V. PIMIENTA ASHANTI.
Ineluctable modalidad de lo
visible: al menos eso si no más, pensando con los ojos.
Años atrás Andrés había anotado
esa frase en uno de sus cuadernos, no recordaba bien el origen de aquella cita,
seguramente se la habría sugerido Mariam. Palabras enigmáticas que no terminaba
de comprender, siempre pensó que la frase estaba mal construida, Mariam se reía
de él y le decía, «te queda tanto por aprender».
Años después seguía buscando el
significado de las palabras en el diccionario, sólo había cambiado el medio, ya
no tenía que consultar gruesos volúmenes de papel, bastaba con teclear las
letras frente a la pantalla del ordenador. Ineluctable: Aquello contra lo que
no se puede luchar.
Andrés no podía luchar contra
aquello que veía, por muy agotado que estuviera. Mantuvo su rutina de pasear
Castellana arriba, no tenía que desviarse mucho de su ruta para llegar a su despacho,
en la calle Miguel Ángel, apenas a tres o cuatro manzanas de la Castellana. El
edificio de la Dirección General de la Policía no impresionaba desde el
exterior, habían pasado ya los años duros y la vigilancia era discreta,
parecida a la de otros edificios oficiales. Intentó franquear la puerta como había
hecho en cientos de ocasiones, el guarda de seguridad le espetó un seco: Quien es
y a donde va. Era el mismo guarda de seguridad que meses atrás le saludaba
cordialmente con un: Buenos días Comisario Baztán. Andrés había adelgazado,
tenía la cara demacrada, no se afeitaba con habitualidad, vestía informal,
hacía meses que no se cortaba el pelo. Todos aquellos factores podrían haber
influido en que no le reconocieran.
Sacó el carnet de la cartera y,
de inmediato, el policía se le cuadró y le pidió todo tipo de disculpas, se
ruborizó al no haber reconocido al laureado comisario. Incluso le abrió la
puerta.
Andrés subió hacia su despacho,
a principios del mes de agosto la actividad era mínima en el edificio, no había
funcionarios por los pasillos, no se respiraba ninguna tensión. La puerta de su
despacho estaba cerrada con llave, él no solía hacerlo, de hecho, no recordaba
haber tenido nunca llave. Le sorprendió todavía más que hubieran retirado la placa
de la entrada, la que ponía su nombre y su cargo actual.
Vio abierta la entrada de la
sala contigua, la que ocupaba su asistente, Nicolás Poveda, un subinspector que
llevaba años asignado a aquella plaza. Poveda, Povedilla, estaba enfrascado
frente a la pantalla del ordenador, ajeno a lo que pudiera suceder en el
exterior. Al ver entrar a Baztán dio un brinco nervioso, se puso en pie y disciplinadamente
saludó a quien era su superior, «ya se ha
reincorporado. Qué sorpresa». A Andrés le hubiera gustado poder esbozar una
sonrisa y asegurar que estaba de nuevo en activo, pero la realidad y, sobre
todo, la visión de la realidad era totalmente distinta. Adelantó la mano para
saludarle. Al sentir la presión de los dedos de Povedilla sobre sus dedos fue
consciente de lo débil que seguía.
Charlaron livianamente sobre
nimiedades: La salud, las vacaciones, el calor, la tranquilidad del trabajo en
agosto, de las últimas jubilaciones … A Andrés le costó enfocar la conversación
hacia la razón última de su visita. Poveda hizo un gesto de contrariedad al
tener que informar a Baztán de que su plaza había sido cubierta
provisionalmente por el comisario Céspedes. Cambio de reglas, cambio de costumbres
y la puerta del despacho infranqueable para cualquier extraño, porque Andrés era
ya un extraño.
Andrés le contó a Povedilla
cuales eran sus rutinas mañaneras y como esas rutinas se alteraban con la presencia
de un merodeador nervioso en las inmediaciones del museo del Prado. Aún sin
entrar en detalles, indicó que había advertido de aquel sujeto a los
responsables de la unidad móvil de seguridad que estaba permanentemente
instalada frente al museo, pero temía que su denuncia no hubiera sido entendida
y tramitada, puesto que aquel sujeto seguía activo por la zona. Andrés suponía
que no era un ratero de los habituales, sino un vigilante que se ocupaba de dar
aviso o cobertura a los ladronzuelos de la zona o a los vendedores ambulantes. Sacó
el cuaderno para mostrar el retrato improvisado de aquel tipo extraño, no más
extraño que el propio Andrés cuando paseaba por la zona. Mientras desgranaba su
relato a Povedilla, Andrés cayó en la cuenta de que si aquel hombre era un
policía camuflado, Andrés podría convertirse también en sospechoso.
