martes, 16 de octubre de 2018

Capítulo CDLIX.- No quedan días de verano.


He colgado en Instagram (undiletante enlacocina) las fotos de la última comida del verano, dicho así suena un poco solemne, pero responde a ciertos rituales inevitables, los de empezar y terminar las estaciones alrededor de una mesa.

Este año el verano se alargó, entramos en octubre y todavía nos podíamos bañar tranquilamente en la playa, los días fueron calurosos hasta hace apenas tres días, cuando, de pronto, nos anunciaron la llegada de un huracán. Se ha puesto de moda ponerle nombre propio a las borrascas, los hombres y mujeres del tiempo anuncian cada semana la llegada del fin del mundo con un dulce nombre femenino. Este fin de semana nos quedamos a la espera de la entrada del huracán Leslie y sabemos que la próxima conflagración empezará con M.

El clima mediterráneo suele ser extremadamente virulento en los meses de septiembre y octubre, los días discurren cálidos y apacibles hasta que, de pronto, el tiempo da un latigazo y descarga doscientos litros por metro cuadrado en apenas unos minutos. Hace años nos anunciaban que llegaba la gota fría, ahora la llaman ciclogénesis, que arrasa con todo lo que pilla por delante.

Nuestra comida de verano llegó antes de que se desataran las últimas lluvias. Una comida marinera, clandestina. Un pescador familiar de un amigo nos organizó un almuerzo en su casa, es el tercer año que lo hacemos. Tiene una terracita junto al mar en una localidad de la costa, no muy lejos de casa (no conviene dar muchas pistas porque lo clandestino ha de mantenerse en la clandestinidad).

Nos da de comer y de beber en la terraza de su casa, él nos cocina, a ritmo tranquilo, sin guion previo, sometido a los caprichos de lo que le da el mar las horas antes. Nos recibe con una sonrisa, los días de cocina manda a su mujer y a sus hijos a un exilio temporal que ha veces se alarga hasta el anochecer. Nunca pierde la sonrisa, la cordialidad.

En la terraza nos espera una gran cubitera con hielos y seis o siete botellas de vino, todas distintas, todas maravillosamente elegidas. Algunos vinos más humildes, otros grandiosos, todos ellos en armonía con lo que nos vayamos a comer.

Nos convoca pronto, a eso de la una y media hay que estar ya en la terraza, viendo el mar, viendo a la gente pasear en la calle, viendo cómo las palomas y las tórtolas gorgotean en los edificios próximos.

Es el tercer año que le visitamos, nos reunimos en torno a su mesa y a su amabilidad seis amigos, esta vez dispuestos a contarnos las aventuras del verano. Todavía morenos.

Nos recibió con un tartar de langostinos de Sant Carles, recién recogidos, suavemente aderezados con encurtidos. Después vino un tartar de gamba roja con una cucharadita de caviar. Esta fase de marisco crudo la acompañamos con un sake de elaboración catalana, una bebida que tenía los matices de una manzanilla de jerez. Nos dio el punto ya para toda la comida.

Vinieron unas ortiguillas rebozadas. Con ellas cerramos la primera de las escenas. Ya nos habíamos bebido la botella de sake, habíamos abierto un champagne y un chablis.

Después de un primer entreacto llegaron los platos calientes: Chipironcillos con setas de otoño y pulpo braseado sobre un puré de patata ligado con aceite y pimentón. Reclamamos pan para poder mojar en las salsas.

Para cerrar la sesión de cefalópodos una cazuela de calamares estofados con malvasía. Allí agotamos las reservas de pan, también las de vino.

Después de los aperitivos, ya en la mesa, vino una bandeja con gambas y langostinos a la plancha. Un festival de dedos pringosos y de cabezas exprimidas. Reclamamos nuevas reservas de pan.

Un nuevo entreacto para recuperar el aliento. El cocinero nos mostró una corvina salvaje y dos rodaballos que aderezaría en un momento. La corvina llegó minutos después frita, en pequeños bocados, los rombinos los hizo a la plancha, piezas enteras que diseccionamos al centro de la mesa.

Eran ya cerca de las cinco de la tarde, llevábamos casi cuatro horas disfrutando, en tempo lento, sin agobios, entre risas y batallitas. Copas que se vaciaban y se llenaban.

Nos anunció que en unos minutos llegaría el arroz de gambas, sin tropezones, hecho en una cazuela de metal que permitía prepararlo en una capa fina, muy fina, de apenas una pulgada, arroz de colores ocres, delirio de sabores marinos. Yo había reservado una botella de risling para contrastar con el yodo del fumet con el que había preparado el arroz.

El cocinero se sentó con nosotros, se incorporó a la tertulia, nos comentó cómo había ido el año, que aquella era la última comida de la temporada y que hasta el año que viene no volvería a convocar encuentros clandestinos. Sonreía, nos contaba pequeñas y grandes aventuras en el mar.

Se retiró unos segundos a la cocina y regresó con una tarta de San Marcos, sin grandes complicaciones, solo bizcocho, nata montada y yema tostada. La vida sin dulce no es vida, es rutina.

Ataqué al pastel como si no hubiera comido nada en todo el día.

