I. PIMIENTA DE JAMAICA.
Andrés no tenía a nadie que le
mintiera.
La rutina - las rutinas -, se
había convertido en un elemento fundamental para su supervivencia, se había
anclado a aquellos hábitos cotidianos, hasta el punto de decidir no abandonar
Madrid ni siquiera durante el mes de agosto.
Tan importante como la rutina eran
las leves alteraciones que cada día convertían sus hábitos en algo distinto.
Apuntaba minuciosamente en unas libretas – como había hecho siempre durante
toda su vida – aquellos factores novedosos. No era un verdadero diario, sólo un
bloc de notas e impresiones, a veces sin hilar.
El dos de agosto anotó,
escuetamente, que una paloma se había colado en el museo del Prado.
Aquella peripecia le mantuvo
ocupado media mañana. Vio a la paloma intentando deambular por el gran hall de
entrada, era imposible, enseguida desistió, el distribuidor central estaba
atestado de turistas. Empezó a volar, sólo entonces se dieron cuenta los
vigilantes de aquella presencia extraña. Fue imposible dirigir correctamente el
vuelo, los aspavientos de los empleados en vez de expulsarla hacia la salida la
fueron adentrando hacia el edificio antiguo, a través de largos corredores que
seguían atestados de visitantes.
La paloma parecía seguir el itinerario
cotidiano de Andrés. No le resultó difícil adivinar
que terminarían en el mismo sitio, en la amplia sala XII, en la primera planta.
Andrés caminaba sin perder de vista el vuelo del ave, rodeado de una caterva de
vigilantes, encargados y responsables, que se iba incrementando a medida que el
séquito se comunicaba usando walkie-talkies de seguridad.
Una voz autorizada pidió, en
tono alto, que dejaran de hacer gestos violentos con los brazos, que si
asustaban a la paloma se corría el riesgo de que topara accidentalmente con
cualquier cuadro, dañándolo irremisiblemente, no era tampoco bueno que el
pájaro se posara sobre cualquiera de los atractivos marcos que le invitaban al
reposo. Un vigilante muy joven sugirió abrir los amplios ventanales que daban
al paseo del Prado, enseguida le recordaron que todos los vanos estaban
sellados, por razones de seguridad, además, en el exterior hacía un calor
desmesurado, que un cambio brusco de temperatura podría dañar las pinturas.
La paloma continuaba su
periplo, ajena al tropel de opinadores que la perseguía. No tardó en erigirse
un pequeño líder, un vigilante de cierta edad que parecía el más experimentado
en este tipo de incidentes, sugirió improvisar un entorno de seguridad, “no atosigar al bicho para evitar un
estropicio” – fueron sus palabras.
Andrés se mantuvo a una distancia
prudencial de aquel barullo uniformado, sin perder de vista a la paloma, que
volaba casi a ras de techo.
Ya en la planta primera, en la
Sala XII, la paloma elevó el vuelo, sobrevoló la bóveda central y fue
descendiendo lentamente hasta quedar frente a las Meninas, concretamente frente
a la techumbre del cuadro. Nadie había contemplado tan de cerca aquella obra.
La paloma quedó suspendida en el aire unos instantes, como si formara parte de
la composición, ocupando el tercio superior, convirtiéndose en un personaje
principal.
Durante unos instantes cundió
el pánico, alguien en la comitiva llegó a pensar que el bicho atentaría contra las Meninas. Se amplió unos metros el
entorno de seguridad, los vigilantes impidieron que nuevos curiosos se
incorporaran al cortejo. Andrés se había colocado en un lateral de la sala. El
vigilante veterano pidió silencio llevándose el dedo índice a los labios.
Escrutó entre los visitantes y, gesticulando de nuevo, buscó a alguien que
llevara algo de comer, unos cacahuetes o un chusco de pan. Una señora rebuscó
en el bolso hasta dar con una bolsa de maíz tostado. Esparcieron unos granos
sobre el suelo y el tiempo quedó detenido durante unos segundos, hasta que la
paloma abandonó su visión extática de las Meninas y atendió al reclamo básico
del alimento. En cuanto se entretuvo en picotear las semillas cayó sobre el
pájaro la chaqueta de uno de los vigilantes y, tras la chaqueta, una nube de
vigilantes que intentó, y consiguió, evitar que el ave se liberara de la
improvisada red. No tardaron en saltar voces pidiendo que no se sacrificara a
la paloma, exigiendo una prueba de vida.
