viernes, 22 de septiembre de 2023

Capítulo DCII.- La melancolía de los transatlánticos.

Este no es un relato propio, es una historia robada en un avión, en un vuelo de Frankfurt a Nairobi. Más de nueve horas encerrado, encajado entre asientos estrechos. Hicimos el vuelo de día, antes tuvimos que madrugar, levantarnos a las cuatro de la mañana para hacer la ruta previa de Barcelona al centro de Alemania. Habíamos dormido poco, no sólo por el horario, también por los nervios de regresar a África. El objetivo era descabezar un sueño largo, algo que fuera más allá de una simple siesta. Suprimimos pantallas, incluso renunciamos a comer nada durante el trayecto, esperando a que llegara esa duermevela previa que hace perder la noción del tiempo. Empecé a probar todas las rutinas para que provocar el sueño, puede que me acercara a la confusa frontera que en la que es complicado distinguir realidad de ficción, donde se mezclan preocupaciones y fantasías. Los vuelos intercontinentales en clase turista son incómodos, pero en ocasiones evitan el calvario de tener que soportar personas molestas que piensan que el dinero les da patente de corso para vociferar. El fastidio de tener que pasar casi medio día con las piernas encogidas era más llevadero que tener que aguantar a una pareja de recién casados empeñada en compartir generosamente su recién estrenada felicidad, como volaban en el espacio preferente, aquel suplicio quedaba en exclusiva para los pasajeros con mayor poder adquisitivo. Mientras llega una posible revolución, estas pequeñas venganzas pueden ser suficiente consuelo. En la zona más exclusiva del avión viajaba una pareja en plena expansión que no dejaba de hacerse retratos y de gritar para que todo el mundo supiera que acababan de casarse, que eran una pareja de éxito y que propagarían su dicha por toda la nave. Saber que quedaba muy lejos de su radio de acción hizo que mi encaje en las estrechas asiento fuera mucho más soportable. Justo detrás de mi butaca viajaba una pareja francesa o, por lo menos, hablaba en francés. Era difícil calcular su edad, pero probablemente habían superado con creces los cincuenta años. El francés es tan dulce, tan musical, que me resultó inevitable poner la antena, sobre todo cuando la conversación de mis vecinos empezaba con una frase en la que se invocaba a alguien que había experimentado la melancolía de los paquebotes («Il connut la mélancolie des paquebots, les froids réveils sous la tente, l’étourdissement des paysages et des ruines, l’amertume des sympathies interrompues»). Tras aquella expresión inicial puse la antena para sorprenderme con la historia de un hombre que no sabía viajar. (Pensándolo bien, puede que nadie sepa viajar, que viajar se haya convertido en la ficción de buscar aquellos espacios, aquellas imágenes que previamente hemos visto en la televisión, en el cine o en las redes sociales. Viajar se ha transformado en el ejercicio rutinario de constatar aquello que previamente nos han contado las guías o los modernos exploradores obsesionados por vulgarizar o monetizar el más recóndito escondrijo de la tierra. No tiene sentido que nos presentemos como expertos conocedores de la Big Sur o de la muralla de China después de haber caminado durante dos o tres horas por esos parajes, cuando hay personas que dedican toda su vida a un lugar y, pese al esfuerzo, se consideran ignorantes). Pero mis improvisados compañeros no hablaban en abstracto, se referían a alguien que realmente no sabía viajar; alguien maldito, que desde niño pudo cruzar los cinco continentes. Había dispuesto de dinero suficiente como para no preocuparse en absoluto de los vaivenes su patrimonio. Sus padres le habían llevado por Europa, de norte a sur, de este a oeste; llegaron hasta los confines de Asia, Norteamérica al completo, también parte del centro y del sur, así como los grandes paisajes africanos. Cuando aquel chico se hizo mayor siguió abriendo nuevos caminos, aterrizando en los principales aeropuertos del mundo, tomando trenes señoriales, autobuses bulliciosos, melancólicos transatlánticos, coches, motos y bicicletas desvencijados para que no quedara un kilómetro del planeta sin pisar. Aquel muchacho, sin duda ya entrado en años, coleccionaba todo tipo de guías, estaba suscrito a todas las revistas, frecuentaba todos los blogs; había acumulado millones de fotografías en todos los formatos, pues su bolsillo le permitía acceder a la tecnología más sofisticada, la más ligera, la más adecuada para no incomodarle en los retos más extremos. Pero aquel