Lecturas y
relecturas.
Acumular tantas
horas muertas no puede ser bueno. Tengo tan trillados los periódicos que no me
queda opinión por conocer. Todas sabias, todas sesudas, ninguna concluyente.
Trabajo sobre una
pregunta que se hizo Cicerón hace más de dos mil años, ¿Tengo la obligación de
devolver la espada a quien me la prestó y ahora está enajenado? (“Si gladium quis apud te sana mente deposuerit, repetat insaniens,
reddere peccatum sit, officium non reddere“).
Pero no quiero
ponerme trascendente, no cabe ni un trascendente más en este mundo global.
Me sorprende que
dentro de las propuestas de todo tipo que se lanzan sin ton ni son estos días,
nadie haya pedido que se declare al Atleti de Madrid campeón de la Champions de
2020. Al fin y al cabo hemos sido los últimos en jugar y hemos eliminado a los
anteriores campeones de la Champions, el Liverpool, que parecía en estado de
gracia. No sé si activar una cuenta en Instagram que se llame
#atleticoChampions2020, seguro que tendría eco global.
Es mala suerte que
el último partido jugado de la competición sea el nuestro, que hayamos
eliminado en octavos a Liverpool con un partido del Atleti en estado puro y que
tengamos que esperar semanas a saber qué se hará con una competición que nos ha
cogido manía.
Tendría narices que
si este era el año en el que estábamos llamados a ganar se cancele la
Champions. Eso aumentaría nuestra leyenda.
Nosotros, los
atléticos, podemos tomarnos la cuarentena con cierta paz interior, lo hicimos
ganando y con la liga a tiro, ya que Madrid y Barça están dispuestos a tirarla
por la borda.
Siento que mis
amigos culés y los merengones hayan de pasar estos días con la incertidumbre
absoluta de saber si serán capaces de eliminar al Nápoles y al City.
Cuando preguntan hasta
cuándo durará la cuarentena hay maledicentes que aseguran que no terminará
hasta que el Madrid no marque un gol.
Ruego a los
responsables de televisión que se dejen de programas de opinadores de baja
estofa y coloquen en continuo la prórroga del Liverpool contra el Atleti.
Avanzo en mis
lecturas de Boccaccio. Segundo relato de la segunda jornada, una novelilla de
enredo en la que un honrado comerciante, devoto de san Julián el Hospitalario,
es vilmente robado de camino de Verona.
La leyenda de san
Julián el Hospitalario daría para una gran novela de aventuras, y desventuras,
pero no es el caso. He de centrarme en el honrado comerciante, Rinaldo, que es
atracado por unos malhechores que le dejan desnudo a las puertas de Castel
Guiglielmo, donde es acogido por una joven y fogosa viuda (parece que Boccaccio
era muy de las viudas liberadas). La viuda es todo un ejemplo de mujer libre y
sin complejos, dueña de su cuerpo y de sus decisiones: «La mujer, que ardía toda en amoroso deseo, prestamente se le echó en
los brazos; y después que mil veces, estrechándolo deseosamente, le hubo besado
y otras tantas fue besada por él, levantándose de allí se fueron a la alcoba y
sin esperar, acostándose, plenamente y muchas veces, hasta que vino el día, sus
deseos cumplieron».
A la mañana siguiente
la señora factura elegantemente a Rinaldo y los ladrones son apresados, con lo
que el honrado comerciante, devoto de San Julián el Hospitalario, de oscura
leyenda y dudosa razón para la santidad, regresó tan feliz a su casa.
Vuelvo a los
bizcochos, al bizcocho Châteaubriand, cortesía de la divina marquesa. Necesito
250 gramos de azúcar glas (de nuevo advierto que puede reducirse a la mitad sin
grandes problemas), 125 gramos de harina fina (siempre fina), 125 gramos de
mantequilla, 125 gramos de almendras molidas, 8 huevos enteros, dos yemas, una
copita de licor, un poco de azúcar avainillado (una cucharadita) y una pizca
más de mantequilla para engrasar el molde.
El bizcocho no
tiene origen en el vizconde de Châteaubriand, escritor, diplomático y
gastrónomo, sino que su nombre se debe a una pastelería que estaba en
Clermont-Ferrand. Eso no lo explica la marquesa, lo he investigado yo.
En un bol de gran
tamaño (un lebrillo) que esté ligeramente templado al lado del fuego (o 2
minutos en el horno a 100º).
Se cascan los 8
huevos, dos yemas y el azúcar. Como hay tiempo, hay que batirlo briosamente
durante 25 minutos, siete canciones de los Raconteurs. Ha de quedar bien
espumoso.
Cuando la masa hace
torrecillas (en el glosario de la marquesa, los montoncitos o relieves que se
forman en la masa al caer del batidor levantado en alto), se agrega la copa de
licor (Kirsch según la receta canónica), y el azúcar avainillado. Después la
harina previamente tamizada. Se termina de batir bien, esta vez con ayuda de
una espátula en vez de las varillas.
Hay que darle
cierta ampulosidad a la masa, para que no se desinfle, se añaden al final las
almendras y la mantequilla en pomada, casi deshecha.
Se pasa la mezcla a
un molde y se introduce en el horno, temperatura media (140º) durante 20
minutos, aprox.
Se deja enfriar en
el horno y se desmolda con cuidado. En Clermont la adornan con una cobertura de
mantequilla y almendras (dejo link para quien quiera salivar: https://steemit.com/food/@yann0975/le-chateaubriand-le-gateau-or-specialite-de-clermont-ferrand).
Hoy Hopper festeja
el trabajo en casa.
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