Nápoles.
La decimoquinta
novela del Decamerón transcurre en Nápoles. De nuevo una historieta de enredo;
un comerciante de Perusa viaja a Nápoles en busca de fortuna, lleva 500
florines para comprar caballos, quiere revenderlos cuando regrese a su pueblo.
En la ciudad sufre varios engaños, termina rebozado en heces en una sentida,
embaucado por unos ladrones que querían asaltar la tumba de un obispo para
robarle un anillo, lo que hace que el pobre Andreuccio termine caído en una
tumba, con el cadáver del obispo de cuerpo presente. Finalmente se queda con el anillo del prelado
y puede regresar a su pueblo con mayor fortuna de la que partió. Toda una
sucesión de desgracias entorno a la Rua del Malpertugio (calle del mal
agujero). Boccaccio introduce las primeras escenas escatológicas de modo que,
poco a poco, va subiendo el tono libertino de los relatos, aunque siempre tiene
un final moralizante para aquietar malas conciencias y reducir riesgos con la
Santa Inquisición.
Nosotros justo hace
un mes, el 25 de febrero, pensábamos en sacar unos billetes para ir a Nápoles
con los niños, queríamos visitar Pompeya, pasar en el sur de Italia el arranque
de la Semana Santa.
Queríamos viajar justo a finales de la semana que
viene, pensábamos que el virus no llegaría ni siquiera a traspasar Roma y que
estaríamos tranquilos unos días por la costa de Amalfi. A punto estuvimos de
sacar los vuelos, estaban muy bien de precio. Nuestra única duda era si
reservar apartamento en Nápoles y disfrutar de su caos, o si buscábamos acomodo
en alguna población más pequeña de la costa.
Las ofertas de
vuelo eran excepcionalmente baratas, pero, en el último momento, por un golpe
de prudencia decidimos esperar unos días, no comprometer fechas y dineros.
Hace sólo un mes,
casi nada, y nosotros pensando en tomar unas vacaciones a finales de marzo.
Absolutamente ajenos a lo que se venía encima. Puede que la filosofía de
Simeone (Partido a Partido) sea la más razonable.
Leo a alguien a
quien discretamente admiro, que propone ahora apartarse de visiones
catastróficas y dejar la épica exaltada para los cuentos. Tiene razón. No es
momento de derrumbarse, tampoco de venirse arriba, sino de dejar pasar el
tiempo, trabajar y pensar que hay mucha gente en una situación de absoluta
incertidumbre, pasándolo muy mal.
La marquesa me
ofrece hoy un pudding que seguramente haré. Es muy sencillo y permite darle
salida a todo el pan duro que se va acumulando. Lo llama Bread-Pudding, sería
más sencillo se lo llamara pudin de pan duro.
Se necesitan 250
gramos de pan de miga que esté un poco duro (pan de víspera), 50 gramos de azúcar,
un cuarto de litro de leche, un huevo entero más una yema y 60 gramos de pasas
(se pueden sustituir las pasas por trozos de manzana o por pera).
Hay que desmigar el
pan y ponerlo en un poco de leche, hasta que se ablande bien el pan.
Se casca el huevo y
la yema, se baten bien, como para tortilla, y se añaden las pasas (o la fruta
elegida).
A parte, se pone a
hervir el cuarto de litro de leche, con el azúcar, removiendo bien.
Se vuelca la leche
bien caliente a la miga de pan, se incorpora despacio, mezclando con ayuda de
un cucharón de madera. Después los huevos batidos con la fruta.
Se mezcla todo bien
y se pasa a un molde engrasado.
Horno precalentado
y templado, 130º, veinte minutos de horno, hasta que cuaje el huevo y se forme
el pudin. Si se quiere que quede una capa tostada en la superficie se puede
espolvorear un poco de azúcar por encima.
Se deja enfriar y
se desmolda. En un pan dulce, en sus fundamentos es muy parecido a la
greixonera mallorquina, que utiliza en vez de pan los restos de las ensaimadas
que quedan duras.
Es una receta de
aprovechamiento que puede enriquecerse con un poco de canela, convertirla casi
en un flan si se incorporan dos huevos más. Caramelizarla por el fondo,
añadirle un poco de ralladura de limón… Hay miles de opciones, tantas como pan
duro acumulado.
Vuelve el frio,
incluso anuncian nieve la semana que viene. Hopper tiene recursos para casi todo.
Anne Ancher también.
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