Por fin me he hecho
con un ejemplar aceptable del Decamerón, una edición razonablemente cómoda de
leer que me permita solventar los problemas de mi primera entrada. Ya no tengo
que ser un falsario y escribir de oídas. He podido leer los primeros capítulos,
da miedo la actualidad que tienen, aunque el coronavirus sea infinitamente
menos letal de lo que fue la peste. Aunque lo que dice Boccaccio pueda
predicarse de lo que ocurre hoy:
«Llegó
la mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones
inicuas fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra
corrección que había comenzado algunos años antes en las partes orientales
privándolas de gran cantidad de vivientes, y, continuándose sin descanso de un
lugar en otro, se había extendido miserablemente a Occidente».
Ya han anunciado el
estado de emergencia y parece que hay que tomarse en serio lo del aislamiento.
Esta mañana, que había solecito, la plaza estaba más animada que nunca, llena
de niños y de abuelos aprovechando el sol templado de marzo. Han sido los
medios de comunicación los que nos han puesto las pilas sobre el alcance del
aislamiento. Nosotros hemos cancelado todas nuestras citas y obligaciones,
incluidas las de ver amigos, entono mi mea
culpa y reconozco que había quedado con algún amigo de los que estaba
convencido de que no estaba afectado por el virus para tener un momento de
esparcimiento.
Es imposible no reírse
viendo a los madrileños (yo soy madrileños) saliendo en tropel hacia la playa y
las segundas residencias.
Yo sigo leyendo el
Decamerón, me gustaría que en casa mis hijos aceptaran el reto de contar una
historia cada uno de los días que tenemos por delante, pero sé que será
complicado, aunque pienso intentarlo. Si se animaran a lo de contar una historia
cada uno de los días sería más sencillo organizar una planificación basada en
la dialéctica, como hacía Boccaccio, en el que cada narrador se veía espoleado
por el anterior.
Mientras imagino
una ciudad desierta, por la que sólo aparecen ciclistas de El Glovo,
repartiendo comida por los pisos, y furgonetas de Amazon, empiezo a darle
vueltas a la segunda de las historias del Decamerón, una historieta muy
divertida y paradójica sobre la fe y la religión.
Imagino a un
conocido que vive aislado y tranquilo en un pueblecito en la montaña, muy
separado de mi ciudad. No nos vemos con frecuencia, pero mantenemos un intenso
contacto por wasap, por redes sociales, incluso hablamos por teléfono de vez en
cuando. Él es un enamorado y firme defensor de la vida tranquila, alejada del
mundanal ruido, del caos de la gran ciudad.
En nuestro diálogo
virtual yo intento convencerle de las bondades de vivir en la gran ciudad, le
recomiendo que lea a sociólogos y agitadores culturales que defienden la vida
en las grandes conurbaciones. Creo que si lee mucho sobre las oportunidades de
vivir en Barcelona, en Madrid, en París o en Roma podrá disfrutar de las
ofertas culturales permanentes, de la opción de poder mandar a sus hijos a
estudiar a una buena universidad, del placer de callejear, disfrutar viendo
gente extraña.
Él no quiere, está
encantado con las dimensiones de su vida. También cocina, pero se queja de que
no siempre puede encontrar los ingredientes que le gustaría, que vive muy
apegado a la huerta y al mercadillo que se organiza en su pueblo una vez por
semana. Yo le seduzco con los restaurantes maravillosos a los que no puedo ir,
porque no tengo tiempo o dinero, también de los mercados llenos de productos de
todo el mundo, que tampoco suelo frecuentar porque quedan lejos de casa y se
han convertido en atracciones turísticas.
Bombardeo su correo
electrónico con links sobre los mercados de Barcelona, sobre los nuevos
restaurantes que puede descubrir, le mando las agendas de ocio que publican los
diarios. Quiero que se enamore de la ciudad, de cualquier gran ciudad.
Mi amigo por fin se
anima, rompe las barreras que anteponía, pero en vez de empezar a consultar
todas las referencias virtuales que le mando, decide venir a visitarme.
Me entra el
vértigo, apenas nos conocemos. No casi no he hablado en casa de él y, de
repente, decide venir a pasar una semana a la ciudad. No lo hablamos con
franqueza, pero él cuenta con venir a mi casa, gozar de mi hospitalidad y que
yo le haga de guía por la gran urbe.
Lo organizo con
alfileres, convenzo a mi familia de que tenemos que dejar libre la habitación
de invitados. Veo mi agenda y descubro que la semana que pretende visitarme es
un caos, llena de reuniones y de compromisos.
Apenas podré
dedicarle unas horas, en el mejor de los casos una cena forzada en casa. Él
mantiene su decisión, llega a la ciudad, justo una semana de lluvia, de atascos
y de manifestaciones.