En definitiva, Andrés le pidió
a Poveda poder acceder al ordenador de la Dirección y poder revisar así las
grabaciones de las cámaras de seguridad de la plaza de Neptuno, poder reconstruir
los hábitos y movimientos del hombre del respingo.
Povedilla le cedió el ordenador
en el que estaba trabajando, Andrés agradeció que le cedieran el asiento,
estaba muy cansado. Tecleó sus claves de acceso y el ordenador le respondió con
un contundente pitido que anunciaba que el acceso había sido denegado. Volvió a
escribir sus credenciales y la respuesta fue idéntica, razón: Las claves habían
caducado. Baztán había caducado.
Gentilmente Povedilla le
ofreció poder acceder con sus claves personales. Esperó a que Andrés se
levantara de la silla y se colocara al otro lado de la mesa para marcar las
nuevas referencias, las que le permitirían acceder al servidor central de la
Dirección. Povedilla le advirtió que sería difícil entrar en las cámaras de
seguridad, que había nuevos criterios en la casa y que los ordenadores de aquel
departamento tenían restringidos los lugares de acceso. Povedilla creía que ya
nadie podía en la Dirección General acceder directamente a las cámaras de
seguridad instaladas en la ciudad, que eso era responsabilidad directa del
comisario jefe de Madrid y de su equipo.
La Dirección General quedaba
para tareas de coordinación, para informes, para reuniones. No tenía
competencias operativas directas, por lo tanto, no necesitaba acceder
directamente a la realidad de las calles.
Poveda le dijo que a lo mejor
era más fácil acceder a las cámaras a través de la policía local, que él tenía
un cuñado en la municipal cuyo trabajo fundamental era estar frente a una gran
pantalla en la que, simultáneamente, aparecían las imágenes tomadas desde
distintos puntos del centro de la ciudad. Hizo una llamada de teléfono y, tras
colgar, aseguró a Baztán que esa misma mañana podrían ir al centro de
operaciones a comprobar lo que fuera necesario.
Andrés propuso a Poveda salir a
desayunar juntos, algo que no había frecuentado mientras Povedilla estuvo bajo
su mando. Poveda era un hombre menudo, de hecho, le llamaban Povedilla, no sólo
a sus espaldas. Él había aceptado con humor. Nicolás Poveda, Nicolasito
Povedilla, caminaba con andares recortado, siempre erguido, se daba un aire
marcial, casi aristocrático. Andrés recordó de inmediato a Nicolasico
Pertusato, el enano que aparecía en uno de los márgenes de las Meninas, con el gesto
de pisar a un perro pastor alemán que reposaba pachonamente tendido en el
suelo.
Nicolás de Pertusato era un
noble milanés que se incorporó al séquito de Mariana de Austria cuando la
futura emperatriz viajó desde Viena a Madrid para contraer matrimonio con
Felipe IV. Un hermano de Pertusato llegó a ser presidente del Senado del
Milaneado.
La vida de Nicolasico estuvo
siempre ligada a la de Mariana de Austria, permaneció con ella desde que fue
recogido en Alexandría de la Palla (Milanesado) hasta que la reina murió,
recibiendo de ella un copioso reconocimiento que le aseguró no solo una vida
cómoda, sino el derecho a ser enterrado en la viaja catedral de la Almudena.
Aseguran los estudiosos que
Nicolasico aparece pintado en otras obras de los artistas de cámara de la
corte, que la reina no se separaba de él ni un instante, por lo que los entre los
enanos que aparecen en otras pinturas en las que se representaba a la reina
Mariana estaba siempre Pertusato.
Pertusato no era deforme, no se
le aprecia ninguna minusvalía, muy al contrario, sus cargos en el séquito real
evidencian que eran persona inteligente y fiable, aunque atrapada eternamente
en el cuerpo de un niño de diez años. Tenía 21 años cuando fue pintado en las
meninas y quedó, para la historia, como un inquieto gamberro de aspecto
andrógino incapaz de posar quieto ante Velázquez.
Povedilla no parecía tan inquieto
como Pertusato, aunque había demostrado las mismas dotes de supervivencia e
influencia de su sosia. Poveda caminaba un paso por delante de Baztán, como
indicándole el camino, cuando Andrés intentaba acelerar para colocarse a la
par, Poveda daba un ligero brinco para volver a adelantarle unos centímetros,
marcando así el nuevo territorio, la nueva realidad.
