domingo, 24 de marzo de 2024

Capítulo DCVII.- En honor a Marta D. Riezu y su forma de contar.

«Lista de cosas tristísimas: un famoso casado con una fan, morir cerca de un enemigo, llevar zapatos de invierno en verano, imponer una vida adulta a un niño, el malhumor como hábito, una mesa de ejecutivos gritones de medio pelo, las cadenas de hoteles, los anuncios de radio supuestamente graciosos, las salas de espera con revistas descoloridas, los souvenirs.» Esta larga frase no es mía, es de Marta D. Riezu, una escritora y periodista a la que sigo con cierta pasión, aunque no siempre coincida con lo que dice. Me gusta el modo en el que cuenta/no cuenta pequeñas anécdotas o trances cotidianos. Escribió el libro Agua y Jabón, una miscelánea que parece un dietario personal con aire añejo, aunque la autora tenga poco más de 45 años. Tiene también una sección en la revista Elle llamada Radicales Libres, que intento leer cuando se publica, a veces pierdo los avisos de Instagram. La frase que he elegido para iniciar esta entrada la he tomado de uno de los últimos números de la revista. No estoy del todo conforme con el listado de cosas tristísimas, pero me hace cierta gracia inventariar pequeñas circunstancias cotidianas que pueden hacer mucho más triste la vida. Seguramente yo incluiría cualquier comida que no tuviera alma. Casi prefiero no comer que sentarme en la mesa para tomar un plano sin alma, incluso el bocadillo más simple puede esconder un discurso sencillo sobre quien lo hace y para quien lo prepara. Pero no trato de aprovechar esta entrada para actualizar mi listado de circunstancias “tristísimas”, sino para reivindicar un modo de escribir que a mí me ha seducido. Puede que tenga ecos de Josep Pla, incluso de algunas microreflexiones del Montaigne más frívolo. En ocasiones el grado de contestación o el estado de ánimo de quien escribe no da para grandes relatos ligados (no siempre uno puede estar en modo Tolstoi o Flaubert) y debe conformarse con pequeños destellos de poco más de un párrafo. Llevo más de 6 semanas sin culminar una entrada del Diletante. Me reprocha algún amigo que ya no escribo con la frecuencia con la que lo hacía al principio. Llevo casi 15 años de diletancia en la red y tengo que asumir que la intensidad no siempre es la misma. Intento que las recetas sean originales, no repetirme, porque intento que, a pesar de los pesares, este sea un blog de cocina o, por lo menos, sujeto a la excusa de la cocina. En estas semanas he intentado empezar algún capítulo nuevo. Estuve a punto de hacerlo en Madrid, durante la semana que estuve de “colonias”. Tenía que ir a un curso en el Mercado de Valores, con las tardes libres y mucho tiempo para vagar por la ciudad. Madrid sigue teniendo en mi la fuerza magnética de la añoranza, dentro de unos límites. Puede que no me gustara vivir de continuo en la ciudad, pero si me gusta echar de menos la ciudad y fascinar con la idea de que algún día podría volver a vivir allí, aunque sólo fuera para quejarme de la ciudad. La añoranza de la ciudad puede que sea más productiva que la propia ciudad. Vi en el museo Thyssen la exposición de Isabel Quintanilla y recopilé un número de fotos suficiente como para escribir no una sino una docena de entradas apoyándome en sus cuadros. Tiene mucho cuadro con motivos gastronómicos, bodegones cotidianos de un tiempo que fue bastante casposo, pero que, sometido al prisma de la pintora tiene el encanto de la idealización. A la salida de la exposición compré un libro de cocina, escrito por Fernando Villaverde Landa, una historia de la cocina española, con sus fuentes y protagonistas. Juntando los cuadros con las recetas y anécdotas que recopila Villaverde, a quien no había tenido el gusto de leer, hubiera podido alimentar un semestre completo del diletante (no descarto hacerlo en un futuro). Aproveché mi estancia en Madrid para ver a la familia, cenar con amigos muy queridos y ocupar mi tiempo libre en conversaciones iniciadas hace décadas y continuadas con toda normalidad cuando ya hemos dejado de tener 20 años y nos acercamos, a velocidad de crucero, a la sesentena. Regresé a Barcelona con muchos deberes a medias y, como suele suceder cuando alguien se ausenta unos días de su casa y de su trabajo, se agolparon las tareas pendientes y las prisas, por lo que tuve que aparcar durante unos días al diletante. Este fin de semana he recobrado el equilibrio, los equilibrios, sobre todo porque he contado con tiempo libre; además, las vacaciones de Semana Santa están a las puertas, lo que permite prolongar el tiempo libre y, con el tiempo libre, los placeres de la diletancia. Ayer, que hizo un día casi de verano, pude