Una de las prerrogativas de los diletantes es
la de alterar el orden natural de las cosas, adaptarlo a las circunstancias, a
nuestras propias circunstancias.
Estaba yo sumergido en mi ciclo de Andrés
Baztán del Valle, sus pimientas y sus disquisiciones sobre las Meninas. Había
planificado el trabajo de las próximas semanas alrededor de ese relato, al que
todavía le quedan algunos capítulos. Estas nouvelles cuquinarias tienen la
ventaja de abstraerme del día a día, ir planificando el curso con cierta
distancia, dejando que se aposenten algunas cosas y que otras vuelen hasta
desaparecer. Conviene reordenar la memoria de vez en cuando.
El ciclo de Andrés Baztán me permitía tomar
distancia de todo lo que está ocurriendo en Cataluña, entramos en el verano con
incertidumbres, salimos de él como muchas más dudas, tensiones y heridas.
Pese a todo y pese a todos, lo cierto es que
la distancia del mes de agosto, distancia física y mental me ha permitido
seguir lo cotidiano con cierta distancia, lo que no reduce el agobio de los que
pensamos que hay que respetar las normas y no hacer trampas con los sentimientos
de la gente. Todos los callejones abiertos en Cataluña están, de momento, sin
salida, para desgracia de los cientos de miles de personas sensatas que
permanecemos discretamente callados, abrumados por toda la porquería.
Pero la razón de esta entrada no era opinar
sobre lo que estaba sucediendo y lo que, dolorosamente, ha sucedido después, ya
hay miles de opinadores que se ocupan de emponzoñar. Mi intención era mucho más
modesta. Básicamente se trata de afirmar y reafirmar que se puede y se debe ser
feliz. Yo lo he sido durante todos los días de las vacaciones y espero seguir siéndolo
gracias a todo lo aprendido y disfrutado lejos, muy lejos de casa.
Este año regresamos a Grecia, la experiencia
del año pasado fue maravillosa, sencilla y agreste, sin sofisticaciones, bastaba
una playa larga con dunas de arena, el viento y el sol de cara.
Este año también fue ventoso, cálido y
ventoso. Dos días antes de regresar a casa saltamos de las islas al continente.
El año pasado estuvimos en Atenas y este año decidimos evitar su calor y sus
aglomeraciones, alquilamos un apartamento en la playa, en una ciudad cercana al
aeropuerto llamada Artemis. Desde allí alquilamos un coche – por cierto huid de
Europcar, engañan como bellacos, no tienen oficina en el aeropuerto de Atenas,
te llevan a un polígono industrial a poco más de un kilómetro y ahí te inundan
a recargos y desatenciones.
Tras ciertas tensiones con las empleadas de
la agencia (las únicas personas desagradables del país) tomamos camino hacia
cabo Sunion, una zona costera a 55 kilómetros de la capital. Había leído mucho
y muy bueno sobre aquel paraje (he de decir que tengo dudas de si estuve allí
25 años atrás).
Conducir en Grecia es una experiencia que
templa nos nervios. Los griegos tienen poco que envidiar a los italianos del sur
en cuanto a modo de conducción. Tuvimos suerte de no pillar tráfico y enseguida
me acostumbre a las autovías con semáforos incorporados.
Paramos a comer en un puerto pesquero a 10
minutos de Sunion, nos dejamos seducir por uno de los ganchos de los
restaurantes del puerto, un especialista en seducir a los turistas, un tipo con
aspecto de haber sobrevivido a todas las guerras del Peloponeso. Nos ofreció el
mejor pescado y una pizza especial y especiada para los niños. Tomamos un
pescado estupendo, creo que un sargo ya que apenas pudimos entendernos con los
camareros. De postre nos invitaron a unos bombones helados. Paseamos por el puerto
y tomamos nota de los catamaranes que esperemos poder arrendar, aunque sea por
unas horas, el año que viene.
A eso de las cinco de la tarde retomamos el
camino marcado hacia Sunion, un pequeño promontorio frente al mar, un lugar
millones de veces reproducido, recinto sagrado destinado desde hace mil años a
todo tipo de cultos paganos. Desde las peñas de Sunión Egeo se precipitó al
mar, pensando que su hijo Teseo no había sobrevivido al Minotauro, y todo por
un despiste de Teseo, que no había cambiado las velas. Teseo, el astuto, el
traidor, el que había abandonado a Ariadna en Naxos después de haberse valido
de ella. Teseo, la metáfora del cambio de culturas de las islas (Minos y sus
angustias) al continente, a Atenas
(Ática, micénica, sabia y luminosa).
