martes, 7 de marzo de 2023
Capítulo DXCII.- Comer solo/Sólo comer.
Comer solo. Sólo comer.
Parece que regresa la discusión académica sobre la necesidad de acentuar en algunas ocasiones la palabra solo, en función de que se utilice como adverbio o como adjetivo. Hace algunos años la RAE decidió que dejara de acentuarse en cualquier caso y, por lo que indican los diarios, ahora vuelve a acentuarse en algunos casos.
He de decir que, en mi caso, ajeno a peleas, había seguido con las tildes en los términos que aprendí en la escuela, más que nada por inercia y, con la misma inercia, seguiré con mis acentos, asumiendo que nunca terminé de curar mi dislexia infantil, entre otras razones porque en mis tiempos de escuela no se había diagnosticado la dislexia, éramos simplemente del pelotón de los torpes o despistados.
Creo que ya he tenido la oportunidad de escribir sobre el placer de comer solo, tanto en casa como fuera de ella. Comer solo es un placer del que no conviene abusar porque, si se convierte en hábito, deja de ser un placer y se convierte en rutina.
A los que nos gusta comer la comida tiene una indudable dimensión social. Reunir entorno a una mesa a un grupo de amigos, a la familia o a simples conocidos para que disfruten de un buen menú, de buenos vinos y de un rato de tertulia es una satisfacción grande, puede que de las más grandes. Pero despistarse algún día para terminar sentado y solo para tomar un nuevo plato o para volver a enfrentarse a una receta soñada, elegir el vino sin tener que preguntar a nadie y dejar que transcurra el tiempo frente a un plato también puede dar alegría.
Conozco a mucha gente a la que le incomoda comer solo, amigos y familiares que cuando llegan a casa y no tienen con quien compartir la mesa convierten el momento de la comida o la cena en una rutina triste, se contentan con lo primero que pillan en la nevera, encienden la televisión para que les acompañe cualquier ruido o revisan maquinalmente las redes sociales mientras apuran un platillo pocho y normalmente frio.
No es mi caso, comer solo no es nunca sólo comer. En alguna ocasión voy al mercado para elegir la mejor pieza de carne o pescado, me preparo un arroz a mi gusto, elijo los mejores quesos y no me genera ningún remordimiento buscar en la bodega la última de las botellas de un vino que me satisfaga.
Tampoco tengo problema en reservar en un buen restaurante, mesa para uno (lo hago sobre todo cuando me toca viajar). Me siento tranquilamente, reviso la carta y dejo que mis caprichos gastronómicos, los más íntimos, se hagan realidad.
Hace unas semanas pude reservar en un restaurante clásico de mi ciudad (no tengo el hábito de dar nombres, no soy un crítico gastronómico ni me gano la vida como influenciante).
A principios de febrero terminaba la temporada de caza y se reducían las opciones de tomarme una liebre a la royal, uno de mis bocados preferidos. Hay en Barcelona algún restaurante que anuncia la royal de liebre, pocos, suele ser un plato del menú restaurantes cercanos a zonas de caza y probarlo ha sido en ocasiones un peregrinaje.
Reservé para un viernes a mediodía, aprovechando que mi mujer estaba de viaje. Llamé antes para confirmar que quedaba liebre, me dijeron que todavía tenían en carta unos raviolis rellenos de la royal, noticia más que suficiente para empezar a salivar.
Reservé pronto, horario casi europeo, a la una y media. Dejé mi teléfono como referencia y, poco antes de la hora prevista, me presenté en el restaurante. Yo también había regresado esa misma mañana de viaje y no había podido deshacerme de la mochila cargada con todos mis pertrechos.
No soy habitual de ese restaurante, por lo que no supieron muy bien si era un turista o un crítico gastronómico camuflado. Los comedores solitarios generan inquietud en muchos restaurantes, sobre todo si llegan pronto y se dedican a contemplar los más mínimos detalles.