pasear durante gran parte de la mañana. Fui caminando a un restaurante que acaban de abrir, un lugar elegante, algo apartado. Un asador moderno, con tres parrillas a la vista. Un comedor burgués de mesas separadas y servicio esmerado. Todavía les queda algo de rodaje, pero disfruté de la comida, sobre todo del momento. A favor, el servicio impecable, los comedores amplios (un lujo asiático en la Barcelona postmoderna), las raciones generosas. Puede que la ensaladilla rusa la sirvieran un punto más fría de lo que toca, que tuviera exceso de patata aplastada (no le vendrían mal un par de langostinos pelados y un par de anchoas), los minibrioches de fricandó y de txangurro exquisitos, la carne excelente de punto, pero el solomillo un poco insípido, las torrijas con helado de café espectaculares. Mi nota, entre un 7 y un 8. Teniendo en cuenta que durante mi vida de estudiante siempre me moví entre el 7 y el 8, creo que la puntuación, cuando el restaurante lleva tres semanas de vida en la ciudad es más que favorable. Yo he conseguido sobrevivir con dignidad aferrado a mi casi/sobresaliente. Ayer, fruto de mis paseos al sol, absorbiendo la vitamina D que el médico dice que me falta, me puse a pensar en la comida del domingo. Una comida que debía oler a comino, también a vinos de jerez. Y, además, tener de postre un helado con trozos de chocolate. Con estas ideas sueltas, hoy domingo, que ha amanecido un día triste y nublado, propio de un invierno que casi no hemos tenido, he empezado a preparar un pollo en pepitoria que ha tomado algunos ingredientes de un pollo al curri que pudo ser y no fue. He escrito tantas recetas de pollo en este blog, tantos curris y pepitorias que no querría cansar. Mi menú de hoy, menú de domingo de ramos, empieza con unos minibrioches de sapitos al azafrán, el tránsito de la pepitoria al curri con arroz basmati aromatizado y, de postre, unas fresas con nata montada al segundo y helado. Queda alguna torrija en la nevera que atemperaré y también asomará sus beldades en el postre. Cuando termine esta entrada me serviré una copa de manzanilla y abriré uno de los vinos más sabrosos de la bodega, un vino propio de días felices. De todas las recetas, proyectos de recetas, que he barajado estos días, me quedo con una que encontré hojeando el libro de Villaverde, compilada del libro “La Nueva Cocina Elegante Española, 1915” del cocinero Ignacio Doménech. Se trata de las conchas de pescado a la Marineta, una receta que un gran amigo hace todas las navidades, recordando la receta que hacía su madre. Dice Doménech que «Esta receta debe hacerse, por lo regular, siempre que haya sobrantes de algún pescado del día anterior y que no se tenga lo suficiente para construir un plato al volverse a servir solo. De modo que estos sobrantes, desprovistos de espinas y pieles, se cortan en pedacitos. En una cacerola, con aceite fino, se rehoga un pedazo de cebolla picada; cuando quede rehogada, se le echa una buena cucharada de harina, muévase con una espátula de madera, y se moja con iguales cantidades de leche y caldo de pescado, déjese cocer y sazónese de sal, pimienta, nuez moscada y perejil picado; al quedar bien espeso, se le agrega una o dos yemas de huevo con zumo de limón; en este punto se mezcla el pescado picado y llénense conchas grandes. Encima de cada concha se colocan unos filetitos de anchoas puestos en forma de enrejado. Luego se adorna todo el borde de cada una con un cordón de puré de patatas, bien trabado y sazonado; espolvoréense con miga de pan blanco y queso rallado; rocíanse con aceite fino o manteca, zumo de limón y gratínanse ligeramente en el horno. Sírvanse en fuente con servilleta y adorno de rodajas de limón. Constituye un plato de primer orden.» La receta es literal, incluido el aceite fino. Sobre esta idea en cada casa se introducen los ajustes y modificaciones que sean precisas, pero el concepto es el concepto. Habría podido elegir cualquiera de los cuadros de Isabel Quintanilla para acompañar esta entrada, pero al ir a la Thyssen volví a pararme durante un largo rato frente al Matamua de Gauguín, el cuadro preferido de mi madre. Sólo en aquella sala de la Thyssen, frente al Matamua y el resto de postimpresionistas de aquella galería me emocioné, puede que me emocioné incluso más de lo que pude emocionarme los días que fui a visitar a mi madre a la residencia durante mis días de Madrid. El Mata Mua en #undiletanteenlacocina de Instagram. Toca ahora dar cuenta de una copita de manzanilla fría y terminar de organizar la comida del domingo.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Capítulo DCVI.- Caldo corto de leche para guisar un rodaballo.

