sábado, 30 de abril de 2022

Capitulo DLXXXIII.- Viaggio a Napoles (lleno de paréntesis)

Seguramente hay miles de imágenes, detalles o referencias destacadas de cualquier viaje que pudiera hacerse a la Campania italiana. La luz, los olores, el sabor, el ruido, la apariencia de caos minuciosamente organizado … Cien mil detalles. Sin embargo, de mi reciente viaje a Nápoles y a los pueblos cercanos si algo me ha llamado la atención es la “sosegada” presencia de la muerte en casi todos los rincones. Los muros y postes de toda la Campania están llenos de esquelas que recuerdan el fallecimiento de un vecino del lugar. Sucede tanto en los pueblos más pequeños como en la propia capital. A cada paso, junto a pintadas, grafitis o simples frases de protesta o de celebración (de todo hay), hay centenares de carteles que anuncian la muerte o el aniversario de la desaparición de personas de toda edad y condición. Esas esquelas callejeras probablemente sustituyen a lo que en España organizamos por medio de obituarios o reseñas en algunos periódicos, sobre todo de provincias. El anuncio de la muerte ha quedado en España como algo residual, un apartado ínfimo en un diario que es muy fácil de eludir (solo los viejos y los cotillas revisan/revisamos las necrológicas de personas no célebres en los periódicos). Sin embargo en Italia las calles están inundadas de carteles de un blanco inmaculado, de un tamaño medio, poco más de un folio, donde se anuncia la muerte o el aniversario de la muerte de cualquier vecino, detallando la edad, la fecha de la muerte (muchas son recuerdos o aniversarios) y la iglesia en la que se celebrarán las exequias o funerales. No recuerdo ninguna cartela que adjuntara fotografía (costumbre que sí que existe en algunos pequeños pueblos andaluces y castellanos), pero sí la imagen de un angelote, de una virgen barroca o el retrato de un monje que suele repetirse con frecuencia y que se parece al Fray Leopoldo de las estampitas de Granada. Esa presencia constante de la muerte en las paredes de la Campania no es, en absoluto, angustiosa; puede resultar, en cierta medida, armónica y sosegada, aunque la dejadez de los italianos del sur hace que algunas paredes soporten capas y capas de afiches mortuorios que imagino que podrían llegar a ser centenarios, puede que debajo de la última capa aparezca el recordatorio de un muerto anterior a la unificación italiana. Tan impactado quedé por esa costumbre que llevo casi un folio escrito sobre mi reciente viaje napolitano en bucle. Durante mis días italianos estuve pendiente de sorprender a alguien que se ocupara de encolar y pegar los carteles, no lo vi. Me fijé en la fecha de algunos fallecimientos para comprobar si se trataba de una costumbre ya olvidada, de la que sólo quedaba el rastro indeleble de unos muros que no se han limpiado desde hace décadas (la imagen de Madarona es omnipresente, pese a que abandonó Nápoles hace casi 30 años). Probablemente un escritor de talento sería capaz de escribir un cuento que tuviera como protagonista a un empapelador necrológico, describir sus hábitos, pautar sus tomar de decisión sobre las paredes más adecuadas para anunciar la luctuosa noticia; negociar con la familia precio a partir del número de carteles que quisieran pegarse, eligiendo los rincones más destacados de la ciudad, en función de los hábitos del fallecido… No tendría por qué ser un cuento triste, ni morboso, al contrario, da para una comedia lleva de luces y de pillerías. Imagino que serán las funerarias las que se ocuparan de los empapelados, que habrá tarifas en función de cientos de factores, aunque no me extrañaría que la Camorra hubiera asumido gratuitamente la tarea de anunciar el fallecimiento de sus parroquianos, incluso que esos carteles respondan a un código encriptado de una sociedad secreta. Necesitaría una vida entera para descifrar los múltiples códigos que se reciben pasean por Nápoles, o por cualquiera de sus pueblos desde Pompeya hasta Salerno. La presencia de la muerte como algo integrado en la cultura del sur no sólo se detecta por los cartelones encolados a media altura, sino también por los cientos de iglesias, capillas o imágenes sacras diseminadas por cualquier rincón o calleja (me divirtió especialmente una urna con la escultura de una santurrón en la calle dedicada a Palmiro Togliatti en barrio del Caballo de Bronce, que fue donde nos alojamos. No creo