Ya en la calle pasaron por la
cafetería en la que Baztán solía desayunar, comer e incluso cenar las jornadas
que se prolongaban más allá de lo razonable. Estaba cerrada, Poveda anunció que
habían cerrado definitivamente, que Carmen, la encargada del local, se había
jubilado un par de meses antes. Atrás quedaban definitivamente los pinchos de
tortilla, los platillos de callos y los entrecots a la pimienta que habían
servido como base de la alimentación de Baztán durante su destino en la
Dirección General.
Entraron en un bar contiguo,
regentado por una pareja oriental. Un espacio mal iluminado, de mesas
pringosas. Poveda pidió un pincho de tortilla y una caña, pasaban ya las doce
de la mañana, no era horario de cafés. Andrés se contentó con una tostada de
pan blanco con aceite y un agua con gas.
Poveda no dejó que Andrés
pagara la cuenta. Miró el reloj y recordó que tenía que regresar a la oficina,
que era el mando principal de guardia aquella semana. Al despedirse Poveda se
abalanzó sobre Baztán para abrazarle, por su corta estatura era necesario que
tomara impulso, estirara los brazos y pudiera así rodear por completo a quien
había sido durante años su superior. Ese abrazo era también un signo de la
nueva situación, Baztán era ya parte del pasado, no podía luchar contra aquello
que se veía de modo evidente, habían usurpado su reino.
Flaqueaban ya las fuerzas, el
calor era insoportable. A duras penas pudo llegar Andrés al Paseo de la
Castellana para tomar el autobús de regreso a su casa. En el trayecto recordó
el filete a la pimienta que preparaba Carmen en la cafetería.
Carmen preparaba una sartén
grande en la que cabían dos entrecots de ternera de 300 gramos cada uno, piezas
gruesas. En un almirez majaba unos granos de pimienta Ashanti, abundante
pimienta. Colocaba el polvo grueso de pimienta en un plato llano y pasaba por el
plato los entrecots, previamente salados. Quedaba una ligera cobertura de
pimienta.
La sartén estaba ya caliente,
añadía un chorro generoso de aceite y soasaba los filetes durante un par de
minutos, vuelta y vuelta, no convenía que se hicieran mucho.
Retiraba los filetes y bajaba
el fuego al mínimo, rascando con una espátula de madera para que se
desprendieran bien los restos de carne. Añadía una pastilla de 100 gramos de
mantequilla y removía constantemente hasta que se deshacía del todo. Sobre las
grasas sofreía un par de chalotas cortadas muy finas, casi como briznas de hierba.
Cuando las chalotas casi se
habían confundido con el guiso incorporaba un vaso grande de coñac, Carmen
sonreía cuando exigía que el coñac fuera de la mejor calidad, para darle
empaque a la salsa. Subía de nuevo el fuego y, en función de su humor,
flambeaba o no.
Reducido el licor añadía los
restos de la pimienta que quedaban sobre el plato llano y algunas bolas más de
pimienta que dejaba hervir en el guiso.
Bajaba de nuevo al mínimo el
fuego y ponía un brick de nata para cocinar (250 gramos). Una de las reglas de
oro era que la nata no debía hervir jamás, para evitar el riesgo de que se
cortaba, aunque si se cortaba – nadie es perfecto -, se solucionaba exprimiendo
medio limón o media lima para que el guiso terminara siendo una especie de
crema amarga afrancesada.
En todo caso la nata debía cocer
unos minutos, desliéndose suavemente en el guiso, que debía tomar cuerpo hasta
convertirse en una salsa densa que convenía reservar a una temperatura templada
para que no se cuajara una leve película de nata que oscurecía la salsa.
Colocaba los dos entrecots
sobre una tabla, cortaba con trazo firme los filetes en gruesas piezas, grandes
bocados, que dejaba sobre una bandeja de horno. Cubría la carne con la crema
pimentada y la dejaba terminar de hacerse en el horno a toda potencia durante 3
o 4 minutos. El tiempo justo para llevarla a la mesa para servir, a lo sumo
espolvoreando un poco de cebollino fresco o perejil.
Pimienta de Likouala, conocida
también como pimienta Ashanti, originaria del Congo (Piper Guineense). Notas de
hierbas quemadas, aromas florales y frescor mentolado. Gran duración en boca.
Se recogen en el denso bosque de los gorilas, en el territorio de la tribu de
los Baakas. Esta pimienta crece en estado salvaje sobre lianas de más de 20
metros de altura. Ideal para aderezar pollo a la parrilla, postres con
chocolate, ensaladas de fruta y pasteles.
Te veo muy activo, además de turismo y playa sacas tiempo para entretenernos. Aquí nos ha caído un buen tormentón y está muy gris. Seguir disfrutando. Jubi
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