VI. PIMIENTA DE KAMPOT.
Hay quien se queja, pero
nuestra bendita tierra es feliz, creedme… como nosotros en palacio.
Las tardes de Andrés, el héroe
laureado, eran baldías, prácticamente inútiles. El calor y el cansancio le
postraban en el sofá donde se dejaba invadir por el sopor hasta caer dormido.
No había hora para despertar, no tenía mucho sentido, igual daba que arriesgara
el sueño de la noche. Inánime se desperezaba con las fuerzas justas para llegar
al ordenador y allí navegaba hasta bien entrada la noche. Internet no tenía
límites ni físicos ni temporales. Era un navegador pasivo, reacio a las redes
sociales, mantenía las prevenciones de su profesión y jamás facilitaba un dato
o intervenía en una conversación en la que pudiera desvelarse su identidad. Se
contentaba con viajar y arribar a puertos, algunos extraños. Navegaba sin rumbo
o con rumbo errado, como guiado por hados caprichosos que no siempre acertaban.
Aquella tarde del siete de
agosto llegó, por casualidad, a los archivos de televisión española, donde pudo
ver, a lo largo de poco más de dos horas, una vieja obra de teatro, de Antonio
Buero Vallejo, titulada las Meninas. De la obra sacó una frase que apuntó en su
libreta, que hablaba de tierras felices y de la felicidad en palacio. Andrés a
su modo terminaba siendo feliz en su palacio y pensaba que fuera de él todos
eran también felices. La frase la decía, en el último momento de la obra, don
Diego Ruiz de Azcona, ayo de los infantes de España y, por lo tanto, profesor
de doña Margarita. Ruiz de Azcona era el personaje que aparecía semivelado,
tras las meninas, junto a una monja tocada. Muchos estudiosos no se atrevían a
identificar a este personaje del cuadro y se contentaban con afirmar que se
trataba de un guardarmas de la corte.
Diego Ruiz de Azcona tomó
estudios religiosos y llegó a ser obispo de Pamplona aunque su fama quedó
fijada en el cuadro de las Meninas y en todas las especulaciones que giraban en
torno a él.
Viendo la obra de teatro Andrés
se acordó, inevitablemente, del hombre del respingo, a quien había vuelto a
sorprender esa misma mañana sentado en los bancos públicos que había frente al
museo del Prado. Andrés tomó una
distancia prudencial para poder observarle. Estaba enganchado al teléfono sobre
el que seguía tecleando compulsivamente. Aquel tipo tenía un rostro afilado,
cetrino, vulgar, era casi imposible establecer su edad. Quizás se trataba de
alguien desubicado, obsesionado con los juegos del teléfono. Andrés hizo
inventario de todos los desconocidos que frecuentaban sus paseos, todos
aquellos rostros que, de una u otra manera, terminaban cruzándose por su camino
durante las caminatas matutinas. Unos tenían funciones definidas, otros no eran
sino simples almas en pena, tan en pena como el propio Andrés, que terminaba
arrastrando los pies y resoplando. Seguramente el tipo del respingo, a quien
bautizó aquella tarde como don Diego Ruiz de Azcona, no era sino un sujeto
normal, tirando a gris, que se contentaba con media docena de frases insípidas
en una olvidada obra de teatro. Bien mirado, don Diego tenía en la obra más frases
que el propio Baztán que, si buscaba identificarse con alguno de los
personajes, no le quedaba otro papel que el de mero figurante de la corte, ni
tan siquiera era el narrador, por mucho que se obsesionara. Tal vez tendría que
olvidarse del ayo Ruiz de Azcona y sus respingos, permitir que se mantuviera en
la penumbra, asaltando las dudas de otros transeúntes.
Tenía decidido quedarse toda la
tarde en casa, esperar a que entrara la noche y refrescara algo. Quedarse inmóvil
frente a la pantalla del ordenador con las persianas bajadas, en calma chicha.
Escuchó ruidos en la escalera y al afinar el oído anticipó la llegada de
Benita, que arrastraba su monólogo exterior sin puntuaciones ya en el rellano
de la puerta. Por la mañana se había dejado camisas sin plantar y quería
aprovechar la caída de la tarde para hacer y comprobar, así, que Baztán del
Valle estaba bien. Fue Benita la que descubrió meses atrás a Andrés postrado en
la cama, tras un fin de semana preagónico en el que atenazado por la angustia y
el malestar, no había sido capaz de tomar otra decisión que la de atiborrarse a
pastillas antiácido pensando que la opresión en el pecho era el fruto de una
mala decisión. Desde aquel día Benita, contra el parecer de Andrés, se había
convertido en un hada madrina con licencia para irrumpir en el apartamento a
cualquier hora del día o de la noche.
Benita no paraba de hablar ni
para tomar aire. Hacía la pregunta y se respondía de inmediato, tranquila al
comprobar que Andrés estaba bien. La espiral monologada era tan intensa que
Andrés decidió, de súbito, salir a la calle, lo que alegró a Benita porque
salir a la calle era síntoma de salud.