que se observe ninguna contradicción en un barrio residencial que tiene la práctica totalidad de sus calles a la beatería comunista de italiana (desde Benedetto Croze a Enrico Berlinguer, Pasando por Togliatti, Antonio Gramsci), a la vez, presenta iglesias abarrotadas y altares dedicados a todo tipo de santos, vírgenes y mártires, incluido Maradona, un icono a medio camino entre el redentor y Raffaela Carrá (la messimanía catalana de los mejores días del FC Barcelona es una ridiculez al compararla con la devoción maradoniana del napolitano medio). Nápoles al fin y al cabo es la desmesura. Cualquier esquina, cualquier rincón se sitúa en los confines de lo cómico y de lo trágico. Es desesperante la suciedad, pero mucho más la normalidad con la que conviven la mayoría de los transeúntes, italianos o no, que terminan fotografiando los nidos de basura como una atracción más. En cualquier pared se puede escribir una frase insultando al gobierno, amenazando a un rival o declarando un amor infinito a una “bella ragazza” o un “bello ragazzo” del barrio (en la parada del tren cercana a nuestra casa había una pintada en la que aseguraba que los dulces ojos de Verónica eran el desayuno diario de su enamorado – gli occhi de Veronica sono la mia colazzione -). Pasamos tres noches en un apartamento en Pompeya y dos más cerca de Nápoles, en el barrio donde nació Massimo Troisi (el protagonista de El Cartero y Pablo Neruda). No quisimos alojarnos en el centro de la ciudad para evitar la sensación de agobio que tuve años atrás, la primera vez que visité Nápoles. Creo que fue un acierto huir del centro y movernos en transporte público, con todas sus ventajas y sus inconvenientes. Sólo para hacer la ruta amalfitana, la “costiera”, alquilamos un coche, un cacharro minúsculo al que le rascaba el cambio de marcha. Conducir por la “costiera” entre limoneros y motorinos locas es una experiencia divertida en la que la sensación de catástrofe puede aparecer a la salida de cualquier curva. Los conductores de autobús napolitanos son mucho más precisos que el neurocirujano más diestro de Milán. En varias ocasiones quedamos a milímetros de la tragedia y, sin embargo, no puedo recordar ningún accidente durante esos días. Tengo todavía gravado el “pit-pit” con el que los motoristas apartaban turistas por las callejas del barrio español de Nápoles. Ese pit-pit que esconde un código binario más sofisticado que el de cualquier programa de ordenador de Sillicon Valey. Dos toques cortos de bocina son un saludo, una advertencia, un anuncio de cualquier eventualidad. Un pit-pit permite al emisor la impunidad casi absoluta porque ya avisado de su presencia y de su voluntad de pasar por donde sea, aunque tengas que dar un salto y abandonar la acera porque un motorista tiene prisa por llegar a su casa. Quien emite el primer destello sonoro gana preferencia y esa preferencia le permite saltarse un stop o un semáforo en rojo. El viaje a Nápoles quedó pendiente de antes del Covid (recuerdo que en Marzo de 2020, antes de que se derrumbara todo, estuvimos a punto de comprar los billetes de avión porque pensábamos que el Covid era un problema sólo de milaneses y bolonios). Queríamos ver las ruinas de Pompeya y Ercolano, también el museo arqueológico de Nápoles, que es donde de verdad están las maravillas sepultadas hace más de dos mil años, en Pompeya y Ercolano no quedan sino los muros de las casas, los jardines y las audioguías que indican lo que sólo puede verse si se tiene la paciencia de visitar en Nápoles el impresionante museo arqueológico en el que las esculturas de los farnesios compiten con la infinidad de detalles sepultados y conservados por la lava. Como siempre que se viaja con niños, quedan muchos sitios pendientes de visitar, muchas tareas pendientes para un nuevo viaje que espero que no se demore. No pude visitar el gabinete secreto del museo arqueológico, donde conservan los frescos pornográficos y las esculturas procaces, las normas para visitar ese rincón son muy estrictas y aunque mis hijos son mayores, creo que es preferible que ellos y yo lo visitemos por nuestra cuenta. También quedó en el tintero una excursión a Paestum, para seguir el rastro de los templos romanos y el fresco sobre la metáfora de la muerte que siempre me fascinó (sobre el que ya he escrito sin haberlo visitado -http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/01/ -). Subimos