II.
PIMIENTA ROJA DE SZECHUAN.
Andrés
no se podría afirmar que Benita fuera sorda, sin embargo, sabía que era incapaz
de escuchar.
Mantenía
un monólogo exterior permanente que normalmente giraba entorno a la salud – de ella
o de su marido, siempre al borde de la muerte o la extenuación -, del dinero –
siempre exiguo – y del clima – modulaba en función de la estación: en verano se
quejaba del calor, en otoño de la humedad, en invierno del frío y en primavera
del polen -. Clima y salud solían confundirse.
Benita
llegaba al piso de Andrés a las ocho en punto de la mañana. Él tenía preparado
un tazón grande de café descafeinado con leche desnatada, un agua turbia,
humeante, cenagosa. Junto a la taza la caja de magdalenas.
Al
principio Andrés se sentaba en la mesa de la cocina para hacer compañía a
Benita, pero no tardó en descubrir que el monólogo con público ganaba
intensidad y que Benita miraba fijamente a su interlocutor para fijarlo
eternamente en la silla. Pronto aprendió algunos trucos para evitar la
hipnótica captura: dejaba entreabierta la puerta del apartamento cuando la
escuchaba subir por la escalera, ella entraba ya hablando y él la saludaba desde
el dormitorio, fingiendo que se estaba terminando de arreglar. Ella iba
directamente a la cocina, mientras él pululaba por la casa. En el último
instante se asomaba a la cocina para despedirse. Ella orillaba durante un
instante su perorata y le informaba de la comida que dejaría preparada, el tres
de agosto tocaban pencas de acelga hervidas y medallones de merluza a la
plancha. Benita volvía a su laberinto verbal y Andrés cerraba suavemente la
puerta para no perturbar al oráculo. Era imposible adivinar en qué momento ella
abandonaba la narración y empezaba a ordenar las habitaciones, a sacar el
polvo, a cocinar. Era imposible determinar si durante las tareas domésticas
Benita callaba, o si sustituía su voz interior/exterior por el soniquete de la
radio. Lo único que podía constatarse es que a media mañana la casa estaba
impoluta y sobre la encimera de la cocina quedaban hechos el primer y el
segundo plato.
A las
ocho y cinco de la mañana Andrés estaba ya en la calle, disfrutaba de las
bocanadas de aire fresco de las primeras horas del día, aunque aquel jueves,
tres de agosto, los termómetros marcaban casi 30 grados. Caminaba hacia un
quiosco cercano a la Plaza de la Independencia, cogía el periódico y empezaba
el paseo de 45 minutos o hacia el parque del Retiro o por el Paseo del Prado.
No era necesario medir el tiempo, la fatiga le iba marcando el ritmo y
establecía el momento exacto en el que debía parar y descansar antes de retomar
el camino de vuelta. El médico le había advertido que bajo ningún concepto se
debía fatigar, le había advertido y recalcado la necesidad de evitar la fatiga,
antesala de muchas complicaciones.
Lejos
quedaba ya el caminar firme y ensimismado, ahora tocaba dar pasos no muy
largos, acompasar la respiración al leve balanceo de los brazos, pautar la
respiración y dejar que la mirada se distrajera con el paisaje. Ya no había que
apretar el ritmo para conseguir cruzar los semáforos en verde, cuando veía que
la luz empezaba a parpadear se detenía, así no forzaba la marcha.
En
verano Andrés disfrutaba viendo como los turistas iban invadiendo poco a poco
las calles, como descargaban los autobuses a los extranjeros en las avenidas
del centro (Castellana, Serrano, Velázquez, Plaza de Colón), como deban las
indicaciones pertinentes antes de lanzarlos a la aventura. Sólo los turistas
orientales se veían necesitados de guías que llevaban grandes parasoles de colores
para evitar que se despistaran los excursionistas. Comprobó que en algunos
grupos la guía llevaba un micrófono y que el grupo que le acompañaba tenía
encajados auriculares en los oídos.
Le
gustaba anotar en la libreta cuantos grupos de turistas se había cruzado
durante la mañana, cuantos autobuses habían interrumpido el tráfico matutino
entre pitidos de los taxistas, indignados porque ocuparan sus carriles.
