He colgado en
Instagram (undiletante enlacocina) las fotos de la última comida del verano,
dicho así suena un poco solemne, pero responde a ciertos rituales inevitables, los
de empezar y terminar las estaciones alrededor de una mesa.
Este año el verano se
alargó, entramos en octubre y todavía nos podíamos bañar tranquilamente en la
playa, los días fueron calurosos hasta hace apenas tres días, cuando, de
pronto, nos anunciaron la llegada de un huracán. Se ha puesto de moda ponerle
nombre propio a las borrascas, los hombres y mujeres del tiempo anuncian cada
semana la llegada del fin del mundo con un dulce nombre femenino. Este fin de
semana nos quedamos a la espera de la entrada del huracán Leslie y sabemos que
la próxima conflagración empezará con M.
El clima mediterráneo
suele ser extremadamente virulento en los meses de septiembre y octubre, los
días discurren cálidos y apacibles hasta que, de pronto, el tiempo da un latigazo
y descarga doscientos litros por metro cuadrado en apenas unos minutos. Hace
años nos anunciaban que llegaba la gota fría, ahora la llaman ciclogénesis, que
arrasa con todo lo que pilla por delante.
Nuestra comida de
verano llegó antes de que se desataran las últimas lluvias. Una comida marinera,
clandestina. Un pescador familiar de un amigo nos organizó un almuerzo en su
casa, es el tercer año que lo hacemos. Tiene una terracita junto al mar en una
localidad de la costa, no muy lejos de casa (no conviene dar muchas pistas
porque lo clandestino ha de mantenerse en la clandestinidad).
Nos da de comer y de
beber en la terraza de su casa, él nos cocina, a ritmo tranquilo, sin guion
previo, sometido a los caprichos de lo que le da el mar las horas antes. Nos
recibe con una sonrisa, los días de cocina manda a su mujer y a sus hijos a un
exilio temporal que ha veces se alarga hasta el anochecer. Nunca pierde la
sonrisa, la cordialidad.
En la terraza nos
espera una gran cubitera con hielos y seis o siete botellas de vino, todas
distintas, todas maravillosamente elegidas. Algunos vinos más humildes, otros
grandiosos, todos ellos en armonía con lo que nos vayamos a comer.
Nos convoca pronto, a
eso de la una y media hay que estar ya en la terraza, viendo el mar, viendo a
la gente pasear en la calle, viendo cómo las palomas y las tórtolas gorgotean
en los edificios próximos.
Es el tercer año que
le visitamos, nos reunimos en torno a su mesa y a su amabilidad seis amigos,
esta vez dispuestos a contarnos las aventuras del verano. Todavía morenos.
Nos recibió con un
tartar de langostinos de Sant Carles, recién recogidos, suavemente aderezados
con encurtidos. Después vino un tartar de gamba roja con una cucharadita de
caviar. Esta fase de marisco crudo la acompañamos con un sake de elaboración
catalana, una bebida que tenía los matices de una manzanilla de jerez. Nos dio
el punto ya para toda la comida.
Vinieron unas ortiguillas
rebozadas. Con ellas cerramos la primera de las escenas. Ya nos habíamos bebido
la botella de sake, habíamos abierto un champagne y un chablis.
Después de un primer
entreacto llegaron los platos calientes: Chipironcillos con setas de otoño y
pulpo braseado sobre un puré de patata ligado con aceite y pimentón. Reclamamos
pan para poder mojar en las salsas.
Para cerrar la sesión
de cefalópodos una cazuela de calamares estofados con malvasía. Allí agotamos
las reservas de pan, también las de vino.
Después de los
aperitivos, ya en la mesa, vino una bandeja con gambas y langostinos a la
plancha. Un festival de dedos pringosos y de cabezas exprimidas. Reclamamos
nuevas reservas de pan.
Un nuevo entreacto
para recuperar el aliento. El cocinero nos mostró una corvina salvaje y dos
rodaballos que aderezaría en un momento. La corvina llegó minutos después
frita, en pequeños bocados, los rombinos los hizo a la plancha, piezas enteras
que diseccionamos al centro de la mesa.