No suelo quejarme cuando salgo a comer o a cenar fuera, pero me molesta mucho si, como comedor solitario, me colocan en una mesita apartada, cercana a la cocina o a los baños, como si fuera una presencia incómoda. En esta ocasión tuve suerte, me colocaron en la sala principal, en una esquina desde la que dominaba una gran parte del resto de mesas.
Elegí un restaurante clásico de mesas amplias, sillas pesadas, maderas nobles en las paredes, manteles y servilletas de hilo, luz natural (el restaurante tiene un patio ajardinado que estaba en obras. Durante la comida los operarios siguieron trabajando, lo que llevó a que hubiera más ruido del deseable, compensado con la excelsa imagen de un orondo albañil en cuclilla permanente, intentando fijar unas losas modernistas en el suelo de la terraza a base de martillazos y lija; en su posición semiinclinada ofrecía a la clientela del restaurante una visión nada salaz de sus lorzas y del canal de acceso a la zona del nalgamen, señalizado con algo de vellosidad que quedaba expuesta dado que la camiseta no terminaba de cubrir la franja de frontera entre la espalda y lo que dejaba de ser espalda. Toda la pretendida elegancia burguesa del restaurante quedaba frustrada por aquella visión perturbadora del trabajador manual. Como no tenía otra cosa que hacer, fui controlando sus maniobras y mirando de reojo a los comensales que iban llegando al salón y que, como en mi caso, no podían apartar su atención del canal de la mancha).
Estuve un buen rato solo. Llegué a pensar que el restaurante había pasado de moda y que sería el único cliente de aquel soleado viernes de febrero. Pedí una cerveza pequeña y me identifiqué, era el de la liebre royal que había llamado a media mañana. Me trajeron la carta, unas patatas fritas (cuatro o cinco en un bol) y unas aceitunas gruesas muy bien aliñadas.
Una de las ventajas de la soledad en esos momentos es que no hay ninguna cortapisa a la hora de elegir. No hay que compartir plazos, ni escrutar precios, ni buscar equilibrios de ningún tipo. Podía elegir los raviolis de liebre como primer plato y buscar un segundo más suculento o al revés, dejarme la liebre como plato principal y encontrar un entrante de mi gusto.
Le di varias vueltas a la carta antes de elegir. Viernes a mediodía, hambriento y solo. Mediodía luminoso, templado. Sala llena de contrastes. Camareros correctos y atentos a mis requerimientos, no tenían otra cosa que hacer hasta ese momento.
Pedí como entrante una crema de erizos, era también temporada, y pregunté sobre el tamaño de la ración de la liebre royal, tres raviolis con su salsa, un pequeño bocado para un tragón.
Después de la crema de erizo vino el ravioli, también como primer plato, me dejé como plato principal unos pies de cerdo rellenos de boniato.
Llegó el sommelier con la carta de vinos. Aunque suelo ser pantagruélico, moderé mis impulsos (más que nada porque a media tarde tenía que llevar a uno de los niños a un partido de baloncesto y no quería quedarme dormido y babeante en la grada). Me ofrecieron vino por copas y opté por un borgoña tinto, el precio de la copa rozaba lo prohibitivo, pero no había nadie para discutir conmigo. Tuve, además, la suerte de que abrieran la botella para mí. El responsable del vino, todo un profesional, trajo dos copas, la primera para la cata inicial y la segunda, de borgoña (como mandan los cánones) para disfrutar de aquel vino de estructura perfecta.
Mientras llegaba mi comanda me pusieron, detalle de la casa, un vasito con una crema de verduras (mandaba el puerro y la chirivía), coronada con perlas de aceite.
La copa de borgoña me acompañó con los dos primeros bocados, para los pies de cerdo llamé de nuevo al sommelier y le pedí que me pusiera una copa de Aalto, un vino de la ribera del Duero con un poco más de cuerpo y más intensidad. De nuevo me acompañaron los hados y empecé botella.