y bajamos al Capodimonte, pero no me vi con ánimo de someter a mis hijos a una visita al museo, después de haber estado toda la mañana en el arqueológico pensé que no aguantarían una sesión vespertina de Tizianos. Una de las mañana, mientras se desperezaban los niños, hice una visita virtual al museo y me quedé durante unos minutos frente al retraso del Papa Pablo III y sus sobrinos, todo un tratado de psicología humana, de ambiciones, pasiones, agotamientos, miedos y secretos bajo esclavinas púrpuras. La mirada del viejo Pablo III, con aspecto de ser un pecador empedernido, pone de manifiesto que toda la maldad tiene su sentido si se canaliza adecuadamente. Seguro que hay por el mundo algún libro dedicado única y exclusivamente a retratos de papas y cardenales, desde los borgias y los farnesios, desde Tiziano a Bacon, pasando por Velázquez. Me quedo con las ganas de ver de verdad ese retrato para intentar descifrar la razón de la leve sonrisa de Pablo III cuando ya tenía un pie en el estribo y pocas necedades por abordar. De nuevo el rastro sosegado de la muerte en esta visita. (Dejaré en Instagram la referencia de este cuadro, en realidad, de los cuadros porque pocas personas tienen la suerte de ser retratados por Rafael y por Tiziano) (#undiletanteenlacocina). La “maldad” de Pablo III debe ser proporcional a los logros de su vida ya que fue el papa que convocó el Concilio de Trento, el que favoreció la fundación de la Compañía de Jesús, elaboró la primera lista de libros prohibidos y sentó las bases de la inquisición, todo ello sin dejar de favorecer a su familia más allá de lo razonable, basta ver el palacio de los Farnesios en Nápoles para comprender su grandeza. No todo fue suciedad y ruido. Para mí fue una sorpresa el paseo por Sorrento, un remanso de calma y orden en el caos amalfitano. En Sorrento descubrimos el hotel en el que Willy Wilder había rodado Avanti. El hotel se conservaba con la presencia, elegancia y decadencia que ya tenía en esa película, aunque creo que el pillo de Wilder indicaba que la película transcurría en la isla de Isquia, pero se rodó en realidad en la península de Sorrento, en ese hotel en el que todavía podría estar apurando negronis en su terraza, oliendo las flores de los limoneros. Hotel Victoria, no descarto volver para alojarme durante unos días como Jack Lemmon y Julia Mills. Nos costará encontrar un Carlucci a la altura del que aparece en la película, tan grande que el actor que lo representó era Neozelandes, no italiano, lo que demuestra que los italianos, como los bilbaínos, pueden nacer en cualquier sitio Tan impactante fue el viaje que casi olvido los placeres culinarios que fueron muchos, empezando por las pizzas y siguiendo por las mozzarellas (todos los días pedí mozzarella para comer o para cenar, jurando que nunca más volvería a probar la mozzarella del Mercadona). La porosidad de las mozzarellas que hemos comido estos días merecerían un tratado, creo que estaría dispuesto a dedicar un año entero de mi vida a vagar por el sur de Italia buscando la mozzarella perfecta, una mozzarella que he tenido la suerte de probar varias veces en mi vida, en circunstancias siempre estrambóticas que espero poder tener tiempo de contar algún día (como las mozzarellas que conseguía mi amigo Antonio Serrano, las que comíamos nada más desembarcaban del vuelo de Nápoles, o la pizca de mozarrella que de vez en cuando incluían en los menús de El Bulli). Pizza Margherita y Mozzarella son un universo en sí mismo, como podría serlo la pasta al frutti de Mare, o simplemente con almejas (vongoles) o con mejillones (cozze). Pero ni el jamón ni las gambas pueden competir con las españolas, por mucho que se empeñen los italianos. Mis hijos podrían vivir a base de pasta y de pizza sin aburrirse jamás, yo también. De los paseos por Nápoles guardo especial recuerdo de una caminata matinal por Chiaia, un barrio con ínfulas parisinas junto al mar. Si tuviera que sintetizar el placer gastronómico del viaje me quedaría con unos pulpitos a la Luciana, un plato que puede servirse acompañado de una pasta al dente que hace que el viaje merezca la pena. Empiezo, como siempre, picando cebolla, como siempre, una cebolla, grande, puede que dos. Mientras se sofríe la cebolla en aceite de oliva, se pela y lamina un diente de ajo. La receta canónica de los lucianos no lleva hinojo, pero creo que picar un poquito de