Eran ya cerca de las
cinco de la tarde, llevábamos casi cuatro horas disfrutando, en tempo lento,
sin agobios, entre risas y batallitas. Copas que se vaciaban y se llenaban.
Nos anunció que en
unos minutos llegaría el arroz de gambas, sin tropezones, hecho en una cazuela
de metal que permitía prepararlo en una capa fina, muy fina, de apenas una
pulgada, arroz de colores ocres, delirio de sabores marinos. Yo había reservado
una botella de risling para contrastar con el yodo del fumet con el que había
preparado el arroz.
El cocinero se sentó
con nosotros, se incorporó a la tertulia, nos comentó cómo había ido el año,
que aquella era la última comida de la temporada y que hasta el año que viene
no volvería a convocar encuentros clandestinos. Sonreía, nos contaba pequeñas y
grandes aventuras en el mar.
Se retiró unos segundos
a la cocina y regresó con una tarta de San Marcos, sin grandes complicaciones,
solo bizcocho, nata montada y yema tostada. La vida sin dulce no es vida, es
rutina.
Ataqué al pastel como
si no hubiera comido nada en todo el día.
Al igual que otros
años, al llegar la sobremesa, mientras los otros comensales apuraban las
botellas de vino o se enfrentaban a licores mayores, yo descabecé un sueño en
uno de los bancos de la terraza. Una cabezada no muy larga, duermevela en la
que seguía a retazos las conversaciones cruzadas. Creo que no llegué a dormirme
pero mis compañeros aseguraban que incluso había roncado. Podría ser.
Tras el reposo del
guerrero volví a la disciplina de la mesa, a las conversaciones pendientes, a
los planes futuros, de hecho, de aquella sobremesa salió un próximo encuentro
en la montaña, esta vez con niños.
Anochecía ya cuando
nos despedimos entre abrazos, cerrando ya nuestro encuentro con el pescador/cocinero
para la temporada siguiente.
La comida fue tan
maravillosa y, a la vez, tan sencilla, que cualquiera de los platos se podría
describir en unos segundos. De entre todos me quedo, por ser el que más me
llamó la atención, con el carpaccio de langostinos. El marisco ha de ser muy
fresco. Se le quita la cabeza y la cáscara con cuidado, se le quita el
intestino y con ayuda de un cuchillo de punta, muy afilado, se abre cada una de
las piezas para que quede como un pequeño filete. Hace muchos años comenté una
receta parecida (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/08/cap-xliii-cadaver-exquisito.html).
Se colocan los
langostinos abiertos sobre papel encerado de cocina, se coloca encima papel
film y se le pone un libro muy pesado para que termine de aplanarse el marisco.
Conviene que quede unas horas en la nevera (libro o piedra incluidos) para que
el carpaccio quede fresco.
Una vez quede frio
(no congelado) se emplata y se sirve. En esta ocasión lo aderezaron con cebolletas,
pepinillos y zanahorias encurtidas. Escurridas bien del vinagre, para que no
apague el sabor del marisco. Los encurtidos se pican finos y se extienden encima
del langostino. Podría complementarse el plato con una pizca de ralladura de
lima y un chorrito de aceite de sésamo, todo en cantidades minúsculas, para no
solapar el sabor del langostino de Sant Carles de la Rapita, protagonista
absoluto del bocado.
En esta ocasión puede
que una fotografía fuera mucho más expresiva que un cuadro (las fotos están
todas colgadas en Instagram, sin embargo, como homenaje y despedida a Eduardo
Arroyo, dejo a uno de sus pintores diletantes frente al mar, con su puro y su
sombrero panamá, de espaldas, como si dispusiera del todo el tiempo del mundo
para pintar, para pintarnos.
Ya me has puesto los jugos gástricos desmandados, mientras leía se me revolucionaban todas mis glándulas salivares, pásame tus kilos de sobra, estoy en 51 y gramos. Buena digestión. Jubi
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