Los ravioli de liebre royal eran correctos, una pena que hubieran tenido que congelar las piezas para conservarlas durante días y quedara en la carne guisada ese rastro aguado de viudo triste que guardan los guisotes cuando pasan con el congelador. La salsa que cubría la pasta era una salsa española de las de pedir pan para no dejar rastro en el plato.
Los pies de cerdo deshuesados y rellenos eran maravillosos, perfectos. Los acompañaban con una pieza pequeña de boniato braseado. El Aalto y los pies de cerdo guisados se entienden a las mil maravillas, yo dejé que se armonizaran.
Empezó a llegar gente al restaurante. Las primeras conversaciones robadas, las primeras discusiones sobre la elección del vino o sobre la necesidad/oportunidad de compartir los primeros. Aquel viernes el restaurante estaba poblado de parejas entradas en años (los viernes ya no hay comidas de negocio). Alguna pareja se quejó del ruido de la obra.
De mi evaluación precipitada del contexto de aquellas parejas puedo asegurar que pocos se aventuraban a llevar al amante a un local consolidado y frecuentado por la cada vez más agotada burguesía catalana. Todo parejas estables, no muy ruidosas, nada de arrumacos o de besos que anuncian tardes más carnales.
Quedaba un poco de vino en mi copa y ese último trago marcó mi opción de postre. Primero una combinación de tres quesos, el primero de lo que llaman “del país”, el segundo un francés y de cierre un inglés contundente, a mi juicio el mejor. El vino no sólo superó su partida con los pies de cerdo, sino también con el Stilton.
Todavía me quedaba hueco para un sorbete de naranja sanguina y para un café.
Molesté de nuevo al responsable de vinos y licores. Dejé que me cantara la propuesta de espirituosos. Opté por un whisky escocés con un punto ahumado. Por suerte con los licores no fueron tan generosos como con los vinos y eso evitó que llegara perjudicado a casa.
Pedí la cuenta y pagué con la misma diligencia y satisfacción que había comido. Dejando en el restaurante la duda de si era, en realidad, un inspector camuflado de una guía de prestigio.
Caminé hacia la boca del metro, todavía no habían dado las tres de la tarde. Podría descabezar un sueño y recuperarme para la sesión deportiva.
Pensaba que como receta de referencia de este capítulo de mi diletancia solitaria escribiría sobre los pies de cerdo, pero al salir de la boca del metro me encontré con el mercado todavía abierto y en uno de los puestos de pescado unas relucientes huevas de merluza. No pude evitar la tentación y entré en casa con mis huevas de merluza. Al día siguiente prepararía una ensaladilla.
En casa la hueva de merluza no genera ni pasiones ni emociones, por lo que podría disfrutar de ellas de nuevo solo.
Guardé las huevas en la nevera, me quité el abrigo y me derrumbé en el sofá, con una vieja película en marcha de las que hacen compañía sin molestar. Descabecé un sueño de casi cincuenta minutos y desperté en perfecto estado de revista.
A la mañana siguiente saqué las huevas de la nevera, dejé que se atemperaran unos minutos antes de escaldarlas en el agua en la que había hervido poco antes unas judías verdes. El agua tenía una pizca de sal, las hebras de las judías, unas bolas de pimienta y un par de hojas de laurel.
Apenas estuvieron las huevas tres minutos en el agua hirviendo. Rápidamente las saqué y las sumergí en agua con hielo. Después las escurrí y las sequé bien.
En un bol piqué una zanahoria pelada, en pequeños dados, media cebolleta, unas aceitunas carnosas, un puñado de alcaparras gruesas, unas tiras de tomate seco y unas ramitas blancas de apio. Quedaba un resto generoso de mayonesa casera que ligó, con un poco de sal y un golpe de eneldo, las huevas en rodajas no muy gruesas y una lata de cangrejo (del bueno) para terminar de rematar.