Hace varias semanas fui al cine a ver La Passion de Dodin Bauffant, en España cambiaron el título por “A Fuego Lento”, una opción más fácil y supongo que más comercial. Lo prefiero mantener el título en francés por cuanto la historia que cuenta es la de una pasión un tanto equívoca ya que Dodin en realidad no está enamorado de Eugenia (una fantástica Juliet Binoche), sino de la capacidad de encanto y de seducción que Eugenia tiene en la cocina. Dodin recupera la pasión en cuanto descubre a una nueva cocinera capaz de interpretar las recetas que él construye, porque Dodin no cocina, él conoce los ingredientes, da órdenes, remueve, condimenta y prueba, pero quien ejecuta es Eugenia. La película empieza con una larga escena sin apenas diálogos en la que se ve a los protagonistas moverse por la cocina, preparando un almuerzo que debe servirse en el restaurante. Eugenia y Dodin se manejan como si fueran bailarines, cuecen, saltean, hornean y presentan el menú con absoluta precisión. No tienen que cruzarse casi ninguna palabra. La cámara termina de dar armonía esos primeros minutos de película, para dejar claro que la historia que quiere contar apenas es un hilo que sirve como excusa para que disfrutemos del placer de cocinar. El asesor gastronómico ha sido Pierre Gagnaire, un cocinero de más de 70 años, con el aspecto de un viejo filósofo revolucionario. La última escena de la película es un espectacular plano circular hecho en la cocina, una escena en la que resume y descubre la verdadera Pasión de Dodin, el poderoso gastrónomo que protagoniza y tiraniza todo el relato. De todos los platos que se preparan en la película, dos me llamaron la atención, el primero un rodaballo guisado en leche (por lo que he comentado con amigos y familiares, esa receta ha llamado la atención a mucha gente), el segundo una tortilla noruega, nombre correcto del soufflé con el corazón helado. Llevo muchos días dándole vueltas al guiso de rodaballo. A muchos sorprende la cocción en leche de esta pieza de pescado. He revisado libros de mi biblioteca tanto viejos como modernos, he acudido a los referentes franceses, empezando por Kournosky, Bocusse, Ducasse… Pero, al final, encontré las indicaciones en el Libro de la Marquesa de Parabere, que no era marquesa. La receta en sí no es complicada, pero sí que exige cierta reflexión sobre la cocina y su conexión con la cultura. Creo que en más de una ocasión he defendido que los primates dejaron de ser primates y empezaron a convertirse en hombres (también en mujeres) cuando empezaron a cocinar, cuando empezaron a manipular los alimentos. No se contentaban con arrancar un fruto o una vaya de un matojo, o de darle una dentellada a un animal. Justo en el instante en el que empezaron a maniobrar con los frutos de la tierra o con los animales que querían comerse empezó la cultura. Seguramente habrá muchas razones que justifiquen que unos homínidos peludos empezaran a manipular aquello que querían llevarse a la boca: la necesidad de ablandar los productos, de hacerlos menos ásperos, de facilitar su deglución; también debió haber alguna razón biológica o médica, para evitar dolores de estómago o estragos mayores. La necesidad de conseguir alimento agudizó el ingenio y obligó a trabajar productos que inicialmente no resultaban agradables. Sería divertido poder ver a la primera persona que tuvo la curiosidad de cascar un huevo para sorber la clara y la yema. El calor fue sin duda el primer método que pone en marcha la historia de la cocina. Dejar una fruta, una pieza de carne o de pescado al sol para que se seque podía hacerla más sabrosa, también generaba algunos riesgos, como que la invadieran los insectos o que se pudriera, pero algunos frutos o algunas carnes o pescados curtidos al sol potencian su sabor. Menor riesgo generaba una fuente de calor tan directa como el fuego. El dominio del fuego permitió que los chamanes y los brujos de los primeros clanes se convirtieran en cocineros. Las frutas y las verduras reaccionaban peor al fuego vivo y directo, pero una pierna de vaca o de cordero podía dar mayores satisfacciones. Dominar el fuego hasta convertirlo en brasa y colocar sobre los rescoldos trozos de alimentos no sólo mejoraba la posibilidad de masticarlos, sino también su sabor, además, la ceniza podía ser, en pequeñas dosis, un buen condimento. No tardarían en perfeccionarse otras superficies calientes con las que jugar hasta llegar a las actuales sartenes o cazos. El fuego ablanda muchas carnes, hace que los pescados sean menos mórbidos y las verduras menos leñosas. Además, el fuego terminaba con muchas bacterias y facilitaba la conservación de alimentos que, si no se tostaban o asaban, resultaban incomibles en pocas horas. Aplicar calor a un alimento hace que arranque la deshidratación y con la deshidratación las primeras salsas, las primeras grasas deshechas. Rápidamente llegaría la cocción como complemento a la aplicación