El mar egeo es escandalosa y lujuriosamente
azul en el cabo Sunion, sus playas aconchadas dan la tranquilidad y la luz de miles
de atardeceres. Desde cualquiera de las
ensenadas se disfruta del mar, de los golfos, cabos, islas e islotes que
conforman un paraje especial, capaz de sobrevivir a cualquier invasión,
incluida la de los turistas.
Decidimos ir primero a la playa, decisión
improvisada porque habíamos salido del apartamento sin bañadores ni toallas, ya
en el equipaje sucio y cerrado para volver a Barcelona. Había amanecido
lluvioso en Artemis y decidimos no llevar equipo de baño. Pese a ello quisimos
acercarnos al mar, mojarnos aunque fueran los pies. Llegamos a la playa que hay
bajo el promontorio de Colonna, debajo del tempo de Poseidón, allí hay un hotel
que, literalmente, ocupa una parte importante del arenal de la playa. Allí
colocan sus hamacones y sus sombrillas, reserva exclusiva para clientes del
hotel.
El hotel estaba casi vacío o, por lo menos,
estaba casi vacía la zona de hamacas en la playa, eso que la tarde era
maravillosamente clara y cálida, sin apenas viento. Nos adentramos
discretamente en la playa después de haber aparcado fuera del aparcamiento del
hotel. Nuestra pinta de extraños era evidente, los niños con calzado deportivo,
nosotros con la cámara y la mochila colgada del hombro.
El mar nos llamaba con insistencia, hubiera
sido una aberración no bañarnos en Sunion, no dejarnos emborrachar por su luz y
su solemnidad. Los niños, vergonzosos ellos, eran reacios a bañarse desnudos y
lo de quedarse en ropa interior les producía las siete vergüenzas.
Nos colocamos discretamente en una de las
hamacas del final de la playa, nadie nos observaba, nadie parecía estar al
tanto de nuestra invasión. Nos descalzamos para que las suaves olas nos fueran
refrescando los pies.
Yo me quité la camiseta, los niños me
imitaron, y después los pantalones, les costó, pero también me imitaron. En
calzoncillos nos lanzamos al mar, había un espigón de piedra de varios metros
que te permitía lanzarte de cabeza.
Yo fui el primero en tirarme en calzoncillos
rojos a cuadritos, un calzón de goma floja que se me bajó hasta los tobillos
por el impulso del chapuzón. Nadé hacia el horizonte, buscando el punto en el
que pudiera disfrutar de la playa y del promontorio con el templo de Poseidón
iluminado por el sol de media tarde, a las puertas de septiembre.
Los niños no tardaron en seguirme, con la
suerte y desvergüenza de que se deshicieron de los calzoncillos ya en el agua y
los agitaban como banderas piratas, alegres de haber conquistado un puerto
hostil. Marta también de decidió y se dio un baño en escuetas, azules, braguitas.
Nos bañamos alegremente, agitamos el agua,
nos lanzamos desde el espigón borrachos de luz y de felicidad. En el hotel no
parecía importarles nuestra presencia, en nada molesta.
Allá las seis de la tarde salimos del agua,
felices con nuestra ropa interior mojada y salobre, todos recordaremos la ropa
que llevábamos aquel día, la que embrujamos en el egeo, a los pies del tempo de
Poseidón.
Nos quitamos la sal en las duchas del jardín
del hotel, los empleados parecían no vernos, puede que Teseo nos hubiera
concedido el don de la invisibilidad. Nos secamos con un pareo y una pashmina. Regresamos
al coche y subimos hacia el recinto en el que estaba el templo y las ruinas del
antiguo asentamiento de Colonna.
Yo recordé que un poeta español (García
Montero) había escrito a propósito de Cabo Sunion, también recordé que Turner
había pintado embriagado por el sol griego.
No había mucha gente en el lugar, pudimos
aparcar casi en la puerta y allí pasear entre piedras y columnas, hacer cientos
de fotos, disfrutar viendo unas perdices que paseaban por el lugar, ajenas a la
solemnidad del templo.
Hicimos fotos, cientos de fotos, convencidos
de poder captar en un instante la magia de un promontorio que durante tres mil años
había magnetizado a miles de viajeros.
Nos sentamos sobre los sillares de columnas
derruidas y disfrutamos de la caída del sol. No hubiera gustado disfrutar de
aquello en silencio, pero cuando se viaja con niños el silencio se convierte en
piedra preciosa, imposible de alcanzar.
Con el sol puesto regresamos al apartamento,
convencidos de haber vivido y compartido un tiempo y un espacio especial, por
lo menos para nosotros, convencidos de haber cargado pilas para poder afrontar
con una sonrisa nuevas aventuras, nuevas estaciones y retos. Ser capaces de
superar toda la porquería que nos aguardaba en cuanto llegáramos a casa y la
realidad, la mezquina realidad que habíamos dejado atrás, intentaba teñir de
nuevo nuestros calzoncillos, nuestros pareos empapados de sales del egeo.