Preparada la ensaladilla para mí, dejé también preparada la comida para el resto de la familia y así pasó aquel fin de semana, plácido y tranquilo, con el recuerdo de mi comida solo, no que no había sido sólo una comida.
Había elegido inicialmente el cuadro para acompañar mi experiencia en alguna esquina olvidada de mi memoria, en concreto, había elegido un bodegón de Helena Sofia Schjerfbeck, parece una artista costumbrista, pero de mirada borrosa, a un paso corto de la abstracción sin estridencias. Pero en el último momento he cambiado de opinión (capricho de un comedor solitario) y he encontrado un paisaje urbano de Fidelia Bridges, una pintora norteamericana a caballo entre el siglo XIX y el XX. Ligera y sensible, reina de las flores y ramas quebradizas.
martes, 17 de enero de 2023
Capítulo DXCI.- Impresión. Sol naciente.
Vivo en una zona alta de la ciudad. Madrugo mucho (quien haya seguido mínimamente esta bitácora lo sabrá). Entre semana llevo a los niños al colegio. Sobre las siete y media salimos en coche camino a la escuela. A mediados de enero este trayecto coincide con el amanecer. Hay un momento, poco después de haberlos dejado y cuando empiezo a bajar hacia el despacho, en el que la línea que forman los edificios de esa parte de la ciudad con el cielo amaneciendo pueden ofrecer un espectáculo de luces increíble. La explosión de colores dura unos segundos y, además, no siempre es posible disfrutarla. Si el día es muy claro o si se levanta muy nublado las opciones cromáticas se reducen sensiblemente, pero, si se conjuran los meteoros y la luz, si hay alguna nube algodonosa en el horizonte, sin encapotar el cielo, y el sol empieza a perfilarse entre los edificios más altos, se puede vivir un instante en el que llegan a distinguirse casi todos los matices del amarillo al rojo, pasando por naranjas, magentas, limas y pomelos, combinados con azules de la más amplia gama, terminando en un cian metálico cercano al ajeno.
No siempre es posible que se den tantas casualidades en un mismo segundo. Los días son caprichosos, el sol sigue sus ciclos y las nubes no dependen de algoritmos, por eso es imposible programar ese momento singular. Ese es su principal encanto.
Seguro que los físicos tienen una explicación racional a ese desmadre de colores. El efecto prisma que descompone la luz solar al topar con las nubes, la neblina casi imperceptible de las ciudades cercanas al mar, los rayos limpios del invierno cuando entra el viento del norte … Los científicos tienen explicaciones para todo, pero no para la casualidad de que alguien que circula en coche justo en ese momento pueda detener un instante la mirada.
Esos días me entran ganas de no ir a trabajar, de seguir circulando en coche a la búsqueda del volcán del que nacen aquellas llamas, o de la isla exótica en la que se inician los arcoíris.
A veces no es necesario embarcarse hacia los mares del sur, basta con pequeños actos de sumisión, como el de pasar durante un par de horas por la oficina, para que comprueben que existes, hacerse ver y apagar cualquier conato de incendio. A media mañana, cuando la calma reina en mis dominios laborales, salir con cualquier pretexto o escabullirse sin dar grandes explicaciones, dejando la luz encendida y la pantalla del ordenador en marcha. Salir por la puerta principal, hacia la calle, para tomarse un chocolate con churros que sirve una mujer muy malhumorada que se instala los inviernos frente al edificio en el que trabajo. Es tan desagradable aquella señora que sólo el ansia absoluta de churro y chocolate justifica el bíblico sacrificio de enfrentarse a su cara de vinagre.
Después de los churros encaminar los pasos hacia Montjuic, caminar sin prisa, nadie me espera, nadie me echará de menos hasta bien entrada la tarde. Hay una exposición de Paul Klee en la Fundación Miró, no muchos cuadros, no muy grandes. La mayor parte bocetos, cuadernos y notas manuscritas.
Ha quedado una media mañana despejada. Sol de enero, frio, pero resplandeciente. Con las primeras rampas de la montaña me sobra el abrigo. Camino casi una hora hasta llegar a mi destino. De regreso será un poco menos porque es cuesta abajo.
