jueves, 3 de agosto de 2023
Capítulo DXCVIII.- El Bulli/Miramar. Julio 2023.
Aseguran las malas lenguas que el pasado 12 de julio, a una hora impropia para
un probo funcionario, un sujeto de más que mediana edad, entrado en kilos y
aparentemente feliz, se estaba bañando desnudo en una playa del Alto Ampurdán.
No puedo asegurar que fuera el diletante, tampoco puedo negarlo, sólo cabe
afirmar que se encadenaron una serie de acontecimientos climáticos y emocionales
que fácilmente podrían llevar al más recto de los profesionales del derecho a
despojarse de todas y cada una de las prendas de vestir para zambullirse durante
unos instantes en la cálida y cristalina costa cercana al Cabo de Creus. Dejarse
llevar durante unos instantes por el ritmo cansino de las olas y asumir que las
duchas no funcionarán (restricciones de agua) y puede llegar a ser incómoda su
osadía. De nuevo toca hablar de pequeñas transgresiones que sirven para
neutralizar crisis de más envergadura. Aquel miércoles tenía reserva para
visitar el museo del Bulli, la #bullifundation. Había decidido ir solo, tenía
miedo de que la experiencia me defraudara. He pasado momentos muy especiales
entorno al Bulli, alguno lo he contado en este blog, otros muchos quedan en la
memoria, a la espera de que se den las circunstancias narrativas para contarlo.
Hace un par de años regresé a la cala Montjoi, el edificio estaba todavía en
obras, era un espacio sin forma definida, un proyecto con más sombras que luces.
Recuerdo que fuimos paseando por el camino de ronda, que nos bañamos desnudos en
calas minúsculas, entre erizos y rocas. Era un día de calor, de principios de
julio. Paseamos hasta el final de la playa y tomamos unas sardinas a la brasa
con una ensalada en un chiringuito, con vistas al Bulli. Nos dimos otro chapuzón
y luego descabezamos un sueño a la sombra de unos tamarindos. En esta ocasión
regresé solo, inquieto, pensando que visitar el museo me sabría a poco. Cuesta
pensar que en el espacio ocupado por el que fue durante años el mejor
restaurante del mundo ahora sólo hay un par de máquinas de vending para comprar
una bolsa de patatas, unas galletas o una bebida fría. Paseé por las
instalaciones, más por nostalgia que por curiosidad. Disfruté de las fotos
viejas, de los recuerdos de las primeras brigadas, de los primeros menús, me
quedé absorto ante los vídeos, escuché con más o menos atención la audioguía,
hice alguna instantánea con el móvil, me paré frente a los expositores en los
que descansaban platos, vasos y cuberterías de todo tipo. Supongo que cada
visitante que acuda al nuevo Bulli buscará y encontrará cosas distintas.
Superado el ruido de la inauguración, creo que será difícil que alguien decida
ir exprofeso al museo, salvo algún romántico como yo. Lo normal es que las
instalaciones se conviertan en uno de los hitos recomendados a turistas de la
zona, gente a la que cada vez el Bulli le pilla más lejos. Encaja mal el
turisteo de chancla y sangría de la zona con la clientela habitual del
restaurante, sobre todo en sus últimos años. Me cuesta creer que la
Bullifundation se convierta en un santuario de la liturgia foody. No dudo que
haya muchas personas, yo entre ellos, dispuesto a recorrer medio mundo para
disfrutar de un menú degustación en el rincón más apartado del universo, pero me
cuesta más pensar que esos mismos peregrinos se animen a recorrer carreteras
sinuosas para encontrarse con una fría máquina expendedora de fruslerías
envasadas. Resulta divertido que tres o cuatro de los viejos camareros del
restaurante se ocupen ahora de vigilar las salas y te ofrezcan un vaso de agua
con gas, no muy fría, a la salida. Pero no me quiero poner gruñón, crítico o
cascarrabias; siguen siendo muchas las anécdotas y aventuras en torno al Bulli,
alguna de ellas propias, otras ajenas pero incorporadas ya a mis recuerdos. El
Bulli y su entorno fueron algo más que un mero restaurante, algo más que una
moda más o menos pija. Cuando pienso en el Bulli pienso en un proceso creativo
complejo, en la culminación de un camino iniciado mucho tiempo antes. Es el
esfuerzo por integrar la comida y la gastronomía la cultura de una civilización,
un esfuerzo por convertir la comida en algo más que una necesidad fisiológica.