bulbo de hinojo puede irle bien. La verdura debe sudar, ir formando una salsa viscosa y brillante. Cuando la primera tanda de verduras queda atontada, añado unos tomates cherry de los de pera, las salsas salen mucho más sabrosas con estos tomates. Un kilo de tomates será suficiente. Añado la sal, una pizca de pimienta negra recién molida, una hoja de laurel, perejil picado y remuevo. Con las verduras no pongo cantidades, pero creo que conviene ser un poco exagerado, a la napolitana, para que quede una base del plato abundante. Para darle contraste a la salsa que se va haciendo, pico un puñado de alcaparras (20 gramos) y 2 filetes de anchoa. Cuando la cebolla haya quedado transparente y estén a punto de deshacerse, añado una copa de vino blanco, seco, subo un poco el fuego para que evapore. Después del vino, un poco de albahaca fresca (podría sustituirse por eneldo, sin problemas), también picada y un puñado de aceitunas negras de las que son un poco arrugadas. Añado los pulpitos bien limpios. Si son pequeños puedo incorporarlos enteros. Un kilo y medio de pulpitos permite un estofado contundente. Dejamos que se hagan durante media hora a fuego bajo, vigilando de vez en cuando, dando un meneo de cuchara. Se rectifica de sal y de pimienta y se llevan a la mesa. Nosotros probamos los pulpitos a la Luciana en una trattoría muy sencilla del barrio español. Los tomé con pasta, bucatini. En el momento de llevarlos a la mesa espolvorearon un poco de albahaca fresca. Como decía uno de los guías que nos atendieron: “ciò che è bello è bello, non più parole”, poco más se puede decir.

martes, 12 de abril de 2022

Capítulo DLXXXII.- Instrucciones para preparar una tortilla Francesa.

«Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.» Así empiezan las Instrucciones para Subir una Escalera de Julio Cortázar, uno de los capítulos del libro Historias de Cronopios y de Famas (1962). Leí aquel libro de adolescente. Debe estar perdido en algún rincón de mi desordenada biblioteca. Hace unos meses volví a revisar el libro, lo localicé en la red y lo imprimí en papel, apenas tiene sesenta páginas escritas como su fuera un dietario deshilachado. La mayoría de los capítulos se leen en seis o siete minutos, no más. Ese es el tiempo que mi ordenador tarda en arrancar. Todas las mañanas mientras el ordenador se despereza yo leo unos minutos, primero fueron los Cronopios de Cortázar, ahora La Piel de Del Molino. El papel nunca falla, papel rugoso, anticuado pero infalible. Leo pacientemente, mirando de reojo la pantalla del ordenador para vigilar que la rutina de programas, algoritmos e instrucciones que configuran el sistema. Si algún día me cambian los equipos puede que pierda esos minutos de lectura en papel, por eso no tengo mucha prisa en que lleguen máquinas más modernas. Durante los días que leí los Cronopios me entretenía en codificar algunas de sus frases en mis sentencias, un juego infantil que no suele llevarme a ninguna parte, pero me entretiene. A veces, cuando estoy dictando una sentencia introduzco clandestinamente una cita, una frase o un acróstico de un poema, de un cuento o de una obra de teatro. Alicia en el País de las Maravillas es la que utilizo más. De momento nadie ha descubierto mi chiste privado. Releyendo las Instrucciones para Subir una Escalera se me ocurrió escribir esta entrada, porque en los más de 500 capítulos trabajados durante estos once años nunca expliqué como hacer una tortilla francesa, así que hoy, para celebrar el undécimo cumpleaños del diletante, he decidido desentrañar las instrucciones para preparar una tortilla francesa. Parece sencillo, pero puedo asegurar que durante años no supe hacer una tortilla, se me pegaba, quedaba seca, se quebraba antes de llevarla al plato… He invertido horas viendo tutoriales de los mejores cocineros explicando sus trucos para preparar la tortilla, hoy mismo he leído un artículo publicado en La Vanguardia. Creo que era en la película Un Viaje de 10 Metros (Lasse Hallström) en la que había una escena en la que el protagonista preparaba una tortilla a las finas hierbas. También recuerdo un cuento erótico de Juan García Hortelano que giraba en torno a una tortilla francesa. Una de las rutinas que me fascina es la de ver al cocinero de un hotel preparando tortillas para el desayuno. Me coloco disciplinadamente en la cola, con mi plato cogido por las dos manos, protegiéndolo sobre