A primera hora de la tarde pasaré por el despacho para apagar el ordenador. Ya no queda casi nadie en el edificio. Recuperaré el coche y volveré a casa.
Pero la aventura no acaba. Pasaré antes por la carnicería para comprar algo de carne. Quiero preparar para la noche una milanesa en consonancia con mis visiones del amanecer. Escalope, escalopa, cachopo, cordón bleu, sanjacobo o, sencillamente, carne empanada. Los puristas aseguran que cada palabra entraña un matiz, que no todas las recetas o métodos son iguales. Yo adopto el término escalope milanesa, que es el que gusta a mis hijos.
Para un buen escalope milanesa no es necesario que la pieza de carne sea excepcional. Yo prefiero hacerlo con ternera, una pieza de batalla (tapa, tapilla, aguja, culata, cantero de espaldilla o rabillo de cadera). Le pedí a la carnicera que quería la carne para escalope, que le diera algún golpe para deshacer los nudos de nervios y músculos. Pensaba que sacaría un mazo, pero le dio varios golpes firmes a los filetes con una palmeta metálica que sonaba, al impactar con la carne, como si azotaran unas nalgas desnudas (un momento bondage en la carnicería no va mal). Las piezas (6 para tres comensales) quedaron aplanadas y extendidas, con el tamaño del mapa de un continente (cada pieza de un continente distinto). No en vano, hay sitios en los que a la carne previamente golpeada y empanada la llaman oreja de elefante.
Al llegar a casa todavía tuve el ánimo de pasar un rodillo de amasar por encima del paquete de carne para que terminara de desentumecerse.
No habían llegado todavía los niños, pude descabezar un sueñecillo antes de ponerme a trajinar en la cocina. No conviene meter la carne en la nevera para que no se contraiga. Una de las gracias del plato es que los escalopes sean inabarcables. También dejé fuera de la nevera los huevos. En ningún caso y bajo ninguna circunstancia conviene que cojan frio.
A eso de las siete de la tarde saqué un plato grande, casi una bandeja, en la que casqué tres huevos que empecé a batir con brío, para que doblaran su volumen y espumara. En otra bandeja con menos fondo, pero no menos grande, abrí un paquete de 300 gramos de pan rallado mezclado con briznas de ajo y de perejil.
Encendí el horno, lo puse a 100 grados.
Busqué en el cajón una de las sartenes más grandes, una capaz de albergar sin estrecheces mis escalopas.
Prendí la llama, a fuego medio, y empecé a echar aceite de oliva como si no hubiera un mañana. Un escalope milanés que se precie exige que la pieza se fría cómodamente en aceite, que nade a su antojo.
Lancé unas miguitas de pan para constatar que el aceite iba tomando temperatura. Sin arrebatos, pero a temperatura lo suficientemente alta como para que quede una superficie de pan rallado consistente.
Salpimenté los filetes. Tuve que utilizar las dos manos bien extendidas para abarcar toda la superficie de carne. Pasé la primera pieza por la bandeja del huevo. Me pringué bien los dedos para asegurarme que se empapaba bien.
Sin escurrirla demasiado, pasé la carne a la segunda bandeja. Dejé en reposo el filete por uno de los lados, después por el otro. Comprobé que toda la extensión carnívora quedaba invadida por el pan.
El aceite pedía ya acción. Volví a desplegar las manos para sumergir toda la carne en toda su extensión, sin pliegues, en los suplicios de la grasa hirviendo. El chisporroteo no puede ser violento, no debe arrebatarse el rebozo. Alegra ver como borbotonea suavemente el aceite en los intersticios de la pieza.
Cuando los bordes de la carne empiezan a tostarse conviene dar la vuelta. La primera cara exige dos o tres minutos de exposición al calor, el envés requiere menos tiempo. El justo para que se tueste uniformemente el rebozo.