No puedo
acompañarle a ningún sitio, yo esperaba que mis indicaciones le ayudaran a
sobrevivir en un lugar en el que no conoce a nadie.
Durante sus siete
días en la ciudad le robaron la cartera, se le rompió el teléfono móvil, la
conexión a internet de casa le falló. Había una huelga de transporte público y
no pudo ir a ningún museo porque había una movilización de estudiantes que
bloqueaba la entrada de las pinacotecas de la ciudad.
Los tres
restaurantes a los que, por intuición, quiso acudir fueron un fiasco, caros, de
mala calidad y con un servicio horrendo.
El domingo marchó,
no pude ni tan siquiera acercarle a la estación, los niños tenían una fiesta
infantil.
Pensé que nunca más
me hablaría, que incluso bloquearía mi correo a golpe de reproche, sin embargo,
llegó el lunes y recibí la primera misiva, mi amigo estaba encantado, me
comunicaba que había decidido venirse a vivir a la ciudad.
No se había vuelto
loco, al contrario, era muy consciente del caos que había vivido, del desastre
de sus días en Barcelona, pese a ello pensaba que sólo una fe como la mía en el
progreso, una fe como la de muchos habitantes de la ciudad, permitía pensar que
podría surgir algo bueno y positivo de aquel cafarnaum.
Ya decía Boccaccio
en su segundo cuento, en boca de Abraham, el judío converso:
«te
digo que, si yo sé bien entender, ninguna santidad, ninguna devoción, ninguna
buena obra o ejemplo de vida o de alguna otra cosa me pareció ver en ningún
clérigo, sino lujuria, avaricia y gula, fraude, envidia y soberbia y cosas
semejantes y peores, si peores puede haberlas; me pareció ver en tanto favor de
todos, que tengo aquélla por fragua más de operaciones diabólicas que divinas.
Y según yo estimo, con toda solicitud y con todo ingenio y con todo arte me
parece que vuestro pastor, y después todos los otros, se esfuerzan en reducir a
la nada y expulsar del mundo a la religión cristiana, allí donde deberían ser
su fundamento y sostén. Y porque veo que no sucede aquello en lo que se esfuerzan
sino que vuestra religión aumenta y más luciente y clara se vuelve, me parece
discernir justamente que el Espíritu Santo es su fundamento y sostén, como de
más verdadera y más santa que ninguna otra; por lo que, tan rígido y duro como
era yo a tus consejos y no quería hacerme cristiano, ahora te digo con toda
franqueza que por nada dejaré de hacerme cristiano».
En definitiva, la
fe y, sobre todo, la amistad, mueven montañas.
Como receta del día
(receta virtual porque como haga uno de estos pasteles cada día me voy a poner
como un personaje de Botero) un bizcocho de chocolate que, en la indicación de
la marquesa, es muy fino y esponjado.
Se necesitan 300
gramos de harina, 200 de azúcar (yo pondría la mitad), 3 onzas de chocolate
(una tableta o 220 gramos de pepitas de chocolate, negro del 70%, de los de
repostería, quizás un pelín más si eres goloso). 2 huevos. Una cucharadita de
levadura en polvo (vale la Royal) y mantequilla para untar el molde.
La receta empieza
engrasando el molde, un molde alto. La receta es para 6 comensales.
En un bol de los de
loza se pone la mantequilla a temperatura ambiente, cortada en taquitos y el azúcar.
Se bate bien hasta que empiece a espumar la mezcla.
Se derrite el
chocolate al baño maría, se añade poco a poco a la mantequilla el chocolate
fundido, mezclándolo bien. No conviene que el chocolate esté muy caliente, 36º
son suficientes para que funda el chocolate.
Después se añaden
las yemas de los huevos, se sigue batiendo. Y, finalmente, la harina tamizada
con la levadura. Se mezcla bien para que quede una masa esponjosa y sin grumos
(ojo no amasar con las manos, se pegará mucho).
Se baten, por
separado, las claras a punto de nueve (suben mejor con una pizca de sal y tres
gotas de limón). Se mezcla con la masa. Se deja reposar media hora a
temperatura ambiente y se pasa al molde engrasado.
Horno a 140º, unos
25 minutos (si el horno lleva ventilación se baja un poco más).
Se abre y pincha
con cuidado, para ver que está bien cocido y se deja atemperar dentro del
horno.
Puede servirse con
nata, o con unas virutas de chocolate por encima.
Sigo con la serie
de personajes aislados solitarias de Hopper.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas gracias por los comentarios, es la única manera de poder mejorar. Esta página surge por la necesidad de compartir algunas inquietudes, de ahí la importancia de tu mensaje.