La paloma se agitaba
nerviosamente en su prisión de tela, señal evidente de que mantenía sus
constantes vitales. La comitiva abandonó la sala XII seguida de una procesión
de curiosos que agolpaba opiniones y comentarios. Andrés quedó momentáneamente sólo
en la sala, frente a las Meninas, disfrutó a solas del cuadro, como había hecho
casi todos los días durante los últimos tres meses, pensaba que la luz que alimentaba
a ese cuadro se podía masticar, era densa, olorosa, como los trazos de pintura
fresca en la paleta del pintor.
La normalidad fue imponiéndose
en el museo, la sala no tardó en estar de nuevo atestada de visitantes. Los
vigilantes recuperaron su posición y su gesto de rutina. Andrés abandonó la sala
abovedada, absorto en sus sensaciones. Bajó a la planta principal y salió del
museo por una de las puertas laterales, la que daba al Jardín Botánico.
Le aturdió la vuelta a la
realidad, la vuelta al calor sofocante y seco del mediodía Madrileño. Caminó lentamente
frente a la fachada principal, buscando el cobijo y la sombra de los árboles.
Se sintió fatigado y buscó unos bancos cercanos, se sentó en el quicio de uno
de ellos, su codo contactó leventemente con el de un chico que manipulaba
nervioso el teclado de un teléfono móvil. El chico dio un respingo de sorpresa,
miró fijamente a los ojos de Andrés y se levantó del asiento sin dar tiempo a
recibir una disculpa. Andrés le vio alejarse con el móvil en la mano hacia un
bancal cercano, donde siguió su teclear nervioso, sin perder de vista a Andrés.
Andrés aprovechó la sombra y el
espacio ganado, se acomodó buscando el respaldo del banco y abrió el periódico
buscando las páginas de pasatiempos, sacó un pequeño lápiz del bolsillo de la
camisa y dedicó unos minutos a completar el sudoku que había empezado a primera
hora de la mañana. Pasada la una y media le levantó perezoso y retomó su
caminata bajo el sol. Vivía en un apartamento en la calle Casado del Alisal, un
pasaje paralelo a la iglesia de los Jerónimos, apenas a diez minutos de la estatua
de Velázquez, en el paseo del Prado. Un paseo eterno a casi cuarenta grados de
temperatura, entre extranjeros en bermudas, palos de selfies y vendedores de
souvenirs.
Andrés daba pasos muy cortos,
intentando acompasar su respiración a la cadencia de las piernas y los brazos.
Rompió a sudar. Prefirió subir por la calle Felipe IV, junto al viejo hotel
Ritz, en vez de afrontar la escalinata que daba directamente a la iglesia de los
Jerónimos. Desde la operación le había tomado una aversión, casi patológica, a
subir escaleras, pensaba que los escalones le fatigaban en exceso.
Sobre las dos de la tarde llegó
a su casa, un ático minúsculo desde el que podía verse tanto la espalda del
museo del Prado como los jardines del Retiro.
Benita le había dejado
preparado un puré de verduras (calabacín, judía verde, un puerro, dos patatas,
una zanahoria y una hoja de laurel), hacía puré para varios días. Pasaría unas
pechugas de pollo por la plancha y con eso habría comido. Atrás quedaron los
días en los que los purés se preparaban con abundante mantequilla, taquitos de
jamón curado y leche entera. Ahora los purés quedaban reducidos a unas verduras
con un chorro de aceite de oliva y un poco del caldo de la propia cocción. Por
descontado, los platos no llevaban sal, aunque Andrés tomaba unas pulgadas, a
escondidas de sí mismo, para aderezar por lo menos las carnes.
Abrió el cajón de las especias,
buscó hasta dar un pequeño bote de cristal que tenía escrito, en letras
mayúsculas manuscritas, Pimienta de
Jamaica. Depositó cuatro granos gruesos sobre la palma de la mano, cerró el
puño ligeramente frotando la yema de los dedos sobre las bayas, abrió de nuevo
la mano y se la acercó a la nariz para disfrutar del olor a madera fresca y
nuez moscada, de la pimienta de Jamaica. En la tienda de especias le había
dicho que la pimienta de Jamaica en realidad no era una pimienta, sino el fruto
de un árbol frondoso que crecía en Centroamérica y en el Caribe.
