La lluvia y el frio han llegado de golpe, ha cambiado
la hora, tal vez por última vez. La llegada del invierno me descentra, qué le
vamos a hacer, no me gustan los días con poca luz y los primeros fríos me
destemplan. Imagino que a medida que me vaya haciendo viejo se irán acentuando
mis manías.
Como buen diletante, estos días desapacibles los he
dedicado a ampliar mis conocimientos inútiles, llenos de paradojas. Estoy
leyéndome un libro de John Berger sobre los artistas. Apasionante lo que sabía
este tipo, aunque sus trabajos sean irregulares.
Aprendo la diferencia entre ver y mirar, a lo largo de
mi vida puede que haya visto mucho y haya mirado poco.
En esta ocasión, para cambiar los ritmos, empezaré por
el cuadro, que me llevará a la receta.
He visto muchas veces el cuadro titulado El Columpio,
de Jean-Honoré Fragonard, pintado en 1767, en pleno esplendor del rococó y de
la monarquía francesa, luego vendría la revolución y la guillotina para poner
orden frente a tanta frivolidad. Hace un par de años hice una entrada
utilizando un cuadro de Fragonard (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2016/10/cccxcix-looking-for-fragonard.html).
Cuando vi por primera vez el Columpio me sonreí, no
deja de ser una escena galante del siglo XVIII, un punto frívola, un plato
ligero de consumir. Después de leer a Berger he dejado de ver y he empezado a
mirar, para descubrir que el cuadro es mucho más exquisito y perverso de lo que
parece, empezando por su título, ya que no se llama en realidad el columpio
sino los afortunados o felices accidentes del columpio (Les Hasards heureux de l'escarpolette). El cuadro se lo encargó a Fragonard
el Barón de Saint Julien, famoso por su vida libertina y sus amantes.
El Barón tenía el capricho de disfrutar de una pintura
en la que apareciera su amante en un columpio y realizó el encargo a otros pintores
afamados de la corte, que rechazaron el encargo porque consideraban que era una
propuesta subida de tono, el Barón pretendía que en el cuadro apareciera un
obispo columpiando a la joven. Fragonard aceptó el reto y sustituyó al prelado
por el marido de la joven, que aparece en la penumbra, un hombre mayor, en
apariencia contento, moviendo los bastidores del columpio para contentar a su
esposa.
Escondido, en la espesura del jardín, aparece el
Barón, tendido sobre la hierba, con ropajes elegantes, una flor en el ojal y un
sombrero de tres picos que agarra entre los dedos para intentar alcanzar las piernas
de su amada, que va y viene del marido al amante, del amante al marido. Ella
sólo tiene ojos para el Barón, a quien lanza, despreocupada un zapato; sin
embargo, es el marido en las sombras el que le da la seguridad y la movilidad.
El zapato en el aire, el cuerpo en equilibrio de la
mujer, las ropas en volandas, las piernas entreabiertas buscando la estabilidad,
las copas de los árboles, que parecen nubes al viento acentúan la sensación de
agitación. Todos estos detalles hacen que el cuadro parezca en realidad una
película.
Algunos detalles acentúan el carácter perverso de la
imagen, no sólo el deseo que expresan las caras del Barón y su amante, no sólo
el zapato lanzado al aire. La estatua de Cupido que está frente al columpio se
lleva el dedo a la boca, reclamando silencio; las otras dos estatuas, tras el
columpio, junto al marido, fijan la vista en la amante. Las estatuas, los putti,
mantienen un gesto severo, entre complicidad y reproche por lo que están
viendo.
Si se amplía la imagen del cuadro se observa una liga
en el muslo izquierdo de la mujer, también se descubre que el zapato que viste
el pie izquierdo está suelto y que en otro vaivén seguro que termina también
perdiéndose.
Las volandas de las faldas y enaguas de la mujer, de
tonos rosas y blancos tienen también un claro contenido erótico, no hace falta
ser muy perverso para ver en esa zarabanda imágenes más íntimas. La mujer,
además, entreabre ligeramente las piernas, buscando el equilibrio. John Berger
asegura que las cortesanas francesas del siglo XVIII no llevaban ropa interior.
En la parte inferior derecha del cuadro asuma la cara
un perrillo nervioso que contempla inquieto a su ama, aguardándola con un gesto
ansioso. No es el primer perrillo perverso que pinta Fragonard, otros perros
han compartido momentos íntimos en la obra del pintor.
Fragonard fue un pintor cortesano que, antes de
triunfar, para sobrevivir tuvo que aceptar encargos de pinturas que iban más
allá de lo erótico, para deleite de aristócratas ociosos. En muchos cuadrod de
Fragonard aparece ese gusto morboso y pícaro.
Al mirar los felices accidentes del columpio me doy
cuenta de lo mucho que he visto y lo poco que he mirado, de todo lo que me
queda por aprender y descubrir.