hombre tenía un problema, no era capaz de memorizar un solo lugar de los que visitaba, ni siquiera estaba en disposición de recordar la ciudad en la que vivía, en la que tenía su casa, vivía permanentemente desorientado, como un extraterrestre que acabara de aterrizar sobre la superficie terrestre. Tampoco retenía rostros o gestos de las personas con las que trataba. Cuando regresaba a los sitios que creía haber visitado, cuando charlaba de nuevo con hombre o mujeres con los que había compartido tiempos, espacios, sensaciones, se sentía completamente desorientado, como si llegara por primera vez a un lugar, o como si conociera por primera vez a aquel individuo al que a lo mejor había jurado amor o amistad eterna. Sus enemigos recibían con alivio esas circunstancias, igual que sus deudores, ya que el tipo era generoso y no dudaba en compartir todo aquello que llevara en la maleta, en la mochila o en los bolsillos, no le preocupaba especialmente ser desprendido, pródigo, con sólo teclear el código de su tarjeta en cualquier cajero el dinero volvería a manar. El tipo era inteligente, extremadamente lúcido; ya desde muy joven había diseñado una estrategia para disimular sus despistes, viajaba con todo tipo de guías, referencias y fotografías de los lugares a los que tenía previsto llegar. Los pocos ratos, los pocos días, que pasaba en su casa, en una ciudad, en un barrio que siempre le resultaba extraño, los dedicaba a documentarse, a recopilar información para evitar sentirse extraño en cualquier parte. Las fotografías de las personas que había conocido le servían para disimular su involuntaria hosquedad, probablemente por eso era un fanático de los autorretratos hechos con el teléfono móvil, momentos en los que siempre buscaba el abrazo o la complicidad de los seres que le resultaban más cercanos en aquel momento. Cuando se implantaron los mapas telemáticos, instalados en los teléfonos móviles, se convirtió en un habitual de las reseñas; no iban destinadas a otros viajeros, sino que las iba pinchando para que pudieran servirle como referencia. Buscó un alias que le permitiera escribir y anotar cada vez que llegaba a algún sitio reseñable, optó por llamarse Frederic Moreau1840, con ese nombre fue dejando su rastro por todo el mundo y, sin quererlo, fue creando una legión de seguidores obsesionados por descubrir, por conocer, a quien se escondía bajo la invocación de Moreau. Se hicieron todo tipo de especulaciones, de las que aquel hombre que no sabía viajar intentó mantenerse al margen, incluso despistar a quien seguía su pista, inventando reseñas de lugares inventados, afirmando haber estado en puntos del globo inaccesibles para un ser humano normal. A base de estas triquiñuelas, de muchas horas de estudio y de una planificación milimétrica, había podido constatar que había visitado Nueva York en una docena de ocasiones, que en París había pasado períodos más largos que en su ciudad natal, pese a que al llegar se sintiera como un absoluto extranjero incluso a dos manzanas de su apartamento. Podía hablar con naturalidad de las particularidades de las principales ciudades del mundo, los caminos más renombrados, monumentos, paisajes y accidentes geográficos de todo tipo. Su memoria la rellenaba con toda una colección de tópicos, de lugares comunes, que repetía cuantas veces fuera necesario, hasta el punto de contar con seis reportajes gráficos, correspondientes a distintas edades, frente a la esfinge de Giza, convertida en una efigie de su inocencia. Le resultaba imposible contar con una experiencia propia, subjetiva o personal. Su realidad era tan abierta y, a su vez, tan cerrada que tuvo que construirla sin tener en cuenta la vista, ya que sus ojos y su memoria estaban completamente desconectados. Sabía que había vivido momentos y situaciones especiales, pero sin el soporte gráfico de una fotografía o de un vídeo no le resultaba posible saber ni donde ni con quien, aunque le hubiera quedado el regusto dulce o amargo del momento. Como era ambicioso, estudioso y preocupado por el mundo, también por las emociones colectivas e individuales, leyó todos los libros que llegaron a su alcance, se encerró durante horas frente a pantallas de cine para ver películas de todo tipo, tanto documentales como ficción, escuchó a los pensadores más brillantes, a los historiadores más cultos, a los aventureros más aguerridos y así pudo integrar su realidad en la estructura social de su entorno. Pudo así convertirse en un conocedor inquieto de todas las bellas artes, un diletante capaz de