jueves, 27 de julio de 2017

CAP. CDXXI.- Mezzojulio


Agoto el mes de julio, un mes extraño que arrancó con un calor horripilante y que termina entre tormentas que auguran un verano inestable.

Alguna vez he hablado del ferragosto, tal vez habría que empezar a escribir sobre el mezzojulio como una evocación del caos. Creo que nos dejamos fagocitar por julio para disfrutar con mucha más intensidad las semanas de vacaciones en agosto.

El verano ya no es lo que era, ya nadie – excepto los funcionarios – hace las vacaciones durante el mes de agosto, desconectar un mes entero es un lujo al alcance de muy pocos. La gente se contenta con diez o doce días de descanso en agosto y planifica los meses de calor como un ejercicio de supervivencia. Nos quejamos si hace mucho calor, también nos quejamos si llueve, nos quejamos porque en verano todo es más caro, de que sea imposible reservar en un sitio decente para cenar. Años atrás nos quejábamos de la crisis, que nos impedía veranear como merecíamos, ahora nos quejamos de que parece haber pasado la crisis y no hay modo de disfrutar de una playa vacía, ni de conseguir un vuelo a cualquier lugar de costa. La cuestión es quejarse. Creo que en el mes de julio se acumulan gran parte de las quejas del año y cuesta mucho no dejarse llevar por esos arranques de ira e indignación propios del mezzojulio y su plan de supervivencia. Hay que sobrevivir al trabajo, al desorden de los niños sin colegio, a las comidas y cenas de despedida, a las urgencias preestivales. Parece como si el 31 de julio acabara el mundo.

En mi caso este julio ha sido menos complicado que el de otros años, he sudado (siempre sudo) incluso en las noches de tormenta, he viajado a Cazorla (justo durante la ola de calor) y hasta tres veces a Santander (las tres veces entre tormentas y temperaturas otoñales). He maldormido, añorando que llegue agosto, donde ensayo otros modos más placenteros de maldormir.

Este julio he comido como los dioses del olimpo, de hecho, arranqué el mes de julio dándome un festín de pescado en un paladar de Sitges. Disfruté por segunda vez en mi vida de la magia de una comida casi clandestina, organizada por un pescador jovial (sobrino de un buen amigo) que organiza comidas en la terraza de su casa sirviendo lo que ha pescado el día anterior. Un festín de ortiguillas rebozadas, gambas, langostinos, bogavantes, pulpos, pulpitos y calamares, tartares de pescado y un San Pedro al horno recién pescado. Cuando parece que la comida ha terminado, después de casi cuatro horas de pequeños y grandes bocados, llega un arroz espectacular, que se come solo. Empezamos a la una del mediodía y a las ocho de la tarde todavía seguíamos en la mesa, apurando los últimos restos del vino, del cava y de los licores.

La experiencia del paladar de Sitges justifica todas las penurias del mes de julio.

En Santander también tuve la ocasión de comer como un príncipe las tres veces que tuve que ir. La primera vez un rape negro al horno, del que comimos hasta la cabeza, la segunda vez unas centollas y en el último de los viajes me escapé a comer a un restaurante elegante como sólo saben ser elegantes los restaurantes del norte, con amplios salones, sillas pesadas y servicio impecable, como del siglo XIX; en la última de las comidas probé unas pochas con tripa y cabeza, unas supremas de merluza sobre leche de coco y cilantro,  y de postre una torrija de pan de brioche con helado de vainilla.

En Cazorla y en el viaje a Cazorla ensalada de perdiz y pastel hecho con restos de caza.

Cierro julio con el buche contento, dispuesto todavía a disfrutar de los últimos guisos antes de que se agote el mes.

Uno de los viajes a Santander, el primero de todos, me sirvió para animarme a una nueva receta. Me invitó, como otros años, la Universidad de Cantabria, buenos amigos que me convocan todos los años. Buscan siempre lugares especiales para comer, aunque lo realmente especial es poder comer y charlar con ellos durante unas horas. El rape negro al horno me animó a experimentar de regreso a casa, un experimento al que llevaba dándole vueltas muchos meses, un guiso marinero que quería evocar los tradicionales platos de callos, gelatinosos, pegajosos.

La semana pasada me lancé a buscar cabezas de rape, pensé que sería una tarea fácil pero mi pescadera de cabecera me llamó el viernes desolada para decirme que no había podido conseguirme cabezas para el sábado.