Ayudándome de una gran espumadera rescaté el primer escalope del escaldado. Lo dejé suspendido unos segundos para que goteara el exceso de grasa, reposé la pieza sobre papel absorbente un segundo más y, después, a la bandeja del horno, para que no se enfriaran ya que hay que hacer los filetes de uno en uno (algo se adelanta si mientras una pieza se fríe, otra está bañándose en huevo y otra más sometida a los suplicios del rebozo).
Cuando terminaba de hacerse la última de las 6 piezas di una voz para que la tropa pusiera la mesa. Plato llano, grande, y el mejor mantel.
Pasé la espumadera por el aceite hirviendo, así retiré algunas impurezas, ya que en ese mar caliente freí tres huevos de pato.
Tenía preparado del día anterior un bote de tomate en sofrito (con zanahoria, pimiento, apio y albahaca fresca).
Cuando los tres huevos estaban ya fritos fui a la mesa con la bandeja de los escalopes.
Coloqué un filete sobre cada uno de los platos, dos cucharadas generosas de tomate frito, unas bolas de mozzarella y, coronando el plato, el huevo frito en todo su esplendor.
La carne crujiente. Con las esquinas en las que predomina el pan. Carne jugosa. Tomate rico, huevo cremoso. Patatas fritas de bolsa para empapar.
Después de un amanecer con centellas, un anochecer a su altura.
Con estos antecedentes, la elección del cuadro era sencilla: Impresión, sol naciente, Monet.
viernes, 6 de enero de 2023
Capítulo DXC.- La navidad como bucle (una nueva mañana de reyes).
Mañana de reyes. Me he levantado pronto, como casi todos los días del año. Hoy tocaba sacar la masa de roscón de la nevera para que se atempere. Otros años había horneado el roscón días antes y lo había congelado; en esas ocasiones aprovechaba el madrugón para sacar el roscón del congelador y que fuera recuperando vida.
Este año, a diferencia de otros anteriores, he podido levantarme y atrincherarme en el salón, con la luz apagada, entre las sombras de los paquetes de regalos. Cuando los niños eran pequeños teníamos que esperarnos en la cama, atentos a sus movimientos, hasta que no se levantaban no podíamos acercarnos al cuarto de estar. Nos gustaba que los niños fueran los primeros en descubrir los sillones, la mesa y la alfombra cubierta de regalos. Había veces que tenían tanto miedo, tantos nervios, que pasaban primero por nuestro cuarto para que les guiáramos al salón; en otras ocasiones corrían directamente por el pasillo para darse de bruces con los juguetes.
Los juguetes poco a poco fueron remitiendo, los niños se van haciendo mayores y han empezado a pedir ropa o cachivaches electrónicos. Saben que siempre les va a tocar un libro y algún sobre con una propuesta más o menos sorpresiva.
Estoy en el salón, en penumbra; he hecho un hueco entre los paquetes que, de momento, no son sino sombras pendientes de que empiece a amanecer.
Terminan las navidades. La sensación queda a medio camino entre el alivio y la pena. Todavía no hemos agotado las últimas escenas cuando ya estamos pensando en las navidades siguientes, lo que queremos que se repita y lo que esperamos que cambie.
Seguramente las navidades responden a la necesidad de organizar bucles en la vida, procesos que se repiten indefinidamente. La navidad como rutina secular puede ser una maldición o el reto.
La Real Academia de la Lengua ha incorporado ya como significado de bucle el referido a una serie de instrucciones que se repiten indefinidamente mientras no se cumpla una condición previamente establecida. No se sale del bucle hasta que no se cumple esa condición, lo que convierte la rutina en un camino hacia la perfección, o hacia el abismo.