Ya sé que hay mucha gente que considera que comer es una necesidad que debe
satisfacerse de modo rutinario, sin prestarle mayor atención. Respeto a quien
piensa o siente así, como respeto a quien visita una ciudad y decide no entrar
en ningún museo, son opciones personales. Quien no disfrute de la comida o de
según qué tipos de alimentos seguramente pensará que el Bulli no es sino un gran
ejercicio de publicidad, una experiencia frívola sujeta a una campaña de
marqueting apabullante. Yo soy de los que creo que la comida, cualquier comida,
por sencilla o poco elaborada que parezca, responde a un sistema de codificación
social, económico y cultural muy complejo. Creo que uno de los elementos que
determinó el salto de los homínidos al hombre fue la necesidad/habilidad de
manipular los alimentos. La civilización empieza cuando el primer mono decide
manipular una pieza de fruta, una verdura o una presa de caza sometiéndola al
frío del agua fresca o al calor de un fuego improvisado. Manipular los
alimentos, condimentarlos, combinar unos con otros, aunque fuera de forma muy
rudimentaria, fue un paso tan importante como el de codificar los primeros
sonidos y conseguir que, a partir de sonidos guturales, se fuera organizando un
sistema organizado de comunicación. Del mismo modo que el lenguaje ha
evolucionado, ha ido incorporando herramientas, construyendo frases complejas
para expresar conceptos o sensaciones complejas, la cocina y la comida han
seguido un camino similar. No diré yo que la cocina sea una de las bellas artes
(aunque hay argumentos sólidos para defender que la cocina y la comida se ha
integrado históricamente en el mundo del arte y de la cultura), pero sí que
defiendo firmemente que detrás de cualquier comida, incluso de la que pudiera
afrontar alguien a quien no le gustara la comida más allá de la mera
supervivencia, es un ejercicio de creación o reflexión complejo, repleto de
factores sociales, económicos y culturales acumulados durante siglos de
experiencia colectiva. Una decisión tan maquinal como la de tomar un huevo y
decidir si lo batimos para preparar una tortilla o un revuelto, si lo cascamos
para freírlo sobre un medio graso y caliente, o si lo hervimos para que se
solidifiquen con mayor o menor intensidad sus fluidos viscosos, o si lo tomamos
crudo. Si lo aderezamos con sal, pimienta, comino, hierbas de cualquier tipo; lo
mezclamos con trocitos de jamón, con unas patatas, con verdura de cualquier tipo
picada, dejamos que se fundan unos dados de queso, o lo endulzamos con una pizca
de azúcar o con canela. Esa decisión de qué hacer con un huevo supone un árbol
de decisiones que creemos tomar inconscientemente, pero que, más allá de las
apetencias instantáneas en el momento de abrir la nevera, responde a todo tipo
de factores preestablecidos, conscientes o subconscientes que nos sitúan en un
momento y en un lugar muy determinado. Ese proceso creativo, esa estructura
compleja de toma de decisiones pasará desaparecida para el común de los
mortales, puede que incluso haya quien piense legítimamente que es una solemne
tontería, puede concluir con el ejercicio mecánico de freír un huevo para
aplacar el hambre a mediodía, o puede convertirse en un momento o bocado
especial. Todo es cuestión de gustos, de perspectivas… Creo que el Bulli y sus
impulsores han sido capaces de codificar de manera más o menos ordenada ese
proceso creativo, ese conjunto de decisiones tomadas durante siglos, hasta
catalogar 1846 recetas, 1846 platillos o bocados creados, en muchas ocasiones, a
partir de un juego simple e intuitivo de mezclar sabores o de provocar
sensaciones, pero, sobre todo en el tramo final del restaurante, como ejercicio
más o menos intelectualizado de creación no sólo gustativa, sino también visual.
