No entrar en
pánico.
En casa somos tan
disciplinados que empezamos el confinamiento de los niños desde que empezó a
correr la noticia del estado de alarma, así que llevamos doce jornadas, trece a
los efectos del Diletante porque el primer relato empezó ese mismo jueves.
Intento no ser
supersticioso, pero lo cierto es que coincidiendo con la decimotercera jornada
los datos de internet se han agotado. Tenemos tres ordenadores, dos tabletas y
cuatro teléfonos conectados a la red y la pobre empieza a dar señales de fatiga.
Ni los operadores estaban preparados para la pandemia.
Enseguida
relativizamos la situación, al fin y al cabo somos unos privilegiados si
nuestra única preocupación es la calidad de la conexión con la que está
cayendo.
En todo caso,
intento no ser supersticioso, aunque toda la información que recibo está llena
de supersticiones, todo tipo de rituales para conjurar lo que algunos
consideran un golpe de mala suerte, ayer mismo escuchaba a un presidente de
comunidad autónoma asegurando que el virus era una respuesta de la naturaleza a
los desmanes humanos, comparaba este desastre de salud a la caída del meteorito
y la extinción de los dinosaurios. Con políticos de este calibre podemos dormir
tranquilos, siempre y cuando no tengan mando o competencia de nada, salvo salir
en la televisión.
No es difícil ver
los rituales que se organizan algunas personas, parecidos a los que establecía
Melvin Udall, el misántropo protagonista de Mejor… Imposible, la película por
la que Jack Nicholson ganó su último Oscar. Me preocuparía convertirme en un
neurótico como Melvin por un ligero fallo de sistema.
Sigo con mis tareas
del Decamerón, la novela de hoy es el esbozo de una comedia de equívocos
sexuales, la historia de una princesa que se disfraza de fraile para peregrinar
a Roma y en el camino se encandila del hijo de un prestamista florentino. El
muchacho, Alesandro, se engatusa también con el fraile, empezando a tener dudas
sobre sus apetencias sexuales. La chica que aparenta ser un chico se encanta de
un chico que se encandila con otro chico que resulta ser una chica.
Boccaccio sigue con
sus juegos de espejos, toda una osadía en pleno siglo XIV.
Leo y cocino para
conjurar las crisis de misantropía, también las de superstición.
Preparo todos los
días para los niños crepes para el desayuno, la receta es sencilla.
3 huevos, 125
gramos de harina, 350 cc de leche (un vaso y medio de los de nocilla de toda la
vida), 25 gramos de mantequilla, una pizca de sal, dos de azúcar.
Se deshace la
mantequilla poniéndola 20 segundos en el micro. Se incorporan todos los
ingredientes y se baten bien, hasta que quede un fluido sin grumos. La
marquesa, que es mucho más sofisticada, lo que hace es calentar la leche e
incorporar la mantequilla para que se deslíe en ella.
Ellos se toman una
crepe con miel o con nocilla, pero la marquesa maneja combinaciones muy
sabrosas, más allá de las crepes suzette.
Las que leo hoy son
las llamadas crepes Gil Blas. Son unas creps rellenas de una crema de
mantequilla, coñac, avellanas y ralladura de limón.
Para la mantequilla
de avellanas las cantidades son 80 gramos de mantequilla, 50 de azúcar glas,
dos cucharadas de coñac y dos más de leche de almendras, con una pizca de sal.
Las avellanas
tienen que estar tostadas, se pican hasta que queden en polvo ligero.
Se pone la
mantequilla en un bol o en una taza templada para que se deshaga. Se remueve la
mantequilla con una cuchara hasta que se va formando una crema ligera, se añade
el azúcar y la ralladura de medio limón. Finalmente las avellanas picadas, el
coñac y la leche de almendra. Hay que remover sin parar, así queda una crema que
puede untarse en las crepes, que deben servirse calientes, con un poco de azúcar
glas por encima y unas gotitas de coñac.
Hopper deja que hoy
nos asomemos al umbral de la puerta, poco más, siempre solos.
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