integrar todas las disciplinas, alardear de haber conocido un catálogo casi infinito de maravillas, y así poder hilar un relato que le permitió comprender un mundo que, ciertamente, le resultaba completamente ajeno. No tardó en descubrir que allí donde no alcanzaba su memoria podían llegar otras habilidades, otros sentidos, por lo que dispuso de un oído tan selecto que era capaz de encajar determinadas melodías con rincones o personas concretasM pero su verdadera brújula fue el olfato, no se trataba de saber que París olía a croissant o que Nápoles olía a masa de pizza cocida en horno de leña, sino de establecer un mapa olfativo por barrios de cada una de las ciudades, lo que le permitía moverse por Nueva Deli siguiendo los matices del curry o caminar por Tokio con la seguridad de un nativo siguiendo el vestigio de los distintos vinagres con los que compactaban el arroz. No tuvo problema en acceder a los restaurantes más selectos, conseguir mesa donde parecía imposible. Callejeaba por Bangkok con la brújula de los puestos callejeros y era lo suficientemente autónomo como para llegar sin problemas a su casa en Madrid gracias a las distintas intensidades con las que torrefactaban los granos de café en los bares. Tal fue su obsesión por los sabores y los olores que decidió tomar clases de cocina allí donde fuera, no sólo buscaba a los cocineros más ilustres, a veces le servía la experiencia de una cocinera aficionada que hubiera abierto unos fogones clandestinos en la ciudad de México, dedicada exclusivamente a hacer tacos y burritos. Gracias a esas habilidades no había nunca llegado a ser un huraño errabundo, se había convertido en un sujeto risueño, con habilidades suficientes como para vivir grandes historias de amor gracias a la increíble alquimia de las pieles, los sudores y los perfumes. Parejas estables que habían terminado agotándose porque no había persona en el mundo con la resistencia suficiente de pasar más de trescientos días al año deambulando sin rumbo fijo por los confines de la tierra. Enamorarse de un aroma era un privilegio que le permitía idealizar a sus parejas, aunque fuera incapaz de reconocerlas si se encontraran tras un cristal. Mis compañeros de viaje, que no habían parado de hablar durante las horas que llevábamos de vuelo, se recrearon con los episodios amorosos, puede que llegados a este punto exageraran las aventuras amorosas de aquel hombre que no sabía viajar, pero el francés resultaba tan armonioso al hablar de amor que incluso esos pasajes encajaban en el rompecabezas que estaban montando; porque, al parecer, ambos viajeros habían dedicado una parte importante de su tiempo a estudiar, durante años a aquel sujeto; conocían al dedillo todos sus episodios, interrumpiéndose a cada frase, apostillando cada escena descrita, cada anécdota contada. Superados los intermedios amorosos de aquel hombre que no sabía viajar, episodios en los que Dior, Givenchy o Kenzo eran más importantes que los nombres de las mujeres a las que había amado, retomaron el hilo de los viajes de aquel tipo, así, pudieron constatar que los últimos años los había dedicado a explorar África. Por lo visto había viajado por el continente con sus padres cuando era adolescente y estaba intentando reconstruir el mapa buscando aquellos olores y sabores anclados en su memoria juvenil, al parecer lo visto estaba buceando en un pollo con arroz en salsa de coco que había probado en un hotel puede de Nairobi, o, tal vez, de Dar Es Salaam. Sus reseñas advertían que había estado semanas atrás en Marrakech, donde se había reencontrado con un tajine de cordero y verduras cargado de comino, canela y nuez moscada. También había pasado por Alejandría, donde recuperó una baba ganoush marcada por la pasta de sésamo, comido en un callejón cercano al puerto, en un café en el que probablemente Kavafis hubiera escrito un epigrama. Quedaba pendiente el pollo en salsa de coco keniata que había buscado infructuosamente en distintas ciudades del África central, sus últimas reseñas eran casi siempre alrededor de un gran plato de arroz con pollo. El comandante de vuelo anunciaba que en poco más de media hora aterrizaríamos en Nairobi, yo casi sentía que terminara el vuelo y mi conexión con el hombre que no sabía viajar. Los relatores comentaban que su obsesión con África seguramente tenía que ver con aquel primer viaje de adolescente, en África había descubierto la intensidad de los no/lugares, espacios definidos por colores puros y olores intensos que fijaron las bases para que pudiera delimitar una