Mi visita al museo del Bulli especialmente un reencuentro con ese proceso de
creación; no fue sólo un ejercicio de nostalgia más o menos pija, sino la
oportunidad de poder ordenar sensaciones y emociones entorno a una mesa y a lo
que significa sentar a varias personas entorno a una mesa. Por eso lo que más me
gustó, lo que más me emocionó fue ver el comedor vacío, con las sillas y mesas
preparadas como si en unas horas el lugar pudiera volver a ser un restaurante.
Creo que Adriá cierra, no sé si de modo consciente o inconsciente, un circulo
temporal e intelectual muy complejo. Del mismo modo que sorprendió que cuando el
Bulli fue invitado a una de las ferias de arte más importantes del mundo (el
Documenta XII de Kassel) y decidió que su aportación al evento era trasladar a
dos visitantes desde el pabellón de la exposición en Alemania al restaurante en
el Ampordá; ahora el último giro de tuerca es visitar lo que crees que es un
restaurante y que, en realidad, es un museo extraño en la que nada se puede
comer. Puede que incluso en los amplios jardines que rodean el recinto se
termine permitiendo que la gente traiga picnics en tupper desde sus casas,
consiguiendo que El Bulli termine siendo territorio de tortillas de patata,
filetes empanados o pasta fría. Como sabía que la visita a la Bullifundation me
dejaría una sensación extraña, frustrante pese a todos los pesares, esa misma
mañana había reservado para comer en LLançá, en el Miramar de Paco Pérez. Uno de
los restaurantes que más me ha gustado y sorprendido en los últimos años. Deudor
de El Bulli (como otros cientos de restaurantes alrededor del mundo), pero a la
vez capaz de aportar algo más. Antes de las dos de la tarde había aparcado a las
afueras de Llançá y caminaba decidido hasta la sala principal del Miramar. El
Miramar tiene una de las salas más elegantes que conozco, un comedor clásico,
con vistas a la playa. Es fabuloso ver a la gente transitar por el paseo
marítimo con sus chanclas, la sombrilla al hombro, arrastrando niños y
resoplidos. La orilla llena de colchonetas y flotadores. Matrimonios mayores
untándose con desgana crema solar (a partir de una edad extender crema solar por
una espalda ajena no debe generar ninguna inquietud erótica). El pez desde la
pecera disfruta de los visitantes. Miramar alcanza todos mis placeres, por lo
menos los de aquel martes de mediados de julio, caluroso y plomizo. Disfruté de
beber sin beber, me explico, la noche anterior había dormido poco, acumulaba
muchos días de cansancio y más de dos horas de trayecto hasta mis destinos, más
otras tantas horas de regreso. Pese a que contaba con descabezar un sueño en la
playa para diluir cualquier resto de cansancio que pudiera poner en riesgo mi
jornada especial, lo cierto es que no me apetecía beber mucho, pero no
renunciaba a comer con vino. Expliqué mis contradicciones al sumiller, que
comprendió enseguida mis deseos. Quería oler los vinos, removerlos
tranquilamente sobre una copa amplia, volver a olisquearlos y acercar los labios
a la boca de la copa, para mojarme la punta de la lengua como un niño pillo.
Empecé no bebiendo una manzanilla muy fría, después una garnacha ligera del alto
Ampurdán, un ull de llebre que me sorprendió menos y, con los postres, una
malvasía. Todos de la zona. Todos aspirados más que bebidos. Los panes un vicio,
capaces de arruinar la comida. No habían empezado a llegar los platos cuando ya
había devorado dos piezas. Especialmente sabrosa una focaccia casera recién
horneada. El servicio impecable. Chicos y chicas muy jóvenes, vestidos como si
fueran acomodadores de la ópera de París. Sobrios, discretos, algo rígidos, pero
atentos (no era difícil pues aquella mañana sólo se ocuparon 3 mesas). Todos
formados en las reglas clásicas del servicio más tradicional, sigilosos, cada
uno en su papel. Sumados cada uno de los pases, incluidos los bocados que
acompañaban al café, creo que probé cerca de treinta bocados, casi todos del mar
y de su entorno (no solo pescado y marisco, también algas y vegetales de su
entorno). Platos en apariencia sencillos, pero de elaboración tan sofisticada
que creo que tardaría semanas en poder reproducirlos. El ceremonial impecable.
