IV. PIMIENTA LARGA DE CAMBOYA.
No es cierto que los tiempos
estaban cambiando. Habían cambiado ya.
Nada de lo que veía le
resultaba comprensible, no entendía aquellas masas de gente en pantalón corto,
camisetas sin mangas, cuerpos tatuados, orejas, narices, labios taladrados con
pendientes imposibles. Madrid había sido tomada por una caterva alienada de
seres extraños, ajenos a los cánones que Andrés comprendía. Aunque puede que el
alieno fuera Andrés, que vestía un pantalón chino azul oscuro, una camisa
blanca de manga corta que, por descontado, llevaba arrebujada bajo las costuras
del pantalón. Calzaba unos mocasines de verano que llevaba con calcetín fino de
color gris perla. Las gafas de sol era el único complemento que desentonaba en
su porte, de puro viejas habían conseguido estar nuevamente de moda. Lo de las
gafas de sol era cómodo e incómodo a la vez ya que le obligaba a llevar
prendida del cinturón una aparatosa funda de gafas donde llevaba las lentes de
ver, imprescindibles cuando entraba en espacios mal iluminados o cuando tenía
que leer algún texto.
Hubo un tiempo, más lejano del
que pensaba, en el que Andrés, cuando salía a la calle, era capaz de leer la
realidad en unos segundos. De inmediato calaba a los sujetos más peligrosos, a
aquellos que seguramente tendrían antecedentes penales. Esa capacidad de
lectura y comprensión de la gente había desaparecido por completos, todo el mundo
de parecía sospechoso de algo, indigno de confianza o, simplemente, ajeno. Así
era imposible moverse con tranquilidad por la calle, por eso cuando paseaba lo
hacía abstraído, midiendo sus pasos quedos y revisando constantemente el latido
de su corazón cansado.
Los tiempos habían cambiado. Él,
que había pisado calle durante años, que había patrullado por las zonas más
peligrosas del país. Él, que había intuido el peligro casi con el olfato, había
ido ascendiendo gracias a su pericia, ascenso que había terminado por depositarle
en una oficina, la más honrosa de las oficinas, aquella a la que todos sus
compañeros aspiraban, pero oficina, al fin y al cabo. El tiempo de las
acciones, el tiempo de la decisión en apenas una décima de segundo quedó atrás,
ya nadie actuaba por su cuenta, antes de tomarse una decisión era necesario realizar
todo tipo de comprobaciones. Andrés, que estaba destinado en el centro donde se
tomaban todas las decisiones, había reducido su vida a leer informes, a revisar
documentos frente a la pantalla del ordenador y acudir a reuniones
interminables de coordinación. Allí perdió el olfato y perdió la salud.
Paseaba por Madrid a primera
hora de la mañana, el calor, pese a que era temprano, empezaba a ser agobiante,
como si hubieran pasado el aire de la ciudad por una turbina incandescente.
Caminar con paso corto, acompasando la respiración, le generaba cierta melancolía,
le llevaba a viejos tiempos en los que dominaba las calles con paso firme,
decidido, autoritario. La mirada siempre al frente, pendiente de cualquier
detalle. Entonces no necesitaba llevar una libreta para anotar detalles
especiales, todo le quedaba mercado en la memoria, como fotografías que fuera
disparando con precisión.
Aquel cuatro de agosto regresó
de su paseo por la acera de la Fundación Thyssen y el Banco de España. Una ruta
más dura ya que había vastas extensiones de asfalto soleadas que a duras penas
se podían transitar. Al pasar junto a la fachada del hotel Palace, apoyado en
la pared, volvió a cruzarse con el hombre del respingo, por cuarta vez en
cuatro días. Aquel tipo llevaba la misma ropa de días anteriores, un pantalón
chino color beis y una camisa blanca que le iba holgada. Aquel tipo seguía
manejando nervioso el teclado de un teléfono móvil, levantando la mirada de vez
en cuando para escrutar las calles y la gente. Seguía sin afeitarse y la barba
cetrina iba invadiendo su rostro alterando día a día sus facciones, haciéndolas
más duras.