cartografía alternativa a la del resto de mortales. El pollo con arroz en salsa de coco era la referencia que complementaba una excursión previa a la sabana, un no/lugar, una amplia extensión de matorrales bajos, apenas delimitada por acacias solitarias, algunas lomas y los recodos de riachuelos que buscaban el cauce principal del Mara. El hombre que no sabía viajar había conocido esos parajes en la estación lluviosa, por lo que su recuerdo era más cercano a las distintas tonalidades del verde en vez del amarillo y áspero color de los hierbajos secos. Sobre fondo aceituno las pieles pajizas de los predadores apenas les camuflaban, era fácil distinguir a los leones, guepardos, leopardos, hienas y chacales a la intemperie. La casi infinita extensión del páramo era el decorado de una película de aventuras en las que un director de producción hubiera colocado estratégicamente una manada de elefantes, una torre de jirafas, un clan de hienas, leonas dispersas, un harén de cebras, rebaños de varios tipos de ungulados, todos ellos pendientes de una orden del realizador para organizar una escena de caza. El niño que por aquel tiempo no sabía viajar se quedó con los suelos verdosos, el cielo plomizo, las nubes grises, el hedor a excrementos de felino marcando territorio y las boñigas de la inmensa variedad de herbívoros que poblaban la pradera, el petricor, los olores leñosos de los arbustos recién mojados. A partir de aquellas impresiones el chico empezó a cimentar su visión del África más salvaje, complementada con el bullicio de las ciudades, la fetidez de las alcantarillas, el dulzor de las frutas y verduras expuestas en los tenderetes callejeros. Remataba ese paisaje con el aroma de las especias y, sobre todas ellas, la combinación de ingredientes del pollo con arroz en salsa de coco. Entre cucharada y cucharada había compartido con sus padres la emoción de una cacería en la que varias leonas habían derribado a una cría de ónix. Abatida la pieza, un león parsimonioso, de melena descuidada, había arrastrado el cadáver hasta la revuelta de un riachuelo, donde le esperaba una camada hambrienta. Mi compañía francesa no escatimó adjetivos y detalles de aquel viejo safari. O su imaginación se había desbordado o el hombre que no sabía viajar había dado una descripción muy precisa de sus sensaciones juveniles. Aquellos franceses parecía que habían organizado sus vacaciones para descubrir a quien se ocultara bajo el nombre de Frederic Moreau1840, desentrañar el misterio del hombre que no sabía viajar. Habían decidido dedicar sus días de vacaciones a hartarse de muslos y pechugas guisados, pendientes de la cara o el gesto de otros comensales. Creían que serían capaces de distinguir a Moreau entre la multitud, que un detalle, una mirada lo delataría, que ellos serían los primeros en desvelar el misterio del hombre que no sabía viajar, en realidad el enigma del hombre que no sabía a donde regresar. De no haber tenido obligaciones familiares, seguramente hubiera aplazado todos mis proyectos y me hubiera unido a la expedición de buscadores de aquel hombre. Intenté averiguar dónde se alojaban mis relatores, su nombre o cualquier referencia que pudiera ayudarme a seguir con mis pesquisas, ya que no disponía de ningún dato que me permitiera seguir en las redes, en las reseñas de los mapas al turista errante, solo los dos franceses parlanchines me hubieran permitido seguir con aquella aventura, reducida a una charla confusa en un idioma extranjero en la duermevela de un largo vuelo intercontinental. Aún y así, asumiendo la fragilidad de mi encomienda, he de reconocer que de modo consciente o inconsciente escudriñé casi todos los rostros de turistas ingrávidos que me crucé durante el viaje, personas que caminaran como flotando, felices en su desorientación, enganchados a un teléfono móvil o a una cámara de fotografía. Durante los días que estuve en África probé en muchas ocasiones el pollo con arroz, el arroz con pollo empapado de salsas que pudieran tener trazas de coco y de especias aromáticas. Con cada bocado de aquellos platos exploré a mi alrededor para ver si la casualidad que conducía al viajero extraviado o, cuanto menos, los sabores y los olores conseguían aquel efecto evocador de llevarme a mi anterior viaje a África, veinte años atrás. Ni qué decir tiene que no tuve la suerte o la pericia de coincidir con aquel hombre, tampoco volví a cruzarme por la pareja francesa que había entretenido mis casi diez horas de vuelo. Semanas después, ya en casa, me animé a guisar una receta keniata de pollo con salsa de coco. No se trataba de cocinar, sino de afrontar un ritual iniciático que me permitiera conectar con aquel tipo que no sabía viajar. Seleccioné con mimo los ingredientes, busqué las especias más sabrosas, un pollo de corral que dividieron en 16 porciones, sin deshuesarlo, para el caldo saliera más sabroso. Los ingredientes que se necesitan para esta ceremonia iniciática son: Para el pollo y su marinada: 1 pollo de corral de unos cuatro kilos cortado en porciones para guisar, con su piel, su carcasa, sus alones, su cuello y las vísceras que no amarguen. 