Estos días que leía sobre Fragonard, he guisado en
varias ocasiones platos con calamares. Los calamares son moluscos, los
cefalópodos son una clase de moluscos, una de sus sup-clases. Aún viniendo del
mar, los calamares tienen poco que ver con los pescados y, pese a que se
incluyen dentro de los mariscos, por el sabor y la textura de los calamares es
complicado identificarlos con las gambas, los langostinos o las cigalas.
El calamar es un bicho extraño que estamos muy
acostumbrados a ver en las pescaderías pero que miramos muy poco. Es muy socorrido
hacerlos a la plancha o freírlos a la romana, disfrutar de su carne gomosa y un
tanto insípida. Más juego dan los calamares y los chipirones en su tinta,
rellenos con sus propias patitas y acompañados con arroz pilaf. Los calamares
en su tinta forman parte de las recetas viejunas que se están perdiendo, aunque
sean maravillosos, con su sofrito de cebolla y jerez.
Yo he guisado calamares con pimentón y garbanzos, un
plato de cuchara denso y sabroso. En Cataluña preparan la sepia con guisantes,
un plato también contundente.
Hace unas semanas un amigo que nos invitó a comer nos
preparó unos chipirones rellenos, un clásico de la cocina catalana que se ha
ido perdiendo. Los calamares rellenos son el ejemplo claro de la versatilidad y
la rareza de este animal, al que no le damos la importancia que tiene.
La textura del calamar da la sensación mórbida de probar
una pieza singular, húmeda, gomosa, flexible. Los japoneses utilizan los
calamares crudos para algunas presentaciones.
Limpiar calamares es engorroso, hay que tener la
paciencia de quitarles bien la jibia, limpiar las inmundicias de su interior
(no es la primera vez que limpiando calamares aparece en su buche un pescadillo
sin digerir). También conviene quitarles la telilla que les recubre, una
telilla morada o marrón, según el tipo de calamar, incluso blanquecina y
lechosa.
Nos invaden los calamares pescados en el Pacífico,
calamares que están muy bien de precio, pero que no pueden competir con el
calamar o chipirón pescado en el mediterráneo.
Hace algunos meses hice una receta griega de calamares
rellenos de queso (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2017/09/cap-cdxxviii-chapuzon-furtivo-en-cabo.html).
Alain Ducasse los rellena con verduras (acelgas) y no quedan nada mal.
Hice calamares rellenos siguiendo las recetas que
tradicionalmente se manejan en Cataluña y Baleares, calamares rellenos de carne
de cerdo, miga de pan y huevo duro.
Limpié 700 gramos de chipirones (dediqué gran parte de
la mañana del sábado a limpiarlos y a darles la vuelta para que el relleno no
se escapara). Reservé las patitas del calamar para el relleno.
En una sartén sofreí una cebolla pequeña, cortada en
briznas pequeñas, una zanahoria también picada y 400 gramos de carne magra de
cerdo picada. Añadí una copa de vino blanco seco, sal y pimienta.
Cuando la verdura estaba rehogada añadí las patitas de
los calamares bien picadas, mezclándolas con la carne. Retiré la sartén rápidamente
del fuego y dejé que se enfriara un poco.
Piqué dos huevos duros y miga de pan (200 gramos) – se
puede sustituir la miga de pan por pan rallado -, piqué un poco de perejil y lo
mezclé todo, ya tenía la farsa. En algunos recetarios se añade almendra picada,
avellana tostada y pasas a la farsa.
Con la mezcla bien removida, para que quede compacta,
me dispuse a rellenar los chipirones, como eran pequeños tuve que armarme de paciencia.
Si se usan calamares más grandes la tarea de relleno es más sencilla, pero es
un placer comer chipirones pequeños, del tamaño de un dedo, que pueden comerse
de un bocado.
Advertencia, no hay que rellenar al máximo los
calamares ya que al guisarlos encogen y se sale el relleno.
Una vez rellené los calamares los guisé aprovechando
una salsa de tomate y zanahoria que me sobraba de un guiso anterior. Lo suyo
habría sido preparar una salsa específica para el calamar, una salsa hecha a
base de cebolla, zanahoria, picada de almendras, vino blanco y un poco de
tomate. En mi caso la salsa de tomate me vino de maravilla.
Para acompañar el plato herví un poco de arroz blanco.
Otra advertencia, no convine guisar mucho el calamar,
sino queda excesivamente gomoso. Yo puse los calamares rellenos en la salsa
fría, puse el fuego bajo y en cuanto los calamares perdieron el tono pálido
apagué el fuego.
En el arranque de este invierto he aprendido a mirar a
Fragonard, también a mirar los calamares.
Tanto en Fragonard como en el guiso de calamares
corremos la tentación de hacer trampas, como hizo Disney en Frozen, que robó el
cuadro del Columpio para decorar la habitación de las hermanas, pero le quitó
todo el elemento morboso eliminando al amante de la escena.
Entretenida entrada, bonitos cuadros y riquísimos calamares. Acabo de contestar al correo de nuestro "congoleño".
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