Andrés pasó a una distancia
prudencial, evitando cruzarle la mirada. Cruzó al boulevard central y buscó un
sitio tranquilo desde el que poder vigilar al hombre del respingo. No sabía muy
bien que debía vigilar, por lo que se contentó con mirarle desde la distancia,
intentando comprender qué justificaba su presencia en aquella plaza. Los
autobuses de turistas empezaron a descargar visitantes por los museos de la
zona. Empezó el ruido, la confusión de grupos guiados que buscaban la
protección de las sombras de la arboleda del paseo del Prado. En poco tiempo se
formó una cola considerable frente a la taquilla del museo del Prado, una fila
sinuosa que iba formándose al hilo de las sombras.
Andrés se pasó contemplando al
sujeto del respingo durante casi una hora, hasta que aquel sujeto decidió abandonar
su tarea y caminar hacia la boca del metro más cercana. Andrés no se vio con
fuerza para seguirse por las tripas de la ciudad, tomó unas breves notas en su
cuaderno de campo, se quitó las gafas bifocales con las que había vigilado a su
sospechoso y se puso las gafas de sol. Anduvo hasta la entrada principal del
museo y entró buscando el refugio del aire acondicionado. En agosto trabajaban
principalmente los guías en inglés y en francés, también había algún guía que
dominaba las lenguas orientales. Andrés se sintió el único español que visitaba
el museo, el verdadero extranjero en aquel marasmo de atuendos y razas.
La visión de las Meninas,
incluso envuelta entre curiosos, le daba cierta paz, cierto sentido a sus días
monótonos. Andrés apenas manejaba rudimentos de inglés, insuficientes para
seguir una conversación, sólo cazaba palabras sueltas que pretendía componer
para construir frases con sentido, con su sentido.
Un guía analizaba las Meninas
como un retrato real, un retrato real muy especial. Andrés consideraba que el
cuadro era una instantánea, una fotografía informal hecha en un tiempo en el
que no había fotografías y la pintura tenía como objetivo, como uno de sus objetivos,
el reflejar retazos de la realidad. Ahora, cuando la familia real buscaba
situaciones informales para ser fotografiada durante las vacaciones, para
parecer una familia normal, Andrés creía que Velázquez había convocado al
séquito de la infanta Margarita para preparar un retrato de grupo, ya había
pintado en otras ocasiones por separado a la cohorte que acompañaba a los
personajes de la corte, disponía de retratos individuales, de algunos bocetos y
apuntes. Había convocado a las dos damas de la infanta, a Isabel de Velasco y a
Maria Agustina Sarmiento de Sotomayor, damas de honor, amigas y confidentes de
la joven princesa. Era un retrato de grupo, la trastienda de la infanta,
incluidos los personajes llamados a entretener a la futura reina, María Bárbara
Asquín, a quien todos llamaba la Bárbola o Maribárbola; también el enano
Nicolasito, Nicolás de Pertusato. Nicolasito y Maribárbola era de origen noble
y sus discapacidades les habían convertido en atracción de palacio, en especial
de la infanta, que pasaba días y noches aburridas.
Velázquez deseaba que al fondo
de ese retrato de adláteres aparecieran los guardadamas de la Corte, Marcela de
Ulloa con tocado religioso y su enigmático acompañante, engolado y entre
penumbras.
El cuadro pretendía ser uno
más, quizás un divertimento. Resultaba complicado mantener estáticos a los
modelos, Nicolasito Pertusato, al que siempre acompañaba un perro viejo y
cansado, era capaz de permanecer quieto, jugueteaba con el animal, quería azuzarle
para que inquietara al pintor.
Los reyes contemplaban en
silencio a sus súbditos, les contemplaban desde un ángulo escondido de la
amplia estancia. De pronto, se abrió la puerta principal y José Nieto Velázquez
anunció la presencia de la Infanta Margarita, inquieta porque el pintor la
había privado de acompañantes. Entró en la sala con el gesto extraviado
buscando a sus damas de compañía, Isabel de Velasco hizo una suave reverencia
mientras que Agustina Sarmiento se apresuró a ofrecer a la infanta un búcaro
con agua, la jarrilla que Velázquez tenía escondida tras el lienzo para calmar
su sed.