2 cucharadas de aceite de coco 1 cucharadita de curry rojo en polvo. 2 cucharaditas de comino en polvo. 1 cucharada sopera de salsa de soja. Sal y pimienta molida. Para el arroz: 6 tazas pequeñas de arroz de grano largo (una por comensal). 3 cuartos de litro de agua de coco. Medio litro más de agua. 1 cucharadita de aceite de coco. 1 hoja de laurel. 4 semillas de cardamomo. Un puñado de semillas de comino. Sal al gusto. Para la salsa de coco: 1 cebolla hermosa. 1 Zanahoria cumplida. 250 gramos de coco rallado. 2 cucharadas de pasta de curry rojo. 1 cucharada de aceite de coco. 1 cucharada de azúcar moreno. Zumo de 1 lima. Hojas de cilantro fresco. Antes de empezar a trajinar en la cocina debe advertirse que el resultado en el mejor de los casos será frustrante, no es lo mismo guisar plácidamente en la cocina de casa que sentarse en el comedor de un elegante restaurante africano con manteles de hilo y cubertería de plata. El lujo en los países del tercer mundo es mucho más obsceno. Lo primero que hay que hacer es poner las piezas de pollo a macerar en los ingredientes indicados. Conviene que repose durante tres o cuatro horas, en la nevera, para el que pollo, de natural insípido, pueda ir absorbiendo los sabores de las especias. Dado que no hay un solo tipo de curry, es mejor elegir uno que no sea muy picante, porque si no los matices delicados del coco se perderán con las fortalezas de las especias. La misma paciencia que debe tenerse con el pollo hay que invertirla en remojar el arroz en varias aguas, para eliminar el almidón, lavarlo cuatro o cinco veces, hasta que el agua quede transparente. Va bien que repose unos veinte minutos en el agua donde debe cocer. Como se trata de que el coco vaya invadiendo el resto de ingredientes, el agua de cocción será agua de coco, también se añaden las especias que aromatizarán el arroz. Marinado el pollo, se sofríe, fuego alegre, para que la piel quede tostada, con una cucharada de aceite de coco y, si acaso, un chorro de aceite de girasol (el aceite de oliva es muy potente). Mejor si se guisa en una cacerola grande y de paredes altas. El objetivo es dorar la piel del pollo, no debe hacerse por dentro, para esto estará la cocción. Una vez dorado el pollo, se retira y en la misma grasa se sofríe la cebolla picada y la zanahoria en daditos. Atontada la verdura es el momento del curry y el resto de las especias. Cuando se integren todos los ingredientes, será el momento del curry y el zumo de una lima. Debería quedar una salsa espesa, con mucho cuerpo. Allí se añade el pollo, con el caldillo que deja el rato de reposo. Se cubre la cazuela con agua de coco hasta que quede cubierta por completa la carne, remover un poco para que la salsa se integre con el líquido complementario. Cuando rompa a hervir se baja el fuego casi al mínimo, se cubre y se deja cociendo por lo menos 45 minutos ya que las aves de campo suelen ser de carnes más prietas, que exigen más tiempo para que queden melosas. Este es un plato que sabe mejor si reposa durante al menos mediodía, luego se le da un golpe de calor antes de servir. El arroz basmati se cuece en 15 minutos, dos partes líquidas por una de arroz. El olor a coco y a especias invadirá toda la cocina, toda la casa. Si cocino con la ventana abierta podrán disfrutar los transeúntes y quién sabe si el hombre que no sabía viajar podría estar pasando por la calle de mi casa en ese momento y creer que camina por Nairobi. Para una historia africana nada mejor que el león de Rosa Bonheur expuesto en el museo del Prado en Instagram, #undiletanteenlacocina.

1 comentario:

  1. Hola. Le felicito por esta entrada, nada que envidiarle a escritores como Italo Calvino (Bajo el sol jaguar) o John Lanchester ( En deuda con el placer) por el estilo y el tema. Por favor, siga escribiendo.
    Si le apetece curiosear sobre la comida y otros temas en Saigon, léame en
    Rubenensaigon.blogspot.com

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