Esa noche cenamos pasta con tomate,
salchichas, ensalada de rúcula y queso Anthotiro, un queso fresco que
descubrimos en Naxos poco antes de abandonar las islas.
La experiencia de Sunion exige una receta con
un poco más de misterio, a la altura de la jornada que vivimos, por eso en vez
de comentar mis simples espaguetis (estaban estupendos) me atrevo con una
receta de calamar relleno que probamos creo que en Tnoy, la gracia del plato es
que lo rellenaban con queso fresco, yo utilizaré el de Anthotiro. Los calamares
han sido una constante gastronómica en nuestro viaje, uno de mis hijos defiende
enconadamente que comer calamares equivale a comer pescado, por cuanto todo viene
del mar. Con esa cantinela, cada vez que le recordábamos que había que comer
pescado nos advertía que ya había tomado calamares fritos.
El calamar es un bicho extraño, puede que una
reminiscencia prehistórica, y su textura y sabor le permite combinar con casi
todo (en España se rellenaban con carne picada y en Grecia era habitual tomarlo
con arroz).
Los calamares rellenos de queso obligan a un
sofrito que no sea muy especiado. Primero se pela y pica una cebolla en juliana
fina, un tomate pelado y despepitado y un pimiento rojo (mejor medio pimiento
rojo porque son muy grandes). Se salplimenta con mesura y se rehoga a fuego muy
lento. Se pueden añadir las patitas del calamar cortadas también finas. Cuando
esté bien atontada la verdura se añaden 250 del queso de Anthotiro (si se
quiere que tenga un punto más fuerte podría hacerse con queso feta). Se deshace
bien el queso en el sofrito hasta que quede una pasta blanquecina que pueda
manejarse con soltura.
Se termina de limpiar bien el calamar (tiene
que ser un calamar de ración, preferiblemente pescado en el Mediterráneo, los
calamares del índico son insípidos). Se pasa bien por la plancha, la plancha ha
de estar caliente, engrasada con una cucharada de aceite de oliva, para que el
calamar se haga rápido, no quede gomoso.
Se retira del fuego y se deja atemperar unos
minutos (no conviene que se quede muy frio, no hay que recalentarlo).
Con ayuda de una cuchara se rellena bien de
la pasta de queso del sofrito, se cierra la entrada del calamar con unos
palillos (recurso de abuela de postguerra) y se le da un último golpe de planta
para llevarlo a la mesa y partirlo en tres o cuatro piezas.
EL recuerdo de Sunion, del calamar relleno y
de todo lo que ha significado este verano. No sé muy bien qué recuerdo tendré,
dentro de 20 años, de mi visita a Sunión, menos sé lo que les quedará a mis
hijos de aquella visita y del baño en paños menores. Quizás consulten el blog y
sonrían. Yo les dejo también el link de la poesía de García Montero ( http://www.poetasandaluces.com/poema/2254/),
también el verso de Lord Byron, que se atrevió a dejar su nombre grabado sobre
el mármol, una gamberrada que hoy no tendría perdón:
Place me on
Sunium’s marbled steep,
Where nothing,
save the waves and I,
May hear our
mutual murmurs sweep…
Espero que compartan ese mismo recuerdo, de una tarde especial, trasgrediéndo normas y esperando una puesta de sol sin parangón. Si no lo recuerdan se lo leeremos.
ResponderEliminarQue bella experiencia y gracias por tu sensibilidad de compartirla con tus seguidor@s.
ResponderEliminarEse cuadro es precioso con esa luz del sol.
Jamás se me hubiera ocurrido rellenar así unos calamares, pero imaginarme ese queso fundido al pinchar el cefalópodo, no me deja acabar lo que tengo entremanos e ir a la nevera a ver que pillo (aunque solo sea a prepararme un bikini).
Ánimo que la realidad no será tan dura, ya verás. Cl.
No hay nada mejor que una puesta de sol, con kilos de amor y amenizada con esos calamares rellenos de queso fundido.. hasta la incertidumbre se diluye
ResponderEliminarLo probaré, maestro��
Hoy te has salido, he disfrutado un montón y me imaginaba a los niños viviendo esas experiencias, siempre digo que son los más viajados del planeta y con la imagen que lo has ilustrado, ya el completo. Ahora a volver a la triste realidad que se presenta problemática. Animo. Jubi
ResponderEliminarRealmente me he divertido leyéndolo, aunque claro, no tanto como vosotros.
ResponderEliminarun saludo.