Esta mañana, como otras mañanas similares de años anteriores, me he puesto en marcha pensando en el roscón. Hace por lo menos 10 años que empecé a cocinarlo, Indolencia Rosconiana se llamaba el capítulo del Diletante (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/12/capccxcviii-indolencia-rosconiana.html). Mi receta de roscón, que no es del todo mía, obliga a tres fermentaciones, lo que convierte la preparación en un ritual de tres días o, por ser más preciso, de tres rutinas concretas y puntuales durante tres jornadas.
Las navidades, como todo bucle narrativo que se precie, permite hacer pequeños ajustes o variaciones. Cada diez o doce años impone un cambio de papel. La narrativa de las fiestas suele ser siempre la misma, año tras año, siglo tras siglo, pero el paso del tiempo impone cambios de rol. Empieza uno siendo niño, mitificando o aborreciendo estas fechas, según los casos; después llega la adolescencia, indolente, como mi roscón, o rebelde, con más o menos causas. La navidad de la madurez viene acompañada de grandes pasiones, de grandes emociones y de lo que pueden parecer, a simple vista, rupturas, que no dejan de ser cambio de una rutina por otra. En función de las opciones suelen llegar los hijos, que obligan a un cambio de papel, dejas de ser un sujeto pasivo de la navidad, que todo lo recibe, y pasas a convertirte en un sujeto activo que asume la tarea de cocinar, de comprar regalos o de idear planes apasionantes para que los días sean un poco más livianos. Supongo que en poco tiempo los niños terminarán de volar y llegarán navidades de nuevo solitarias en las que, en el mejor de los casos, podrás disfrutar de uno o dos días de jolgorio familiar. Navidades en las que sea posible revisar de nuevo el ciclo completo de El Padrino en vez de ver ordenadas la docena larga de películas del ciclo de Star Wars o la sesión cronológica de la saga de Marvel. Yo este año, como aperitivo, he programado revisar la trilogía de Linklater del “Before” (antes del amanecer, antes del atardecer, antes del anochecer). Todavía no he terminado la primera de ellas. La veo a ratos muertos, cuando no hay nadie en el salón. Las películas han quedado un tanto viejunas y me da miedo que en casa les aburra la trama, si es que esa serie tiene una verdadera trama y no es, en realidad, una digresión.
Este año la navidad lleva con coda. La mañana de reyes cae en viernes y después queda un fin de semana que puede servir como reflexión/inflexión navideña.
Los días han sido soleados, poco navideños, hubo mañanas en las que se pudo pasear en mangas de camisa, como si se tratara de un arranque de primavera. Si el cambio climático sigue por su senda a largo plazo tendrá que cambiar la iconografía de este bucle y poner a los reyes magos con ropa de entretiempo, abandonar las nieves y establecer un paisaje de almendros florecidos.
Asumiendo que la navidad es un bucle, similar al del Día de la Marmota, cuento con la suerte de hacer pequeños ajustes, cambios que me permitan, siguiendo la metodología de prueba/error, modular futuras navidades.
He recorrido durante estos años casi todo el abanico de las recetas canónicas, alternando, según los gustos, asados, rellenos, caldos, pescados, cremas, mariscos o caza. Estos días he revisado mi blog para reproducir algunas recetas, para hacer también algunos ajustes con medidas o ingredientes. Al final mi blog creo que me resulta mucho más útil a mí, como guía o recuerdo, que a terceros. Así, además de poder recordar con precisión todos y cada uno de los pasos del roscón, incluyendo temperaturas, he vuelto a descubrir que mi dislexia latente sigue cometiendo gazapos al establecer la numeración de los capítulos, sigo bailando la numeración romana y las dos últimas entradas contienen errores. El capítulo de hoy es, en realidad, el DXC (590), casi el 600 porque, revisando entradas, veo que hay alguna repetida. No sé si en el futuro algún compilador o comentarista (si lo hubiere) podrá dar razón de mis despistes numerales.
Encendí el horno hace unos minutos. Las levaduras empiezan a fermentar y la masa sube en su tercera sesión. Hace tiempo que las mañanas de reyes no las dedicamos a montar Legos imposibles o a descifrar precipitadamente las instrucciones de un juego de mesa, pero la cocina empieza a oler a ralladura de naranja y de limón, a agua de azahar.