el pecho como si fuera un diario secreto, mientras disfruto de las maniobras del cocinero preparando decenas de tortillas con una sartén desportilladas. Prefiero los hoteles donde utilizan huevos de verdad, no cuencos llenos de huevina, porque me gusta ver como cascan los huevos maquinalmente sobre el plato, cómo lanzan una pizca de sal, cómo los baten con brío para luego depositar el fluido anaranjado sobre la sartén que previamente han engrasado con un golpe furioso de aceite. Los tortilleros de hotel merecen todos sus respetos. Se manejan como bailarinas del Bolshoi, rodeados de pequeños boles con cebolla, pimiento o tomate picado, briznas de jamón de york, lascas de queso o tiras de panceta que crepitan ruidosamente sobre la plancha. No me importa hacer cola los minutos que haga falta, incluso hacer varios viajes para que mi familia desayune tortilla, porque en cada mínima maniobra del tortillero se desvelan infinitos secretos de la buena vida, también las infinitas miserias de los que deben cuidarse de nuestra buena vida, porque hay un perfil de tortillero cabreado con el mundo, que asume su función matinal como el más severo de los castigos. Tortilleros que se manejan con desdén, que otean enfadados la cola que se va formando de diletantes que esa mañana no tienen prisa, a los que se les ha antojado desayunar una tortilla. El tortillero contrariado de desayuno de hotel se encuentra frente a un precipicio porque nadie perdona una tortilla mal hecha por la mañana. Una tortilla a la francesa debe tener las ondas, los matices y reflejos de un campo de trigo de Van Gogh, deben formarse los ribetes, cenefas y jaretones de un vestido de baile. Una tortilla perfecta debe tener el vuelo de un vals bailado en el salón de un palacete. La tortilla perfecta ha de ser esponjosa, tener un punto de brillo y forma oblonga. Hay que huir de las tortillas redondas de perímetro perfecto, también evitar las que terminan teniendo la forma de un canuto apergaminado. La tortilla francesa, como un copo de nieve, debe tener una forma y estructura caprichosa e inimitable. La tortilla responde a una de las reglas básicas de la alquimia en la cocina, la magina de convertir lo líquido en sólido partiendo de un huevo. Si ya es de por sí misterioso un huevo, convertir un huevo en tortilla puede que fuera considerado en el principio de los tiempos un acto de brujería. No sé muy bien qué serie de casualidades o de decisiones arriesgadas llevaron al primer ser humano a cascar un huevo para comérselo. Imagino que sería el hambre, un hambre extrema, la que llevara a probar ese líquido mocoso escondido en el interior de un huevo. Tampoco sé cuántas pruebas tuvieron que hacerse hasta conseguir preparar la primera tortilla francesa correcta. Seguro que hay algún estudioso que ha escrito una monografía sobre la historia de la tortilla. Emulando a Cortázar, podría empezar diciendo que nadie habrá dejado de observar que con frecuencia si se deposita el interior viscoso de un huevo sobre una superficie suficientemente caliente las mucosidades que habitan en el interior del huevo terminan por solidificarse, tanto si la superficie exterior del huevo, que llamamos cáscara, es convenientemente quebrada, como si se coloca el huevo sin quebrar sobre esa misma superficie caliente, se produce la magia del paso de líquido a sólido. La temperatura que permite que obre la magia está entorno a los 60 grados centígrados, entre los 60 y los 70 grados la clara y la yema se empiezan a solidificar. Un experto en la materia debe tener en cuenta que el punto de solidificación es más bajo para la clara (entre 60º y 64º) que para la yema (65º-70º), lo que permite cierto juego de texturas cuando ambos componentes no se mezclan. Es importante advertir que los grados empleados sean centígrados, también llamados Celsius, porque si el tortillero está familiarizado con otras medidas de la temperatura (los grados Farenheit o los Kelvin) los resultados pueden ser nefastos. Preparar una tortilla a la francesa obliga a tomar una serie de decisiones previas que en muchas ocasiones exigen una preparación de horas, incluso de días, porque una tortilla perfecta no puede prepararse si, previamente, no se dispone de la sartén adecuada. No todas las sartenes sirven para hacer una tortilla y elegir una al tuntún, abriendo si criterio el cajón de las sartenes, puede llevar al desastre. Por eso los