Andrés había recibido un
mensaje días atrás de la tienda en la que compraba las especias que atesoraba en
la cocina. Granel Madrid era un almacén de especias, legumbres, harinas y
alimentos a granel no muy lejano a su casa, en la calle Embajadores, debía
bajar por el paseo del Prado hasta la plaza de Atocha, una ruta que no hacía
habitualmente.
Durante mucho tiempo aquel
comercio se había convertido en una referencia esencial para la vida de Andrés,
allí compraba los condimentos que le daban un toque especial a sus comidas.
Andrés llevaba lustros viviendo sólo y, como terapia, se había impuesto la de
cocinar para sí mismo y para otros. Tenía fama de alquimista, de arrancar
sabores mágicos a los platos que guisaba. Mariam le había introducido en el
complicado mundo de las especias, le había dado las pautas para experimentar y,
con aquellas pautas, había trabajado hasta convertirse en un virtuoso. En
Granel Madrid le suministraban la materia prima exótica, le aconsejaban e
indicaban nuevas y sofisticadas hierbas, bayas de origen increíble y otros polvos
hechizadores para añadir a estofados y salsas.
Tras el infarto el médico le
prohibió de modo tajante la comida especiada, las salsas y los guisos
contundentes. Andrés dejó prácticamente de cocinar y Benita se convirtió en su
hervidora oficial de verduras frescas. Pese a la apatía Andrés siguió acudiendo
a la tienda para dejarse envolver por los olores y así evocar un pasado que
difícilmente volvería. En el comercio se había acostumbrado a su presencia, a
sus paseos sin rumbo entre sacas con decenas de tipos de arroces y harinas. Le
permitían abrir los botes y husmear, incluso le avisaban cuando llegaban partidas
nuevas de especias llegadas de los puntos más remotos del planeta.
A finales de julio le habían
mandado un correo electrónico anunciándole que llegaban pimientas del extremo oriente,
entre ellas una aromática pimienta camboyana de color rojo llamada pimienta de
Kampot.
Años atrás, muchos años atrás,
Mariam le había guisado unas rodajas de lubina salvaje aderezadas con pimienta
roja de Kampot, una pimienta que añadía casi al final del proceso, cuando el
plato estaba a punto de ser servido en la mesa.
Mariam picaba unas cebollas
grandes y carnosas que compraba a las amas que ponían sus puestos alrededor del
mercado del Gros. Las capas de cebolla crujían y rezumaban una agüilla blanquecina
que irritaba de inmediato los ojos. Mariam solía picar las cebollas protegida
con gafas de bucear, un remedio que había visto en una película. Era graciosa
verla disfrazada de buzo para ponerse a cocinar.
Picaba las cebollas en juliana,
dos o tres piezas, en función del tamaño. La dejaba rehogar a fuego suave
mientras preparaba el resto de ingredientes: Unas judías verdes redondas y
frescas que había hervido esa misma mañana, unos tomates de pera muy pequeños,
dulces como frutas, que partía por mitad, dos cogollos frondosos de lechugas, unas
anchoas, un puñado de aceitunas negras y dos huevos duros.
Salpimentó las rodajas de
lubina y las incorporó a la cazuela cuando la cebolla estuvo transparente. Apartó
la cebolla rehogada con un cucharón para que el pescado entrara en contacto
directo con el fondo de la cazuela. Había que actuar con rapidez, el pescado no
debía pasarse de cocción bajo ningún concepto.
Partió los cogollos de lechuga
en cuatro trozos longitudinales y los añadió al guiso, de inmediato incorporó
el manojo de judías verdes hervidas, después los tomates. Había remover con suma
delicadeza para evitar que las piezas de pescado se desmigaran. Volteó los
medallones. Colocó con cuidado cuatro anchoas en filetes y los huevos cortados
en cuartos. Puso cuatro o cinco aceitunas negras alargadas, aceitunas de Aragón
intensas y con un punto amargo. Añadió una pizca más de sal y tapó la cacerola
con una tapa de cristal, que le permitía ver el punto de cocción del pescado.
Veía como sudaba la verdura y se iba formando un caldillo ligero. Pasados cinco
minutos apagó el fuego y dejó que el platillo reposara sin levantar la tapa
aún.
La mesa estaba ya preparada,
era la función de Andrés, que solía traer botellas de sidra o de chacolí.
Sentados ya en la mesa, Mariam
levantaba ceremoniosamente la tapa y se dejaba embriagar por el vaho liberado
de golpe. Deshacía entre los dedos unos granos menudos de pimienta roja y los
espolvoreaba sobre el plato. En aquellos tiempos la casa de Mariam era su
palacio y Andrés era feliz.
Pimienta roja de Kampot,
Camboya (Piper nigrum). Notas
afrutadas de cerezas aciduladas, aromas florales, sabores a vainilla y a
cítricos confitados. Nace en tierras arenosas, cerca del mar. Los granos se
cosechan en plena madurez y luego se escaldan y pasan rápidamente a agua helada
para fijar el color rojo. Combina bien con foie a la plancha, filete de lubina,
carré de ternera y queso de cabra de Sainnte Maure.
Me imagino la lubina en una bandeja bien presentada y se hace la boca agua, yo no he sido muy de especias, me gusta saborear la pieza que como; mis aliños preferidos son un buen aceite y pizca de sal. Jubi
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