Sobre
las nueve o nueve y media Andrés hacía un alto en el camino, atrás quedaban los
tiempos del café cargado y las porras, ahora se contentaba con un descafeinado
de máquina largo, con sacarina y, en el mejor de los casos, una tostada de pan
de barra con aceite, le habían prohibido el pan de molde.
Solía
buscar bares tranquilos, con mesas de mármol, cafeterías que dispusieran de la
prensa del día, así reservaba la lectura de su periódico para más adelante. Si
los camareros eran amables le dejaban hacer el crucigrama o el sudoku del
diario prestado.
Poco
antes de las diez desandaba sus pasos y se encaminaba hacia el museo del Prado,
allí dejaría que se diluyeran un par de horas más. El camino de regreso solía
ser más animado, la ciudad estaba ya en pleno bullicio, los autocares paraban
en los cuatro puntos de la plaza de la fuente de Neptuno. El solía bajar por la
acera de la plaza de la Lealtad, buscando el resguardo de castaños, cedros y
tejos.
En unos
bancos frente al edificio de la bolsa se encontró con un rostro que la resultó
familiar, era el sujeto que el día anterior había dado un respingo cuando se
sentó a su lado. No le pareció tan joven con en la primera impresión, le
reconoció sobre todo por el agitado movimiento de dedos y manos sobre el
teléfono móvil. No se atrevió a acercarse, por miedo a que se alterara de
nuevo. Caminó unos metros hasta cerciorarse de pasar desapercibido y se quedó
unos minutos contemplándolo, tiempo suficiente para comprobar cómo, de vez en
cuando, hacía alguna foto con el teléfono y, de inmediato, seguía tecleando.
Andrés en unos instantes le tenía hecha la ficha: varón, unos treinta y cinco
años, metro setenta de altura, complexión delgada, tez morena, sin afeitar,
aspecto compatible con un ciudadano de origen magrebí. No parecía un turista,
tampoco tenía pinta de trabajar por la zona. Aseado, de vestir discreto,
mientras estuvo sentado en el banco mantuvo entre las piernas un bolso de mano
de color ocre, llevaba un teléfono móvil grande, de marca no identificable.
El
hombre del respingo abandonó durante unos segundos el ensimismamiento de su
teléfono y empezó a mirar a su alrededor. Andrés reanudó su marcha antes de
entrar en contacto visual con su observado.
Las
colas de la taquilla del museo del Prado ocupaban ya toda la fachada central,
muchos turistas se protegían del sol con paraguas, intentaban evitar el sol,
mitigaban el calor con abanicos que venían los pedigüeños de la zona. La
policía local observaba impávida el acoso a los turistas. Seguramente había un
acuerdo tácito de tolerancia entre policías y mendigos. Un acuerdo tácito
fortalecido por la presencia de una unidad móvil de la policía nacional que
servía como oficina ambulante de denuncias.
Andrés
entró en el museo sin necesidad de hacer cola, era una de las prerrogativas que
le concedía haberse hecho meses antes “amigo del museo del Prado”, pagaba
setenta euros al año y eso le permitía entradas ilimitadas a la colección
permanente y a las temporales, acceso preferente y posibilidad de participar en
algunas actividades.
Andrés
no había sido un hombre especialmente cultivado, de hecho, pasaron décadas
antes de volver a pisar el museo. Cierto es que su padre, antiguo policía
nacional, había terminado su carrera profesional como vigilante del museo. A raíz
de una arritmia cardiaca el padre de Andrés dejó el cuerpo de policía y le
trasladaron a guarda del museo, sus hijos eran todavía pequeños, eran otros
tiempos, el museo solía estar medio vacío, la presencia de turistas no se había
masificado y entre semana la calma de las salas sólo la perturbaban los
colegios.
Cuarenta
años después Andrés regresó con habitualidad al museo, casi como una especie de
guarida donde se sentía protegido y, en agosto, fresco. Durante meses deambuló
por las distintas salas hasta fijar su interés en Velázquez, fundamentalmente
la sala XII de la primera planta, la sala circular de las Meninas. Las luces y
misterios de las Meninas. Andrés solía buscar la proximidad de algún guía para
escuchar las explicaciones sobre el cuadro, durante los meses de mayo y junio
fueron especialmente interesantes las clases que daban a los alumnos de los
colegios, las más sugerentes eran las que se hacían a los niños más pequeños,
los de siete u ocho años, que eran los que solían hacer las preguntas más
extrañas, las más alejadas al temor reverencial que suelen dar estos cuadros
tan famosos. Los niños pequeños no son conscientes de estar frente a una obra
de arte y eso facilita mucho las explicaciones, también los diálogos.