grandes tortilleros suelen tener escondidas en el fondo de sus armarios sartenes exclusivamente destinadas al ritual tortilleros, sartenes que no pueden utilizarse para otra labor que no sea la sacrosanta de preparar un huevo en cualquiera de sus modalidades. Esa sartén especial para tortillas no tiene porqué ser la más cara, basta con ver las sartenes desvencijadas de las cocinas de los hoteles para saberlo. Lo importante es que el ejecutor de la tortilla crea y asuma que esa sartén es la adecuada por su diámetro (nunca muy grande, tampoco muy pequeña) y por su grosor permitirá esa tortilla soñada. Es recomendable que los huevos no estén fríos (mal asunto el de los huevos fríos para cualquier manifestación de las debilidades y deseos humanos). Los huevos deben estar a temperatura ambiente, siempre que el ambiente no sea extremo. Una cocina que se encuentra a 16 o 18 grados (centígrados, no Farenheit) puede ser adecuada. Pero, ojo, el huevo es un arma peligrosa, no puede estar indefinidamente a la intemperie porque puede corromperse y convertir la tortilla en un arma letal que arrastre al comensal a vómitos y cagarrinas. Por eso la exposición del huevo a una temperatura exterior que jamás debe ser extrema no puede ser superior a una hora, a lo sumo dos. No entraré en disquisiciones sobre la calidad y tamaño de los huevos, sobre todo en estos tiempos en los que los lineales de los supermercados llegan a albergar huevos de varios calibres y de varios tipos de gallinas, en función de las horas de libertad de las que dispongan. Yo utilizo una marca de huevos que asegura que sus gallinas son felices, no tengo datos que contrasten esta información, pero me conforta coger las hueveras de estas gallinas felices en el supermercado. Los días de fiesta puedo acercarme al mercado para buscar huevos de oca o de pato para tortillas de festín, pero preparar tortillas especiales con huevos no habituales rompe con una de las reglas básicas del tortillerismo militante. La tortilla debe ser en apariencia humilde, nada de dispendios. Hay muchos partidarios de la tortilla “pizpireta”, de un solo huevo, yo prefiero una tortilla de más cuerpo, la de dos huevos, aunque todo dependerá de los tamaños. Una tortilla francesa de más de dos huevos puede llegar a ser inmanejable, su ejecución entraña riesgos que un tortillero ortodoxo no debería sumir. Sobre el batido del huevo para la tortilla hay posiciones insalvables. Algunos cocineros aseguran que el huevo no tiene que batirse con virulencia, que basta con dos o tres golpes de tenedor para que se rompa la yema y se mezcle ligeramente con la clara, los defensores de esta tesis consiguen tortillas que esconden hebras más blanquecinas, exclusivamente clariles, con otras del naranja intenso de la yema impoluta. Sin embargo, los defensores de la tesis contraria aseguran que los huevos deben ser severamente batidos hasta conseguir que la mezcla espume y gane volumen, para conseguir así unos tonos ligeramente anaranjados y unas texturas muy esponjosas. Yo me declaro defensor de la tesis del batido severo, incluso con varillas si fuera necesario, pero he de reconocer que la tortilla de huevo ligeramente agitado tiene cierto encanto. Una tortilla a la francesa según los cánones debe llevar una pizca de sal previa al inicio de batido, pizca y media si se busca que sea un poco más sabrosa. Yo no soy partidario de pimientas en la tortilla. La tortilla acepta casi cualquier combinación de sólidos suficientemente picados (desde hierbas a carnes, quesos o verduras) pero esas combinaciones nos llevan a dimensiones tortilleriles más sofisticadas que pueden conducir al fracaso si no están bien asentados los pilares de la perfecta ejecución de la tortilla. Capítulo aparte merecen los defensores del golpe de leche o de nata en la tortilla, para conseguir que sea más cremosa. No atacaré a quien considere oportuno ese truco lácteo, pero deben asumir que es como hacer trampas al solitario, o comprarse una bici eléctrica. Una tortilla láctea puede ser sabrosa, incluso digna, pero deja de ser una tortilla canónica. En mi caso, el proceso de batido me sirve para conseguir la temperatura adecuada de la sartén. Enciendo un fuego medio, coloco la sartén y, mientras calienta la superficie, caso y bato los dos huevos. En España solemos engrasar las sartenes con aceite de oliva. Seguro que hay defensores del aceite de girasol, más