Devolvió los granos al
botecillo, quedándose con uno de ellos entre los dedos, volvió a olisquearlo y,
con la mano libre, abrió otro cajón buscando un rallador. Pasó ligeramente la
baya tostada de pimienta/no pimienta sobre el plato de puré, dejando que
cayeran unas brizas oscuras sobre la crema verdosa y mortecina, añadió una gota
minúscula de aceite de oliva virgen. Encendió la televisión y empezó a comer.
Después del almuerzo se
acomodaba en el sofá, retomaba los pasatiempos del diario y aguardaba pacientemente
a que le invadiera la modorra.
En la duermevela recordó una vieja
receta de puré de patatas: Colocaba en un cazo metálico de paredes altas media
pastilla de mantequilla (125 gramos), encendía el fuego al mínimo, moviendo levemente
un cucharón de madera. Mientras la mantequilla se deshacía cortaba en pequeños
tacos una loncha gruesa de jamón serrano, con todo su tocino. La grasa del
jamón y la de mantequilla chisporroteaban con el fuego. Añadía una cucharada
colmada de aceite de oliva, rallaba una pizca de nuez moscada, dos granos de
pimienta de Jamaica y una pulgada de sal.
Sin dejar de remover, sacaba un
táper con unas patatas peladas y hervidas del día anterior (casi un kilo de
patatas nuevas, arenosas), después de hervirlas las dejaba cerca de una hora
sobre la plancha del horno a 120 grados, para que eliminaran toda el agua.
Añadía las patatas, removiendo
con más vigor para que se mezclaran bien con las grasas y empezaran a
deshacerse. Convenía que el fuego estuviera al mínimo, para que no se pegara la
masa.
Compraba leche entera, fresca,
una botella de litro y medio, iba incorporando la leche a la mezcla, un poco a
ojillo, la cantidad de leche dependía del uso que quisiera dar al puré, a veces
necesitaba que fuera espeso y contundente, para servir como base para un brazo
de gitano que rellenaba de carne picada con tomate. Otras veces prefería que
fuera un poco más fluido y cremoso, para usarlo como guarnición de un roast-beef
(en ese caso añadía una cucharada de mostaza de Dijón y otra de salsa Perrins).
Le quedaba tan sabroso que incluso esa base de puré le servía como primer
plato, bastaba con ponerle un trozo más de mantequilla (25 ó 30 gramos),
rectificar de sal y de pimienta de Jamaica antes de llevarlo a la mesa.
Se mantuvo en esa zona cercana
al sueño sin apenas moverse para mitigar, en la medida de lo posible, el calor,
había aprendido a dejar la casa en penumbra durante el día evitando abrir las
ventanas. Hasta que no caía el sol Madrid era en agosto una ciudad hostil,
expulsaba a cualquier ciudadano sensato y se dejaba invadir por turistas
insolados o al borde de la insolación. Andrés zapeaba mecánicamente o se
acercaba la Tablet para indagar por la red. Saltaba de una página a otras,
leyendo distintas ediciones de los periódicos nacionales, picoteando
información en Wikipedia o en cualquier web. A eso de las 10 de la noche salía
a dar un paseo corto por la zona del Retiro. Cenaba un yogurt, unas lonchas de jamón
de York y una porción de queso fresco bajo en sal. Anotaba cuatro o cinco
impresiones del día en una libreta y buscaba un libro, cualquier libro, que le
condujera de nuevo al sueño.
Pimienta de Jamaica: Myrtus Dioica. Procedente
de México, Guatemala, Cuba y Jamaica.
Ofrece una mezcla de sabor a canela, nuez moscada y clavo,
con un toque de enebro y pimienta, es por ello que en inglés se denomina Allspice.
Se queman las hojas de este árbol para ahumar piezas de
ternera en la India. Es un ingrediente habitual de las cocinas brasileñas. En
algunos países de Centroamérica se utiliza también para las conservas de fruta.
En Europa se usa
para estofados y para aderezar verduras, tartas y pasteles, sobre todo los
navideños. Es un ingrediente fundamental en el queso de Moutier, una conocida
variante del queso Camembert, producida en la comarca francesa de
Moutier-d’Ahun.
Con tanto calor veo has mandado a Las Meninas y demás familia de vacaciones, dejando la habitación limpia para la vuelta, me ha gustado. Jubi
ResponderEliminarHasta ahora, que recuerde, me había atrapado la siesta pensando en una playa, una chica (o más de una), un helado, un viaje...Pero nunca, que recuerde, en un puré de patatas. Será el efecto de la pimienta de Jamaica. Lo probaré.
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