Al igual que otros años, al llegar la sobremesa, mientras los otros comensales apuraban las botellas de vino o se enfrentaban a licores mayores, yo descabecé un sueño en uno de los bancos de la terraza. Una cabezada no muy larga, duermevela en la que seguía a retazos las conversaciones cruzadas. Creo que no llegué a dormirme pero mis compañeros aseguraban que incluso había roncado. Podría ser.

Tras el reposo del guerrero volví a la disciplina de la mesa, a las conversaciones pendientes, a los planes futuros, de hecho, de aquella sobremesa salió un próximo encuentro en la montaña, esta vez con niños.

Anochecía ya cuando nos despedimos entre abrazos, cerrando ya nuestro encuentro con el pescador/cocinero para la temporada siguiente.

La comida fue tan maravillosa y, a la vez, tan sencilla, que cualquiera de los platos se podría describir en unos segundos. De entre todos me quedo, por ser el que más me llamó la atención, con el carpaccio de langostinos. El marisco ha de ser muy fresco. Se le quita la cabeza y la cáscara con cuidado, se le quita el intestino y con ayuda de un cuchillo de punta, muy afilado, se abre cada una de las piezas para que quede como un pequeño filete. Hace muchos años comenté una receta parecida (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/08/cap-xliii-cadaver-exquisito.html).

Se colocan los langostinos abiertos sobre papel encerado de cocina, se coloca encima papel film y se le pone un libro muy pesado para que termine de aplanarse el marisco. Conviene que quede unas horas en la nevera (libro o piedra incluidos) para que el carpaccio quede fresco.

Una vez quede frio (no congelado) se emplata y se sirve. En esta ocasión lo aderezaron con cebolletas, pepinillos y zanahorias encurtidas. Escurridas bien del vinagre, para que no apague el sabor del marisco. Los encurtidos se pican finos y se extienden encima del langostino. Podría complementarse el plato con una pizca de ralladura de lima y un chorrito de aceite de sésamo, todo en cantidades minúsculas, para no solapar el sabor del langostino de Sant Carles de la Rapita, protagonista absoluto del bocado.

En esta ocasión puede que una fotografía fuera mucho más expresiva que un cuadro (las fotos están todas colgadas en Instagram, sin embargo, como homenaje y despedida a Eduardo Arroyo, dejo a uno de sus pintores diletantes frente al mar, con su puro y su sombrero panamá, de espaldas, como si dispusiera del todo el tiempo del mundo para pintar, para pintarnos.
Image result for Eduardo arroyo pinturas

miércoles, 3 de octubre de 2018

Capítulo CDLVIII.- Tortilla de patatas.


Related image
Bacchino Malato (Baco enfermo), un cuadro de Caravaggio en el que las ojeras, los pómulos marcados, la piel cerúlea, la mirada vidriosa, el gesto perdido. Aseguran los críticos que Caravaggio aprovechó la ocasión para retratarse enfermo de ictericia y que el tono de la piel es idéntico al tono de los melocotones que reposan sobre la mesa.

Hace día que me ronda un constipado, nada grave, pero llego a las últimas horas de la tarde como si me hubieran dado una paliza, congestionado y con nubarrones en la cabeza, casi preferiría que rompiera ya la fiebre y me diera un mazazo porque esta situación ambigua me tiene machacado, no termino de desmadejarme y voy tirando a trancas y barrancas, tomándome analgésicos por la mañana y un  frenadol forte por la noche que me deja grogui en poco menos de una hora, el tiempo justo para dedicarle unos minutos al diletante.

Con el cuerpo estropajoso no hay muchas ganas de cocinar, hace calor todavía en Barcelona y no apetece meterse ya ha hacer calditos. Lleva todo el día rondándome la idea de escribir sobre la tortilla de patatas, la tortilla española de toda la vida. Hay en la red un auténtico vademécum sobre el modo de hacer tortillas de patata, he visto vídeos de campeonatos del mundo celebrados en San Sebastián, presidiendo el jurado Martín Berasategui. Se montan polémicas descarnadas en torno a la posibilidad o no de agregar cebolla a la tortilla.

Dicen los cocinillas que hay tantas recetas de tortillas de patatas como familias y bares hay en España. Tienen razón, yo soy de los que rastreo por los bares de mi ciudad en busca de la tortilla soñada y me he llevado grandes batacazos, también he disfrutado de momentos gloriosos, menos de los que merezco, el mundo del tortillerío patatil está muy maltratado y se cometen pecados para los que los fuegos del infierno son castigos veniales.

Supongo que todo el mundo tiene en mente su tortilla perfecta, normalmente tomada en la infancia, gracias a la habilidades de madres o abuelas (no es mi caso), quien sueña con los pinchos de tortilla de tal o cual bar. A mi me han salvado las suegras, grandes cocineras de tortillas españolas. De estudiante recuerdo que preparábamos una tortilla de patata a base de patatas fritas de churrería empapadas en huevo, receta de Ferrán Adriá, que en 1988 ya pontificaba y preparaba estas faketortillas que nos salvaron más de una hambruna en vísperas de un examen.

