Agoto el mes de julio, un mes extraño que
arrancó con un calor horripilante y que termina entre tormentas que auguran un
verano inestable.
Alguna vez he hablado del ferragosto, tal vez
habría que empezar a escribir sobre el mezzojulio como una evocación del caos.
Creo que nos dejamos fagocitar por julio para disfrutar con mucha más
intensidad las semanas de vacaciones en agosto.
El verano ya no es lo que era, ya nadie –
excepto los funcionarios – hace las vacaciones durante el mes de agosto,
desconectar un mes entero es un lujo al alcance de muy pocos. La gente se contenta
con diez o doce días de descanso en agosto y planifica los meses de calor como
un ejercicio de supervivencia. Nos quejamos si hace mucho calor, también nos
quejamos si llueve, nos quejamos porque en verano todo es más caro, de que sea
imposible reservar en un sitio decente para cenar. Años atrás nos quejábamos de
la crisis, que nos impedía veranear como merecíamos, ahora nos quejamos de que
parece haber pasado la crisis y no hay modo de disfrutar de una playa vacía, ni
de conseguir un vuelo a cualquier lugar de costa. La cuestión es quejarse. Creo
que en el mes de julio se acumulan gran parte de las quejas del año y cuesta
mucho no dejarse llevar por esos arranques de ira e indignación propios del
mezzojulio y su plan de supervivencia. Hay que sobrevivir al trabajo, al
desorden de los niños sin colegio, a las comidas y cenas de despedida, a las
urgencias preestivales. Parece como si el 31 de julio acabara el mundo.
En mi caso este julio ha sido menos
complicado que el de otros años, he sudado (siempre sudo) incluso en las noches
de tormenta, he viajado a Cazorla (justo durante la ola de calor) y hasta tres
veces a Santander (las tres veces entre tormentas y temperaturas otoñales). He
maldormido, añorando que llegue agosto, donde ensayo otros modos más
placenteros de maldormir.
Este julio he comido como los dioses del
olimpo, de hecho, arranqué el mes de julio dándome un festín de pescado en un paladar de Sitges. Disfruté por segunda
vez en mi vida de la magia de una comida casi clandestina, organizada por un
pescador jovial (sobrino de un buen amigo) que organiza comidas en la terraza
de su casa sirviendo lo que ha pescado el día anterior. Un festín de ortiguillas
rebozadas, gambas, langostinos, bogavantes, pulpos, pulpitos y calamares,
tartares de pescado y un San Pedro al horno recién pescado. Cuando parece que
la comida ha terminado, después de casi cuatro horas de pequeños y grandes
bocados, llega un arroz espectacular, que se come solo. Empezamos a la una del
mediodía y a las ocho de la tarde todavía seguíamos en la mesa, apurando los últimos
restos del vino, del cava y de los licores.
La experiencia del paladar de Sitges justifica todas las penurias del mes de julio.
En Santander también tuve la ocasión de comer
como un príncipe las tres veces que tuve que ir. La primera vez un rape negro
al horno, del que comimos hasta la cabeza, la segunda vez unas centollas y en
el último de los viajes me escapé a comer a un restaurante elegante como sólo
saben ser elegantes los restaurantes del norte, con amplios salones, sillas
pesadas y servicio impecable, como del siglo XIX; en la última de las comidas
probé unas pochas con tripa y cabeza, unas supremas de merluza sobre leche de
coco y cilantro, y de postre una torrija
de pan de brioche con helado de vainilla.
En Cazorla y en el viaje a Cazorla ensalada
de perdiz y pastel hecho con restos de caza.
Cierro julio con el buche contento, dispuesto
todavía a disfrutar de los últimos guisos antes de que se agote el mes.
Uno de los viajes a Santander, el primero de
todos, me sirvió para animarme a una nueva receta. Me invitó, como otros años,
la Universidad de Cantabria, buenos amigos que me convocan todos los años.
Buscan siempre lugares especiales para comer, aunque lo realmente especial es
poder comer y charlar con ellos durante unas horas. El rape negro al horno me
animó a experimentar de regreso a casa, un experimento al que llevaba dándole
vueltas muchos meses, un guiso marinero que quería evocar los tradicionales
platos de callos, gelatinosos, pegajosos.
La semana pasada me lancé a buscar cabezas de
rape, pensé que sería una tarea fácil pero mi pescadera de cabecera me llamó el
viernes desolada para decirme que no había podido conseguirme cabezas para el
sábado.
