que de vos se piense, debíais haber tenido el conocimiento de ver que yo era joven y fresca y gallarda, y saber por consiguiente lo que las mujeres jóvenes piden (aunque no lo digan por vergüenza) además de vestir y comer; y lo que hacíais en eso bien lo sabéis. Y si os gustaba más el estudio de las leyes que la mujer, no debíais haberla tomado; aunque a mí me parezca que nunca fuisteis juez sino un pregonero de ferias y fiestas, tan bien os las sabíais, y de ayunos y de vigilias. Y os digo que si tantas fiestas hubierais hecho guardar a los labradores que labraban vuestras tierras como hacíais guardar al que tenía que labrar mi pequeño huertecillo, nunca hubieseis recogido un grano de trigo.»
Así pues, renunció la tranquilidad y fortuna que le ofrecía su marido, quedándose con Paganín, que, de día y de noche se batía la lana (Boccaccio dixit). El magistrado marchó gritando que el mal foro no quiere fiestas y, al poco tiempo, murió.
En definitiva, la de hoy es toda una fábula moral, que debiera inspirar decretos reales.
No sé si por influjo de los relatos levemente lúbricos de Boccaccio o la casualidad, el capítulo de la divina Marquesa previsto para hoy es la ensaimada mallorquina, torta en el nomenclátor paraberiano. La torta mallorquina tiene como gracia principal la grasa de cerdo y el cabello de ángel, que puede sustituirse por crema o puede suprimirse sin que la torta pierda su gracia.
La ensaimada mallorquina necesita 200 gramos de harina de fuerza, 75 gramos de manteca de cerdo,50 gramos de azúcar, 200 gramos de abello de ángel (opcional), 2 huevos y una copita de anís.
Se pone la harina tamizada encima de una mesa de mármol, en forma de círculo; se abre una oquedad en el centro para añadir la manteca de cerdo (no debe estar fría), una yema de huevo, el azúcar y la copa de anís. Se mezcla bien, hasta que quede una masa muy flexible y afinada.
Hay que estirar la masa hasta que quede una superficie de poco menos de medio centímetro de grosor. La gracia de la ensaimada mallorquina es enrollar la masa, que quede un cilindro estirado (se puede colocar el cabello de ángel o cualquier otro relleno en el interior). Queda un largo rollo de masa engrasado por la manteca de cerdo.
Se forma una espiral, un laberinto de masa que se empieza de dentro a fuera, como si fuera un gran sol.
Se pinta la superficie de la masa con una mezcla de yema de huevo y cuatro cucharaditas de agua, así la torta quedará muy tostada.
Se mete la masa, sobre un horno a 140º, poco menos de 30 minutos. El tiempo va en función de que apetezca más o menos tostada. Se sirve templada y con azúcar glaseado por encima.

Hopper nos presta dos viejos amantes que ya se lo han dicho todo.
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