Recupero para el diletante a una pintora norteamericana de la primera mitad del ya lejano siglo XX, hace casi 100 años, Florine Stettheimer, una precursora del pop, con un punto muy näif a la que se llevó por delante la solemnidad del expresionismo abstracto. Florine Stettheimer fue una pintora afamada que viajó a París y se emborrachó de Cézanne, Manet, Van Gogh, Morisot y Matisse. Como era de familia adinerada nunca le preocupó vender sus cuadros, que quedaron almacenados en los sótanos de los museos de Nueva York hasta que hace unos pocos años alguien pudo recuperarla y, recuperando a la Stettheimer, recuperar algo de la alegría insensata de los años veinte del siglo pasado. Dejo para Instagram su recreación de Asbury Park (https://es.wikipedia.org/wiki/Florine_Stettheimer#/media/Archivo:Florine_Stettheimer._Asbury_Park_South,_1920.jpg).
Mientras la masa sube lentamente (hasta pasadas las nueve no la voy a hornear), voy cerrando los menús del fin de semana, la resaca de esta navidad, la última vuelta al bucle. He comprado unos salmonetes, que prepararé a la plancha con mantequilla, almendra laminada (la que sobró del adorno del roscón) y ralladura de limón.
Quiero hacer un risotto especial, un quiebro a la rutina, un arroz con calamares y limón. Espero conseguir que salga cremoso sin necesidad de queso, tampoco voy a poner crema de leche (anatema para los risottianos canónicos).
Para mi risotto de calamares y limón picaré dos cebollas hermosas. Mientras las voy picando pondré en una cazuela alta 200 gramos de mantequilla con un golpe de aceite. Cuando la mantequilla se haya deshecho añadiré las cebollas picadas, a fuego muy suave, para que se atonten sin llegar a dorarse. Puede que pique muy fina una zanahoria y una rama de apio de las más pálidas, más que nada para darle color al guiso y evitar que el blanco del arroz, la cebolla y el calamar amuermen el plato.
Removeré con un cucharón de madera, recuerdo de la aventura contada en mi última entrada. Antes de que la cebolla quede del todo transparente salpimentaré el rehogado, buscaré una botella de vermut blanco para aromatizar un poco las verduras, subiré un punto la llama para que evapore el alcohol, apenas un minuto será suficiente.
Llega el turno del arroz, 300 gramos de arroz arborio, grano largo. Lo mezclaré bien con el compango hasta que empiece a brillar.
Habré picado en briznas un par de calamares de potera, bien limpios. Seguiré removiendo con suavidad.
En uno fogón cercano estará borboteando plácidamente un litro y medio de caldo de verduras (no quiero que mi arroz sea de sabor fuerte, no quiero que solape el juego del limón, las hierbas y los calamares). Sigo removiendo y añadiendo pacientemente el caldo a pequeños cazos que el arroz absorbe hasta ir tomando la textura cremosa del risotto.
El risotto requiere mimo, paciencia. Irá tomando cuerpo. Persisto en mi idea de evitar el queso.
He picado abundante perejil, cebollino y albahaca fresca (puede que también unas hojas de cilantro). El arroz está casi a punto, lo mezclo bien con las hierbas. Queda muy poco, sólo la ralladura de un limón. No puedo ser rácano con la piel del limón, ha de quedar integrada en el guiso.
Apagaré el fuego antes de incorporar la ralladura de limón. Mezclo bien y tapo la cazuela un minuto, antes de llevarla, humeante a la mesa.
No sé muy bien si seré capaz de conseguir un plato redondo. Todo un reto que voy tejiendo en mi cabeza a la espera de que se levanten los niños. Ya no les atenaza la pasión nerviosa de otros días de reyes anteriores. Pueden dormir plácidamente, cada vez son más difíciles las sorpresas.
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