Pertusato le dio una patada al
perro, que permanecía impávido, no era la primera coz que recibía de aquel
tunante. Maribárbola seguía manteniendo su vista perdida en el infinito. Y Velázquez
en ese instante se dio cuenta de la magia de aquel momento, un destello en la
rutina de la corte, en la rutina de su trabajo. Decidió variar sus planes y
reflejar aquel momento extraño de personajes entrando, saliendo, escondiéndose
en la penumbra, personajes inquietos o quedos, cada uno sujeto a sus propias
reglas y, sin embargo, sorprendentemente armónicos. Velázquez, seguramente adrede,
quiso ser el primer fotógrafo de lo informal, el primer paparazzo que se
atrevía a desdibujar la imagen de la familia real, a diluirla en una escena
cotidiana. Hubo un tiempo en el que Andrés había sido capaz de captar instantes
como aquel, olerlos, leerlos con agilidad.
Pensó volver a pasar por la
unidad móvil de la policía, volver a alertar de la presencia de aquel sujeto
extraño e inquieto sometido a las pulsiones de su teléfono. Hacía mucho calor,
el sol estaba casi en su cenit y la explanada del museo se convirtió en un
desierto infranqueable. Cejó en su primitivo propósito y encaminó sus pasos
hacia la casa. Era difícil soñar si en casa aguardaban unas acelgas y un
medallón de merluza hervida. Recordó su infancia, cuando viajaba en verano al
pueblo de sus abuelos, perdido entre León y Asturias. Recordaba a su abuela
dejando reposar la leche de las vacas, recién ordeñadas, primero hervían la
leche en grandes cubetas, esperaban a que se enfriara y se decantara la leche,
dejando una espesa capa superior que se retiraba cuidadosamente. La nata
líquida debía queda reposada y fría antes de empezar a batirla con firmeza para
convertirla primero en nata montada, después en mantequilla que poco a poco había
adquiriendo untuosidad hasta convertirse en un bloque brillante.
Andrés había hecho sabrosas
mantequillas a partir del recuerdo de su infancia, mantequillas que aromatizaba
con sales, hiervas aromáticas y especias. Ya no vendían nata cruda de verdad,
ya no había lecherías, se tenía que contentar con los bricks de nata para
montar, nata uperizada que vendían en los supermercados. Compraba medio litro
de nata para montar, la dejaba en la nevera durante dos o tres horas, las
mismas que la cubeta metálica en la que cuajaba la nata hasta convertirla en
mantequilla.
Pasado el tiempo de reposo
sacaba la cubeta escarchada, los dedos se le quedaban pegados al metal. Abría
el brick de nata y, rápidamente, ponía en marcha una batidora con unas amplias
palas de plástico, amplias como una mariposa que hubiera desplegado las alas.
No convenía poner la batidora a la máxima velocidad, bastaba con ponerla un
punto por debajo de la potencia media. Veía como la nata iba tomando densidad y
cuando la notaba cremosa añadía dos cucharadillas de sal, unas ramas de
cebollino picado muy fino y pimienta larga de Camboya que rallaba para que
quedara un polvo grueso. Los ingredientes se mezclaban a medida que la
mantequilla se compactaba, formando un bloque brillante en el que, sobre fondo
blanco, quedaban suspendidas briznas de cebollino y tiznes de pimienta. Ayudándose
con una espátula sacaba la mantequilla y formaba pequeños lingotes de poco más
de cien gramos de peso, lingotes que guardaba en la nevera, dispuestos para
servirlos sobre gruesos filetes de vaca vieja, cocinados sobre la plancha. Antes
de llevar la carne a la mesa Andrés pasaba por agua caliente un cuchillo con la
punta roma, cortaba una gruesa porción de mantequilla aromatizaba y la dejaba
sobre la carne humeante, disfrutaba viendo como se derretía y empapaba la carne.
Añadía unos cristales de sal de Maldon y antes de que la mantequilla se convirtiera
en parte de la salsa, le daba el primer corte y el primer bocado.
Mantequilla y vaca vieja era un
anatema en su nueva dieta.
Pimienta larga de Camboya
(Piper Longum). Notas de miel y cacao amargo, exóticos aromas ahumados. Nace en
las tierras volcánicas del norte del monte Bokor. Explotaciones familiares. Su
nombre en jemer es “dai plai” que significa “brazo corto”. Cosechada en extrema
madurez y luego hervida. Excelente para acompañar a platos de pollo con miel,
carne de caza, postres de cacao y salsas con vino tinto.
Me encanta como nos vas desmenuzando el cuadro y como nos vas metiendo en su contenido, ya os conté la malísima copia que tengo en el hall de los ascensores y si lo vieses no te inspiraría comentar nada de él. Jubi
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