Tercera jornada.
Pendiente de que se asome por la televisión el presidente del gobierno para
anunciar las medidas que acompañan al estado de alarma. Me he dado cuenta de
que, como diletante en la cocina, llevo 501 un capítulos, aunque con mis
despistes con los números romanos he duplicado alguna entrada, por eso marcará
el capítulo CDXCVIII, en vez del DII, que facilitaría mucho el seguimiento de
los números.
A primera hora de
la mañana mi mujer y los niños han salido a correr, han buscado un parque no
muy lejano desde el que se veía toda la ciudad. Han mantenido la distancia de
cortesía con otros corredores matutinos, no muchos. Yo he bajado a comprar el
pan y algo de verdura. Estamos pendientes de poder leer el Real Decreto sobre
el estado de alarma, dicen que se va a prohibir el salir a hacer deporte por la
calle.
Los empleados del
supermercado estaban muy cabreados, con razón, dicen que nadie piensa en ellos,
que tienen familia, que los transportes públicos no funcionan bien, que asumen
muchos riesgos y ni siquiera tienen la
opción de tomarse un café. Tienen razón, le digo mientras me corta una pechuga
de pavo en filetes porque se han agotado los pollos.
Aseguran que los
suministros no fallarán, pero lo cierto es que estos dos últimos días han sido
un delirio. Las imágenes de la gente llevándose paquetes de 24 rollos de papel
higiénico pasarán ya al imaginario colectivo.
Anuncian del
colegio de los niños que una de las profesoras del claustro ha muerto, no ha
superado un cáncer. Es una pena que estas noticias pasen desapercibidas,
arrastradas por el monotema del virus. Tendremos que ir sacudiéndonos la
obsesión por darle vueltas a la cuarentena, su origen y sus consecuencias para
empezar a ocuparnos de asuntos más cotidianos, aunque sea desde la distancia
virtual.
Sigo leyendo el
Decamerón, la tercera de las historias, da mucho que pensar, parece una
historieta sin sustancia y al final terminan asomando todas las aristas. Al
final propone una sabia reflexión sobre si realmente debe exigirse la necesidad
de elegir, probablemente si Shakespeare hubiera aplicado este cuentecillo para
gestionar el Rey Lear, la historia hubiera sido bien distinta.
Cuenta la historia
de un hombre valiente pero arruinado que quiere pedirle dinero a un usurero.
Como no quiere pedírselo directamente, le propone al usurero un dilema moral al
que el usurero, Melquiades, contesta con una pequeña parábola sobre un padre
que tenía tres hijos y un solo anillo con el que indicaba a su heredero. El
anillo pasa de generación en generación, de modo que cada padre tiene el
conflicto de decidir a qué hijo le entrega el anillo que marca la sucesión
(imagino que patrimonial); hasta que llega un momento en la cadena sucesoria
que pasa de padres a hijos y que, supongo, generaría muchos conflictos, el
último de los progenitores decide encargar en secreto otros dos anillos
exactamente iguales, de modo que en vez de tener que elegir, decide recompensar
a sus tres hijos con tres anillos que resulta imposible distinguir. Así se
resuelve el conflicto de una estirpe y así Melquiades traslada a su prestatario
que con artimañas y falsos dilemas no le sacará nada.
Es divertido leer
el Decamerón, ver el juego de espejos que va montando Boccaccio a partir de los
relatos dentro del relato.
Sigo con mis
recetas virtuales, no quiero coger 15 kilos de más en dos o tres semanas,
aunque hoy he preparado unas cocochas de bacalao al pil-pil y unas lentejas con
mollejas.
La marquesa de
Parabere me ofrece hoy la receta clásica de colineta, un bizcocho que suelo
tomar cuando voy a Bilbao (la de la Pastelería Arrese es legendaria). Se
sustituye la harina por almendra molida, pero aún y así es un bizcocho muy
esponjoso.
Para la receta se
necesitan 125 gramos de almendras molidas, la misma cantidad de azúcar glas, 9
yemas de huevo, cuatro claras, la corteza de medio limón y un poco de
mantequilla para engrasar el molde.
Mientras se
atempera el horno (140º) se baten las 9 yemas de huevo en un bol, con el azúcar.
Hay que batir con paciencia y con fuerza hasta conseguir que doble el volumen y
se espume bien (con los nuevos robots de cocina estas operaciones se hacen en
minutos, pero lo relajante es disponer de tiempo para poder hacer estas tareas
a mano, dejando la mente en blanco).
La marquesa propone
que las tareas de batido deben extenderse al menos durante media hora.
Cuando estén bien
espumadas las yemas con el azúcar se añade la almendra molida y se sigue
batiendo durante diez minutos más (estos 10 minutos adicionales son de mi
cosecha). Se incorpora la ralladura de
medio limón. Se termina de compactar la masa.
Queda solo
incorporar a la masa las claras a punto de nieve, siempre con su punto de sal y
sus gotas de limón. Hay que hacer esta fase del bizcocho con cuidado, haciendo
el juego de varillas de modo envolvente, como si fueran olas dulces que van
amalgamando todos los ingredientes.
Se traspasa la
mezcla a un molde alto, engrasado con mantequilla y un poco de harina para que
no se pegue (puede ponerse papel satinado, que cumple la misma función).
Se cuece durante 20
minutos a 140º (ojo con los hornos y sus temperaturas), el fiel de la receta es
pinchar con la punta de un cuchillo y comprobar que no salga mojada.
Se deja atemperar en
el horno, para que no se desinfle el bizcocho y se sirve frio. Si no recuerdo
mal en Bilbao sirven la colineta cubierta de merengue. O con un glaseado.
Sueño ya con la
colineta y espero poderla hacer pronto.
De momento Hopper
sigue prestándome personajes perplejos ante la nada.
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