A mi me fascina la habilidad de mi suegra para improvisar una tortilla el viernes al caer la tarde, prepararla sin tener en cuenta si quedan pocas o muchas patatas, si están firmes o blandas, si quedan cebollas, puerros o calabacín, nunca sabes si la cuaja con tres, cinco o seis huevos, la cuestión es que en unos minutos surge el milagro y aparece una tortilla esponjosa por la que mataríamos.

Sueño conque sobre tortilla y pueda tomármela de desayuno, sin recalentar, está sancionado con la horca pasar la tortilla por el microondas. Los sábados o los domingos busco bares por el barrio donde tomarme un pincho de tortilla con unas yescas de pan con tomate y aceite, asumo el hocico por la barra y oteo el horizonte para descubrir si la tortilla está recién hecha, si está babosilla y todavía caliente. Cuando no tengo suerte me contento con la de un bar habitual que hacen una tortilla potable, le he cogido el horario y sé que los sábados sobre las 10 marchan tortillas recién hechas desde la cocina, eso sí, engordan la mezcla con leche, lo que no me termina de convencer, pero un tortilloadicto necesita su dosis, aunque sea adulteradas.

También he caídos en los excesos de la modernidad, las tortillas deconstruidas, hechas con cebollas sofritas, sabayón de yema de huevo y espuma de patata, también las que se adornan con cebolla frita en chip, he peregrinado a Betanzos para probar la tortilla y recuerdo unas tortillas que tomé en la Panela, en la Coruña, allí vuelvo siempre que puede.

Ya se habrá notado que soy de los que defiende la tortilla con cebolla rehogada, que la prefiero babosilla, que al quebrar el velo del huevo exterior de la tortilla se desparrame cremoso un líquido anaranjado con briznas de cebolla y canteros de patata rehogados.

No es ningún secreto advertir que en las tortillas es fundamental la calidad de los huevos y de las patatas, sobre todo de los huevos, que deben tener una yema de color pomelo intenso, que, a poca temperatura, quede a punto de cuajar.

También es básico disponer de buen instrumental, una sartén de paredes altas y radio grande, del tamaño de un plato. Los tortillófilos solemos esconder una sartén por los recovecos de la casa para que el instrumental se destine sólo al noble arte de la tortilla española.

La ortodoxia afirma para una tortilla que dé de comer o de cenar a 4 ó 6 comensales, en función del apetito, necesita seis huevos hermosos, muy frescos, no es necesario batirlos mucho, basta quebrar las yemas con un tenedor. Así la tortilla quedará con vetas amarillas y blancas, como amarmolada.

En la misma sartén en la que se va a cuajar la tortilla, se añade aceite (de oliva, por supuesto) abundante, se deja calentar, sin que supere los 150º, se pelan y se cortan en rodajas irregulares, ni finas ni gruesas, las patatas (medio kilo) y una cebolla hermosa, que se ha de picar en juliana.

Por lo visto en los videos, primero se añade primero la patata, que tiene un punto de cocción más largo. Yo prefiero empezar por la cebolla, me gusta muy pochada, casi caramelizada. Rehogo la cebolla, añado un poco de sal para que sude y después pongo las patatas.

Me sorprende la sangre fría de mi suegra, que es capaz de dejar la sartén con las patatas y la cebolla a juego alegre sin preocuparse mucho por el tiempo, gestionando otras tareas de la casa y dando voces de vez en cuando para que un alma generosa dé una vuelta a las patatas. Así quedan canteros de las patatas un poco más tostados, casi crujientes, muy agradables al paladar.

Cuando las patatas están a punto de deshacerse, cuando al darle ligeramente con la espumadera se quiebran, se apaga el fuego, se dejan reposar unos minutos y luego se escurren (el aceite sobrante es estupendo para otros guisos). Hay que dejar que enfríen antes de mezclarlas con el huevo batido. Se mezclan bien. Se enciende el fuego y en la misma sartén, sin necesidad de grasa adicional, se vuelcan los ingredientes. La sartén tiene que estar caliente, pero sin arrebatar el huevo, que es muy sensible y se quema rápido.

Si queremos la tortilla muy líquida, la maniobra de cuajado ha de ser rápida, sólo dos o tres minutos para que se haga una película resistente.

Este tipo de tortillas son difíciles de voltear, conviene hacer maniobras firmes, decididas, asumir que algo goteará. Hay que utiliza un simple plato, quien, utiliza la tapa de una cacerola grande, incluso un volteador especial de tortillas, he visto quien recomienda un plato sopero que ayude a recoger bien todos los jugos.

Se coloca de nuevo la sartén en el suelo, se deposita la tortilla cuajada por un lado y, en otros dos minutos está hecha, se devuelve a un plato frio y se lleva a la mesa, no hay prisa, gana mucho si está templada.

Pecadores de la pradera pondrán lonchas de jamón, piezas de pimiento rojo, queso, besamel o salsa de tomate, dios les perdone.

El frenadol hace sus efectos, he roto a sudar, los niños están ya en la cama, terminando de leer, yo pondré un rato una película, el tiempo justo para que me venza el sueño y aparezcan tortillas jugosas en vez de sueños húmedos.