El sábado pasado marché al mercado a primera
hora, convencido de que allí todo sería más fácil, pasé por todas las paradas
de pescado y ninguna tenía cabezas de rape, por lo visto son muy codiciadas en
la industria del caldo y los preparados de pescado. Todos los rapes que se
vende al detalle llegan decapitados.
Al final, de modo casi clandestino, en una de
las pescaderías me sacaron unas cabezas de rape
gelatinosas, fantasmales.
El rape es un pescado que da cierto respeto,
basta mirarle a los ojos para comprender que es un animal casi prehistórico, de
cara deforme y retadora. Los dientes de este pescado parecen sierras asesinas,
su estructura ósea es la de un animal extinguido. Era un reto hacer un guiso
partiendo de la carne entresacada de las cabezas de rape.
En una cazuela grande preparé un sofrito a
base de media cebolla, un puerro, una rapa de apio tierna, laurel, tres
zanahorias y dos tremendas cabezas de rape casi enteras. Antes de poner el agua
para el caldo regué generosamente el sofrito con ron de caña y dejé que se
consumiera el alcohol. Cubrí después con agua y dejé que hirviera plácidamente
durante poco más de una hora. Conseguí cuatro litros de carne (tres de ellos
los tuve que congelar).
Retiré las cabezas de rape casi íntegras
(habían empezado a deshacerse) y me dispuse a sofreír en otra cazuela un par de
cebollas hermosas, previamente picadas, dos puerros, dos ramas de apio y tres
zanahorias, dejé que pocharan bien, a fuego mínimo, para que se confitara la
verdura, con una pizca de sal y un pellizco de pimienta negra.
Cuando el sofrito había sudado todo lo que
tenía que sudar añadí una copa larga de vino blanco seco, subí un poco la llama
y removí hasta que el guiso recuperó el hervor.
Había picado en tiras una sepia oscura y
pringosa (no dejé que la pescadera la pasara por el chorro de agua) y añadí la
sepia al guiso, incluidos los intestinos que piqué y disolví en el sofrito.
Seguí removiendo con la cuchara de madera y bajé al mínimo otra vez el fuego.
Mientras se cocía la sepia fui a la bandeja
con las cabezas de rape y me dispuse a entresacar los girones de carne, las
barbas del pescado, las carrilleras, las cocochas, el cogote. Las espinas del
rape tienen poco que ver con las espinas del resto de pescados, son cartílagos
afilados y duros de formas irregulares, tan fantasmagóricos como la cara del
pez. Saqué un buen plato de carne de cabeza de rape, de girones todavía viscosos.
Incorporé la carne del rape a mi guiso y
seguí removiendo con cuidado. No necesitaba mucho tiempo de cocción. Cubrí el
guiso con un poco de caldo de pescado y dejé que rompiera a hervir de nuevo,
meneándolo ligeramente para que se trabara bien la salsa con el pescado, la
sepia y la verdura. Piqué en dados unas colas de gamba que había pasado por la
plancha minutos antes, puse tres cucharaditas de pimentón de la vera y esparcí
un puñado de garbanzos cocidos. Dejé durante un par de minutos que los
ingredientes terminaran de confundirse un retiré la cazuela de la lumbre para
que reposara.
Mi primera impresión al probar el plato es
que algunos sabores y la textura de las barbas del rape, la sepia y la gamba,
jugaban con la textura de un plato de callos tradicional, sin perder, eso sí,
el sabor intenso a mar. Mi experimento había resultado razonablemente
satisfactorio.
Para adornar la receta nada mejor que los
fantasmagóricos pescados que Miquel Barceló reprodujo para su decoración de una
de las capillas de la Seo de Palma de Mallorca.
El prejulio, el mezzojulio y el postjulio dan
los últimos coletazos. Pasada la primera semana de agosto empezarán las
vacaciones de verdad. Pensaba que este año no habría relato veraniego pero los
espesos insomnios de los últimos meses han hecho regresar a las musas y creo
que me voy a embarcar en una nueva nouvelle
culinaria, una historia que todavía no he terminado de perfilar y que probablemente
se titule Pimienta.
Es la tercera vez o la cuarta que intento contestarte, desde que lo has publicado, cumplo con todos los requisitos que me exige para poder enviarlo y te puedes imaginar la de juramentos que he soltado, pero bueno, veremos hoy si no me agoto la paciencia. El menú riquísimo y el Barceló es de los que me gusta, todo lo suyo es de mi agrado. Jubi
ResponderEliminarPues como unos callos de pescado, que buena idea!!!!. Pero genial tu ferrajulio! un abrazo.c.
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