Calma.
He terminado la
primera jornada del Decamerón, los diez primeros relatos. El Decamerón no es un
libro sobre la peste, ni de la peste, de hecho la peste no es sino una excusa
para aislar a los personajes. Pocos detalles hay de lo que sucede en el
exterior, en Florencia, eso hace que la marea de fondo del libro pueda parecer
un poco frívola. Los 10 protagonistas ven pasar el tiempo entre banquetes,
bailes galantes y pláticas en el jardín.
Boccaccio parece
mucho más preocupado por criticar al clero y a la nobleza, hablar de la
burguesía como fuerza ingeniosa y encadenar fábulas morales, como si la peste
fuera menos importante que la degradación ética de la Florencia del siglo XIV.
Cuando leo o escucho
a algunos comentarías y opinólogos actuales tengo la sensación de que hay mucho
Boccaccio, más preocupado por reprender que por dar soluciones.
La segunda de las
jornadas del Decamerón, los diez nuevos relatos, quedan marcados por la
imposición de la reina de la jornada (cada día se cambia de rey y, por lo
tanto, de propuestas narrativas).
Quiere Neifile, así
se llama la dama que reina durante la segunda jornada, que todos los relatos
recojan la experiencia de personas perseguidas por diversas contrariedades que,
contra toda esperanza, encauzan su vida.
La primera de las
novelas de este segundo bloque es Decamerón en estado puro, tiene un elemento
pícaro y una trama compleja. Cuenta la historia de tres aventureros florentinos
que se ganan la vida haciendo acrobacias y payasadas. Se llaman Stecchi,
Martellino y Marchese.
En su gira cruzan
fronteras y llegan a Tréveris, territorio tedesco. La ciudad está conmocionada
por la muerte de un hombre pobre, Arrigo, que era tan virtuoso que, al morir,
las campanas de la villa empezaron a tañer sin impulso humano.
La población estaba
convencida de que aquella algarabía de campanas era una muestra de la santidad
de Arrigo y se arremolinaron entorno a su cadáver reclamando todo tipo de
milagros.
Los tres buscavidas
quisieron aproximarse lo más posible al centro de interés de la ciudad y para
conseguirlo no se les ocurrió otra cosa que fingir uno de ellos que era un
tullido. En la medida en la que tenían todo tipo de habilidades de contorsión,
no fue difícil que uno de ellos se convirtiera en un inválido integral, que,
ayudado por sus compañeros, alcanzó el cuerpo del santo súbito y,
milagrosamente, se recuperó.
Los habitantes de
Trevis llegaron al éxtasis hasta que uno de los vecinos descubrió que aquellos tres
pícaros florentinos eran unos payasos que habían engañado a todos.
Quisieron lincharlos
y, para evitarlo, no se les ocurrió otra cosa que denunciar que, en la
algarabía, les habían robado una bolsa con doblones. Esa denuncia desencadenó
que muchos habitantes de Tréveris denunciaran también robos de dinero e
imputaran a los florentinos el latrocinio. Con lo cual, en vez de evitar el
linchamiento, se agravó la situación.
Al final,
consiguieron que les llevaran al corregidor que, en principio, pensó que los
tres florentinos (había tensiones entre tedescos y toscanos) eran unos
estafadores, pero al final se descubrió que los vecinos de Treviso no eran
mucho mejores, habían denunciado robos que no eran ciertos.
Se salvaron, por
los pelos, de ser ajusticiados y pudieron regresar a Florencia con el rabo
entre las piernas.
Toda una fábula de
contenido moral.
No sé si tanto
Boccaccio y tanto Decamerón me han colocado en una posición un tanto beata. La
cuestión es que vuelvo a otra receta de convento, los suspiros de monja,
siguiendo a la marquesa.
Para esta receta se
necesitan 250 gramos de almendras peladas y crudas (marcona a poder ser), 250
gramos de azúcar, dos claras de huevo, un poco de agua y limón.
Se reservan las
almendras y se prepara un almíbar con el azúcar y un poco de agua. No tiene que
llegar a caramelo, basta con que espese un poco y deje una ligera hebra la
removerla.
Se baten las claras
hasta que llegan al punto de nieve (como estos días parece que hay tiempo, se
pueden evitar máquinas y hacerlo con dos tenedores). Cuando las claras toman
consistencia se añade poco a poco el almíbar, sin parar de batir.
Incorporado todo el
almíbar, se agregan las almendras y la ralladura de limón.
En una placa de
horno cubierta de papel que evite que se pegue, se van formando pequeños
montoncitos de la mezcla, intentando que en cada uno de ellos haya un par de
almendras.
El horno,
precalentado, tiene que estar a 140º, no mucho más, y dejar la bandeja en el
horno hasta que se cueza el merengue, 10 minutillos, poco más. Ha de queda una
costra dura, ligeramente tostada. Se saca la bandeja y se deja enfriar. Cuando
estén bien fríos los suspiros se pueden guardar sin riesgo de que se peguen,
para eso han de quedar bien secos.
Hoy Hopper nos deja
ir a echar gasolina.
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