Andrés
dedicaba las tardes a navegar por internet, habitualmente buscaba páginas
vinculadas al museo del Prado y a sus pinturas. Él no intentaba desentrañar los
misterios de las Meninas, se contentaba conque pasara el tiempo que sobre todos
en las calurosas tardes de verano era especialmente cansino.
Había
recopilado información sobre los cuadros que aparecían esbozados en el cuadro
de las Meninas. La estancia que aparece en el cuadro es una habitación del
viejo palacio real de Madrid, antes del incendio. Era un espacio habilitado
especialmente para Velázquez, que era el pintor del rey.
Como la
sala era una de las estancias del palacio real, aparecen inventariados los cuadros
que pinta Velázquez cuando pinta las Meninas. Los dos cuadros del fondo son dos
reproducciones de escenas mitológicas de Rubens (la de la derecha es Palas y
Aracne, la de la izquierda el juicio de Midas), las reproducciones son de
Bautista del Mazo, otro de los pintores reales. El resto de cuadros son de
animales y aves.
Los
críticos discuten sobre el significado que pueden tener esos cuadros que
acompañan a las Meninas, hay quien afirma que se trata de una reproducción
mecánica de los elementos ornamentales de la habitación, que Velázquez no hizo
sino reproducir aquello que veía. Otros intérpretes consideran que el pintor al
reproducir entre sombras cuadros de Rubens y de otros autores del entorno del
rey, no hizo sino indicar que el resto de artistas y pinturas reales no eran
sino notas a pie de página que cedían ante la grandiosidad de las Meninas, un
cuadro que colocaba al arte pictórico en la antesala de la modernidad. Las
Meninas era el primer cuadro moderno y Velázquez el primer pintor que convertía
la tarea de un mero artesano en la obra de un artista.
Sobre la
una y media Andrés salió del museo, dio un paseo por los aledaños para ver si
se reencontraba con el hombre del respingo, incluso caminó hacia la plaza de la
Lealtad para ver si aquel sujeto permanecía por la zona. Había desaparecido.
De
camino a su casa paró en una frutería, compró un mango muy maduro y una cebolla
morada.
Ya en el
piso, mientras se recalentaba la comida que le había dejado preparada Benita,
peló y cortó en juliana fina la cebolla morada, extendió los trozos de cebolla
sobre una bandeja metálica, añadió un poco de sal, espolvoreó una pizca de
pimienta roja que descascarilló entre los dedos. Quitó la piel del mango, con
las manos pringosas lo cortó en lonchas finas que colocó sobre la cebolleta.
Buscó la sal maldon en el armario, dejó caer unas escamas sobre la fruta (poca
sal, casi imperceptible ya que el médico le había obligado a abandonar la sal
casi por completo), unos granos de pimienta roja. Abrió un bote de aceitunas
negras con hueso, aceitunas de Aragón. Dejó cuatro o cinco aceitunas sobre los
trozos de mango. Regó el plato con un hilo mínimo de aceite de arbequina y dejó
la bandeja sobre la mesa.
Tras la
comida vendría la cabezada frente al televisor y después la monótona tarde
frente a la pantalla del ordenador.
En la
libreta apuntó que había contando 25 autocares de turistas, hizo un croquis del
banco en el que estaba sentado el sujeto del respingo, anotó con detalle los
datos identificativos de aquel tipo, incluso esbozó su cara a lápiz.
El calor
era insoportable y hasta las diez de la noche no pudo salir a pasear.
Me encanta como nos cuentas las historias pues me hacen revivir momentos que yo he vivido siendo jovencita, había veces que mi hermana y yo danzábamos por el museo solas y disfrutábamos pensando que éramos las dueñas y no había nadie más, cuando ahora veo las colas pienso que no lo van a disfrutar lo mismo que yo. Jubi
ResponderEliminar