El sábado pasado marché al mercado a primera hora, convencido de que allí todo sería más fácil, pasé por todas las paradas de pescado y ninguna tenía cabezas de rape, por lo visto son muy codiciadas en la industria del caldo y los preparados de pescado. Todos los rapes que se vende al detalle llegan decapitados.

Al final, de modo casi clandestino, en una de las pescaderías me sacaron unas cabezas de rape  gelatinosas, fantasmales.

El rape es un pescado que da cierto respeto, basta mirarle a los ojos para comprender que es un animal casi prehistórico, de cara deforme y retadora. Los dientes de este pescado parecen sierras asesinas, su estructura ósea es la de un animal extinguido. Era un reto hacer un guiso partiendo de la carne entresacada de las cabezas de rape.

En una cazuela grande preparé un sofrito a base de media cebolla, un puerro, una rapa de apio tierna, laurel, tres zanahorias y dos tremendas cabezas de rape casi enteras. Antes de poner el agua para el caldo regué generosamente el sofrito con ron de caña y dejé que se consumiera el alcohol. Cubrí después con agua y dejé que hirviera plácidamente durante poco más de una hora. Conseguí cuatro litros de carne (tres de ellos los tuve que congelar).

Retiré las cabezas de rape casi íntegras (habían empezado a deshacerse) y me dispuse a sofreír en otra cazuela un par de cebollas hermosas, previamente picadas, dos puerros, dos ramas de apio y tres zanahorias, dejé que pocharan bien, a fuego mínimo, para que se confitara la verdura, con una pizca de sal y un pellizco de pimienta negra.

Cuando el sofrito había sudado todo lo que tenía que sudar añadí una copa larga de vino blanco seco, subí un poco la llama y removí hasta que el guiso recuperó el hervor.

Había picado en tiras una sepia oscura y pringosa (no dejé que la pescadera la pasara por el chorro de agua) y añadí la sepia al guiso, incluidos los intestinos que piqué y disolví en el sofrito. Seguí removiendo con la cuchara de madera y bajé al mínimo otra vez el fuego.

Mientras se cocía la sepia fui a la bandeja con las cabezas de rape y me dispuse a entresacar los girones de carne, las barbas del pescado, las carrilleras, las cocochas, el cogote. Las espinas del rape tienen poco que ver con las espinas del resto de pescados, son cartílagos afilados y duros de formas irregulares, tan fantasmagóricos como la cara del pez. Saqué un buen plato de carne de cabeza de rape, de girones todavía viscosos.

Incorporé la carne del rape a mi guiso y seguí removiendo con cuidado. No necesitaba mucho tiempo de cocción. Cubrí el guiso con un poco de caldo de pescado y dejé que rompiera a hervir de nuevo, meneándolo ligeramente para que se trabara bien la salsa con el pescado, la sepia y la verdura. Piqué en dados unas colas de gamba que había pasado por la plancha minutos antes, puse tres cucharaditas de pimentón de la vera y esparcí un puñado de garbanzos cocidos. Dejé durante un par de minutos que los ingredientes terminaran de confundirse un retiré la cazuela de la lumbre para que reposara.

Mi primera impresión al probar el plato es que algunos sabores y la textura de las barbas del rape, la sepia y la gamba, jugaban con la textura de un plato de callos tradicional, sin perder, eso sí, el sabor intenso a mar. Mi experimento había resultado razonablemente satisfactorio.

Para adornar la receta nada mejor que los fantasmagóricos pescados que Miquel Barceló reprodujo para su decoración de una de las capillas de la Seo de Palma de Mallorca.
Imagen relacionada

El prejulio, el mezzojulio y el postjulio dan los últimos coletazos. Pasada la primera semana de agosto empezarán las vacaciones de verdad. Pensaba que este año no habría relato veraniego pero los espesos insomnios de los últimos meses han hecho regresar a las musas y creo que me voy a embarcar en una nueva nouvelle culinaria, una historia que todavía no he terminado de perfilar y que probablemente se titule Pimienta.

2 comentarios:

  1. Es la tercera vez o la cuarta que intento contestarte, desde que lo has publicado, cumplo con todos los requisitos que me exige para poder enviarlo y te puedes imaginar la de juramentos que he soltado, pero bueno, veremos hoy si no me agoto la paciencia. El menú riquísimo y el Barceló es de los que me gusta, todo lo suyo es de mi agrado. Jubi

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  2. Pues como unos callos de pescado, que buena idea!!!!. Pero genial tu ferrajulio! un abrazo.c.

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