neutro, para no profanar el sabor del huevo (mal negocio si los huevos son de gallinas infelices). A mí me gusta el punto ácido del chorrito de aceite de oliva virgen. Pero, ojo, la tortilla jamás debe flotar en aceite, la tortilla no se fríe. La grasa debe ser mínima, tres o cuatro gotas, un chorrito tacaño, nada más. En ocasiones he preparado tortillas francesas con mantequilla, una mínima nuez que distribuyo por la sartén. La mantequilla, con un punto de ebullición más liviano que el aceite, tiene la ventaja de marcar con precisión el momento de lanzar el huevo sobre la superficie caliente, cuando empieza a espumar la mantequilla es el momento de empezar a cocinar. Cuidado con la temperatura de la sartén. Si la superficie supera los 70 grados la tortilla quedará seca, apergaminada, no podrá doblarse ni formar ondas. Hay maestros tortilleros que comprueban la temperatura de la superficie aproximando el envés de la mano (la palma no, porque es menos sensible), y está el truco ancestral de lanzar la gota de huevo que queda suspendida en el tenedor con el que se han batido los huevos para comprobar si puede cuajar la mezcla. Cuando se vierte la mezcla sobre la sartén caliente hay que actuar con precisión y convicción, no albergar dudas. Ya no es tiempo de rectificaciones. Cualquier error puede ser fatal. Mientras una mano conduce el plato hondo en el que está el huevo batido, la otra debe tener ya preparado el cucharón o la espátula con la que empezar a mezclar. Cucharón o espátula de madera o de silicona, nunca de metal. El primer paso es obligado, hay que dejar que se extienda el huevo batido sobre toda la superficie de la sartén, escuchar un leve crepitar del contacto de la mezcla fría con la superficie engrasada. Yo levanto ligeramente la sartén, alejándola unos centímetros del fuego, haciendo un leve movimiento circular de muñeca para facilitar la extensión de la mezcla. A la vez, ayudándome con la espátula, empiezo a hacer movimientos circulares, ampulosos, recreándome en la formación de las primeras ondas, los primeros pliegues que se superponen de modo armonioso. Manejo con la mano izquierda la sartén, acercándola y alejándola del fuego, mientras, con la espátula, voy despegando las zonas que se van cuajando en los puntos cercanos a la pared de la sartén. Intento despegarlas con cuidado, sin que se rompa el ligero entelado sólido. Hay un instante en el que los fluidos más alejados del centro de la sartén son más sólidos que líquidos, es el momento de empezar los pliegues, como si se tratara de un pañuelo que quisiéramos colocarnos en el bolsillo de la chaqueta. Esos pliegues propios de un papirofléxico experto deben hacerse con el fuego al mínimo, incluso hay quien recomienda, con acierto, que se apague el fuero para ese plegado final. Se va inclinando la sartén ligeramente, facilitando así que el plisado tortillil caiga suavemente hacia una de las lindes. Cada pliegue ayudará a esconder las ondas cremosas, las que consiguen estar en el límite entre lo sólido y lo líquido. Con cada pliegue comprobamos si la superficie que ha tenido contacto directo con el calor ha tomado un tono ligeramente tostado, un anaranjado más intenso. Esos mismos pliegues permitirán comprobar si la tortilla ha quedado con el brillo, con el lustre adecuado. El último de esos plisados debe cerrar sobre sí misma la tortilla, conseguir esa forma ovalada. No son muchos los pliegues a ejecutar, cinco, seis a lo sumo. Se inclina un poco la sartén para que la tortilla, ya ejecutada, repose unos instantes antes de depositarla en el plato, o sobre una rebanada de pan tostado. La tortilla sobre pan sí que admite una loncha de jamón o de queso cremoso como acompañante. La tortilla debe consumirse de inmediato. La tortilla francesa fría es un sacrilegio. Preparar una tortilla francesa un miércoles laborable permite afrontar el día con la ilusión de que no será una jornada miserable. Disponer de diez o doce minutos a las siete de la mañana para preparar una tortilla a la francesa conjura todas las maldiciones y endereza malos presagios. Cada uno debería ser capaz de redactar su propio protocolo para preparar una tortilla francesa. Estas son mis instrucciones, si al lector no le han gustado, no me importa, puedo darle otras igualmente válidas y eficaces. En el Instagram del Diletante colgaré el cuadro de Van Gogh que define las ondas de una tortilla perfecta.