Un camarero colocaba primero los cubiertos, otro traía el plato y un tercero lo
presentaba con una descripción escueta pero completa. En tres o cuatro bocados
que consideraron principales vinieron desde la cocina los ejecutores para
explicar el guiso y su elaboración. Hice fotos de todos los pases, excepto del
que trajo el propio Paco Pérez, pero son imágenes para consumo propio, no quiero
colgarlas. Me gustó mucho el bocado de arroz con láminas de pulpo, una esponja
de algas sobre las que depositaron frutos de mar, un bao de buey de mar o el
curry de camarón y zanahoria. No me importaría volver a repetir menú. Me
sorprendió la alegría con la que encararon los postres, vino una repostera muy
joven, más que mi hija, para presentarlos. Mientras que los platos salados eran
ligeros y equilibrados, con los postres llegó un delirio controlado de azúcares,
algo que a un goloso como yo le hace recuperar su fe en el género humano. Por
fin una cocina moderna que no demoniza el azúcar. De entre los bocados
golismeros, ganó todas las medallas un homenaje al café capuchino. El plato era
sencillo, lleno de ilusión infantil. Vi como en la cocina se peleaban con una
nube de algodón dulce que hilaron instantes antes de traerla a la mesa,
consiguieron convertir la madeja de azúcar en una empanadilla minúscula y
compacta que rellenaron con una mantequilla de café. La presentación en la mesa
proponía un juego, había que mojar el triángulo relleno de crema de café en una
espuma de leche, para después impregnar la punta en un polvo de cacao que
formaba el tatuaje de un corazón. Para finalizar el juego había un grano de café
que, en realidad, era un minúsculo bombón de praliné y café. He pasado unos días
recopilando información sobre la mantequilla de café, una combinación que, pese
a mi pretendida experiencia, no conocía, pese a ser un básico de la repostería.
Tomo la receta de una web llamada bavette
(https://www.bavette.es/tartas-y-pasteles/10091-crema-francesa-de-mantequilla/
), donde se explican los antecedentes de la receta y sus ingredientes. Se
necesitan: 150 gramos de Yemas de huevo (7-8 yemas) 250 gramos Azúcar granulado
100 gramos Agua 250 gramos Mantequilla sin sal, blanda Una cucharadita de café
liofilizada (nescafé). Todos los ingredientes conviene que estén a temperatura
ambiente. La receta empieza poniendo el azúcar con el agua en un cazo para que
calienten hasta formar un almíbar (no se trata de hacer caramelo, sino un fluido
espeso y trasparente). Mientras el almíbar sigue su curso se baten las yemas
para que espumen, doblen su volumen y terminen blanqueando. Puede hacerse con
batidora para que el brazo no quede derrengado. Cuando las yemas lleguen a la
textura y volumen marcado, se añade poco a poco el hilo de almíbar (mejor si no
está muy caliente, para que no cuajen rápido las yemas). Sin dejar de batir la
mezcla, agotado el almíbar, se añade la mantequilla en pequeños cubos, sin dejar
de batir. Se convertirá en una crema brillante. La crema está casi hecha, sólo
queda incorporar el extracto de café, en función de los gustos. No conviene que
quede muy amargo. Bastará una cucharadita de café, incluso menos. Esa crema de
mantequilla y café es la que se pone en una manga pastelera para rellenar el
ravioli de azúcar hilado. En un viaje reciente a Munich descubrí en una pequeña
galería a un pintor (Michael Lauterjung) que pinta sencillos elementos de
vajilla, utiliza maderas viejas, apenas tratadas, como lienzo. Creo que el
Miramar podría comprar alguno de los cuadros de Lauterjung para decorar la sala.
La imagen elegida está mi instagram (#undiletanteenlacocina).
Así termina mi escapada al Bulli/Miramar, espero que no sea la última vez que
ensayo esta combinación.
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