directa del fuego. Los alimentos no sólo se ponen en contacto con el calor directo, sino también con otros elementos líquidos o semilíquidos que permiten dar matices a cada bocado. Llegan las primeras recetas, los caldos, las bases más o menos oleaginosas… Todo ayuda a la complicada tarea de dominar los alimentos, adaptarlas primero a las necesidades, pero finalmente a los gustos de cada comensal. Alimentarse deja de ser una cuestión de simple supervivencia y se convierte en un placer. Las cocciones abren la comunicación de sabores, los elementos sólidos trasladan parte de su gusto y de sus propiedades a los medios líquidos. El líquido es capaz de mezclar distintos sabores, por lo que se utiliza para que algunos sabores vegetales puedan trasladarse a la carne o al pescado y, a su vez, carnes y pescados prestan sus virtudes a piezas de fruta o verdura menos sabrosas. Cocinar es mezclar con más o menos mesura, mezclar productos, también técnicas. Hombres y mujeres se fueron haciendo más sabios a medida que cocinaban mejor. Por eso no concibo otra forma de cultura que la que va de uno u otro modo ligada a la comida. Sirva lo anterior como introducción pedante para hablar de la cocción en leche de un pescado. Esa técnica puede resultar extraña en un país como España, donde el aceite de oliva ha colonizado, con absoluto merecimiento, los fogones, pero para otras culturas, como la francesa o las orientales, resulta menos extraño. Los franceses, enamorados de la mantequilla, pueden encontrar más sentido a la cocción previa en leche si luego acaban el plato con una salsa trabada con mantequilla. Siguiendo a la Marquesa de Parabere, la cocción en leche o con leche es una de las técnicas o variantes del caldo corto, un caldo corto es el que mezcla agua o leche con otros ingredientes y que debe cocer durante poco tiempo (15 minutos o media hora a lo sumo). El caldo corto de leche sirve para la cocción de pescados grasos (lenguado, rodaballo, lubina …). Por cada dos litros de agua se pone medio litro de leche, 45 gramos de sal, unas bolas de pimienta y medio limón cortado en rodajas. A esa mezcla se le puede añadir zanahoria, cebolla, puerro, laurel, hinojo… Debe tenerse en cuenta que el caldo en el que se cueza el pescado normalmente no se podrá utilizar en el guiso posterior. Al aplicarle limón y algún que otro ingrediente acido, la leche termina cortándose y, aunque haya algunas salsas agrias, utilizar el caldo de cocción con la leche puede dar cierto repelús. Sin duda la leche transmite parte de sus propiedades al pescado, y el regusto lácteo puede resaltarse si luego se acaba el guiso con un golpe de plancha con mantequilla. Por lo tanto, para cocer un rodaballo en este caldo corto de leche debe tenerse en cuenta que el pescado no ha de cocinarse más de 20 minutos, a fuego no muy vivo. Una vez cocida la pieza de pescado (preferiblemente entero) se escurre bien. Debe tenerse en cuenta que si se prolonga mucho la cocción los elementos gelatinosos de las espinas del rodaballo terminan disolviéndose en la leche, perdiendo el pescado parte de su encanto. Una vez escurrido el rodaballo toca aplicar de nuevo calor para terminar la preparación. En una sartén amplia, donde se acomode bien el rodaballo, hay que deshacer al menos 200 gramos de mantequilla, esta vez a fuego vivo, porque hay que conseguir que la piel del rodaballo quede crujiente y sabrosa. Si el rodaballo se coció bien en el caldo corto, no es necesario pasarlo por la sartén por la cara más pálida, puede ponerse directamente sobre la más oscura, que es la que gusta que quede churruscada y sabrosa. Salamos el rodaballo, hemos de ser generosos con la pimienta (preferiblemente negra, aunque la jamaicana también liga bien). Alcanzado el punto crepitante deseado, se retira la pieza de pescado. Si la mantequilla no se ha requemado (para que no se requeme puede añadirse en el momento en el que se deshace un chorrito de aceite de oliva), se aprovecha para ligar una salsa que llevará una cucharada de harina de trigo (puede sustituirse por harina de maíz – maicena – o incluso por almendra triturada), se liga hasta que se disuelva la harina. Se pone una copa de champagne o un vino blanco (no hay que ser rácano, cuando peor sea el vino peor será la salsa), un chablís encaja bien. Se remueve bien hasta que la salsa ligue del todo. Se baja el fuego al mínimo y se coloca de nuevo la pieza de rodaballo, esta vez sobre la parte de piel más clara. Bastarán 5 minutos a fuego muy bajo, 10 a lo sumo. SI el cocinero tiene la paciencia de dar un ligero meneo a la sartén mientras se termina de guisar, el colágeno del rodaballo hará su magia con la salsa, que quedará mucho más sedosa. Si la salsa se engorda con yemas de huevo cocidas o con pan rallado en vez de con harina, la salsa también queda sabrosa. En Instagram acompañaré esta entrada con una reproducción de alguno de los pescados que pinta o moldea Miquel Barceló. ()