Espejos y
espejismos.
Llevo todo el día
pensando en una película ya vieja, “las largas vacaciones del 36”, una película
del año 1976 que cuenta la historia de una familia a la que le pilla la
declaración de la guerra civil en la casa de veraneo. Los niños se toman el
inicio de la guerra como unas largas vacaciones.
En casa la
sensación es distinta, desde el colegio someten a los niños a una disciplina
espartana, con sesiones virtuales y ejercicios on line desde las 9 de la mañana hasta la una del mediodía.
Los deberes son
también para los padres, porque tenemos que ir solucionándoles las dudas
mientras intentamos trabajar; además tenemos que aprovechar las salidas para
comprar comida y buscar un kiosco con fotocopiadora para ir preparándoles los
ejercicios que tienen que hacer por escrito y mandar fotografiados al profesor.
A ver si se aguanta este ritmo de trabajo
durante todo el confinamiento, que va para largo. Porque todos los datos
indican que estas medidas, o más severas, van para largo.
Yo sigo avanzando
en mi lectura del Decamerón. La necesidad de fabular como terapia para afrontar
unos días de aislamiento. Es verdad que Boccaccio parte de una situación ideal,
la de unos nobles encerrados en un palacete a las afueras de Florencia, con
todo tipo de comodidades (las propias de esa época) y, de momento, pocos
comentarios sobre lo que ocurre en el exterior. La peste diezmó Europa en el
arranque del Renacimiento. Entonces de acuñó el dicho “por la caridad llega la peste”,
un refrán que inspira a muchos ciudadanos que no dudan en darte un codazo para
llegar antes al último paquete de fideos, o burlan las medidas de aislamiento
paseando al perro hasta la extenuación (por cierto, podrían recoger las
deposiciones que dejan en la calle).
Boccaccio es un maestro de los juegos de
espejos, de los relatos encajados dentro de relatos, de las historias con
moraleja que, vista en la distancia del sofisticado siglo XXI, pueden
considerarse un poco ñoñas.
La séptima
novelilla cuenta la historia de un noble tacaño que decide suspender una fiesta
que tenía que dar en su palacio. Todos los invitados se retiran a sus ciudades
de origen, pero uno de ellos se queda con la esperanza de ser recompensado por
los gastos y dispendios que le supuso acudir a la llamada de su señor. Para
justificar su reclamación a su vez cuenta la historia de Primasso, un escritor
afamado, que acude curioso a las posesiones del abad de Cligny, de quienes e
aseguraba que invitaba a comer a quien acudiera a su mesa, aunque le sometía
algunas condiciones.
Boccaccio enlaza
tres historias, una dentro de otra, con el fin de justificar los sacrificios
que deben asumir los súbditos, también los señores.
La receta virtual,
no conviene alorzarse en el arranque de estas largas vacaciones del 2020, es la
del arroz con leche. La marquesa de Parabere da una receta básica, muy
sencilla, para la que se necesitan 100 gramos de arroz bomba, 50 gramos de azúcar,
medio litro de leche, un pellizco de sal (la marquesa precisa que tiene que ser
fina), corteza de limón, canela y media vaina de vainilla.
Estos días, que se
cruzan chistes sobre el número de granos de arroz que lleva un paquete de kilo
(tan aburridos estamos), puede ser divertido hacer una receta con esta
gramínea.
Se pone el arroz en
una cacerola cubierto por completo con agua fría. Se pone a fuego suave hasta
que rompa a hervir. Una vez hierva, hay que contar 5 minutos.
Transcurrido ese
tiempo se cuela el arroz y se enfría dejándolo bajo el chorro de agua.
Una vez se corta la
temperatura y se elimina el almidón.
Se limpia y
seca bien la cacerola, se pone la leche
y, cuando rompa a hervir, se añade el arroz, la corteza de limón, medio palo de canela, la vainilla, el azúcar y
la pizca de sal. Hay que removerlo, a fuego moderado, con una cuchara de
madera. Fuego mínimo. Se tapa y se deja
cociendo a fuego muy suave, comprobando el punto del arroz (no debe quedar muy
pasado). El tiempo de cocción no debería ser de más de 15 minutos, depende del
tipo de arroz.
Cuando esté al
punto el arroz (ha de quedar una pequeña perla dura en el núcleo de cada
grano), se vierte sobre una bandeja metálica para que rompa de nuevo la
cocción. Se espolvorea un poco de canela en polvo y se sirve.
Hay quien quema un
poco de azúcar sobre el arroz, para que quede una ligera costra de caramelo.
De Hopper, una
mujer mirando por el ventanal en Brooklyn.
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